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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (7 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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MARTÍN ROMAÑA CREÍA FIRMEMENTE

Creía al pie de la letra que una vida en Europa suponía una buena dosis de bohemia, para ser digna y provechosa. O para estar a la altura. Nunca se preguntó a la altura de qué, porque ese tipo de preguntas le era indiferente. Bastaba con creer en algo, y él había salido del Perú creyendo en eso. Todas sus informaciones culturales lo llevaban a creer en eso. Quería aprender muchas cosas, en la Universidad y fuera de ella, y quería vivir con la intensidad bohemia con que muchos otros, antes que él, habían vivido en París. Esta ciudad, en particular, se prestaba para ello, a decir de todo el mundo. Y Martín pensaba que se prestaba para ello hasta el punto de existir sólo para ello. París era una ciudad hecha sólo para gente con sus ideas y convicciones. O sea con muchas ideas y convicciones contradictorias, aunque compatibles en cierto modo. Cada día, cada hora, era una fiesta en potencia, si uno deseaba tomar la vida así. Y desde París, también se podía largar uno a todas aquellas ciudades españolas, italianas, griegas e inglesas, con el mismo espíritu de fiesta en el organismo. Mucha gente antes que él había vivido así. Otros habían abierto la ruta. Él no tenía más que seguir el ejemplo, y saber elegir bien a las personas que lo ayudarían a darle relieve a su vida futura. Hablaba inglés, francés, italiano y alemán, casi tan bien como el castellano. Su posición era, pues, privilegiada. Podría realmente conocer a gente muy distinta y compartir a fondo sus distintas maneras de vivir. Creía firmemente en todo aquello cuando partió a Edimburgo y a Londres por primera vez. Fue corriendo, fue sin saber bien adonde iba, pero fue quemando etapas. Fue como alguien que se siente invulnerable a todo, como alguien que está dispuesto a darlo todo y a vivir una vida en la que había tiempo y fuerzas para todo.

O sea que Londres, a ese nivel, fue un golpe bajo, como un anuncio. Había vivido a la altura de sus ideas, había vivido corriendo, pero de pronto se había tropezado y había caído. De alguna manera muy molesta se había tropezado y había caído en algo que le dejó trabadas las piernas en su carrera. Londres, su primer viaje de muchacho libre, significaba un despliegue de energías sin límites, sin tiempos de descanso ni horarios. Había demasiadas cosas que hacer, demasiada gente que conocer, demasiadas alegrías que compartir. Pero ahora, de regreso de allá, sentado en el avión al lado de Philip, que de rato en rato le preguntaba preocupado cómo se sentía, Martín Romaña continuaba pensando en Martín Romaña. La gente, y la gente eran para él sus primeros amigos en Europa, se había formado ya una idea de él. Martín Romaña era un tipo vital, exuberante, gracioso, y dotado de energías a toda prueba. Martín Romaña era el primero en empezar una fiesta y el último en acabarla. No había un solo aspecto de la realidad que a Martín Romaña no le interesara. Martín Romaña no tenía prácticamente vida privada, ni horas de trabajo, ni horas de sueño. Era el tipo más disponible del mundo, y a la gente le gustaba eso. Le gustaba que siempre estuviese libre para empezar cualquier cosa. Martín Romaña sintió ganas de llorar en el avión. Supo, por un lado, que la gente le gustaba demasiado, que no podría decirle nunca no a una persona que venía a solicitarlo. Supo que su vida seguiría siendo ese despliegue de unas energías que de pronto no lograba encontrar de nuevo por ninguna parte, tras el tropezón de Londres. Estaba bañado en sudor, otra vez, y supo lo duro que iba a ser para él continuar viviendo como a la gente le gustaba que viviera. Había acostumbrado mal a la gente, pero no podría vivir tampoco sin que esa gente lo viera siempre a la altura de su reputación. Se sintió doblemente herido, y pensó que la vida iba a serle muy dura con la sonrisa y una copa siempre en los labios, y sin poder decir jamás que se sentía muy débil, que se sentía doblemente herido y que detestaba cada copa que bebía. Doblemente herido porque lo de Londres había sido un aviso y él creía en esos avisos, y porque sabía que estaba regresando a París con fiebre y con ganas de ser él mismo, por una vez en la vida, con ganas de tirarse en una cama y de no sonreírle a nadie, pero que nadie le iba a dejar tiempo para sentirse como se sentía y que él le iba a hacer caso a todo el mundo aunque se sintiera así, como un aviso clavado muy hondo.

Media hora después, ya estaban en un taxi rumbo a París. Philip le había propuesto que pasara la noche en su departamento, y él había aceptado, aunque hubiera preferido enfrentarse con la llegada a su departamento. Estaba seguro de que los muchachos del hotel sin baños le habían hecho alguna fechoría, y prefería descubrirla de una vez por todas, pero aceptó la propuesta de Philip que sugería un duchazo y un trago para olvidar todo lo de Londres y empezar bien el año en París.

—Ya tienes que estar sano —le dijo Philip—. Ese médico de mierda no sabía lo que decía.

