La última concubina (61 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Van a destinar esas mansiones a oficinas del gobierno y al alojamiento de los funcionarios del gobierno —continuó Daisuké—. He solicitado la residencia Mizuno.

Sachi notó que la recorría un escalofrío. Siempre había sabido que su padre tenía grandes ambiciones, pero pensar en ocupar la residencia de una familia como los Mizuno... El que fueran parientes suyos no significaba que ella tuviera derechos sobre sus propiedades. Entendía perfectamente que los señores norteños habían huido, que tenían que darles sus tierras a los funcionarios del nuevo gobierno. Pero aun así... Parecía poco propicio. Estaba segura de que si lo hacían, la mala suerte caería sobre todos ellos.

—La familia Mizuno no era excesivamente poderosa —prosiguió Daisuké—, y la residencia no es excesivamente amplia ni bonita. No está mal para una persona de mi rango.

Las rellenas mejillas de Haru palidecieron al oír mencionar a la familia Mizuno.

—Allí hay demasiados fantasmas —susurró—. Demasiados recuerdos. Pero quizá... podríamos llegar a la raíz de lo que le pasó a mi Señora. Quizá la encontraríamos.

—Esa residencia es de Mizuno —dijo Sachi—. No podemos ocuparla por las buenas.

Mizuno. Al pronunciar su nombre, lo vio como si estuviera arrodillado enfrente de ella. Estaba escondida en las sombras, detrás de la princesa. Oguri, con su insulsa cara de cortesano, estaba hablando, y Mizuno levantó la cabeza. Sachi vio su curtido cuero cabelludo, sus feroces ojos, ardientes como brasas; la nariz como un pico de halcón, el cutis picado de viruela, los delgados labios. Esa imagen la hizo estremecerse. Recordó que tenía un tic nervioso. Había dejado su espada en la puerta, pero seguía dando sacudidas con el brazo, como si intentara desenvainarla; como si temiera que lo atacaran incluso en el palacio de las mujeres.

Daisuké frunció el entrecejo y la miró con expresión de curiosidad.

—¿Qué sabes tú de Mizuno? —preguntó—. Está muerto, ¿no es así, Haru? Murió hace mucho tiempo.

—Lo último que oí decir... fue que estaba en su lecho de muerte —susurró Haru con vacilación.

—No está muerto —afirmó Sachi.

Taki y ella habían guardado el secreto hasta ese día. Pero ahora que ya no existían el shogun ni las mujeres del palacio, no tenía sentido que no lo revelaran. Sachi tuvo que controlarse para no gritar.

—Nosotras vimos a Mizuno, ¿verdad, Taki? Fue al palacio con Oguri para decirnos que Su Majestad estaba enfermo.

El golpeteo de una pipa contra la caja de tabaco rompió el silencio. En el rincón de la habitación, los dos jóvenes se rebulleron un poco.

Haru abrió la boca. Levantó una mano y volvió a dejarla caer. Emitió un sonido estrangulado, entre un grito ahogado y un gruñido, y miró a Sachi con perplejidad.

—No... No puede ser él. Es imposible. —Meneó la cabeza—. No puede ser... Mizuno... Tadanaka Mizuno... ¿Estás segura?

—Tadanaka Mizuno —dijo Taki—. Lo recuerdo perfectamente.

—Era una mala persona —masculló Haru—. Un hombre malo. Habría sido mejor que hubiera muerto.

Hubo otro silencio, más largo. El rostro de Daisuké se había llenado de arrugas y se había ensombrecido. Ya no era tan atractivo como un actor de kabuki, sino que se había convertido en una máscara de demonio.

—Entonces... ¡era todo mentira! —gritó, y golpeó el tatami con un enorme puño.

—¿Qué, padre? —susurró Sachi—. ¿Qué era mentira?

Se había puesto el sol. Las velas y las lámparas relucían en los oscuros rincones, y el frío descendió sobre ellos. Del fondo de la habitación llegaba el olor a tabaco, y unas volutas de humo ascendían y se enroscaban alrededor de las vigas del techo. Edwards y Shinzaemon parecían estatuas, con las pipas en la mano.

