La vida, el universo y todo lo demas (3 page)

Read La vida, el universo y todo lo demas Online

Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La vida, el universo y todo lo demas
2.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

- Vamos, ustedes dos - dijo la forma -, circulen.

Esas palabras tuvieron para Arthur el efecto de una sacudida eléctrica. Se puso en pie de un salto, como un escritor que oye el timbre del teléfono, y lanzó una serie de miradas sorprendidas al panorama que le rodeaba y que súbitamente había cobrado un aspecto tremendamente ordinario.

- ¿De dónde han sacado esto? - gritó a la forma de policía.

- ¿Cómo ha dicho? - preguntó la sorprendida forma.

- Esto es el Lord's Cricket Ground, ¿verdad? - inquirió a su vez Arthur, con brusquedad

-. ¿Dónde lo han encontrado? ¿Cómo lo han traído hasta aquí? Creo - añadió, llevándose la mano a la frente - que será mejor que me calme.

Bruscamente, se puso en cuclillas delante de Ford.

- Es un policía - anunció -. ¿Qué hacemos? Ford se encogió de hombros.

- ¿Qué quieres hacer tú? - preguntó.

- Quiero - contestó Arthur - que me digas que he estado soñando durante los últimos cinco años.

Ford volvió a alzar los hombros y le siguió la corriente.

- Has estado soñando durante los últimos cinco años - dijo.

Arthur se puso en pie.

- De acuerdo, agente - dijo -. He estado soñando durante los últimos cinco años.

Pregúntele - añadió, señalando a Ford -. El también estaba.

Seguidamente, se encaminó hacia la banda del campo limpiándose la bata. Entonces la observó y se detuvo. La miró fijamente. Se precipitó hacia el policía.

- ¿Y de dónde he sacado yo esta ropa? - aulló.

Cayó al suelo y se retorció sobre el césped.

Ford meneó la cabeza.

- Ha pasado dos millones de años malos - explicó al policía.

Entre los dos pusieron a Arthur sobre el sofá y lo llevaron fuera del terreno de juego sin dificultades, salvo por la súbita desaparición del sofá en el trayecto.

A todo esto, las reacciones del público eran muchas y variadas. La mayoría de la gente no toleraba ver el espectáculo, y en cambio lo oía por la radio.

- Vaya, qué incidente tan interesante, Brian - dijo un comentarista radiofónico a otro -.

Me parece que no ha habido materializaciones misteriosas en el campo de juego desde... desde...; pero no creo que se haya producido ninguna..., ¿verdad?..., que yo recuerde...

- ¿Edgbaston, en 1932?

- ¡Ah! ¿Y qué pasó entonces?

- Pues, Peter, creo que Canter estaba frente a Willcox, que se dirigía a marcar desde el extremo del pabellón, cuando un espectador echó a correr de repente por medio del campo.

Hubo una pausa durante la cual el primer comentarista consideró esas palabras.

- S...í - dijo -, sí, eso no tiene nada de misterioso, ¿verdad? En realidad, no se materializó, ¿eh? Sólo echó a correr.

- No, eso es cierto, pero afirmó haber visto que algo se materializaba en el campo.

- ¿Ah, sí?

- Sí. Una especie de cocodrilo, según creo.

- Ya. ¿Y lo vio alguien más?

- Al parecer, no. Y nadie fue capaz de sacarle una descripción detallada, de manera que sólo se emprendió una búsqueda muy superficial.

- ¿Y qué le ocurrió al espectador?

- Pues creo que alguien le invitó a almorzar, pero él explicó que ya había comido muy bien, de manera que se olvidó el asunto y Warwickshire siguió el juego ganando por tres tantos.

- Así que no se parece mucho al presente caso. A aquellos de ustedes que acaben de sintonizarnos les interesará saber que, hmmm... dos hombres, dos hombres zarrapastrosos y todo un sofá..., ¿un sofá grande, me parece?...

- Sí, un sofá grande.

