La torre prohibida (32 page)

Read La torre prohibida Online

Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
2.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
Capítulo 42

J
ack y Julia vagaban sin rumbo por el bosque. Habían perdido de vista el lago y eran incapaces de encontrar otra vez el camino para intentar bordearlo por la orilla. Parecía como si el mismo bosque cambiara para borrar sus huellas de los lugares por los que iban pasando. Los árboles, decrépitos, llenaban cada resquicio. La oscuridad y el silencio que los envolvían eran algo casi vivo. Todo lo demás estaba muerto o agonizando.

La luz de la luna apenas se atrevía a colarse más allá de las copas escuálidas y consumidas de los árboles. Avanzaban medio a ciegas, mirando dónde poner los pies a cada paso y tropezando de todos modos. Los troncos eran postes negros que salpicaban la negrura. El doctor Engels le había dicho a Jack que la clínica era un lugar de paso. También aquel bosque daba esa sensación. Aunque no sólo la de ser un lugar de paso, sino una especie de frontera. Una tierra de nadie abandonada por todos. Una sombra entre dos mundos.

—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —preguntó Julia—. Yo no.

Jack se mantuvo en silencio. No quería mentir ni preocuparla diciéndole la verdad: que tampoco él tenía la menor idea de dónde estaban o hacia dónde debían dirigirse para salir del

bosque. Miró a su alrededor con inquietud. Por todos lados les rodeaban los mismos árboles decadentes y lúgubres. El aire putrefacto seguía vacío y estancado. ¿Tendría realmente final aquel bosque?

Reanudó la marcha para no quedarse rezagado. Temía perder de vista a Julia, aunque ésta se detuvo unos pasos por delante de él. Al alcanzarla supo el porqué. Había un claro en el bosque. Debieron haber sentido cierto alivio, aunque sólo fuera por romper la tétrica monotonía. En ese campo abierto podrían al fin ver el cielo y quitarse de encima la angustiosa opresión de las inacabables ramas sobre sus cabezas. Pero la zona despejada, que se extendía por delante de sus ojos, ponía los pelos de punta. Era un lugar maldito. Ambos lo notaron. Como en uno de esos sitios donde ha habido horribles y sangrientas masacres, en los que el sufrimiento y la crueldad extremos parecen haber dejado una huella invisible. Una huella que lo impregna todo, provoca escalofríos y una angustia interior que no se puede explicar. Así se sintieron Jack y Julia ante el claro del bosque.

—Es mejor rodearlo —dijo ella.

—Sí.

Julia empezó a andar, pero se agachó de repente. Jack hizo lo mismo de manera instintiva. Tenía los nervios a flor de piel. Ella extendió un brazo para señalar hacia el centro del claro sin atreverse a abrir la boca. Él no distinguía nada. Sólo el campo de hierba rala, plagado de sombras al acecho. Entonces se oyó una voz que dijo:

—¿Hay alguien ahí?

Jack supo al instante a quién pertenecía.

—Maxwell —susurró.

Nadie había vuelto a saber de él desde la pelea que provocó en la clínica. Jack por fin lo localizó, solo en mitad de aquel claro. Tenía la voz ronca y rota de quien ha estado gritando mucho tiempo. Y se le notaba asustado. Más que eso. Mucho más.

Lo vieron agitarse y se oyó un ruido metálico. Maxwell agarraba algo entre las manos, de lo que tiraba con todas sus fuerzas. Aunque sabía que no iba a conseguir soltarse.

Eran cadenas. Alguien le había atado con una cadena como si fuera un perro rabioso. O…

—Vámonos de aquí —apremió Jack a Julia.

… o como si le hubieran dejado allí a modo de ofrenda. Un sacrificio a algún ser abominable.

—¡Vámonos!

Jack lo dijo en voz alta. Su inquietud venció a cualquier precaución.

—Jack, ¿eres tú? —gritó Maxwell— ¡Ayúdame!

Oír a aquella criatura grotesca pronunciar su nombre le hizo estremecerse de culpabilidad por pretender abandonarlo a su suerte. Pero, sobre todo, porque no quería que su nombre fuera pronunciado en ese lugar maldito. No quería que él y Julia acabaran en las garras de lo que venía a por Maxwell. Él ya estaba muerto. Jack no lo dudó ni por un instante. A Maxwell le había alcanzado su propia maldición. El mismo le había contado cómo Kerber se llevaba a algunos pacientes al bosque (
de noche… siempre por la noche)
y que ya no se les volvía a ver nunca más.

