La última concubina (65 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Se oyeron voces a lo lejos: «¡Señora! ¡Señora!» Sachi sintió renacer sus esperanzas. Pero las voces fueron debilitándose; no se acercaban, sino que se alejaban.

Forcejeó con todas sus fuerzas intentando soltarse, sin importarle lo que hiciera Mizuno.

—Tengo que terminar el trabajo —gruñó él—. De una vez por todas. Te voy a cortar en pedacitos para que no vuelvas nunca.

Mizuno aflojó un poco, y Sachi aspiró una bocanada de aire que la hizo toser. Al entrar el aire de nuevo en sus pulmones, su pánico se atenuó un poco. Tenía que pensar; tenía que concentrarse. Mizuno había matado a su madre; de eso ya no tenía ninguna duda. Esa certeza le produjo vértigo. Significaba el fin de todas sus esperanzas, sus anhelos, sus plegarias. Nunca conocería a su madre. Daisuké nunca volvería a verla, ni Haru.

Eso hacía que aún fuera más importante que Sachi sobreviviera; no por ella, sino por Daisuké.

—Me desobedeciste —gritó Mizuno—. Has mancillado el nombre de tu familia. Le has causado vergüenza y desgracia. Voy a destruirte. Voy a destruirte por completo, y nadie sabrá siquiera que exististe.

Estaba repitiendo la conversación que había tenido años atrás con su madre. Desde entonces debía de habérsela repetido una y otra vez.

—¡Hiro! —gritó.

Sachi se sobresaltó. Ohiro. Así se llamaba su madre de niña, antes de entrar en el palacio. Notó que se desvanecía. Era ella, Sachi, quien había cometido ese terrible delito; era ella quien había deshonrado a la familia. Su madre volvía a vivir en ella. ¿Era todo predestinación?, se preguntó. Ella también se había convertido en la concubina del shogun; también lo había traicionado; y también se había dejado llevar por la pasión. Había olvidado que las mujeres debían observar el decoro, y que su único deber era obedecer. Había creído que podría tomar las riendas de su vida, hacer lo que quisiera con impunidad. ¿Era ése su castigo?

—¡Hiro! —gritó una voz. Sachi no sabía si era su hermano o su tío quien hablaba—. Prepárate para morir, Hiro. ¿Tienes algo que decir?

Sachi intentó pensar. Si lo convencía para que la ejecutara observando el procedimiento correcto, tendría que soltarla. Se arrodillaría en el suelo mientras él levantaba la espada con ambas manos y la hacía descender. Habría una milésima de segundo en que Sachi tendría la oportunidad de escapar. Ése había sido el plan de su madre; lo sabía. A ella no le había funcionado, pero Sachi no fallaría.

—Hazlo —dijo con voz cascada. Tenía la boca seca—. Haz... lo que tienes que hacer. Pero... hazlo bien. Eres un samurái, no un asesino. Déjame morir como una samurái, no como una vulgar delincuente. —Respiró y habló tan claramente como pudo—. Concédeme el privilegio de una muerte digna de una samurái.

Sachi estaba lista para escabullirse en cuanto él la soltara. Pero Mizuno la agarró aún más fuerte.

—Esta vez no escaparás —susurró—. Te abrí en canal. Vi brotar tu sangre. Te vi muerta. Pero has vuelto una y otra vez. Eres astuta como un zorro. Volveré a hacerlo, un centenar de veces si es necesario, hasta que estés bien muerta. Hasta que me dejes descansar. Hasta que tenga un poco de paz.

Mizuno le echó lentamente la cabeza hacia atrás. Sachi vio los altos y blancos macizos de miscantus oscilando al borde de la fosa. Un águila ratonera descendió en picado. Sachi estaba serena. Así que eso sería lo último que vería. Notó los huesos del delgado pecho de Mizuno apretados contra su espalda, su brazo alrededor de la cara. Le temblaban las manos. Sachi notó una punzada cuando la hoja de la daga le arañó la piel. Una gota de algo caliente resbaló por su cuello, enfriándose a medida que descendía hacia su pecho. Cerró los ojos.