—¿No notas París cambiada? —le preguntó Martín.

—No sé qué le ves de cambiada. Es la misma vieja puta de siempre. Bella y parisina, al mismo tiempo.

—Yo la veo completamente cambiada. No sé. Debe ser la fiebre.

—Vamos, hombre. Un duchazo, un trago, y una camisa limpia.

Martín Romaña insistió en que lo veía todo completamente cambiado. Estaba desmayado cuando Philip lo miró para decirle que París era la misma vieja puta de siempre.

Le costó casi dos semanas dejar el departamento listo para que no lo deprimiera demasiado en las horas en que venía a arrojarse a la cama, exhausto. Los muchachos del hotel sin baños ayudaron bastante, es verdad, y mientras colocaban vidrios y limpiaban o pintaban paredes se echaban la culpa unos a otros. A Martín llegó a divertirle el asunto. Además, los muchachos le traían la comida y le habían conseguido a Juancito Velázquez,
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para sus amigos, un increíble médico peruano que lo llenó de vitaminas y le recomendó mucho reposo y abrigo todo el que tenga, compatriota. Aparte de eso, podía seguir con su vida normal.

Martín Romaña consideró que una vida normal empezaba por sus clases en la Sorbona y regresó al calor insoportable de los anfiteatros. Pero ahora aplaudía menos que antes, entendía también menos que antes, y se aburría un poco más. Y ya no pensaba que la culpa fuese de él, por extranjero o ignorante. No entendía porque no le interesaba entender, y porque, en cambio, había descubierto del todo que había muchas cosas lejos de esos anfiteatros que podían interesarlo más y hacerlo feliz y mantenerlo a la altura de lo que había venido a vivir. Realmente le tomó una buena dosis de fuerza de voluntad permanecer ahí hasta que todo terminara y le entregaran algún cartón. Había deseado mucho un diploma, pero de pronto ahora pensaba que el día que se lo entregaran se lo enviaría a su padre de regalo como había hecho antes con el diploma de abogado. Para los otros becarios peruanos continuaba siendo un loco. Pensaron que se había apaciguado un poco, cuando recién regresó de Londres, pero el día que lo vieron llegar al restaurant universitario en taxi, decidieron que jamás cambiaría. Llegó oliendo a licor, y jurando que venía de ver izar la bandera peruana en el hospital Vaugirard, nada menos que en honor a Juancito Velázquez, mi médico de cabecera y
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para sus amigos, el increíble peruano que lo seguía tratando. No podían creerle. A quién se le podía ocurrir izar una bandera peruana en honor a Juancito Velázquez.

JUANCITO VELÁZQUEZ Y LA BANDERA PERUANA

Pero era verdad, y era además muchísimo más complicado el asunto. Resulta que llegué al hospital Vaugirard, esa mañana, para lo de mi chequeo semanal, y a que me dieran más vitaminas, probablemente, y me encontré con Juancito Velázquez vestido de azul marino, camisa blanca, mucho almidón, corbata roja, y con el bigotito patrio más dibujado que nunca. Se bañó en lágrimas, al verme aparecer. Yo seguía sin lograr imaginarme de qué se trataba pero ya tenía una cosa en la mano.

—Si supieran esto en nuestra tierra, Martín. Si supieran esos mierdas que tanto me basureaban por ser cholo, porque médico cholo no cura a nadie… Si supieran…

—¿Pero qué es lo que tienen que saber, Juancito?

—Me han dado el premio de excelencia en el pabellón de cirugía, hermano. ¡Salud, hermano!

—Hay que organizar una fiesta, Juancito.

—Pincel
para mis amigos, Martín. Y desde hoy, una de las mejores muñecas de París, hermano, el mejor pulso…

—Voy a buscar peruanos al restaurant universitario, Juancito, esto hay que celebrarlo.

—A esos mierdas qué les importa. Tú eres la excepción, Martín. Los otros vienen aquí cuando necesitan algo gratis. En lima ni me saludarían si me cruzara con ellos.

—No es para tanto, Juancito. Hay excepciones. Voy a traer a mi amigo inglés, si quieres. Tengo también tres amigos norteamericanos y una birmana, gracias a la Sorbona…

—Ya es muy tarde, Martín, no tarda en empezar la ceremonia.

—¿Va a haber discursos, Juancito?

—¡Mucho más que discursos, compatriota! ¡Van a izar la bandera peruana en mi honor!

No podía creerlo, Juancito
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Velázquez, y la verdad es que al pobre le faltó un periodista de France Presse o algo por el estilo, eso habría podido blanquearlo en el Perú, lanzarlo en grande, asegurarle un carrerón. Pero el asunto iba a resultar mucho más complicado todavía. Juancito me abrazaba y me decía que se me iban a caer los ojos.

Me abrazaba y se ponía a llorar. Algo parecía preocuparlo, en medio de tanta felicidad, estaba bebiendo demasiado antes de la ceremonia.

—Bueno —le dije, tratando de calmarlo—, ya vas a poder regresar de nuevo al Perú. Y sin que nadie te tire caca esta vez.


