Su doble vida laboral le reportaba lo suficiente para pagar el alquiler del piso y del local, además de poder sobrevivir sin tener que cruzar una sola palabra con su madre y, mucho menos, con su padrastro. Le bastaba con que siguieran pagando la estancia del abuelo Xoan en el geriátrico.
De manera que aquel lunes de diciembre Estrela caminaba por las calles mojadas de Vigo hacia el lugar de ensayo de la compañía para comenzar su habitual rutina de estiramientos, ejercicios físicos y acrobacias en tela cuando el sonido de su teléfono móvil la sacó violentamente de sus pensamientos.
—¿Sí?
—¿Señorita Andrada?
—Sí, soy yo.
—Soy Marino Rey, el director de La Isla. Se trata de su abuelo.
Estrela escuchó las palabras de Rey como si hubiera sido arrojada a un sueño. Los automóviles pasaban junto a ella, pero no los oía. La gente caminaba veloz, alguien tropezó incluso con ella, pero Estrela no parecía ver a nadie. Las palabras de Marino Rey absorbían toda su atención, aunque llegaban hasta ella débiles, lejanas, como si atravesaran un túnel extraordinariamente largo. Estrela se esforzaba, pero solo era capaz de retener algunas palabras sueltas: infarto, corazón demasiado débil, extrema gravedad, debía acudir cuanto antes, ¿había que avisar a alguien más?
—Señorita Andrada, ¿sigue ahí?
—Sí, sí, disculpe. —Estrela regresó al mundo ordinario. Alguien la había sacado de aquel sueño al que había ido a parar de forma inesperada—. Voy para allá ahora mismo.
Estrela había comprado unos meses antes un viejo Seat Ibiza que no estaba para muchos trotes. Tenía una enorme cantidad de kilómetros recorridos a lo largo de su vida y su motor respiraba con cierta dificultad, pero el aspecto exterior era impecable, y a ella le servía para sus escasas necesidades viajeras. Cuando la compañía de teatro salía de gira por Galicia o fuera de aquellas tierras, utilizaba un par de furgonetas en las que era posible llevar todos los aperos que necesitaban para las funciones.
De manera que la joven llegó al geriátrico a bordo de su anciano vehículo de color blanco, lo estacionó en el lugar en el que acostumbraba a hacerlo y se precipitó hacia el portero automático pulsando de inmediato el botón.
Instantes después se la vio correr por el sendero de grava que conducía desde el muro que perfilaba el perímetro de la finca hasta los escalones de acceso al pazo. Los subió de dos en dos y no tardó en encontrarse con Marino Rey.
—¿Cómo está mi abuelo? —preguntó sintiendo la angustia en la garganta.
—Estable, pero grave —respondió Rey. El rostro del director del centro expresaba la situación mucho mejor que sus palabras—. Le ruego que se tranquilice. Sabe que está en buenas manos.
Sí, lo sabía. Estrela sabía que el servicio médico del centro era realmente extraordinario. Su abuelo había sufrido un infarto que lo había llevado hasta la frontera de la muerte, según le explicó uno de los doctores de la residencia. No creían que fuera preciso trasladarlo a ningún centro sanitario, pues La Isla contaba con todo lo necesario.
—Necesita descansar —dijo el médico cuando Estrela pidió ver a su abuelo—. Verla a usted tal vez no le haga ningún bien en este momento.
Estrela tenía los ojos enrojecidos. Asintió en silencio.
—¿Qué puedo hacer?
—Esperar —respondió el médico—. Solo eso.
La conversación había tenido lugar en la antesala del despacho de Marino Rey.
Estrela caminó por el pasillo que conducía desde aquella estancia hasta el salón en el que solía compartir su tiempo con Xoan cuando lo visitaba. El día anterior, ambos habían estado sentados muy juntos, contemplando el jardín a través de la cristalera. Ella hablaba; él guardaba silencio. Estrela abrigaba la esperanza de que Xoan comprendiera sus palabras.
La lluvia fina desparramaba regueros de agua por la cristalera. Estrela se sentía más sola que nunca.
—¿Cuánto daría por estar eternamente junto a su abuelo?
La joven se sobresaltó al escuchar aquella pregunta. Creía estar sola en aquella esquina del salón, pero cuando miró a su derecha descubrió desconcertada al dueño de aquella voz grave.
—¡¿Don Rodrigo?! —Estrela miró perpleja al anciano, que al parecer había llegado a bordo de su silla de ruedas sin hacer el más mínimo ruido.
Don Rodrigo sonrió. Unas profundas arrugas enmarcaron su boca, de labios agrietados. Sus ojos eran grises, y su cabello lucía despeinado, como de costumbre. Pero algo había cambiado en él. Estrela observó que había desaparecido la expresión ausente que siempre había visto en aquel hombre. Por el contrario, el anciano exhibía en ese momento un gesto resuelto y enérgico.
—Discúlpeme —dijo don Rodrigo—. No pretendía asustarla.
