La última concubina (63 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Miró discretamente a ese ser enorme que caminaba delante de ella con sus botas de piel de animal, apartando la crecida hierba con su fusta y con el rubio cabello brillando bajo el sol. ¿Cómo había podido alentar siquiera un instante sus insinuaciones? ¡Era tan estrafalario! Y trataba a las mujeres de una forma muy extraña. Pese a su estatura, no se comportaba como un hombre, sino como un sirviente, y las ayudaba, solícito, como si estuvieran enfermas; y no sólo a ella, sino también a Taki y a Haru.

Después de todo lo que había dicho el día que le cogió la mano a Sachi en el jardín, Edwards no desistiría con facilidad; y seguramente no se había dado cuenta de que hubiera algo entre Sachi y Shinzaemon. ¿Por qué tendría que haberlo notado? Igual que a ella le costaba interpretar su comportamiento, a él, sin duda, debía de costarle interpretar el de Sachi.

Cuando llegaron a lo alto de la cresta, a todos les costaba respirar. Pararon un rato para descansar y para orientarse. Sachi contempló las colinas cubiertas de árboles. Más allá, las montañas se alzaban pálidas como fantasmas, agrestes y escarpadas.

Shinzaemon estaba detrás de Sachi, tan cerca que ella notaba el calor de su piel y lo oía respirar. La joven se dio la vuelta: Daisuké y Edwards estaban un poco apartados del grupo. Shinzaemon señaló una cima cercana. La manga de su kimono resbaló y Sachi vio los duros músculos de su antebrazo. Tenía la piel suave como la seda, de un color dorado oscuro. Imaginó que la acariciaba.

—El monte Akagi —dijo él—. El pueblo de Oguri está en esas estribaciones. Y esa montaña más alta de allí... Por allí está Wakamatsu.

Sachi hizo visera con una mano. Apenas distinguía una cumbre negra y siniestra entre las montañas que relucían a lo lejos.

Volvieron a tomar el camino que se adentraba en el bosque. Shinzaemon iba al lado de Sachi, y Daisuké iba delante con Haru. Sachi veía sus espaldas alejándose por el sendero: un hombre alto con anchas espaldas, con un sombrero de paja plano colgando a la espalda y con el kimono arremangado revelando unas pantorrillas musculosas; y una mujer menuda y rolliza con un pañuelo en la cabeza, que avanzaba con una pipa de boquilla larga en la mano, dando de vez en cuando una calada. Iban lado a lado, con la cabeza agachada, enfrascados en su conversación. Sachi los observó, asombrada: ni siquiera un campesino o un chonin caminaría al lado de una mujer. Parecía que hubieran olvidado todas las convenciones sociales. Era como si ya no tuvieran tiempo para preocuparse por lo que era correcto y lo que no lo era.

Sachi se preguntó de qué estarían hablando, y si Haru estaría persuadiendo a Daisuké de que aceptara a Shinzaemon como hijo adoptivo, pese a que había luchado en Wakamatsu. O quizá fuera una conversación más íntima. Al fin y al cabo, estaban a punto de encontrar a la mujer que ambos habían amado. Daisuké debía de sentir la misma incertidumbre, la misma esperanza y el mismo miedo que había sentido Sachi cuando esperaba a Shinzaemon. O quizá con los años sus sentimientos se hubieran apagado hasta que ya no quedara nada más que una firme determinación de encontrar la respuesta, fuera cual fuese. Quizá, pensó, la única certeza de la vida fuera la certeza de la incertidumbre. Era importante no olvidar nunca las enseñanzas de Buda: que la vida era sufrimiento.

Sachi oía el crujir de las hojas secas detrás de ellos. Taki y Edwards los seguían. Ella, al menos, iba unos pasos por detrás de él. Sachi oyó la potente voz de Edwards y la aguda risa de Taki. La alivió oír reír otra vez a su amiga; hacía mucho tiempo que no era feliz.