De pronto se oyó un susurro, y unos guijarros cayeron a la fosa. Sachi notó que Mizuno se ponía en tensión y levantaba la cabeza, al mismo tiempo que aflojaba el brazo y la presión de la hoja en su cuello se reducía.

Sachi abrió los ojos, y vio aparecer una sombra. Había una silueta destacada contra el cielo gris: una mujer regordeta con un rostro dulce y redondeado y unos ojos sesgados. Estaba bordeada de luz; parecía una presencia celestial más que un ser humano, un bodhisattva que había ido a llevarse a Sachi al Paraíso Occidental.

—Haru.

Al pronunciar ese nombre, Sachi dejó de ser su madre. Volvía a ser ella misma. Sintió tanto alivio que creyó que se desmayaría.

Haru tenía la boca abierta y parecía que los ojos fueran a salírsele de las cuencas. Entonces frunció el ceño.

—Hermano Mayor —dijo con aspereza, como si le hablara a un niño travieso—. Tadanaka. Soy yo, Haru. ¿Qué haces aquí?

Sachi notó que el pecho de Mizuno daba una sacudida.

—¡Haru! —exclamó Mizuno.

—Deja ese cuchillo, Hermano Mayor —le ordenó Haru—. Suéltala. No seas estúpido. ¿Qué te pasa? ¿Crees que has visto un fantasma?

Mizuno soltó brevemente a Sachi.

—Pero... Pero... ¡Haru! —balbuceó—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el palacio?

Haru descendió a la fosa, provocando una pequeña avalancha de tierra. Se puso bien las faldas del kimono, sin dejar de mirar a Mizuno, paralizándolo con la mirada.

Sachi miraba a Haru, impotente, imaginándose el aspecto que debía de tener: el terror en la mirada, la cara y la ropa cubiertas de tierra, sangre en el cuello, inmovilizada por un enajenado. Tenía el cabello suelto y alborotado, como un fantasma; como el fantasma de su madre.

Haru avanzó despacio hacia ellos. Tenía el brazo estirado y la mano abierta con la palma hacia arriba.

—Dame ese cuchillo —dijo.

Sachi clavó la mirada en la blanda mano de Haru. Sintió como si hubiera estado a punto de ahogarse y como si esa mano fuera a salvarla.

—Ohiro está muerta. Muerta —dijo Haru—. Tenías que castigar a mi Señora por su delito. Cumpliste con tu deber. Lo hiciste por la familia, por el honor. Hiciste lo que tenías que hacer. Pero todo eso pasó hace mucho tiempo. Ésa no es Ohiro. Enséñame dónde está enterrada y rezaremos juntos por ella. Dejaremos descansar su espíritu, y así no volverá a atormentarte.

Al acercarse Haru, Mizuno volvió a apretar el brazo alrededor de la cara de Sachi.

—No te metas en lo que no te importa —dijo con desdén—. ¡Mujeres! Sois como zorros, no dais más que problemas. Vete de aquí.

—Nadie te culpa —dijo Haru con persuasión—. Suéltala. Dame la daga.

—Ésa que llamas tu Señora desgració a mi familia —dijo Mizuno con voz ronca y temblorosa—. Tengo que ejecutarla, antes de que se enteren en el palacio. Si no lo hago yo, lo hará la policía del shogun. ¿Quieres que derriben las puertas, que ordenen a mi padre y a mis hermanos que se abran el vientre, y todo por una despreciable mujer?

—Eso era antes —dijo una grave voz. Sachi reconoció el acento de Edo mezclado con el de Osaka, y dio un suspiro de alivio. Una figura corpulenta, de hombros anchos, había aparecido al borde de la fosa. Era Daisuké. Bajó de un salto, sin dejar de mirar fijamente a Mizuno, como si acechara a un ciervo—. Pero las cosas han cambiado —dijo con firmeza—. El shogun se ha marchado. Ya no hay palacio, ni shogun, ni policía del shogun. No tienes nada que temer.

