Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
Me pregunto si debería decirle al señor Aldrin o al señor Crenshaw que la policía va a venir a hablar conmigo. No sé qué enfurecería más al señor Crenshaw. El señor Aldrin no parece enfadarse tan a menudo. Llamo a su despacho.
—La policía va a venir a hablar conmigo —digo—. Compensaré el tiempo.
—¡Lou! ¿Qué ocurre? ¿Qué has hecho?
—Es mi coche.
Antes de que pueda añadir algo, él habla rápido.
—Lou, no les digas nada. Te buscaremos un abogado. ¿Ha resultado herido alguien?
—Nadie —digo. Oigo su suspiro.
—Bueno, es un alivio.
—Cuando abrí el capó, no toqué el artefacto.
—¿Artefacto? ¿De qué estás hablando?
—El... la cosa que alguien me puso en el coche. Parecía un juguete, un muñeco con resorte.
—Espera, espera... ¿Me estás diciendo que la policía va a venir por algo que te ha pasado, que otra persona te ha hecho? ¿No por algo que hayas hecho tú?
—Yo no lo toqué —digo. Las palabras que él acaba de decir se filtran lentamente, una a una; el nerviosismo en su voz me ha impedido oírlas con claridad. Él ha creído al principio que yo había hecho algo malo, algo que traía aquí a la policía. Este hombre al que conozco desde que empecé a trabajar aquí... piensa que yo podría hacer algo así de malo. Me siento más pesado.
—Lo siento —dice antes de que yo pueda decir nada—. Parece... debe de parecer que... he llegado a la conclusión de que habías hecho algo malo. Lo siento. Sé que no lo harías. Pero sigo pensando que necesitas a uno de los abogados de la compañía cuando hables con la policía.
—No —respondo. Me siento frío y amargado: no quiero ser tratado como un niño. Creía que el señor Aldrin me apreciaba. Si no me aprecia, entonces el señor Crenshaw, que es mucho peor, debe de odiarme de verdad—. No quiero un abogado. No necesito un abogado. No he hecho nada malo. Alguien ha estado estropeándome el coche.
—¿Más de una vez?
—Sí. Hace dos semanas, pincharon todos mis neumáticos. Alguien los había rajado. Ésa es la vez que llegué tarde. Luego, el miércoles siguiente, mientras estaba en casa de un amigo, alguien me rompió el parabrisas. También entonces llamé a la policía.
—Pero no me lo dijiste, Lou.
—No... pensé que el señor Crenshaw se enfadaría. Y esta mañana, mi coche no arrancaba. La batería había desaparecido y había un muñeco en su lugar. He venido al trabajo y he llamado a la policía. Cuando han ido a mirar, el muñeco tenía un explosivo debajo.
—Dios mío, Lou... Eso es... podrías haber resultado herido. Es espantoso. ¿Tienes idea...? No, claro que no. Escucha, voy para allá.
Ha colgado antes de que pueda pedirle que no venga. Estoy demasiado nervioso para trabajar. No me importa lo que piense el señor Crenshaw. Necesito mi tiempo en el gimnasio. Allí no hay nadie. Pongo música para saltar y empiezo a saltar en el trampolín, grandes saltos. Al principio no pillo el ritmo de la música, pero luego estabilizo mi movimiento. La música me eleva, me lleva; puedo sentir el latido en la compresión de mis articulaciones cuando encuentro el tejido tenso y vuelvo a saltar hacia arriba.
Cuando llega el señor Aldrin, me siento mejor. Estoy sudoroso y puedo olerme, pero la música se mueve con fuerza en mi interior. No estoy tembloroso ni asustado. Es una sensación agradable.
El señor Aldrin parece preocupado y quiere acercarse más de lo que yo quiero que se acerque. No quiero que me huela y se sienta ofendido. No quiero que me toque tampoco.
—¿Te encuentras bien, Lou? —pregunta. Extiende la mano, como para darme un golpecito.
—Lo llevo bien.
—¿Estás seguro? Creo que deberíamos tener delante un abogado, y tal vez debieras pasarte por la clínica...
—No estoy herido —digo—. Estoy bien. No necesito ver a un médico y no quiero ver a un abogado.
—He dejado indicaciones en la puerta para la policía —dice el señor Aldrin—. He tenido que decírselo al señor Crenshaw. —Frunce el entrecejo—. Estaba en una reunión. Recibirá el mensaje cuando termine.
Suena el timbre de la puerta. Los empleados autorizados para estar en este edificio tienen su propia tarjeta magnética. Sólo los visitantes llaman al timbre.
—Voy yo —dice el señor Aldrin. No sé si ir a mi oficina o quedarme en el pasillo. Me quedo en el pasillo y veo cómo el señor Aldrin se acerca a la puerta. La abre y le dice algo al hombre que está allí de pie. No veo si es el mismo hombre con el que hablé antes hasta que está mucho más cerca, y entonces puedo decir que sí que lo es.