-...se han materializado en este momento en pleno campo de juego del Lord's Cricket.

Pero no creo que pretendieran hacer daño alguno, se han mostrado benévolos y...

- Perdona que te interrumpa un momento, Peter, para decir que el sofá acaba de desaparecer.

- Es cierto. Bueno, un misterio menos. Sin embargo, creo decididamente que es un caso digno de pasar a los anales, sobre todo al ocurrir en este momento dramático del juego, cuando Inglaterra sólo necesita veinticuatro tantos para ganar la final. Los dos hombres están saliendo del terreno de juego acompañados de un agente de policía, y me parece que todo el mundo se está calmando y que el juego está a punto de reanudarse de nuevo.

- Y ahora, caballero - dijo el policía después de abrirse paso entre la curiosa multitud y de depositar el cuerpo tranquilamente inerte de Arthur sobre una manta -, tal vez tenga la amabilidad de decirme quiénes son ustedes, de dónde vienen y de qué trataba esa escenita.

Ford miró un momento al suelo como si se preparase para tomar alguna determinación, luego levantó la cabeza y lanzó al policía una mirada que le alcanzó con toda la fuerza de cada milímetro de los seis años luz de distancia entre la Tierra y la casa de Ford en los alrededores de Betelgeuse.

- Muy bien - dijo Ford con voz muy queda -, se lo contaré.

- Sí, bueno, no es necesario - se apresuró a contestar el policía -, sólo que no deje que vuelva a ocurrir lo mismo, fuera lo que fuese.

El policía se volvió y marchó en busca de cualquiera que no fuese de Betelgeuse. Por fortuna, el campo estaba lleno de ellos.

La conciencia de Arthur se aproximó a su cuerpo como desde una gran distancia y de mala gana. Había pasado en él algunos malos ratos. Poco a poco, nerviosa, entró en él y se instaló en su posición acostumbrada.

Arthur se incorporó.

- ¿Dónde estoy? - preguntó.

- En el campo de Lord's Cricket - contestó Ford.

- Estupendo - comentó Arthur mientras su conciencia volvía a salir para tomarse un breve respiro. Su cuerpo se desplomó de nuevo sobre el césped.

Diez minutos después, encorvado sobre una taza de té en el pabellón del bar, el color empezó a volver a su demacrado rostro.

- ¿Cómo te encuentras? - preguntó Ford.

- Como en casa - repuso Arthur con voz ronca.

Cerró los ojos inhalando ansiosamente el humo del té como si fuese..., bueno, por lo que tocaba a Arthur, como si fuese té; y lo era.

- Estoy en casa - repitió -. En casa. Esto es Inglaterra y hoy es hoy; la pesadilla ha terminado. - Abrió los ojos de nuevo y sonrió serenamente, añadiendo con un murmullo emocionado -: Me encuentro en el sitio al que pertenezco.

- Hay dos cosas que, según creo, debería decirte - respondió Ford, tirándole un ejemplar del Guardian por encima de la mesa.

- Estoy en casa - repitió Arthur.

- Sí - dijo Ford, señalando la fecha de la cabecera del periódico -. Una es que la Tierra será demolida dentro de dos días.

- Estoy en casa - insistió Arthur -. Té, criquet - añadió con placer -, césped cuidado, bancos de madera, chaquetas blancas de lino, botes de cerveza...

Poco a poco empezó a centrar su atención en el periódico. Inclinó la cabeza a un lado con el ceño levemente fruncido.

- Este ya lo he visto antes - comentó. Su mirada subió despacio hacia la fecha, sobre la que Ford daba golpecitos indolentes. Su rostro se inmovilizó durante un par de segundos y luego empezó a hacer ese ruido terrible y lento con el que los témpanos de hielo del Ártico se desmoronan tan espectacularmente en primavera.

- Y la otra - prosiguió Ford, bebiéndose el té de un trago -, es que pareces tener un hueso en la barba.

