El maestro jubilado rebuscó entre sus fuerzas las necesarias para ahuyentar las lágrimas, bajó por la estrecha escalera hasta la cocina y comenzó a trajinar en ella. Tenía previsto el menú desde hacía días, y ya por la mañana había preparado algunas cosas. Consistiría en un poquito de ajoarriero, un plato local típico a base de bacalao, patatas, pan rallado, ajos, huevos cocidos y aceite de oliva que a Alejandra le encantaba. Ella lo preparaba como nadie, según el gusto de Ávalos. Y de segundo, unas chuletas de cordero de la mejor calidad y cuyo condimento era un secreto de Estado que el maestro jamás revelaría. Y sí, claro que sabía que a Alejandra no le hacía mucha gracia la carne, pero qué se le iba a hacer.
Como postre le había comprado a la señora María Jesús, que regentaba La Alacena, un buen queso manchego que ella misma eligió entre el amplio surtido de su colmado. Sobre el vino no hubo dudas: descorcharía, como hacía siempre en la cena de cada 5 de noviembre, el mejor Valdepeñas que tuviera, aunque eso suponía olvidar las instrucciones que el médico le tenía dadas.
Eran las siete de la tarde y Capellán aún no había llegado. Por primera vez desde que lo conocía el viejo maestro se sentía incómodo con aquella visita. No había sabido decirle al periodista que prefería que pospusiera su encuentro, que el 5 de noviembre no era un día cualquiera. Pero quería a Capellán como si fuera el hijo que no había tenido, aunque gran parte de aquel cariño se debía al hecho de que su verdadera hija jamás le hubiese perdonado que no estuviera junto a su madre el día en que Alejandra falleció.
A pesar de eso, no sería justo quitarle sus méritos a Capellán, a quien Ávalos conocía desde hacía veinte años, cuando ambos coincidieron en uno de esos extravagantes congresos organizados por gentes como ellos, tipos que aman el misterio más que sus propias vidas, buscadores de tesoros, rastreadores de pacotilla del Santo Grial, apasionados de la Sábana Santa o del supuesto espíritu atormentado que vaga por cualquier caserón remoto. Gente que vivía en un mundo aparte, capaz de dejarse arrastrar a cualquier vega perdida simplemente por la endeble pista que suponía el relato de un anónimo aldeano que decía haber visto una fantasmagórica luz en medio del páramo.
En la época en que ambos se conocieron Capellán era un joven estudiante de periodismo que escribía regularmente en revistas especializadas en temas de misterio, e incluso había publicado un ensayo exitoso. Por su parte, Ávalos era un investigador cuarentón sobradamente conocido en aquellos círculos de excéntricos, en los que era considerado una leyenda.
De manera que Ávalos apreciaba de verdad a Capellán porque ambos tenían mucho en común, o eso le parecía al viejo maestro de escuela. En cambio Alexia…
Era cierto que Alexia, la única hija que Alejandra y él tuvieron, lo visitaba ahora con más frecuencia después de que, ocho meses atrás, un infarto estuvo a punto de llevárselo para el otro barrio.
Alexia venía a menudo desde Madrid hasta Cuenca y reñía a su padre:
—Papá, no estás para vivir aquí tú solo, ¿no te das cuenta? —Y mientras hablaba miraba aquellas escaleras estrechas y severas que unían las diferentes piezas de la vivienda.
Él sonreía y negaba con la cabeza. Le hablaba del tío Tomás, del valor sentimental de aquella casa. Pero ella se enojaba aún más cuando le mentaba al tío Tomás.
—El tío Tomás no fue más que un vividor, un elemento que vivió del cuento toda su vida porque tuvo un puñetero golpe de suerte.
Y si él pretendía volverle a contar el modo en el que el tío Tomás se hizo rico, ella lo interrumpía. Conocía la historia desde hacía años porque Ávalos se la había relatado, pero ella no lo creía. Se había cansado de las historias fantásticas de su padre hacía mucho tiempo, desde que dejó de ser una niña.