—Pues lo ha logrado, se lo aseguro —respondió Estrela. Hizo una pausa y añadió—: Yo creía que usted no hablaba. En fin, suponía que…
—Lo sé —dijo el anciano—. Tengo mis razones para parecer mudo e idiota. Es mejor parecer inofensivo que estar muerto.
—¿Cómo dice?
—Me he enterado de lo de su abuelo, lo del infarto quiero decir. —Don Rodrigo miró a ambos lados, como si temiera ser descubierto cometiendo un delito—. No es seguro hablar aquí. ¿Sería tan amable de acompañarme a mi habitación?
—¿Cómo que no es seguro hablar aquí? ¿Qué quiere decir?
—Le pido que confíe en mí, al menos durante unos minutos. Tengo algo que contarle.
Estrela se incorporó y buscó con la mirada a quien pudiera provocar aquellos temores en un anciano al que, hasta ese instante, creía incapaz de hablar. El salón no ofreció señal alguna de peligro. Media docena de residentes estaban plácidamente sentados. Dos cuidadores se encontraban cerca de ellos, y la vida parecía exactamente igual que siempre. La única novedad podían representarla un hombre con escasos cabellos rubios, barba de varios días y gafas de diseño que atravesaba el jardín en aquel momento en compañía de una mujer más alta que él gracias a unos zapatos con enormes tacones. La mujer parecía muy segura de sí misma, como si estuviera acostumbrada a tomar decisiones, a mandar, según le pareció a Estrela. Vestía elegantemente, mientras que su acompañante lucía unos viejos pantalones vaqueros, chaquetón oscuro y calzaba unas botas marca Coronel Tapioca. Estrela creía haberlos visto alguna vez, pero no estaba segura.
—De acuerdo —respondió Estrela mirando al anciano.
—Empuje la silla hasta mi habitación —solicitó don Rodrigo.
La habitación de don Rodrigo estaba situada en la planta baja del pazo, al fondo del pasillo del ala este. Era la última de las cinco habitaciones que en aquel lado del edificio tenían acceso directo al jardín, según pudo descubrir Estrela una vez hubo franqueado la puerta empujando la silla de ruedas del anciano.
Un rápido vistazo sirvió para que la joven comprobara que la habitación era exactamente igual que la que ocupaba su abuelo. Estaba amueblada con idéntico estilo, y el color de la pintura de la pared era similar al de la habitación de Xoan. La única diferencia que advirtió fue la existencia de una estantería repleta de libros situada frente a la cama. Eso le pareció extraño, pues sabía que el geriátrico tenía una coqueta biblioteca.
—¿Qué sabe usted de mí? —preguntó Rodrigo. El anciano miró con curiosidad a la joven rubia peinada con rastas—. ¿Qué ha oído contar por ahí de mí?
—La verdad es que no mucho —confesó Estrela. Don Rodrigo señaló una silla para que ella tomara asiento, y la muchacha aceptó—. Yo solo vengo aquí por mi abuelo y no hago caso de lo que la gente comenta.
—Debo deducir de sus palabras que al menos sí sabe que la gente murmura.
Estrela se sintió incómoda. No le gustaba aquella situación.
—Oiga, he aceptado acompañarlo hasta aquí porque quería decirme algo sobre mi abuelo. No sabía que la conversación iba a girar sobre usted y sobre lo que la gente murmura. A mí, eso me da igual.
—Tranquilícese, Estrela —dijo el anciano.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—No se imagina cuánto puede descubrir alguien a quien todos toman por mudo, tonto o loco. —Don Rodrigo volvió a sonreír. De pronto, pareció mucho más joven—. Y, por cierto, canta usted maravillosamente. Debería hacerlo más a menudo.
Estrela se sintió aún más incómoda. No le gustaba saber que aquel hombre había estado observándola y escuchando cuando cantaba a su abuelo.
—Le diré lo que dicen de mí —comentó don Rodrigo—; aparte de creer que el alzhéimer me ha dejado sin un solo recuerdo, algunos cuentan que alguien me abandonó a la puerta de esta residencia al poco de que se inaugurara, y que me recogieron por pura misericordia. Otros, en cambio, pregonan que tengo un hijo en América que costea mi estancia aquí, y todos se lamentan por el hecho de que nadie jamás me haya visitado ni se me escuchara hablar.
—¿Y qué hay de verdad en todo eso, aparte de que miente a todo el mundo haciéndose pasar por alguien que no puede hablar? —Estrela se arrepintió de inmediato por el tono que había empleado en la pregunta. A pesar de que intentaba contenerse, seguía sintiéndose engañada por aquel hombre.
—La verdad es que no me llamo Rodrigo —dijo el anciano—, sino Matías Novoa. Y no estoy tan enfermo como parece. —Ante la atónita mirada de Estrela, el hombre se levantó de su silla de ruedas y caminó hasta la cama con absoluta normalidad. A continuación, se sentó en el borde de la misma, cerca de la muchacha—. No soy un residente cualquiera, señorita, sino el dueño de este centro geriátrico. Nadie costea mi estancia. En realidad, tengo dinero suficiente como para vivir cómodamente en cualquier lugar del mundo que eligiera.