Fuera del pabellón del bar, el sol brillaba sobre una muchedumbre feliz. Relucía en los sombreros blancos y en las caras rojas. Centelleaba sobre los helados y los fundía. Espejeaba en las lágrimas de los niños cuyos helados acababan de fundirse, desprendiéndose del palo. Fulguraba en los árboles, destellaba en los remolinos descritos por los bates de criquet, refulgía en el objeto absolutamente extraordinario que se había detenido tras los marcadores y que al parecer nadie había observado. Y cayó sobre

Arthur y Ford cuando salieron del pabellón del bar, guiñando los ojos para examinar la escena que les rodeaba.

Arthur estaba temblando.

- Tal vez debería... - dijo.

- No - respondió Ford, con brusquedad.

- ¿Qué? - inquirió Arthur.

- No intentes telefonearte a tu casa.

- ¿Cómo sabías...?

Ford se encogió de hombros.

- Pero ¿por qué no? - insistió Arthur.

- Las personas que hablan por teléfono consigo mismas - amonestó Ford - nunca se enteran de nada provechoso.

- Pero...

- Mira - dijo Ford. Descolgó un teléfono imaginario y marcó en un disco igualmente supuesto.

- ¿Oiga? - dijo por el micrófono fingido -. ¿Es usted Arthur Dent? Ah, hola, sí. Arthur

Dent al aparato. No cuelgue.

Miró decepcionado al teléfono inmaterial.

- Ha colgado - anunció, encogiéndose de hombros y colgando con cuidado el teléfono inexistente -. Esta no es mi primera anomalía temporal - añadió.

La expresión de melancolía se acentuó en el rostro de Arthur Dent.

- Así que no estamos a salvo y en casa - dijo.

- Ni siquiera podemos decir - respondió Ford - que estemos en casa secándonos vigorosamente con una toalla.

El partido continuaba. El lanzador se acercó a la meta a paso largo, al trote y, luego, a la carrera. De pronto se enredó en una confusión de brazos y piernas de la cual salió una pelota. El bateador giró en redondo mandándola detrás de él, por encima de los marcadores. La mirada de Ford siguió la trayectoria de la pelota y se crispó un poco. El betelegeusiano se puso rígido. Volvió a examinar el recorrido de la pelota y sus ojos se contrajeron de nuevo.

- Esta no es mi toalla - anunció Arthur, hurgando en su bolso de piel de conejo.

- ¡Chss! - le conminó Ford. Frunció el ceño, concentrándose.

- Yo tenía una toalla golgafrinchana para correr - continuó Arthur -; era azul, con estrellas amarillas. Esta no es.

- ¡Chss! - repitió Ford. Se tapó un ojo y miró con el otro.

- Esta es rosa - dijo Arthur -; no es tuya, ¿verdad?

- Me gustaría que cerraras el pico y dejaras de hablar de tu toalla - repuso Ford.

- No es mi toalla - insistió Arthur -, eso es lo que estoy tratando de...

- Y lo que yo pretendo - replicó Ford con un gruñido sordo - es que dejes de hablar de ello en este preciso momento.

- Muy bien - convino Arthur, empezando a guardarla de nuevo en el bolso de conejo, cosido de manera primitiva -. Confieso que a la escala cósmica de las cosas quizá no tenga importancia; sólo que resulta chocante, eso es todo. De pronto aparece una toalla rosa en lugar de otra azul con estrellas amarillas.

Ford empezaba a comportarse de forma bastante rara, o más bien comenzaba a actuar de una manera que resultaba extrañamente diferente del insólito estilo con que solía proceder habitualmente. Lo que hacía era lo siguiente: sin considerar las miradas de pasmo que provocaba entre la multitud reunida con él en torno al terreno de juego, se pasaba las manos por la cara con movimientos bruscos, agachándose detrás de unos espectadores, saltando por encima de otros, quedándose quieto luego y guiñando mucho los ojos. Al cabo de unos momentos echó a andar con cautela; iba con el ceño fruncido, absorto en sus pensamientos, como un leopardo que no está seguro de si acaba de ver una lata medio vacía de comida para gatos a menos de un kilómetro de distancia por la cálida y polvorienta llanura.