Era muy escandaloso —y emocionante— ir andando al lado de Shinzaemon. Llevaban tanto tiempo sin verse que lo único que Sachi quería era estar con él, aunque sabía muy bien que él también tendría que encontrar alguna forma de impresionar a Daisuké si pretendían pasar el resto de su vida juntos.

Miró la tierra y las piedras del sendero, los montones de enmohecidas hojas y los grandes árboles que los rodeaban. La colina descendía entre los árboles, cubierta de helechos y hierba. De vez en cuando, Sachi entreveía suaves colinas en la lejanía. Veía sus pequeños pies, con las sandalias de paja, con los dedos vueltos hacia dentro; y veía los de Shinzaemon a su lado, pisando a grandes zancadas.

Shinzaemon daba patadas a las hojas con sus sandalias.

—Wakamatsu —gruñó—. Pensé que después de eso nunca volvería a combatir. Pero si tengo que hacerlo, estoy preparado.

Sachi lo miró y sonrió. Continuaron en silencio. Shinzaemon iba pensativo, con el entrecejo fruncido. Al poco rato alcanzaron a Daisuké.

—Hay una cosa que me preocupa —dijo Shinzaemon—. Esas cajas fuertes que llevaban Oguri y Mizuno. Hacían falta cuatro hombres para cada una, y aun así, se tambaleaban bajo su peso. ¿Cree que podría haber oro dentro? Y esos porteadores... No parecían porteadores. Parecían prisioneros, samuráis que llevaran tanto tiempo encerrados que les hubiera crecido el pelo. Sí. Ahora estoy seguro.

Oro. Sachi recordó que en otro momento habían hablado de oro. Se vio en Edo, en el barrio oriental, en la tienda de un repugnante prestamista. El prestamista con cara de rata y con una sonrisa obsequiosa, el amo de Fuyu. Las miraba con los ojos entrecerrados, rechazando la moneda de oro que le habían ofrecido y mostrándole el sello que llevaba: el emblema con la malvarrosa de los Tokugawa. «Dicen que se ha perdido el oro del shogun», había dicho componiendo una sonrisa.

—Lo que había en esas cajas... —dijo Sachi débilmente—. ¿No podría ser... el oro de los Tokugawa?

Daisuké se paró en seco y se dio un golpe con el puño en la palma de la mano.

—¡Claro! —exclamó. Un pájaro salió volando de los árboles—. El tesoro de los Tokugawa. Creíamos que cuando tomáramos el castillo lo encontraríamos. El oro acumulado durante quince generaciones, desde que los Tokugawa llegaron al poder. Desde entonces hemos ido a trompicones, tratando de formar un gobierno y dirigir el país con un erario en quiebra. ¡Claro! Oguri era el comisario del tesoro. Debía de querer asegurarse de que no dábamos con un solo mon de cobre. Seguramente empezó a sacarlo de Edo en cuanto quedó claro que el shogun estaba en una situación comprometida. ¡Quizá planee financiar una rebelión!

—¿Oro? —preguntó Edwards, y sus azules ojos chispearon—. ¿El tesoro de los Tokugawa? Oímos rumores de eso en la delegación. Bueno, si ese sitio al que vamos es el pueblo de Oguri, quizá tenga usted razón. Sería fantástico encontrar ese oro, y a Mizuno también.

Tenía el entrecejo fruncido, y pisaba fuerte con sus lustrosas botas de piel de animal. Levantó la cabeza, vio que Sachi lo estaba mirando y esbozó una sonrisa de arrepentimiento. Entonces desvió la mirada, como si se hubiera percatado de que entre ellos dos había caído una cortina.

—Robar fondos públicos es un delito —dijo Daisuké con gravedad—. Si los encontramos y resulta que tienen el oró, me aseguraré de que les cortan la cabeza, después de responder mis preguntas. Son unos traidores, eso es lo que son.

Sachi notó que Shinzaemon se erizaba.

—Rebelión. Traición —masculló haciendo una mueca.

