Esa mañana, habían liberado durante unos minutos a Sachi de sus obligaciones. La joven fue corriendo a la galería y contempló los jardines del palacio. El césped, los recortados arbustos y los pinos de puntiagudas hojas se extendían ante ella formando un deslumbrante mosaico de verdes. El elegante lago con sus puentes en forma de media luna estaba tan quieto que parecía un dibujo. Había brotes de bambú asomando en la tierra, y las nudosas ramas se combaban bajo el peso de hojas y capullos nuevos. Sachi aspiró aquel aire húmedo con un tibio aroma a tierra, a hojas y a hierba.
Una cigarra rompió el silencio con su agudo grito, y esa repentina interrupción trasladó a la joven a la ladera de una montaña, entre gruesos árboles. Abajo, en el valle, se apiñaba un puñado de tejados de pizarra reforzados con piedras. Casi podía oler el humo de leña y el aroma de la sopa de miso. La aldea. El recuerdo era tan claro y diáfano que hizo que le brotaran las lágrimas.
Como hacía todos los días, rememoró aquella fatídica mañana de otoño en que la princesa había pasado por su aldea. Sachi estaba en el vestíbulo de la gran posada, arrodillada en el frío y duro suelo de madera. Las mujeres formaron un corro alrededor de ella, gorjeando sin parar. Sus padres tenían la cabeza agachada, y su madre se enjugaba las lágrimas. Entonces su padre dijo: «Tienes que ir con ellas. Considérate afortunada. No lo olvides nunca. Hagas lo que hagas, no llores. Sé segura de ti misma y haz que estemos orgullosos de ti.»
Antes de darse cuenta, iba por el camino con una dama de honor sujetándole firmemente una mano. Recordaba que había intentado contener las lágrimas, y que no paraba de volverse, tratando de atisbar la aldea, hasta que ésta se perdió de vista. Muchos días más tarde, llegaron a la gran ciudad de Edo, y por fin Sachi vio las blancas murallas del castillo, que tapaban el cielo. Entraron en el castillo, y las puertas se cerraron detrás de ellos.
¡Qué sola se había sentido al principio! Nunca había sospechado que fuera posible estar tan triste. Ni siquiera entendía lo que decían los demás. Había muchas cosas que aprender: a andar y a hablar como una dama, a leer y escribir. Ya habían pasado cuatro inviernos y tres veranos. Pero Sachi pensaba en sus padres todos los días, y se preguntaba cómo estarían y qué harían.
Ocupó su lugar habitual junto a la princesa y empezó a abanicarla, tratando de refrescar al máximo el aire que la rodeaba. Del quemador de incienso que había en el rincón se alzaban unas finas volutas de fragante humo. Al otro lado de los ornamentados biombos dorados que delimitaban la parte de la habitación reservada a la princesa, había varios grupos de damas de honor recostadas, charlando y riendo; sus túnicas se inflaban alrededor de ellas como las hojas en un estanque de nenúfares. Sólo a unas pocas elegidas se les permitía estar detrás de los biombos. Si Sachi no hubiera sido tan joven, podría haberle parecido extraño que precisamente a ella la dejaran estar allí. Pero por alguna razón la princesa le tenía cariño. Decía que su compañía la tranquilizaba.
Sachi miró a la princesa. Sabía que tenía que dirigir siempre la mirada hacia el suelo en actitud de modestia, y sobre todo en presencia de la princesa. Pero había tantas normas, tantas cosas que recordar. Y además, a veces tenía la impresión de que ella era la única persona que de verdad se preocupaba por la princesa Kazu. Para Sachi, la princesa encarnaba la perfección. Su caligrafía era mucho más elegante que la de sus damas de honor, y sus poemas, los más conmovedores; y cuando tocaba el koto, quienes la escuchaban lloraban de emoción. Cuando celebraba la ceremonia del té, sus movimientos eran pura poesía. Sin embargo, tenía algo de criatura salvaje, atrapada en el tejido de ceremonia y deferencia que la rodeaba. A veces, Sachi creía ver un destello de pánico en sus negros ojos, y la princesa le recordaba a una cierva asustada. Pese a lo joven y lo insignificante que ella era, Sachi sentía el impulso de protegerla.
Oyeron, a lo lejos, unos pasos amortiguados que corrían por el pasillo hacia donde estaban ellas. La puerta de la antecámara se deslizó por sus guías y las tablas del suelo crujieron al arrodillarse el visitante. Luego se oyeron voces y un frufrú de seda, y apareció una dama de honor, que se quedó con la cabeza agachada frente al biombo. Tsuguko se inclinó hacia ella con su acostumbrada altivez, y regresó junto a la princesa y le susurró algo al oído.
Sachi oyó lo que le decía: «Se acerca la hora de la visita matutina.»
La princesa se quedó paralizada. Entonces, por algún extraño motivo, miró fijamente a Sachi. Sachi se apresuró a bajar la vista.
La princesa respiró hondo, como si de pronto hubiera recordado qué y quién era. Entonces se volvió hacia Tsuguko y dijo con estudiada calma:
—Di a mis damas de honor que hagan los preparativos.