Ávalos tenía mucho que agradecer al tío Tomás. Además de ser su padrino y regalarle de joven la primera Hispano-Olivetti que tuvo, el tío Tomás sorprendió a todo el mundo cediéndole en herencia aquella casa singular en el corazón mismo de Cuenca.
—Si no crees que sea cierto lo que te he dicho sobre cómo se enriqueció el tío Tomás, ¿tienes alguna explicación alternativa?
Alexia no podía responder. Pero no estaba dispuesta a admitir ni un relato más de los típicos de su padre.
La familia había sentenciado al tío Tomás mucho antes de que la propia Alexia naciera. Había tenido suerte, el muy bribón. Se le vio hasta el último de sus días acariciando el trasero de un par de muchachas de no más de veinte años cuyos gastos sufragaba a cambio de… Ávalos quería pensar que era a cambio de compañía, pues a la edad en que el tío Tomás murió en la cama con las dos jacas flanqueándole no imaginaba que pudiera permitirse otros excesos. Y es que al tío Tomás se lo llevó el Señor con sus buenos ochenta y tres años a cuestas y una sonrisa beatífica en el rostro que fue objeto de las más variadas hipótesis.
—Deberías venirte a Madrid conmigo —insistía ella—. ¿Qué pintas aquí tú solo?
Él sabía que no podía mencionar nada sobre sus extravagantes ideas del Santo Grial y la catedral de Cuenca sin que su hija disparara toda aquella artillería suya cargada de razones y ciencias. Pero él llevaba gastada buena parte de su vida en aquella búsqueda, y había concluido que la solución al embrollo del mítico grial se encontraba allí, a un paso de su casa, en la catedral conquense.
Y si no podía mentar el Santo Grial ni tampoco compartir con ella las aventuras del tío Tomás, ¿cómo iba a hablarle a su hija de las cartas del misterioso Nemo? De modo que se limitaba a responder que le hacían bien los paseos por el camino de San Julián el Tranquilo, que aquellas vistas sobre la hoz del río Júcar eran media vida y un soplo de alegría para su corazón.
—¿Tu corazón? ¿Crees que le viene bien a tu corazón subir y bajar escaleras todo el rato? Ya no estás para esas caminatas que te dabas antes —le recordaba ella.
Pero él no cedía. Seguiría en la casa que heredó del tío Tomás y, mientras pudiera, caminaría por la sierra, una costumbre a la que había arrastrado a Capellán cuando el periodista lo visitaba. Y fue precisamente durante una de aquellas caminatas cuando resolvió el acertijo de la primera carta que Nemo le había enviado.
Sucedió cinco meses antes de aquel atardecer del 5 de noviembre. Por entonces, Ávalos había comenzado a espabilarse tras el infarto. Poco a poco había ido perdiendo el miedo y había recuperado el hábito de caminar por los alrededores de la ciudad. Cada día se sentía más fuerte, y cada día fue alejándose de su casa un poco más durante los paseos.
Aquella mañana de domingo Miguel Capellán lo acompañaba y le confesaba que seguía seco de ideas, que no se le ocurría nada que pudiera servir para una segunda novela. Habían transcurrido ya siete años desde que publicara su primera y única novela, la que lo aupó a los primeros puestos de ventas, la que momentáneamente llenó sus bolsillos, la que lo hizo viajar a Europa y América de presentación en presentación, la que se tradujo a varios idiomas y la que, mira tú por dónde, lo había enterrado como escritor. La chiripa de su propio éxito había desvelado la incapacidad de Capellán como novelista. Era una paradoja, pero no por ello era menos cierto. Capellán se sentía acabado.
—Tal vez lo tuyo no sea la novela —aventuró Ávalos.
