Durante todo el día no pararon de entrar y salir damas de honor. A mediodía, llegaron las siete veteranas, como un remolino de seda, y desaparecieron en la sala de audiencias de la princesa. El intenso perfume de sus túnicas impregnaba la atmósfera. De sus diminutas pipas, de boquilla larga, salían bocanadas de humo. Cuando Tsuguko salió de la sala de audiencias, ya empezaba a oscurecer y el sofocante calor se había vuelto soportable. Las damas de honor se apiñaron alrededor de Tsuguko, que se dirigió directamente a Sachi.
—A partir de ahora dormirás en mi cámara —anunció con solemnidad—, no con las doncellas. Si tienes un hijo, se te asignará tu propia habitación, por supuesto, además de cuatro doncellas y tres camareras. Recibirás un salario mensual en arroz y ryos de oro, suficiente para alimentarlas y pagarlas. También recibirás un sobresueldo para ropa y una asignación de aceite de lámpara, pasta de soja, sal y leña para calentar el agua de la bañera. Si tienes un hijo varón, tu familia también recibirá privilegios. A tu padre lo ascenderán y lo recompensarán con un buen estipendio. Yo me aseguraré personalmente de que así sea. Su Majestad también te protegerá y se asegurará de que tu familia recibe el trato que merece.
Después de la cena, mientras las doncellas retiraban las bandejas de platitos, barrían las habitaciones y preparaban las camas, Sachi se sentó y empezó a escribir una carta a sus padres. Desde que llegara al palacio, no había tenido tiempo para escribirles, ni ellos le habían escrito a ella. Sachi sabía que su padre se enorgullecía de su habilidad para hacerlo. Al fin y al cabo, era el jefe de la aldea. Su madre no sabía escribir, pero habría podido recurrir a su esposo o al sacerdote de la aldea, que también era el escribano, para que la ayudaran. Quizá se consideraban demasiado humildes ahora que su hija se había convertido en una gran dama, o quizá ni siquiera sabían con certeza qué había sido de ella.
Sachi cogió un pincel, escogió una sencilla hoja de papel hecho con corteza de morera, se sentó junto a una vela y empezó con toda la sencillez que pudo, trazando las letras con cuidado con su infantil caligrafía.
«Saludos —escribió—. Espero que os cuidéis con este tiempo tan húmedo. Aquí, en los jardines del palacio, los lirios están en flor. Estoy bien. He trabajado mucho y me he aplicado en mis estudios. Hago todo lo que puedo para que no os avergoncéis de mí. No os preocupéis por mí. Aquí me cuidan bien. Hace poco me han ascendido. Ahora soy doncella de rango medio.»
Pensó en los tejados de tejas de la aldea, y en el sol ascendiendo sobre la montaña, y las lágrimas se acumularon en sus ojos y resbalaron por sus maquilladas mejillas. No fue capaz de decir nada más. Terminó la carta con un saludo formal y se la entregó a Taki. Sachi había pedido que Taki fuera su doncella personal, la dama de honor oficial de la nueva concubina.
Sachi cogió su labor, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Repasó una y otra vez todo cuanto había sucedido la noche anterior, intentando recordar las palabras del shogun, sus gestos y sus caricias. Taki estaba sentada a su lado en silencio, muy entretenida con la aguja. Al cabo de un rato, Taki volvió la pequeña y delgada cara hacia Sachi, la miró a los ojos y preguntó con un suave susurro:
—¿Fue terrible? ¿Te dolió? ¿Es... guapo?
Sachi miró alrededor. Las damas de honor charlaban animadamente, entretenidas con sus labores. Hacían todo lo posible por adoptar una actitud distante, pero de vez en cuando una u otra le lanzaba una mirada a Sachi. La joven sabía que se morían de curiosidad. Pensó en el shogun, en sus suaves y blancas manos recorriendo su cuerpo, y por un instante, notó en el estómago un vestigio de las sensaciones que el shogun había despertado en ella. Sintió un arrebato de felicidad al pensar en la noche pasada y en que ese joven —el hombre más importante del reino— sentía cariño por ella. Entonces recordó que el shogun se había marchado —ella no sabía por cuánto tiempo— y la invadió la tristeza.