—Te llegará a ti también, Jack. —Por un momento volvió el Maxwell que había conocido, loco y malvado—. ¡A ti y a esa zorra de Julia! ¡Os llegará a los dos! ¡ESTÁIS CONDENADOS COMO YOOOOO!

El alarido degeneró en un lamento. Ahora se oían nuevos ruidos, amplificados por el silencio. Jack pensó en el animal que le había perseguido la primera vez que estuvo allí. Aunque presintió que lo que se acercaba era mucho peor que aquello. Iba hacia Maxwell. Quizá éste pudiera verlo o quizá sólo sintiera el pánico que ellos dos también sentían, aunque multiplicado por mil. Él no podía escapar.

—¡NO, NO, NOOOOO!

Tenían que irse de allí enseguida. El más primitivo instinto de supervivencia les impulsaba a hacerlo. Pero ni Jack ni Julia se movieron. Querían ver. Necesitaban saber.

Un grupo de hombres vestidos de negro pareció materializarse en el borde opuesto del claro. Eran las «sombras». En la noche de ese bosque, el nombre era más apropiado que nunca. También eran negros por dentro. Su maldad se percibía como el olor de la gangrena flotando en el aire.

Maxwell no dejaba de gritar, aunque su voz se hacía más débil por momentos. Sus alaridos de pánico empezaban a sonar como estertores, ininteligibles
y
espantosos. Las «sombras» se le acercaban. En sus rostros en penumbra se adivinaban sonrisas desalmadas. Los gruñidos que emitían se hicieron más intensos
y
ansiosos. La presa —el sacrificio— estaba cerca.

Maxwell soltó el trozo de cadena que tenía entre las manos y echó a correr, enloquecido por el pánico. La cadena fue tras él hasta tensarse, aferrada a uno de sus brazos. Sonó un latigazo metálico cuando se estiró al máximo y Maxwell cayó como un saco. Se había dislocado el hombro, pero seguía arrastrándose y arañando el suelo, en un vano intento de huir.

Julia deseó con toda su alma que dejara de chillar. O ella también se volvería loca. Una de las «sombras» desenvainó la espada que llevaba consigo. Era un arma de otro tiempo y otros lugares, pero tanto ella como Jack habían desistido de encontrar explicación a todo lo que les había ocurrido en los últimos días. El filo del metal brilló con aquella luz blanquecina que hacía pensar en huesos de cadáveres.

—Has sido un chico muy malo, Maxwell —dijo el que blandía la espada—. Y ya sabes lo que les pasa a los chicos malos. Sabes adonde van, ¿verdad?

Mientras le hablaba con su voz malévola, la «sombra» iba levantando su espada. Los estertores aterrorizados de Maxwell se hicieron aún más desesperados. La respiración de Julia se intensificó al mismo ritmo. Su pecho subía y bajaba como si fuera a reventarle.

Maxwell se incorporó a medias justo cuando la hoja de la espada caía sobre él. Estaba imposiblemente afilada. Le entró por la base del cuello y se abrió paso a través de la carne hasta su cintura, rompiéndole las costillas y el esternón, desagarrando de un solo golpe la tráquea, los pulmones, el corazón, el hígado.

Julia se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. El que emergió de Maxwell fue lo más horrible que había oído nunca. El alarido se prolongó mientras su torso se abría en dos mitades y saltaban chorros de sangre de la carne cercenada. Un olor a vísceras y heces llenó el aire.

La mitad que aún conservaba la cabeza de Maxwell se inclinó hacia el suelo, haciendo que la carne se abriera más y alimentado su grito interminable, que seguía y seguía, lo inundaba todo en el silencio del bosque.

Y entonces ocurrió lo imposible.

La carne de Maxwell empezó a unirse de nuevo. Su cuerpo, partido en dos, se cerró como por arte de magia. Magia negra y maldita.

—Dios mío… —musitó Jack.

Él no era un hombre religioso, y Dios no podía estar allí, ni tener nada que ver con aquella aberración.

El alarido de Maxwell no cesaba. Continuó a medida que su cuerpo volvía a unirse. Julia se mordió la mano con la que se tapaba la boca. Notó en los labios la calidez de su propia sangre.