—Ella me dijo que no había nadie en el mundo a quien le tuviera miedo, excepto a él. —Se volvió para mirar a Haru—. ¿Es verdad lo que... lo que me contó? ¿Qué todo había sido obra de su hermano? ¿Qué él la obligó a entrar en el palacio?

—Yo creía que Mizuno había muerto. —Haru se mecía hacia delante y hacia atrás—. Recuerdo que los oí discutir. «Eres una mujer», dijo Mizuno. Estaba gritando. «¿Cómo te atreves a desobedecerme? Crees que puedes vivir sin nosotros, pero sin nosotros no eres nada. Tienes que hacerlo. Por tu familia.»

—Tú no querías entrar en el palacio —dijo Daisuké en voz baja. Había una presencia con ellos en la habitación. La madre de Sachi. Era como si Daisuké pudiera oír su voz, como si ella le estuviera hablando—. ¿No fue eso lo que me dijiste? Era como entrar en un convento, o en una prisión. Un palacio con tres mil mujeres y un solo hombre, y ancianas observan lo cuanto hacías, esperando que cometieras un error. Coser y arreglarte el pelo todo el día, eso era lo único a lo que podías aspirar. «No estoy hecha para esa vida», decías. «Soy una criatura salvaje. Soy un pájaro. Huiré volando.»

—¿Qué mentira era ésa, padre? ¿Qué era mentira? —insistió Sachi.

—Los Mizuno lo tenían todo —dijo Haru con voz forzada, como si le estuvieran arrancando las palabras contra su voluntad—. Un castillo, un estipendio anual enorme... Pero eran chambelanes. El padre de mi Señora era chambelán de la familia Kisshu, y Tadanaka, el joven señor, no lo soportaba. No soportaba ser el número dos. Se paseaba por la casa gritando y azotando a los criados. Entonces mi Señora, su hermana, se hizo mayor, y él vio una forma de conseguir lo que quería.

»Decidió que tenía que entrar en el castillo de Edo, costara lo que costase. Las mujeres de su estatus entraban como damas de honor de rango inferior. Pero había muy pocas vacantes en ese nivel, y la competencia era muy dura. Las veteranas eran las encargadas de la selección, y no tenían en cuenta la belleza. Lo importante eran el rango y el estatus, y la antigüedad de tu familia. Era mucho más fácil ingresar en un nivel inferior, así que el joven señor ordenó a mi humilde familia que adoptara a su hermana. ¡Imaginaos lo que eso significaba para ella! Pero ¿qué podía hacer? Así que se convirtió en mi hermana adoptiva, y nos aceptaron a ambas como doncellas de rango inferior.

»Mizuno sabía que sólo tenía que conseguir que mi Señora entrara en el palacio, donde pudiera verla el shogun. Era tan hermosa, tan cautivadora, tan alegre. Mizuno sabía que el shogun se enamoraría de ella en cuanto la viera, y que la nombraría Señora de la Alcoba Contigua. Y ella se llevaría a toda su familia con ella. Nombrarían daimio a su padre, y luego a él. Daimios luciérnaga. Revolotearían siguiendo la luz de la cola del traje de mi Señora. Pero las cosas no resultaron como él esperaba. La clave estaba en que mi Señora le diera un hijo y heredero al shogun. Pero su primer hijo murió, y el segundo...

—Todo empezó a salir mal —intervino Daisuké—. Me contó que Su Majestad dejó de visitarla. Nos conocimos. Y entonces empezó a hinchársele el vientre.

—La gente lo notó —susurró Haru—. Ella tenía enemigos. Muchas mujeres del palacio estaban celosas, y si alguna hubiera dicho algo, habría sido un desastre para toda la familia Mizuno. El joven señor habría tenido que abrirse el vientre y la estirpe familiar se habría extinguido. Él habría querido evitar eso a toda costa.

—Debió de enterarse de nuestra relación —dedujo Daisuké—. Quizá la llamó a su casa para alejarla del palacio antes de que el shogun y sus funcionarios se enteraran.