Sachi recogió las conchas a toda prisa y las guardó en sus cajas, atando con cuidado los cordones con borlas que las sujetaban. Cuando llegó por primera vez al palacio, todo era tan nuevo para ella que apenas se había fijado en dónde estaba ni había reparado en el inmenso lujo que la rodeaba. Ahora, casi cuatro años más tarde, manejaba con reverencia las diminutas conchas pintadas y las cajas octogonales lacadas.
Sólo las damas de más categoría eran admitidas ante la presencia del shogun. La vida del palacio giraba alrededor de él. Cuando el shogun no estaba, era como si la oscuridad lo hubiera invadido todo. Las mujeres que correteaban por el Gran Interior, desde las de los niveles más altos de la jerarquía hasta las de los niveles más bajos —grandes damas, pequeñas damas, ancianas, jóvenes, doncellas, doncellas de doncellas, alabarderas, limpiadoras, encargadas de llevar carbón y agua, hasta las más bajas mandaderas a las que todos llamaban «honorables mocosas»— se quedaban calladas y asustadas. Cuando él regresaba, era como si hubiera salido el sol. Pero la mayoría de las mujeres que dedicaban su vida a servir a ese ser divino no esperaban llegar a verlo nunca.
De hecho, era extraordinario, como Sachi había oído comentar a las ancianas entre ellas, que el shogun se hubiera ausentado. El tercer shogun, el señor Iemitsu, había visitado Kioto en la era Kan'ei, más de doscientos años atrás; pero desde entonces, ningún shogun había salido del castillo. El anterior shogun, el pobre señor Iesada, había nacido, vivido y muerto allí, igual que sus predecesores.
Pues ¿por qué razón iba a querer alguien marcharse de allí? El castillo formaba un mundo aparte. Además del palacio interior, con sus oficinas, sus habitaciones para los guardias, sus enormes cocinas, comedores y cuartos de baño, sus pequeños palacios para las grandes damas y sus laberintos de habitaciones donde vivían las mujeres, todo rodeado de exquisitos jardines con lagos, riachuelos, cascadas y escenarios para representar obras de teatro y danzas, había también un palacio intermedio —la residencia del shogun cuando no estaba en el palacio interior— y un palacio exterior, donde tenían lugar los asuntos oficiales y donde el gobierno tenía sus oficinas.
Las mujeres, por supuesto, nunca salían del Gran Interior, y en teoría ni siquiera sabían qué pasaba fuera de allí; aunque en la práctica, las noticias y los cotilleos fluían como el aire hasta el palacio interior, de tal forma que, aunque las mujeres nunca lo abandonaran, sabían perfectamente qué estaba pasando en el mundo exterior. Todo eso —el palacio interior, el intermedio y el exterior— constituía la ciudadela principal. Pero también había una segunda ciudadela, donde el heredero —cuando lo había— y su madre tenían su corte; y la ciudadela occidental, donde se suponía que vivían las viudas —las esposas, las consortes y las concubinas— de los shogunes difuntos después de hacer sus votos sagrados. Cada una de esas ciudadelas era una versión más pequeña de la ciudadela principal, y tenía sus propios palacios exterior, intermedio e interior. Dentro de los límites del enorme foso y las altísimas murallas, también estaba la extensión boscosa de los jardines de recreo Fukiage y la colina Momiji, donde las mujeres podían pasear y disfrutar del cambio de las estaciones, y los palacios de las familias Tayasu y Shimizu, parientes consanguíneos de la familia Tokugawa.
De hecho, allí estaba todo lo que una podía desear. Una vez que las mujeres entraban en el castillo, sabían que, a menos que se sintieran muy desgraciadas o se comportaran mal, permanecerían allí el resto de su vida. Se les permitía visitar a sus familias de vez en cuando, desde luego. Sachi sabía que pronto también a ella le permitirían ir a visitar a su familia unos días, aunque su vida en la aldea parecía tan lejana que apenas recordaba a la niñita que era cuando vivía allí.
En el pasado, cuando la princesa hacía su desplazamiento diario para ir a saludar al shogun, Sachi siempre se quedaba en las dependencias reales. Pero ese día algo había cambiado. Sachi pensó que debía de tener algo que ver con su edad. Ya había cumplido quince años, era mayor de edad y había empezado a menstruar. Llevaba el pelo recogido en un moño al estilo de las mujeres adultas, y el kimono que vestía la identificaba como doncella de rango inferior. Hasta le habían cambiado el nombre.
En lugar de llamarla Sachi, «felicidad», la llamaban Yuri, «azucena». A ella le gustaba su nuevo nombre, pues la hacía sentirse delicada y femenina, y también importante, parte de un mundo más espléndido que el anterior. Su cuerpo también estaba cambiando: brotaba casi tan deprisa como el bambú en la estación de las lluvias. Se le habían estirado y adelgazado los brazos y las piernas, y tenía que aplastarse los pequeños y redondos pechos para que cupieran en el kimono. Hasta su cara parecía diferente casi cada vez que se miraba en el espejo.