- Este tampoco es mi bolso - dijo Arthur, inesperadamente. Ford salió de su abstracción. Miró enfadado a Arthur.

- No hablaba de la toalla - protestó éste -. Ya hemos demostrado que no es la mía. Es que el bolso en el que guardaba la toalla que no es mía, tampoco es mío, aunque tiene un parecido extraordinario. Y personalmente creo que eso es sumamente raro, sobre todo teniendo en cuenta que lo hice yo mismo en la Tierra prehistórica. Estas piedras tampoco son las mías - añadió, sacando del bolso unas chinas lisas de color gris -. Hacía colección de piedras interesantes, y se ve que éstas son muy sosas.

Un rugido de excitación vibró entre la multitud y sofocó la respuesta de Ford a la información de Arthur. La pelota de criquet que había provocado tal reacción cayó del cielo y aterrizó perfectamente en el interior del misterioso bolso de Arthur, de piel de conejo.

- ¡Vaya!, diría que éste también es un incidente curioso - dijo Arthur, cerrando de prisa el bolso y mirando al campo con aire de buscar la pelota -. No creo que esté por aquí -dijo a unos niños que le rodearon inmediatamente para incorporarse a la búsqueda -; es probable que haya rodado a alguna parte. Por allí, me parece.

Señaló vagamente en la dirección por la cual deseaba que se largaran.

- ¿Está usted bien? - preguntó uno de los niños, mirándole con curiosidad.

- No - contestó Arthur.

- Entonces, ¿por qué lleva un hueso en la barba?

- Le estoy enseñando a estar a gusto dondequiera que le pongan - repuso Arthur, orgulloso de la frase. Pensó que era precisamente el tipo de sentencia que entretiene y estimula a las mentalidades jóvenes.

- Ya - dijo el niño, inclinando la cabeza a un lado para pensarlo -. ¿Cómo se llama usted?

- Dent. Arthur Dent.

- Eres un pelma, Dent - aseguró el niño -, un completo gilipollas.

Miró a otra parte para indicarle que no tenía especial prisa por salir corriendo, y luego se alejó hurgándose la nariz. De pronto recordó Arthur que volverían a demoler la Tierra al cabo de dos días, y esta vez no lo sintió tanto.

El juego continuó con una pelota nueva, el sol siguió brillando, Ford insistió en saltar de un lado para otro, meneando la cabeza y parpadeando.

- Se te ha ocurrido algo, ¿verdad? preguntó Arthur.

- Creo - contestó Ford con un tono de voz que Arthur ya reconocía como presagio de algo enteramente ininteligible - que hay un PRODO por ahí.

Señaló. Curiosamente, la dirección que indicaba no era hacia la que estaba mirando.

Arthur miró a esta última, que llevaba a los marcadores, y hacia la otra, que daba al campo de juego.

Asintió con la cabeza y se encogió de hombros. Volvió a hacerlo. - ¿Un qué? preguntó.

- Un PRODO.

- ¿Un PR...?

-...ODO.

- ¿Y qué es eso?

- Un Problema de Otro - explicó Ford.

- Ah, bien - dijo Arthur, tranquilizándose. No tenía idea de qué se trataba, pero al menos parecía haberse acabado. No se había terminado.

- Por allí - dijo Ford, señalando de nuevo los marcadores y mirando el campo.

- ¿Dónde? - preguntó Arthur.

Other books

Forged in Fire by Trish McCallan
I am America (and so can you!) by Stephen Colbert, Rich Dahm, Paul Dinello, Allison Silverman
Furies of Calderon by Jim Butcher
Slightly Spellbound by Kimberly Frost
The Devil in Denim by Melanie Scott
Taking a Chance by Eviant
The Fifth Season by Kerry B. Collison