Estaba tan cerca que Sachi olía el olor a tabaco mezclado con el débil olor de especias sureñas que su padre siempre desprendía. Miró su despejado y agraciado rostro, con pequeñas bolsas bajo los ojos y con los carrillos un poco caídos. Veía los poros de su piel, los gruesos y negros pelos de sus cejas, los hirsutos pelos de su bigote. Si conseguía no apartar la vista de esa cara, estaría a salvo.

Entonces percibió otro olor. Shinzaemon estaba allí, escondido detrás de Mizuno. Sachi sintió que estaba un poco más cerca de la libertad, cerca de la salvación.

—¿Quién eres? —preguntó Mizuno con voz estridente, cargada de recelo. Apretó más la presa, y Sachi notó la hoja de la daga en el cuello—. ¿Quién eres, y cómo te atreves a inmiscuirte en los asuntos de mi familia? Esto es un asunto privado. ¿Quién eres?

—Ésa no es Ohiro —dijo Daisuké con firmeza y claridad—. No es tu hermana. Tu hermana murió hace mucho tiempo.

—¿Quién eres? —insistió Mizuno.

El semblante de Daisuké se endureció.

—Suéltala —ordenó—. Ésa es la hija de tu hermana. Tu sobrina. No tienes ningún motivo para hacerle daño.

—Mientes —gritó Mizuno—. Conozco a mi hermana.

—Te estoy diciendo la verdad —dijo Daisuké—. Ésa es mi hija. Mi hija. Soy su padre.

Mizuno dio un grito ahogado. De pronto, el brazo con que sujetaba a Sachi desapareció. Apartó a la joven de un empujón; ésta tropezó y cayó al suelo.

Entonces oyó gritar a Mizuno.

—¡Tú!—No parecía una voz humana, sino un aullido animal.

Sachi oyó arrastrar de pasos. Levantó la cabeza, aturdida. Vio un brazo levantado y el destello de una hoja. La daga descendía hacia el cuello de Daisuké; Haru se lanzó entre ellos dos y le sujetó el brazo a Mizuno. El golpe le dio en todo el pecho, justo debajo del hombro izquierdo. Haru cayó hacia atrás, y Mizuno arrancó la daga. La sangre salió a borbotones de la herida. Sachi notó unas gotas calientes en la cara.

—¡Haru! —chilló.

Se oyó un ruido fuera de la fosa. Shinzaemon estaba allí arriba, justo detrás de Mizuno. Edwards estaba a su lado, con el rubio cabello reluciendo al sol, y la carita asustada de Taki asomaba por detrás de él. Se oyó un chasquido: Shinzaemon había amartillado su pistola.

—¡No, Shin! —gritó Daisuké.

Mizuno había bajado el brazo. Miraba fijamente a Haru; tenía los ojos como platos y la boca abierta; jadeaba ruidosamente, intentando respirar.

La sangre salía a raudales de la herida del pecho de Haru. Sachi corrió a su lado. Había olvidado su tormento; había olvidado el barro y la suciedad que la cubrían; lo había olvidado todo menos a Haru. Se arrodilló a su lado, le cogió las manos y se las frotó, y le apoyó la cabeza en el regazo.

—¡Haru! ¡Haru! —gimoteó. Ésta respiraba con dificultad. Sachi veía cómo la vida se le iba escapando—. No te mueras, Haru. No puedes morirte. Te necesito.

Mizuno se dejó caer de rodillas. El brillo salvaje había desaparecido de sus ojos. Parecía desconcertado, como si acabara de despertar de una pesadilla. Entonces apoyó la cara en el suelo, encogió el cuerpo y sus huesudos hombros empezaron a sacudirse.

—Señora —susurró Haru débilmente—. Mi Señora Ohiro. Dinos... dónde está. Por favor... dínoslo, y podré morir en paz.

Mizuno levantó la cabeza. Las lágrimas resbalaban por su cara, abriendo pálidos surcos en sus sucias mejillas; se las enjugó con la mano.

—En el viejo ciruelo de los jardines —dijo—, donde jugábamos al escondite cuando llegamos a Edo. Está allí. La enterré allí.

Haru movió los labios. Se le estaba poniendo la cara azulada. Por la comisura de la boca le salía un hilillo de sangre. Se produjo un silencio; sólo se oían el susurro de la hierba, los trinos de los pájaros y los resuellos de Haru.