—¿Era ésa la mentira? —preguntó Sachi—. ¿Que Mizuno estaba en su lecho de muerte?

—Para que volviera a casa. Para ocultar el escándalo.

—Pero ¿qué hizo él entonces? —preguntó Sachi con un hilo de voz—. ¿Qué hizo cuando mi madre llegó a su casa? ¿Dónde está ella?

Daisuké miró a Sachi.

—Si alguien sabe qué fue de tu madre, es él —dijo—. Lo encontraremos, cueste lo que cueste.

La gran sala quedó en un profundo silencio.

Ojalá pudieran encontrar a Mizuno, pensó Sachi. Entonces recordó que lo había vuelto a ver una segunda vez. Le pareció oír el fluir de un río, el murmullo de los refugiados, desesperados por cruzar, los graznidos de los gansos salvajes, el crujido de los pies de los porteadores, el estruendo de un transbordador subiendo a la orilla.

—Taki y yo volvimos a verlo hace sólo unos meses —dijo en voz baja—. En Takasaki. Estábamos esperando para cruzar el río. Oguri y él salían de Edo. Shin también estaba allí.

—Y ¡cómo te miró! —dijo Taki.

Sachi vio la oscura cara de Mizuno muy cerca de la suya. Oyó su bronca respiración, notó su aliento en la cara. Le había gritado: «¡Vete! ¡Déjame en paz!» Parecía un enloquecido. Como si hubiera visto un fantasma. Quizá por eso la había mirado de esa forma: no la había visto a ella, sino a su madre.

Shinzaemon habló desde el fondo de la sala. Tenía el rostro encendido y le brillaban los ojos.

—Llevaban unas cajas fuertes —dijo, muy exaltado—. Me llamaron la atención; parecían muy pesadas. Y los porteadores no parecían porteadores; no llevaban tatuajes. Eran... samuráis. Samuráis a los que les había crecido el pelo. Recuerdo que me pregunté qué andarían tramando.

—Los sureños los estarán buscando; son personajes poderosos —dijo Edwards. También a él le brillaban los azules ojos—. Nunca he oído hablar de Mizuno, pero Oguri era ministro del gobierno del shogun. Las posibilidades de que sobrevivan son escasas; tenemos que encontrarlos cuanto antes. Iré con ustedes. Necesitarán toda la ayuda que puedan conseguir. Puedo proporcionarles caballos y porteadores. De todas formas, tengo que realizar una inspección ahora que el país está abierto a los extranjeros. Hasta ahora no podíamos viajar libremente. Para mí será una aventura, y además podría serles útil.

Shinzaemon asintió.

—Sólo puedo ofrecer mi brazo —dijo con voz queda—, pero es un brazo fuerte. Cuando volvía de Wakamatsu pasé por Takasaki. Tomé el camino más largo para esquivar al ejército sureño. Conozco bien el camino. Y creo que sé adónde se dirigían.

—Debemos partir de inmediato —dijo Daisuké tras cavilar unos instantes—. Pronto llegará el invierno, y ya debe de estar nevando en los puertos de montaña más altos. Pero si esperamos hasta la primavera, quizá sea demasiado tarde. Os lo debo a tu madre y a ti, querida hija. No descansaré hasta que sepa dónde está.

15. LOS BUSCADORES DE ORO DEL MONTE AKAGI
I

Cuando se marcharon los hombres, Sachi sacó el michiyuki de su madre. Estaba guardado en el cajón de un arcón, y la frágil tela crujió cuando Sachi lo cogió y lo desdobló con cuidado. Los colores de aquel brocado eran colores del pasado. Sachi lo acarició con la cara y aspiró su sutil y añejo aroma a almizcle, aloe, ajenjo e incienso. Quería grabar aquel perfume en su mente, reconocerlo cuando volviera a encontrarlo, como si pudiera reconocer a su madre por su olor.

—Vamos a ir a buscarte —susurró—. Por fin estaremos los tres juntos.