Miró a Taki y compuso una temblorosa sonrisa. Taki sonrió también: entendía todo lo que Sachi quería decirle.
Las criadas habían trasladado las pertenencias de Sachi a la cámara de Tsuguko y habían preparado dos camas sobre la tarima. Comparada con las abarrotadas habitaciones donde Sachi había dormido hasta entonces, esa habitación parecía tan grande que intimidaba, llena de sombras ocultas y oscuros e impenetrables rincones. Sachi se tumbó en su futón y se sintió pequeña y sola; oía la acompasada respiración de Tsuguko y el ruido que, de vez en cuando, hacían Taki y las otras doncellas al darse la vuelta.
Entonces notó que algo tiraba de una esquina de su colcha. Era Taki. Sin hacer ruido, Taki se metió bajo la colcha y se acurrucó junto a Sachi. Las dos jóvenes se quedaron dormidas, abrazadas con sus delgados y blancos brazos.
Al día siguiente se celebró la ceremonia oficial del nombramiento. Después, Tsuguko sonrió a Sachi y dijo:
—Vamos. Tenemos que hacer las visitas ceremoniales.
Sachi agachó la cabeza y no dijo nada. No había pensado en nada más que en la noche que había pasado con el shogun. Pero entonces comprendió que su nueva vida como Señora de la Alcoba Contigua acababa de empezar.
—Primero le presentaremos nuestros respetos a la Retirada —le explicó Tsuguko—. Recuerda que ayer fue ayer y que hoy es hoy. No tienes nada que temer.
Esa vez, Sachi iba a la cabeza del grupo que avanzaba haciendo frufrú, con pasos deliberadamente lentos, por los oscuros pasillos, escoltada por un grupo de doncellas. La lluvia repiqueteaba en el tejado de tejas de la pasarela que conducía a una parte del palacio donde la joven no había estado nunca. El calor sofocante había remitido un poco, y ya se podía respirar mejor. Recorrieron más pasillos que conducían a los aposentos de la Retirada; las doncellas abrían una puerta corredera tras otra. En cada habitación había un grupo de damas de honor arrodilladas, con la cabeza agachada y con las manos de uñas pintadas posadas sobre el tatami de paja de arroz. La sencilla túnica de Sachi, de estilo imperial, parecía muy pobre comparada con sus ropajes bordados y teñidos de llamativos colores.
En cuanto a las habitaciones, Sachi jamás había visto tanta opulencia. Las cámaras de la Retirada hacían que las de la princesa Kazu parecieran raídas. Hasta las esteras de tatami, con ribetes de oro, eran más finas y blandas que las de las dependencias de la princesa. En las paredes había armarios y estantes llenos de cajas de escritura, utensilios para la ceremonia del té, espejos y cajas de cosméticos de la laca más fina. En los colgadores había kimonos bordados, entre ellos aquel tan espléndido que llevaba puesto Fuyu el día anterior. Los biombos que separaban las habitaciones estaban decorados con paisajes y dibujos de pájaros y flores sobre un fondo de lustroso pan de oro, y las alcobas estaban decoradas con elegantes arreglos florarles, pinturas y caligrafías. Hasta las empuñaduras y las vainas de las alabardas de las guardianas estaban adornadas con oro o con madreperla.
Era todo casi demasiado lujoso, demasiado espléndido. Hasta el incienso que perfumaba la atmósfera era demasiado intenso.
La Retirada las esperaba en la habitación más recóndita, rodeada de sirvientas. Fuyu se encontraba entre ellas, arrodillada cerca de la gran dama. Bajo la cogulla, la Retirada llevaba un kimono de seda de color claro con glicinas estampadas, poco adecuado para una mujer que había tomado las órdenes sagradas. Su rostro, perfectamente proporcionado, componía una estudiada, dulce e inocente sonrisa, como si no existiera nada que pudiera proporcionarle más placer que verla. Sachi hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Temblaba de nerviosismo.