Daisuké le cogió una mano, y Sachi vio cómo a ella le cambiaba la cara. Era como si retrocediera en el tiempo. Volvía a tener la cara de una mujer joven, de la joven y fiel doncella de su madre, que también había sido una amiga y mentora —casi una madre— para Sachi. Haru tenía los ojos fijos en los de Daisuké. Sachi comprendió con una punzada de dolor lo mucho que Daisuké había significado para Haru todos esos años. Él estaba inclinado, con la cara muy cerca de la de ella, sujetándole una mano.

—Vamos a volver a Edo, Haru —susurró Daisuké—. Tú y yo vamos a encontrar a tu Señora Ohiro.

Sachi le acarició la frente, tratando de contener las lágrimas. Haru parecía tranquila. Desvió la mirada hacia Sachi, y ella supo que estaba viendo a su madre. La cara de Sachi fue lo último que vio Haru antes de cerrar los ojos.

Se arrodillaron todos en silencio. Taki lloraba, arrodillada también, al borde de la fosa. Shinzaemon y Edwards estaban a su lado. Mizuno estaba inclinado hacia delante, con la cara pegada al suelo. Todos estaban quietos, llorando la muerte de Haru.

Daisuké meneó la cabeza.

—Lo ha hecho por mí —murmuró—. Esa puñalada era para mí.

Se volvió hacia Mizuno.

—Basta de matar —dijo con voz apagada—. Volvamos a Edo y recemos ante la tumba de tu hermana.

Mizuno levantó la cabeza y se incorporó despacio.

—Queda una cosa por hacer —murmuró, y levantó la daga.

Sachi creyó que iba a abrirse el vientre, pero Mizuno se volvió hacia Daisuké.

—¡Adúltero! —exclamó—. ¡Tú fuiste el culpable de todo! Llevaste a mi familia a la ruina. Mataste a mi hermana.

Sachi lo miró fijamente y comprendió que Mizuno no tenía alternativa. Tenía que cumplir con su deber. Según las leyes del antiguo mundo del que Mizuno formaba parte, Daisuké era un delincuente. El adulterio era un delito castigado con la muerte.

Daisuké se apartó abriendo mucho los ojos. Sachi lo miró y vio un rostro radiante. Su padre tenía un brillo extraño en la mirada. La joven se dio cuenta de que estaba pensando en su madre. Había encontrado la respuesta a la pregunta que lo había atormentado toda la vida. Ya sabía dónde estaba ella; sabía que estaba muerta. Sin ella, el mundo era un lugar desierto, y se alegraba de poder ir a reunirse con su amada. Sus labios dibujaban una sonrisa. No se movió; no se defendió ni intentó escapar. Se quedó esperando.

Los dos hombres se miraron, hipnotizados, y entonces Mizuno blandió la daga.

Pero antes de que la hoja alcanzara el cuello de Daisuké, hubo una fuerte explosión que hizo salir a Sachi despedida hacia atrás. Una nube de humo quedó suspendida sobre la fosa, impregnada de un extraño y acre olor. Sachi reconoció ese olor: era pólvora. Se quedó un momento aturdida por el ruido; luego miró alrededor. Mizuno había caído hacia atrás, contra la pared de la fosa. Su cara, oscura y picada de viruelas, ofrecía un aspecto más aterrador que nunca; parecía que mirara con fijeza a Sachi, pero se le estaba cayendo la cabeza hacia un lado. Había soltado la daga. Le salían burbujas de sangre por la boca, y la sangre brotaba de su delgado y bronceado pecho.

—Perdóname —dijo Shinzaemon. Parecía un gigante, de pie al borde del hoyo. Tenía la pistola en la mano, y del cañón salía una voluta de humo—. Sólo quería herirlo. Pero estabas demasiado cerca. No podía arriesgarme.

Daisuké levantó la cabeza. Estaba blanco como la cera.

—Creía que había llegado mi hora. Pero me equivocaba. Ése no era mi destino. Estoy en deuda contigo —dijo, y agachó la cabeza.

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