—Hola, señor Arrendale —dice, y me extiende la mano. Yo tiendo la mía, aunque no me gusta estrechar manos. Sé que es lo adecuado—. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
—Mi oficina —respondo. Lo guío. No tengo visitas, así que no hay sillas de más. Veo al señor Stacy mirando las espirales giratorias, los voladores y las ruedecillas y el resto de la decoración. No sé qué piensa al respecto. El señor Aldrin le habla en voz baja al señor Stacy y se marcha. Yo no me siento porque no es educado sentarse mientras otra gente tiene que quedarse de pie, a menos que seas el jefe. El señor Aldrin entra con una silla que reconozco de la cocina. La coloca en el espacio que queda entre mi mesa y los archivos. Luego se queda de pie junto a la puerta.
—¿Y usted es? —pregunta el señor Stacy, volviéndose hacia él.
—Pete Aldrin: soy el supervisor inmediato de Lou. No sé si comprende... —El señor Aldrin me dirige una mirada de la que no estoy seguro, y el señor Stacy asiente.
—He hablado con el señor Arrendale antes —dice. Una vez más me sorprende cómo lo hacen, la forma en que se pasan información sin palabras—. No deje que esto lo entretenga.
—Pero... pero creo que necesita...
—Señor Aldrin, el señor Arrendale no tiene problemas. Estamos intentando ayudarle, impedir que ese chalado le haga daño. Si tiene un lugar seguro donde alojarlo unos cuantos días, mientras nosotros intentamos localizar a esa persona, eso sí que sería de ayuda, pero de lo contrario... no creo que necesite de ninguna niñera mientras hablo con él. Aunque es cosa suya...
El policía me mira. Veo algo en su cara que podría ser risa, pero no estoy seguro. Es muy sutil.
—Lou es muy capaz —dice el señor Aldrin—. Lo valoramos mucho. Yo sólo quería...
—Asegurarse de que recibe un trato justo. Comprendo. Pero es decisión de él.
Los dos me están mirando; me siento empalado por sus miradas como una de esas muestras de los museos. Sé que el señor Aldrin quiere que diga que se quede, pero lo quiere por el motivo equivocado y yo no quiero que se quede.
—Estaré bien —digo—. Le llamaré si sucede algo.
—Asegúrate de hacerlo —dice él. Le dirige al señor Stacy una larga mirada y luego se marcha. Puedo oír sus pisadas pasillo abajo y luego el roce de la otra silla en la cocina y el
cling
y el
clang
del dinero en la máquina de bebidas y una lata de algo que sale por debajo. Me pregunto qué habrá elegido. Me pregunto si se quedará allí por si lo necesito.
El policía cierra la puerta de mi oficina, y luego se sienta en la silla que le ha traído el señor Aldrin. Yo me siento a mi mesa. Él contempla la habitación.
—Parece que le gustan las cosas que giran, ¿no?
—Sí —contesto. Me pregunto cuánto tiempo se quedará. Tendré que compensar el tiempo.
—Déjeme que le hable sobre los vándalos —dice él—. Los hay de varias clases. La persona (habitualmente un chaval), a quien le gusta crear problemas, puede pinchar una rueda o romper un parabrisas o robar una señal de tráfico... Lo hacen por diversión, casi siempre, y no conocen, ni les importa, a quién se lo hacen. Luego está lo que llamamos el contagio. Hay una pelea en un bar y continúa fuera, y se rompen parabrisas en el aparcamiento. Hay una multitud en la calle, alguien se desmadra, y lo siguiente es que están rompiendo cristales y robando cosas. Algunas de esas personas no son habitualmente violentas... se sorprenden de sí mismos cuando actúan en una multitud.
Hace una pausa, mirándome, y yo asiento. Sé que quiere alguna respuesta.
—Está diciendo que algunos vándalos no actúan para perjudicar a alguna persona en concreto.
—Exactamente. Está el individuo al que le gusta armar jaleo pero no conoce a la víctima. Está el individuo que normalmente no arma jaleo pero que se ve implicado en una situación en que la violencia se extiende. Cuando nos encontramos con una primera muestra de vandalismo (como con sus neumáticos) que no es claramente un contagio, lo primero que pensamos es en el ataque aleatorio. Es la forma más común. Si a otro par de coches les pinchan las ruedas en el mismo barrio, o en la misma ruta de paso, en las siguientes semanas, asumimos que tenemos un chico malo sacándole la lengua a los polis. Molesto, pero no peligroso.
—Es caro —digo—. Para los dueños de los coches, al menos.
—Cierto, y por eso es un delito. Pero hay un tercer tipo de vándalo, y ése es el peligroso. El que se fija en una persona concreta. Típicamente, esta persona empieza haciendo algo molesto pero no peligroso... como acuchillar neumáticos. Algunas de esas personas se contentan con un acto de venganza, por lo que sea. Si es así, no son tan peligrosos. Pero algunas no, y ésas son las que nos preocupan. Lo que vemos en su caso es el rajado de ruedas relativamente sin violencia, seguido por la más violenta rotura del parabrisas y la todavía más violenta colocación de un pequeño artefacto explosivo para causarle daño. Los incidentes han ido escalando. Por eso nos preocupa su seguridad.