—Así que ésta es la nueva concubina —dijo la Retirada con su grave y vibrante voz, inclinando la cabeza con elegancia—. Bienvenida, querida. Los dioses te han sonreído. Te has ganado el favor de mi hijo. Todos rezamos para que le des un heredero.
Sachi creía que la poderosa Retirada la ignoraría y hablaría a Tsuguko, o, como mucho, que se comunicaría a través de su primera dama de honor. Lo que no esperaba, desde luego, era que le hablara directamente a ella. Se postró en silencio. La sonrisa de la Retirada era aún más aterradora que su ceño, y había un claro destello de malicia en aquellos insondables ojos negros.
—Pero temo, Tsuguko, que vuestra protegida no se encuentre cómoda aquí —prosiguió la gran dama con soltura—. Llevamos una vida muy pobre. Ella está acostumbrada a los lujos de los aposentos de Su Alteza Imperial. Lamento tener que privarla de las comodidades de que goza allí.
Sachi, horrorizada, comprendió lo que quería decir. Como concubina del shogun, se había convertido oficialmente en la nuera de la Retirada. Ya era bastante desgracia ser la nuera de una campesina, pero serlo de una mujer como aquélla era mucho peor. Además, era una nuera de estatus muy inferior del de la esposa del shogun, la princesa Kazu. ¿Se vería obligada a vivir en los aposentos de la Retirada y a obedecer todos sus caprichos? Esa idea le daba pavor. Las sirvientas, aduladoras, reían disimuladamente. Entre las risas, Sachi distinguió la burlona risa de Fuyu. La Retirada estaba jugando con ella, como juega un gato con un ratón.
—Esta indigna criatura aprecia mucho vuestra amabilidad y que reconozcáis su nuevo estatus —replicó Tsuguko con aspereza—, pero, como ya sabéis, es propiedad de Su Alteza Imperial. No puedo aprovecharme de vuestra generosidad para imponérosla. Os estamos infinitamente agradecidas por vuestra condescendencia.
Sachi no se relajó hasta que hubieron salido de la última de las cámaras de la Retirada, haciendo una reverencia tras otra.
—Los aposentos de Tensho-in son magníficos, ¿verdad? —comentó Tsuguko torciendo la aristocrática boca cuando volvieron a estar a salvo en los pasillos—. Casi excesivamente magníficos, podríamos decir. Cuando Su Alteza Imperial llegó aquí para casarse con Su Majestad, Tensho-in se negó a trasladarse a los aposentos de las viudas de la ciudadela occidental. Se empeñó en permanecer en los aposentos designados para la consorte de Su Majestad. Gracias a sus maquinaciones, a Su Alteza le asignaron unos aposentos de doncellas. ¡Aposentos de doncellas! ¡Qué vergüenza! ¿Te imaginas? Por eso nuestras habitaciones son tan humillantemente pequeñas y oscuras. Su Alteza tiene doscientas ochenta damas de honor, y cada una de nosotras tiene a su vez sus doncellas, y tenemos que compartir todas una sola ala pequeña. Quizá ahora empieces a entender el resentimiento que hay entre Tensho-in y Su Alteza.
Sachi nunca la había oído hablar con tanta rabia. Siguieron caminando un rato en silencio.
—Si tienes un hijo, la Retirada te tratará de otra manera —dijo Tsuguko pasados unos minutos—. Pero ahora hemos de ir a visitar a la viuda Honju-in. Seguro que ella querrá ser amiga tuya.
Los aposentos de Honju-in estaban en la parte interior del palacio, donde sólo de vez en cuando entraba algún rayo de sol. Cuando Sachi se acostumbró a la penumbra, vio que atravesaban un laberinto de habitaciones aún más suntuosas que las de la Retirada. Un ejército de ancianas damas de honor se arrodillaron para saludar a las recién llegadas. Finalmente llegaron a la recóndita habitación donde, en medio de una miríada de tesoros, estaba sentada una menuda pero imperiosa figura, muy erguida, sobre una tarima, con el codo apoyado en un apoyabrazos. Su pequeño y blanco rostro asomaba bajo los pliegues de su casulla, iluminado por el parpadeo del farol que ardía a su lado. Sachi nunca había visto a nadie tan longevo.