Capellán arrastraba los pies junto al viejo maestro de escuela cuando llegaron a la fuente del Pórtland, cerca del Auditorio. En otros tiempos, Ávalos hubiera acometido la subida al cerro del Socorro con paso firme, pero ahora no se atrevía. Como mucho, podía probar a llegar hasta el Parador Nacional y cruzar después el puente de San Pablo.
—¿Subimos hasta el puente? —preguntó a Capellán.
El periodista asintió maquinalmente con un leve movimiento de cabeza. La mirada perdida en el suelo, la mente rumiando la última frase que había pronunciado el viejo maestro. ¿Estaría en lo cierto Ávalos? ¿Y si resultaba que él, Capellán, tenía un concepto demasiado elevado de su propio ingenio?
—Mírame a mí —prosiguió Ávalos—: he escrito más de una docena de ensayos sobre enigmas históricos y no he vendido entre todos juntos ni cinco mil ejemplares, y aquí estoy, tan feliz.
Aquel era un pobre consuelo para Capellán, a quien le resultaba inexplicable que G. G. Ávalos —así firmaba sus libros el veterano autor— no hubiera tenido éxito con sus obras. No conocía a nadie que escribiera tan bien. Sus ensayos eran pequeñas obras de arte, ricos en datos, con cuidada prosa, de fácil lectura, exquisitamente estructurados y, sin embargo, Ávalos era un don nadie como autor. Solo era considerado como una eminencia, como un autor de culto, entre un reducidísimo grupo de amantes del misterio entre los que Capellán se encontraba desde hacía mucho tiempo, desde antes de que ambos se vieran por vez primera.
—Por ejemplo, ahora tengo entre manos una historia que tal vez podría servir para una novela —dijo de pronto el maestro jubilado—. Pero no sé cómo empezar, simplemente porque soy incapaz de saber si me asomo a la barandilla de la locura o de una aventura extraordinaria.
Capellán atiesó las orejas de inmediato y requirió más información. ¿En qué andaba metido Ávalos? ¿De qué estaba hablando?
Antes de llegar al puente de San Pablo el maestro se detuvo y tomó aire. Le temblaban las piernas y la luz del mediodía hería sus ojos. El aire olía a encinas, a sabinas y a rosales silvestres. Frente a ellos las Casas Colgadas
[2]
desafiaban la lógica y se burlaban del miedo. Ávalos hurgó en uno de sus bolsillos, sacó un papel doblado, lo desdobló con cuidado y se lo mostró a Capellán. El periodista miró la primera carta de Nemo y luego alzó los ojos buscando una respuesta en los de Ávalos. El maestro se encogió de hombros y el periodista regresó al papel:
HBGNTXNQGXTIKPMWQBRBPIDPWYPZRFLRCYNZKKDD ZOAKSNSBZPGDMQAONMDQWBQODJAKQVIBAPAMHYWL
RMNXNQGXTIKPMWQBAPRVBFBOYTQBYFZDQXQKRZRL NLCGLXULPNDZNBRJCBFSCMMB
¿Quién diablos había escrito aquel galimatías? ¿Qué significaba aquella charada? ¿Quién era el tal Nemo que firmaba la nota?
—El único Nemo que yo conozco es el personaje de Verne —dijo al cabo de unos segundos Capellán.
Ávalos asintió en silencio. Sus ojos se perdieron en el fondo de la hoz del Huécar y sostuvo el órdago del vértigo que producía aquella visión antes de responder.
—Alguien dejó eso dentro de un sobre en mi buzón hace unos días. —Sus palabras se perdieron en el fondo del barranco—. Te aseguro que he releído de un tirón estos días
Veinte mil leguas de viaje submarino
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y
La isla misteriosa
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, que son las dos novelas donde el personaje de Nemo aparece, pero sigo igual de desorientado.
—¿Por qué cree que le han mandado este mensaje? ¿Qué tiene que ver usted con Verne?