Quizá fuera ésa la razón por la que, esa mañana, Tsuguko le había ordenado que se preparara para ir a saludar al shogun. Pero ella no era nadie para hacer preguntas. Como le recordaban una y otra vez las mujeres mayores, ella y sus sentimientos no contaban para nada. Pasara lo que pasase, se sintiera como se sintiese, debía esforzarse para ofrecer una apariencia plácida y serena, como la superficie de un estanque que vuelve a quedar lisa después de que alguien le haya arrojado una piedra. La clave consistía en recordar cuál era su lugar, ser obediente y no hacer nada que la pusiera en evidencia o que hiciera que los demás se avergonzaran de ella.
A media mañana, a medida que se acercaba la hora del caballo, las mujeres se prepararon para partir. La princesa se levantó y, sujetando su abanico ceremonial de madera de ciprés a la altura de la cintura, salió deslizándose de sus aposentos. Se movía con tanta delicadeza que el humo que se alzaba en volutas del incensario apenas tembló. Sus anchos pantalones rojos se mecieron, y el dobladillo acolchado de su chaqueta de brocado se desplegó como un abanico detrás de ella. Sus ropas desprendían un sutil perfume que la envolvía. La seguían sus damas, como una interminable procesión de enormes flores, con sus finos kimonos blancos de verano y sus voluminosas faldas de color bermellón. Normalmente, Tsuguko iba a la cabeza de la comitiva, como correspondía a su rango de primera dama de honor; sin embargo, ese día se quedó en la cola del grupo, guiando a Sachi.
Fuera, el pasillo estaba lleno de mujeres arrodilladas. Sin parar de hacer reverencias, las escoltas saludaban a la princesa. Sachi caminaba deprisa dando pasitos muy cortos, procurando no tropezar con los pliegues de tela que se arremolinaban alrededor de sus pies.
Como era más bajita que las demás, casi tenía que correr para alcanzarlas. Tropezó una vez con la cola de su kimono. «Pasos más pequeños —la previno Tsuguko, y le puso un dedo debajo del codo—. Los dedos de los pies hacia dentro. Las manos sobre los muslos, los dedos estirados, los pulgares escondidos. La cabeza agachada. Mira al suelo.»
Precedidas por las escoltas, la princesa y sus damas de honor se deslizaban con una lentitud asombrosa, dando pasos acompasados, por un pasillo tras otro; sus túnicas susurraban suavemente, como las olas que acarician la orilla de un río. El palacio era un laberinto. Sachi correteaba con la mirada fija en las esteras de los tatamis, y se preguntaba cómo encontraría el camino de regreso si la dejaran sola. Levantó la cabeza y vio el largo pasillo, que se perdía en la lejanía, flanqueado por un sinfín de puertas de madera, todas cerradas. Sabía que detrás de esas puertas estaban las abarrotadas habitaciones donde vivían algunos de los cientos de damas de honor y sus doncellas.
Cuando volvió a mirar, estaban bordeando una inmensa sala de audiencias. Gran parte de la estancia estaba a oscuras. En una de las puertas, apenas visibles en la penumbra, había pintadas grullas volando y tortugas nadando; en otra, montañas y cascadas que a Sachi le recordaron a su aldea. Había leopardos y tigres de ojos destellantes ocultos en las sombras, y dragones pintados en los dinteles y en los frisos. El techo, dorado, brillaba. A uno de los lados de la sala había un patio con un pequeño estanque y un diminuto rectángulo de cielo gris. Las rocas estaban salpicadas de flores blancas. Hacía tanto calor que costaba trabajo moverse. La atmósfera estaba cargada de humedad.
—¡Agacha la cabeza! —rugió Tsuguko.
Llegaron a una pasarela que conducía al ala privada del shogun, que se alzaba como un pabellón entre extensiones de césped, sauces, relucientes riachuelos y arriates de lirios morados. Allí esperaba un grupo de mujeres, arrodilladas; al acercarse la princesa, se apartaron sin levantarse. En las primeras filas había siete mujeres de rostro apergaminado, con complicadas pelucas de reluciente pelo negro: eran las veteranas, las concubinas del señor Ienari, el abuelo del actual shogun; ellas decidían todos los detalles de la vida en el palacio de las mujeres. Decían que en otros tiempos habían sido muy bellas, pero a Sachi le parecían feas como dragones escupiendo fuego. Sachi vivía atemorizada por sus afiladas lenguas y sus duros nudillos. ¿Qué dirían y qué harían al ver a una criatura tan humilde como ella que había osado encumbrarse tanto? Cuando Tsuguko la hizo pasar ante las ancianas, Sachi alzó la mirada lo suficiente para ver sus caras, y le sorprendió comprobar que la miraban con gesto amable. Una hasta le sonrió y asintió con la cabeza como infundiéndole ánimo.
Sachi apenas tuvo tiempo de registrar lo extraño de aquella situación, porque la princesa y su séquito habían entrado en un largo y oscuro pasillo. Una de las paredes la formaban unas persianas de juncos decoradas con enormes borlas rojas. Al final del pasillo había una gran puerta de madera.