—Oiga, no sé qué pretende de mí, pero le advierto que se ha equivocado de persona. —La joven se levantó de la silla de un salto y se dispuso a marcharse.
—Creo que no me he equivocado contigo, Estrela. ¿Puedo tutearte? —El anciano no aguardó la respuesta de la muchacha—. Durante todo este tiempo he visto cómo cuidas a tu abuelo, he comprobado que jamás has dejado de venir a verlo cada domingo. Sé que lo amas tanto como parece haberlo ignorado el resto de tu familia. —Los ojos grises de Matías Novoa se clavaron en la mirada azul de la muchacha—. Sí, sé que tienes una madre y un padrastro, y también sé la historia de tu difunto padre.
—¿Quién se cree usted que es para vigilarme así? —preguntó Estrela con una mezcla de indignación y sorpresa—. ¿Por qué me preguntó antes qué estaría dispuesta a hacer por estar para siempre junto a mi abuelo?
—¿Qué sabes sobre Julio Verne? —Una chispa extraña destelló en las pupilas de Matías Novoa.
—¿Verne? ¿El escritor? —La pregunta era desconcertante, y Estrela comenzó a temer que aquel hombre no estuviera en sus cabales. De inmediato, se reprochó su ingenuidad por haber ido a aquella habitación. Aunque lo cierto era que no había nada en el comportamiento del anciano que permitiera verlo como un peligro, al menos todavía.
—La verdad es que envidio a tu abuelo. —Matías Novoa se levantó de la cama y caminó hasta la cristalera que daba acceso al jardín. El agua golpeaba con más furia. El anciano tenía los ojos fijos más allá de los cristales, más allá de la lluvia y del jardín—. Hubiera dado mi vida por tener una nieta como tú. —Se giró y posó de nuevo sus ojos en la joven—. ¿Tendrías la bondad de escucharme durante unos minutos?
Estrela contempló a aquel hombre que en nada se parecía al anciano que ella conocía. El tal Matías Novoa estaba ante ella erguido, resuelto, y la observaba con unos ojos penetrantes. Dudó sobre qué debía responder. Pensó en su abuelo. ¿Cómo estaría en aquellos momentos? El doctor le había dicho que no podía hacer otra cosa que esperar, de modo que finalmente decidió que no perdía nada por escuchar lo que Matías Novoa tuviera que contar.
Matías se presentó como un hombre de negocios tremendamente afortunado y rico. Su fortuna, explicó, se debía solo en parte a su propio trabajo y destreza, pues buena parte de la misma procedía de una herencia familiar.
La familia Novoa se había dedicado a la hostelería y la restauración desde el siglo
XIX,
explicó. El embrión de aquella fortuna había sido un modesto hospedaje en el que se servía la mejor comida tradicional de aquella tierra y que estaba situado en lo alto de una ladera que dominaba la bahía de Vigo. El negocio lo había fundado el bisabuelo de Matías, y, gracias a un duro esfuerzo y una no menor capacidad para imaginar el futuro, la familia fue haciendo dinero y consolidando su posición.
Pasaron los años, mudaron los siglos, y los Novoa abrieron una pequeña cadena hotelera y de restaurantes. Pero fue Matías quien fortaleció aquel emporio. Según reveló a Estrela, su familia puso en sus manos dinero, posición y, también, una leyenda. La leyenda que, a la larga, le hizo recluirse en aquel geriátrico esforzándose por pasar inadvertido.
¿Sabía Estrela que Julio Verne amarró su yate en la bahía de Vigo en dos ocasiones? ¿No? Pues así fue. Ese era un dato que podía encontrar en cualquier biografía medianamente informada sobre la vida del prolífico novelista. Pero lo que no encontraría en aquellos libros eran los sucesos que se relataban en la leyenda familiar que, siendo niño, Matías escuchó por vez primera: la leyenda del encuentro de Julio Verne con el mismísimo capitán Nemo en una cala próxima a la bahía de Vigo.
Antes de que Estrela pudiera objetar nada, Matías Novoa relató cómo en 1878 el yate
Saint-Michel III
echó amarras en Vigo. Verne y los invitados que con él viajaban a bordo fueron agasajados en la ciudad. Las autoridades invitaron a cenar al insigne escritor, y el establecimiento elegido para la ocasión fue, precisamente, el que regentaba el antepasado de Matías.
Fue allí donde Francisco Novoa, el bisabuelo del relato, conoció al escritor francés. De no haber mediado aquel afortunado encuentro, posiblemente el viejo Novoa no hubiera prestado atención a lo que sucedió una noche después de aquella cena de gala.
Francisco había ido a pescar a la costa al atardecer, tal y como acostumbraba en los días de primavera más benignos. No le importaba tanto conseguir buenas piezas como disfrutar de la luz rosada del sol pintando la línea del horizonte y paladear la sensación de soledad. Como la pesca era una simple excusa, Francisco se durmió aquella tarde escuchando el murmullo de las olas. Cuando despertó, había anochecido y tenía el cuerpo entumecido por la humedad. Respiró con deleite el aroma del salitre y enderezó su cuerpo. Después, echó a andar de regreso al negocio que era su vida.