Me siento como si estuviera flotando en una esfera de cristal, aislado del exterior. No me siento en peligro.
—Puede parecerle que está a salvo —dice el señor Stacy, leyendo de nuevo mi mente—. Pero eso no significa que lo esté. El único modo de que esté a salvo es que metamos entre rejas a ese chalado que lo está acosando.
Dice «chalado» con mucha facilidad. Me pregunto si eso es lo que piensa también de mí.
Una vez más, lee mis pensamientos.
—Lo siento... no debería de haber dicho «chalado»... Probablemente está harto de oír este tipo de cosas. Es que me cabrea: aquí está usted, trabajador y decente, y esta... esta
persona
va por usted. ¿Cuál es su problema?
«El autismo no», me gustaría decir, pero no lo digo. No creo que ningún autista sea un acosador, pero no los conozco a todos y podría estar equivocado.
—Sólo quiero que sepa que nos tomamos esta amenaza en serio. Aunque no actuáramos al principio. Así pues, pongámonos serios. Tiene que ir dirigido contra usted... ¿Conoce la expresión sobre las tres fases de la acción hostil?
—No.
—Una vez es accidente, dos es coincidencia y tres es una acción hostil. Así que si algo que sólo puede ir contra usted sucede tres veces, es hora de considerar que tiene a alguien en contra.
Reflexiono sobre esto un momento.
—Pero... si es una acción hostil, entonces también era una acción hostil la primera vez, ¿no? No un accidente.
Él parece sorprendido, alza las cejas y redondea la boca.
—En realidad... sí, tiene usted razón, pero la cuestión es que la primera vez no se sabe hasta que suceden las otras y se pueden clasificar en la misma categoría.
—Si suceden tres verdaderos accidentes, se podría pensar equivocadamente que son una acción hostil.
Él me mira, sacude la cabeza y dice:
—¿Cuántas formas hay de equivocarse y cuántas de tener razón?
Los cálculos corren por mi cabeza en un instante, pautando la alfombra de la decisión con los colores del accidente (naranja), la coincidencia (verde) y la acción hostil (rojo). Tres incidentes, cada uno de los cuales puede tener uno de tres valores, tres teorías de la verdad, cada una de las cuales es o bien verdadera o bien falsa según el valor asignado a cada acción. Y debe de haber algún filtro en la elección de incidentes, para descartar los que no puede manipular la persona enemiga, tal vez de aquella cuyos incidentes pueden usarse como prueba.
Son los problemas a los que me enfrento diariamente, sólo que con mucha más complejidad.
—Hay veintisiete posibilidades —digo—. Sólo una es correcta si se entiende por correcto cuando todas las partes de la afirmación son ciertas: que el primer incidente es de hecho un accidente, el segundo es de hecho una coincidencia y que el tercero es de hecho una acción hostil. Sólo una (pero distinta) es cierta si se entiende que los tres incidentes son de hecho acciones hostiles. Si se interpreta el tercer incidente como acción hostil en todos los casos, no importa qué sean los dos primeros, entonces la sentencia alertará correctamente acerca de una acción hostil en nueve casos. Si, en cambio, los primeros dos casos no son acciones hostiles, pero el tercero sí, entonces la posibilidad de incidentes relacionados se vuelve aún más crítica.
Ahora me está mirando con la boca un poco abierta.
—Usted... ¿ha calculado todo eso? ¿Mentalmente?
—No es difícil —digo yo—. Es un simple problema de permutaciones, y la fórmula de las permutaciones se aprende en el colegio.
—¿Así que sólo hay una posibilidad entre veintisiete de que sea verdad? —pregunta él—. Es una locura. No sería un viejo dicho si no fuera más cierto que... ¿cuánto? ¿Un cuatro por ciento? Algo falla.
El fallo de sus conocimientos matemáticos y su lógica es dolorosamente claro.
—La verdad depende de cuál sea el propósito subyacente —digo—. Sólo hay una posibilidad entre veintisiete de que todas las partes de la declaración sean ciertas: que el primer incidente sea un accidente, el segundo incidente sea una coincidencia y el tercer incidente sea una acción hostil. Eso constituye el tres con siete por ciento, con un margen de error del noventa y seis con tres para el verdadero valor de toda la declaración. Pero hay nueve casos (un tercio del total) en que el
último
incidente es una acción hostil, lo que disminuye el margen de error respecto al incidente final hasta el sesenta y siete por ciento. Y hay diecinueve casos en que la acción hostil puede darse: como primero, segundo o último incidente o como una combinación de ellos. Diecinueve de veintisiete es el setenta con treinta y siete por ciento: ésa es la probabilidad de que la acción hostil fuera tal en al menos uno de los tres incidentes. La suposición de que es un acto hostil seguirá siendo errónea en el veintinueve con sesenta y tres por ciento de los casos, lo que es menos de un tercio. Así que es importante prestar atención a la acción hostil: si le merece más la pena detectar la acción hostil que evitar sospechar de ella cuando no existe... será beneficioso suponer que la acción hostil ha sido tal cuando se observan tres incidentes razonablemente relacionados.