Tenía una expresión glacial, y Sachi se dio cuenta de que estaba haciendo un gran esfuerzo para guardar silencio. Imaginaba lo que debía de estar pensando. Si Oguri y Mizuno estaban organizando la resistencia, Shinzaemon tendría que decidir rápidamente en qué bando estaba: si estaba con Daisuké o contra él. Por muy desilusionado que seallase, Sachi dudaba que estuviera dispuesto a traicionar sus principios.

III

Llegaron al pueblo a última hora de la tarde. Estaba en la ladera de la montaña. Un bosque de cedros se extendía detrás de las casas, proyectando su sombra sobre las paredes de madera y los inclinados tejados de paja de las posadas, y había niebla en las zonas más hundidas.

Para ser un lugar tan remoto, había mucha actividad. Unos individuos de mirada furtiva, sin afeitar y con el grasiento cabello recogido en un moño se paseaban por las calles, mientras unas mujeres apergaminadas, con delantal encima de los kimonos de trabajo, de color añil, iban de un lado para otro, asiéndolos por el brazo y metiéndolos en sus posadas. Sachi dedujo que el negocio no debía de funcionar muy bien si tenían que captar a esa clase de clientes.

Fuera, en la calle, algunos de esos hombres ya habían empezado a beber, y apestaba a brebajes caseros. Sachi oyó fragmentos de conversación: «Me estableceré como mercader, eso es lo que haré.» «Yo no. Me iré al Yoshiwara, donde no se distingue la noche del día. ¡Allí están las mujeres más hermosas de las doscientas sesenta provincias!» «Yo me compraré unas cuantas.» «Yo me lo jugaré a los dados. No habrá quien me pare.» Se preguntó de qué estarían hablando.

Daisuké buscó la mejor posada del pueblo y alquiló una habitación. Era un edificio grande, de madera, con sólidas vigas ennegrecidas por el humo en el vestíbulo, que a Sachi le recordaron la posada donde se había criado. La joven abrió las puertas. Fuera había un pequeño jardín, con un estanque donde nadaban carpas, y unas rocas cubiertas de verde y reluciente musgo.

Después de bañarse, una anciana encorvada entró para preparar la habitación para la cena. Llevaba un kimono de algodón basto, y el cabello sujeto con un cordel de cáñamo. Los miraba con recelo con unos ojitos hundidos en su arrugada cara. Sachi se dio cuenta de lo extravagantes que debían de parecer: tres mujeres de aspecto aristocrático, dos hombres con un corte de pelo excéntrico y un enorme bárbaro de pelo rojizo; y todos ellos hablando con un marcado acento de ciudad. La mujer miró de reojo a Edwards, chascó la lengua y se dio la vuelta, como si la presencia de semejante ser fuera algo en lo que prefería ni pensar.

—Venís de Edo, ¿no? —preguntó. Casi no tenía dientes en la boca, y eso hacía que resultara aún más difícil entender lo que decía con su acento norteño—. Hacía mucho tiempo que no veíamos a gente importante como vosotros. No sé qué hacéis por aquí. Este camino no lleva a ninguna parte. No hay fuentes termales, ni templos famosos.

—Yo vengo de Wakamatsu —declaró Shinzaemon con serenidad—. Mis amigos han venido aquí a reunirse conmigo.

—¿Wakamatsu? —La mujer emitió un sonido de admiración, y la expresión de su arrugado rostro se suavizó. Por un instante, asomó en sus facciones la joven que debía de haber sido en otros tiempos—. Bien hecho —dijo—. Te felicito. Luchasteis como valientes. Aguantasteis. Hicisteis cuanto pudisteis.

Se levantó trabajosamente, salió renqueando de la habitación y regresó con una bandeja llena de platitos diminutos. Se arrodilló y le puso la bandeja delante a Daisuké.

—Nosotros también hemos tenido problemas. El señor...

Sacudió la cabeza y sacó el aire a través de los pocos dientes que le quedaban, produciendo un silbido.

—¿Se refiere...? —Sachi contuvo el aliento.