—Le he dado muchas vueltas a eso. Como sabes, he publicado en varias ocasiones artículos sobre Verne. De hecho, hace unas semanas escribí uno para una revista sobre la vida amorosa de Julio Verne. Pero no sé qué puede tener que ver con esta carta. —Cogió el papel de entre los dedos de Capellán, lo dobló con delicadeza y lo guardó en el mismo bolsillo de donde lo había sacado minutos antes. Después, echó a andar con paso firme por el puente de San Pablo. Capellán lo seguía como un perro faldero.
—¿Vida amorosa? ¿Qué clase de amores? —El periodista miró al maestro de escuela con admiración. Aquel hombre era una fuente inagotable de sorpresas. ¿Qué más cosas insólitas sabía Ávalos? ¿Qué más podía plagiarle Capellán?
Ávalos le prometió que de regreso a casa le dejaría leer el artículo de marras, pero insistió en que no veía qué relación podía tener con la misteriosa nota. A lo que Capellán respondió con un silencio primero y con una frase de compromiso después que resultaría a la larga clave en todo aquel embrollo.
El periodista imitó al veterano escritor y miró al fondo del barranco desde el puente. El impactante corte vertical en las rocas lo asustó y dijo:
—Si nos precipitáramos desde aquí solo un milagro nos salvaría. Y, ya puestos a pedir aventuras, podríamos caer en una barca, en una balsa o algo así para navegar un rato. Algo muy del gusto de Julio Verne.
Ávalos se giró y lo miró de arriba abajo. Y, cuando estaba a punto de decir lo idiota que le parecía el comentario, se contuvo. Si Capellán hubiera sido tan perspicaz como siempre creía ser se hubiera dado cuenta de que una idea había prendido en aquel mismo instante en la mente del viejo escritor. Pero Capellán, como tantos otros que habían copiado literalmente muchos párrafos de los libros escritos por Ávalos sin tener la decencia de citarlo, que habían plagiado su estilo, que se presentaban como lo que nunca habían sido pues ninguno de ellos había pateado media Europa a golpe de calcetín buscando todos aquellos enigmas que luego encerraba en libros que apenas se vendían, no le llegaba a la suela del zapato al maestro de escuela jubilado.
H
abían pasado cinco meses desde que Ávalos, durante aquel paseo con Capellán, sintiera el vértigo de su descubrimiento. Un vértigo muy alejado del que provocaría a cualquiera mirar al fondo de la hoz del Huécar desde lo alto del puente de San Pablo. Habían pasado cinco meses desde que creyó ser capaz de descerrajar el candado con el que el misterioso Nemo había protegido su primera carta.
En el presente que vivía en aquel atardecer del día 5 de noviembre, mientras disponía sobre su mejor mantelería la cubertería para dos con la que Alejandra celebraba las grandes ocasiones, el maestro de escuela desviaba de vez en cuando su mirada triste desde los platos hasta el tramo de la calle Alfonso VIII que dominaba desde su domicilio. Tenía gracia, pensó, que de nuevo Capellán estuviera a punto de aparecer esa tarde como un estorbo, como una incómoda visita que desconoce que interpreta ese papel.
Aquella misma mañana el periodista había anunciado por teléfono su intención de visitarlo, y Ávalos no encontró las palabras oportunas para decirle que no, que mejor dejara el paseo desde Madrid hasta Cuenca para otro día, que el día 5 de noviembre era muy especial, y que casi siempre tres son multitud. Pero perdió su oportunidad en uno de esos escasos momentos en que Capellán guardó silencio (una tregua insólita, pues Capellán apenas lograba estar callado treinta segundos).
Ávalos sospechaba que cuando su amigo llegara lo incomodaría con preguntas sobre quién era el segundo comensal que esperaba para la cena. El maestro temía tener que responder. Cualquier otro hubiera sido lo suficientemente discreto como para no hacer esa pregunta al ver aquella mesa dispuesta para dos, pero sabía que Capellán no lo era, y se interrogaba a sí mismo en ocasiones sobre si todos los periodistas eran exactamente igual de metomentodo que Miguel Capellán.