—Te van a recibir en hombros, esta vez, Juancito.


—Nadie te va a cholear ni a ponerte trabas para que abras consultorio donde quieras.


—Hermano, vas a poder abrir consultorio hasta en barrio residencial.

Pero Juancito continuaba sin responderme y cada vez lloraba más. No lograba entenderlo. Llevaba semanas curándome, y mientras me recomendaba las mil y una vitaminas que debía seguir tomando, me fue contando que sus estudios de medicina en Francia de poco o nada le habían servido a su regreso al Perú. Era cholo, ése era su problema, cholo de la Victoria, cholo de barrio de negros, además. Y en el Perú lo habían choleado cuando regresó, nadie le había dado crédito. Y los de su barrio en vez de admirarlo lo habían tratado de maricón porque en alguna oportunidad se le escapó una palabrita en francés, con buen acento. Lo habían tratado de maricón en vez de admirarlo. Es nuestro país, Martín Romaña, una buena mierda. Pero luego arrancaba con que aquí también lo trataban como a una buena mierda, que en el hospital había demasiada intriga, que lo dejaban siempre de lado por la pinta de árabe que tenía. Qué sabrán estos cojudos de lo que es un árabe, de lo que es un peruano, Martín, me decía. No saben nada, compatriota, pero a uno lo puentean igual y sigo cobrando como portero. Y eso que mi jefe, uno de los pocos seres humanos y bien de adentro que hay aquí, me ha dicho que yo afilo el cuchillo mejor que nadie, Martín. Pero la vida es una mierda, y sigo cobrando como portero.

Pensé que con la bandera peruana flameando sobre el pabellón de cirugía, las cosas cambiarían para Juancito Velázquez. Pero él seguía bebiendo y empapando a lagrimones la solapa de su concepción azul de la elegancia. Y cuando vinieron a avisarle que todo estaba listo para dar comienzo a la ceremonia, una mueca de dolor se apoderó de su rostro. Juancito Velázquez,
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para sus amigos, parecía definitivamente desgarrado por algo.

—Mira, hermano —me dijo, cuando llegamos al jardín del pabellón de cirugía.

Y en efecto, era digno de mirarse, porque en efecto, estaban izando la bandera peruana en honor a Juancito Velázquez y entre los acordes del himno nacional del Perú, que venían de alguna parte con sonido de 78 revoluciones en muy mal estado. Sin duda alguien se había conseguido un disco del himno en el mercado de las pulgas, y lo estaba tocando en alguna de las salas del pabellón que daba a nuestro jardincito. Había unos cuatro médicos, unos cuatro estudiantes de Medicina, y unas cuatro enfermeras. Normalmente, estas cosas son emocionantísimas, me dije, y me puse a palmearle el hombro compatriota a Juancito Velázquez, pensando al mismo tiempo que tal vez no había sido lo más indicado dejarle las consecuencias de mi pulmonía londinense a un cirujano del estómago. Pero, en fin, el asunto era gratis, y tanta vitamina tendría que acabar con el cansancio sudoroso que parecía haberse convertido en el síntoma de una eterna convalecencia. Pensaba dejar las cosas así, por el momento, terminar el invierno y el año universitario de cualquier modo, y luego largarme a algún lugar de clima sano para liquidar el asunto. Quería estar muy sano, el próximo otoño. Ese verano tenía que empezar una vida nueva y muy sana para que Inés me encontrara lleno de vitalidad y hasta de gimnasia diaria con mucha disciplina.

Terminaron de izar la bandera y alguien allá adentro empujó el himno nacional del Perú hasta el final del disco, porque ya estaba durando demasiado, en tal mal estado y en castellano. Juancito Velázquez anunció que iba a pronunciar unas brevísimas palabras de agradecimiento, y se arrancó con un discurso que empezaba el día mismo de su nacimiento, en un hogar pobre pero honrado. Lo interrumpieron cuando andaba por quinto de secundaria, siempre en un hogar pobre pero honrado, y ya con una apasionada vocación por la Medicina. Lo hicieron pasar a la sala de enfermeras y ahí le ofrecieron una copa de champagne, mientras un tipo que debía ser su jefe lo abrazaba efusivamente para ser un francés, aunque acto seguido el abrazo que le pegó Juancito lo hiciera quedar como el hombre menos efusivo del mundo. Luego me presentó como a otro peruano que honraba a su patria, y se me tiró a llorar a los brazos, mientras los demás asistentes abandonaban la sala sin perder tiempo en pretextos, siquiera. Sentí cierta soledad nacional muy explicable, y le propuse a Juancito irnos a algún café cercano, para brindar tranquilamente por la bandera peruana y por el orgullo de nuestra hermosa tierra del sol / donde el indómito Inca prefiriendo morir / legó a su raza la gran herencia de…, pero Juancito me mandó a la mierda, agregando que deseaba estar solo, que lo dejara solo, que se sentía más solo que nunca, y que deseaba suicidarse.

—¿Y entonces quién me va a curar, hermano? —le pregunté, pensando que Juancito debía de haber estado bebiendo desde la noche anterior, y en su orgullo nacional.

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