—Sí, sí. Oguri —dijo la anciana con impaciencia—. Seguro que habréis oído hablar de él. Era un hombre importante; vivía en la ciudad. No se lo veía por aquí muy a menudo. Era buena persona. Si algún vecino del pueblo tenía alguna queja, él lo escuchaba. Mi abuelo era criado de la gran casa, y yo fui la nodriza del señor. Entonces lo enviaron a Edo para convertirlo en guerrero. No volví a verlo nunca. Pero todos sabíamos que se había convertido en un personaje importante. Todos estábamos orgullosos de él.

—Entonces el señor...

La mujer agitó la cabeza.

—No podréis creer lo que pasó —dijo, y se sorbió la nariz—. ¿Cuándo fue? Antes de la siembra. Sí, mucho antes. Habría sido antes de la fiesta de las flores, pero este año no celebramos la fiesta de las flores. ¿Cómo íbamos a celebrarla después de lo que había pasado?

Volvió a salir, y regresó con otra bandeja. Se la puso delante a Edwards. La habitación estaba en silencio. Sachi miró alrededor; todos miraban al suelo. Nadie se atrevía a romper el hechizo preguntando dónde estaba Oguri.

La anciana salió por tercera vez y volvió con otra bandeja de comida. Se la puso delante a Shinzaemon y le sonrió.

—Carne de oso —dijo—. Te he puesto un par de trozos más. Por Wakamatsu. —Su anciano rostro se arrugó como una nuez—. Aquí también vinieron esos soldados sureños —masculló—. Estuvieron aquí mismo, en el pueblo. Unos tipos miserables. Con las piernas torcidas. Y una ropa extraña. No entendía ni una sola palabra de lo que decían. Fueron derechos a buscar al señor. Ni siquiera sabíamos que había regresado. Se dispersaron y registraron todas las casas. Incluso ésta. ¿Habéis visto lo que hicieron?

El entramado de bambú del techo estaba destrozado. Debían de haberlo acuchillado un millar de veces, como si los soldados estuvieran seguros de que su presa estaba escondida allí arriba.

—«No está aquí», les decíamos. «No viene nunca. Está en Edo.» «Sí está aquí», decían ellos. Eso sí lo entendía. Fue antes de la siembra del arroz.

Se detuvo y se enjugó los legañosos ojos con la manga.

—Y resultó que tenían razón. Por lo visto, el señor y ese otro joven señor estaban aquí. Iban a huir, ¡unos hombres orgullosos como ellos! Estaban en la mansión, esperando. Supongo que sabían lo que iba a pasar. Los soldados los arrestaron, y también a los sirvientes del señor, y se los llevaron a la orilla del río. Les cortaron la cabeza allí mismo.

Sachi dio un grito de asombro. La blanda cara de cortesano de Oguri, de color vitela, pasó brevemente ante sus ojos. Vio sus blancas manos, las manos de un hombre que jamás había manejado nada más pesado que un pincel de caligrafía.

La anciana se enjugaba las lágrimas que surcaban sus arrugadas mejillas.

—Clavaron la cabeza del señor en una tabla —continuó con voz temblorosa—. La pasearon por el pueblo, como advertencia. Nosotros pertenecíamos al señor, ellos sabían en qué bando estábamos. Lo vi con mis propios ojos. Era la primera vez que veía la cara del señor desde que era un bebé. Una cara tan noble. La clavaron en el portal de la cárcel, con un letrero: «Traidor al emperador.» Él no era un traidor. Nosotros éramos sus criados. Y estamos orgullosos, muy orgullosos.

Dio un respingo, como si de pronto se hubiera dado cuenta de lo que había dicho, y miró, nerviosa, en torno a sí. Cerró la boca y salió precipitadamente de la habitación. Volvió a entrar y a salir con el resto de las bandejas, pero no dijo nada más.

Sachi ya no tenía apetito. Sentada en silencio, removiendo las setas y la sopa de pasta de soja, intentaba entender lo que había dicho la anciana.

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