—¡Qué cara tan bonita! —dijo Honju-in resollando, y estiró un pequeño dedo para acariciarle la mejilla a Sachi. Su piel era tan frágil como un ala de palomilla, y parecía una membrana tensada sobre los huesos—. Es un alivio para todas nosotras que le hayas gustado a mi nieto. Qué chico tan difícil. Todas confiamos en que le des un hijo varón, y rezamos para que así sea.
Al oír mencionar al shogun, Sachi notó que le ardía la cara, como si Honju-in hubiera descubierto un terrible secreto que ella estuviera ocultando. Horrorizada, mantuvo agachada la cabeza. ¿Por qué esas grandes damas le hablaban directamente y hasta se dignaban tocarla? La joven estaba deseando que terminaran todas aquellas muestras de educación y todo aquel ceremonial. La anciana rió y dijo:
—Cuando yo llegué a este palacio, era muy joven, tan joven como tú, querida. —Su voz crujía como las hojas de otoño al pisarlas—. ¿Sabes qué hacía? Ayudaba en la sala del altar y en las cocinas. Entonces era hermosa. En esa época, el señor Ieyoshi (Toshi-sama, lo llamaba yo) era el heredero al trono. Su padre, el señor Ienari, todavía era shogun; ¡él sí era un hombre de verdad! Sabía hacer niños: tuvo cincuenta y tres hijos. Veamos... Estaba la princesa Toshi (pero eso fue mucho antes de mi época); luego otra hija que sólo vivió tres días...
Enumeró a los cincuenta y tres, uno por uno, ayudándose con los dedos.
—Luego nació la princesa Yasu. Ella fue la última. Entonces el viejo tenía casi sesenta años. ¡Qué hombre! Mujeres, hombres... hasta perros, según decían. Esparcía su semilla por todas partes.
»En fin, un día el señor Ieyoshi me vio. El anciano también se había fijado en mí, pero dejó que se me quedara el señor Ieyoshi. Y eso fue todo. Antes de que me diera cuenta, me había convertido en concubina. En aquella época éramos muchas. Algunas tenían hijos, y otras no. Pero la mayoría de los bebés morían. Yo era joven y fuerte como tú. Me han dicho que eres campesina, así que debes de ser aún más vigorosa que yo.
Soltó una risa jadeante que sonó como un fuelle viejo al abrirse y cerrarse. Entonces miró a Sachi con ojos escrutadores. Sachi se sobresaltó cuando la anciana le puso una atrofiada mano en el brazo.
—Es muy duro ser concubina, querida —dijo—. Mira qué joven y qué radiante eres, mira cómo brillan tus hermosos ojos. Procura recordar que sólo eres una de tantas; aunque ahora no lo seas, lo serás. Sólo eres un vientre de alquiler. No lo olvides nunca. Ésa es la suerte de las mujeres.
Sachi notó que un escalofrío le recorría la espalda.
—Nunca serás una samurái, pero al menos puedes intentar vivir como si lo fueras. Debes aprender a ocultar tus sentimientos, tanto tu felicidad como tu desdicha; a ocultártelos incluso a ti misma. Aprende a ser fuerte. Pocas personas en el Gran Interior sabrán cómo te sientes. Pero yo sí lo sé. Cuando estés triste, ven a verme.
»Los dioses me favorecieron —prosiguió con aire soñador—. Mi hijo, mi primer hijo, Masanosuke, sobrevivió. Yo tenía quince años. Mis otros hijos varones murieron, y también murieron los hijos varones de las otras mujeres. Pero él sobrevivió. Era un niño adorable, y siguió siendo como un niño toda su vida. Moría mucha gente. Entonces murió el señor Ieyoshi, y Masa pasó a ser shogun. ¡Imagínate! Mi hijo, mi pequeño, se convirtió en el señor Iesada, el tredécimo shogun. Pero mi adorado Masa también murió. ¡Cómo lloré! No hay nada más terrible que asistir al funeral de tu propio hijo.