Esa noche, Taki encendió fuego en la chimenea de la habitación principal de la parte de la mansión reservada a la familia, y puso unos cojines alrededor. Entonces Sachi, Haru y ella se envolvieron en varias capas de ropa gruesa. El humo se arremolinaba en la estancia y hacía que les escocieran los ojos y la garganta. El fuego chisporroteaba y escupía chispas sobre el suelo de madera pulida. La tapa del hervidor de agua que colgaba sobre las llamas temblaba ruidosamente, sacudiéndose y echando vapor. Era un sonido hogareño y reconfortante.

Shinzaemon se sentó con ellas, como si ya formara parte de la familia. Estaba apoyado en un codo, un poco separado de las mujeres, con los ojos entrecerrados y una pipa de boquilla larga en la mano. Sachi lo miró, al principio con timidez, pero luego dejando que sus ojos vagaran sin reparo por su cara. Los ángulos de, sus facciones, la cuadrada barbilla y los carnosos labios, adquirían relieve bajo la parpadeante luz de las llamas. Shinzaemon estaba tan quieto, tan contenido; como un gato, pensó Sachi. Pero sólo estaba relajado aparentemente. En realidad estaba preparado y alerta, listo para saltar en cualquier momento.

Taki, encorvada sobre su labor, fingía estar concentrada, pero Sachi sabía que estaba deseando hacer un millar de preguntas. No había preguntado por Toranosuké. Al fin y al cabo, si él le hubiera dado un mensaje para ella a Shinzaemon, éste se lo habría comunicado. Debía de haber decidido guardar un silencio digno. Sin embargo, sus grandes ojos tenían una mirada triste y dolida, y su delgada cara estaba aún más pálida y más demacrada que de costumbre.

Al final Taki estiró un delgado brazo y cogió el atizador. Removió las brasas; entonces levantó la tapa del hervidor y puso agua caliente en una tetera. Llenó una taza, la puso en una bandeja y se la ofreció a Shinzaemon.

—Shin —dijo con tono adulador—. Dices que has oído hablar de Oguri y de Mizuno. ¿Cuándo fue eso? ¿Cuando estabas en el norte?

—En el camino de regreso —contestó Shinzaemon, y volvió a guardar silencio.

—Entonces Tatsu te encontró —insistió Taki con un hilo de voz.

Él rió.

—Fue muy fácil —dijo—. Sabía dónde estábamos peleando.

—¿Os encontrasteis... en Wakamatsu? —preguntó Sachi.

Ella también estaba ansiosa por oír lo que Shinzaemon sabía del paradero de Mizuno. Pero sobre todo quería que le hablara de él —dónde había estado, qué había hecho, qué aventuras había vivido en los meses que habían pasado separados—, y suponía que eso era lo que les interesaba también a Taki y a Haru.

—¿Queréis que os hable de Wakamatsu?

Las mujeres asintieron. Shinzaemon caviló un momento, contemplando el fuego.

—Pasamos un par de meses en el castillo de la Grulla Blanca —dijo despacio, y dio una calada a la pipa—. Teníamos que llegar allí antes de que el ejército sureño controlara los caminos. Nuestra misión, mía y de Toranosuké, consistía en montar guardia en una colina que estaba fuera del recinto principal del castillo. Tatsu se reunió con nosotros. Desde allí veíamos la ciudad. Cuando atacó el enemigo, vimos a los soldados pululando por las calles como una masa de hormigas negras. Decían que eran treinta mil. Y nosotros éramos tres mil. Algunos ancianos, mujeres y niños de la ciudad se habían refugiado en el castillo, y teníamos que protegerlos. Entonces los sureños nos apuntaron con sus cañones y empezaron a bombardearnos, desde la mañana hasta la noche.

Shinzaemon hablaba con su brusca entonación de soldado, y Sachi ya no estaba allí calentándose las manos al fuego, cómoda y a salvo. Estaba a su lado, de pie en las almenas. Veía nubes de humo desplazándose sobre la ciudad. Las calles estaban oscuras como si fuera de noche. Aquí y allá se veían lenguas de fuego y el intenso resplandor de los incendios. Oía el rugido de las llamas, el estruendo de los tejados de tejas al derrumbarse. No se oían gritos ni voces humanas, sino sólo un espeluznante silencio.

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