La espada volvió a caer. Esta vez le partió a Maxwell el cráneo en dos. Cada ojo se separó hacia un lado. Pero las dos mitades de la boca no dejaron tampoco de gritar, en un gorgoteo aterrado y doliente hasta la locura. Julia sintió que una mano la agarraba. El grito de horror que había contenido por fin se liberó. Jack se quedó congelado, con la mano en el hombro de ella. Los dos miraron al claro.

Y las «sombras» los miraron a ellos.

Una empezó a transformarse. Su cuerpo humano se despedazó por sí solo y dejó al descubierto su verdadera naturaleza.

Los dedos de Jack se clavaron en el brazo de Julia hasta hacerle daño. Delirando de terror, ella pensó que le quedaría una marca: iba a morir en aquel bosque, despedazada como Maxwell, y su cuerpo destrozado tendría una marca en el brazo.

Jack la arrancó del suelo y empezaron a correr. No importaba hacia dónde. Lejos de aquellos seres y del aullido interminable de Maxwell.

Sintieron un fogonazo a su espalda. Proyectó sus sombras por delante de ellos. Vieron sus siluetas, distorsionadas y retorcidas, entre los árboles moribundos. Y les llegó un olor a carne chamuscada. Debía de ser la de Maxwell, pero no miraron atrás. Éste seguía vivo y parecía que nunca iba a dejar de gritar. No tendría la suerte de morir. Le esperaba una eternidad de dolor.

Jack y Julia corrían agarrados de la mano. Ese apretón fuerte y humano era lo único que aún les aferraba a la cordura. Más allá estaba el abismo.

Luz.

De pronto atisbaron luz entre los árboles. El maldito bosque tenía fin. Eran libres. La pesadilla había terminado. Jack apretó aún más la mano de Julia. Y ella hizo lo mismo. El aire empezó a hacerse menos pesado.

No existe una sensación en el mundo comparable a la esperanza. Por eso duele tanto perderla. La suya se desvaneció al emerger del bosque, después de cruzar la última barrera de árboles: el edificio de la clínica se levantaba al otro lado. Habían vuelto al principio. No tenían escapatoria.

Sin aliento, Jack y Julia se detuvieron. La neblina que acechaba al edificio se había disipado. En su lugar podían ver ahora un espectáculo de dolor y muerte. Los mismos seres que torturaban a Maxwell corrían por todo el jardín. Cientos de ellos. Estaban dando caza a los pacientes indefensos, como una manada de lobos hambrienta. Eran monstruos. Iguales que los que imaginan los niños dentro de los armarios o debajo de sus camas. El origen de todas las pesadillas.

No vestían ya los trajes negros que los ocultaban. Ni tenían apariencia humana. Ahora los veían como eran en realidad: seres monstruosos del color rojo de la sangre. Sus bocas, llenas de hileras de dientes, desgarraban la carne de los pacientes que huían. Les mordían una y otra vez después de arrancarles brazos, piernas y pedazos de sus cuerpos.

Eran demonios. Demonios reales.

Sus víctimas volvían a levantarse con los miembros amputados, como si no pudieran morir, condenados a una eternidad de simulación y repetición de muertes horribles. Vieron a un hombre correr con las vísceras colgando. Los aullidos de pánico y dolor se mezclaban con los gruñidos infrahumanos de los seres.

Jack y Julia dejaron de pensar y de sentir. Lo que estaban viendo era imposible. Aquella monstruosa carnicería. Las fuerzas les abandonaron. Se sintieron desplomarse, aunque eso pudiera significar el peor de los tormentos. Tenían las bocas abiertas, pero de ellas no emergió ningún sonido. El auténtico horror no tiene voz. Tampoco se movían, como si creyeran que así la muerte pasaría de largo. Esa muerte que no mataba, y de la que, al mismo tiempo, parecía imposible escapar.

Uno de los demonios arrancó de cuajo la cabeza de una mujer. La lanzó por el aire y cayó en el empedrado con un repugnante chapoteo acuoso. La maraña de sus cabellos, largos y rubios, estaba empapada en su propia sangre. Luego, la criatura se giró en dirección a Jack y a Julia. Abrió la boca hacia el cielo. Sus hileras de dientes desafiaron a las estrellas, ajenas al macabro espectáculo. Entonces se encorvó para ponerse a cuatro patas. Tenía el cuerpo salpicado con jirones de pelo, también rojizos. Abrió de nuevo las fauces, ahora hacia ellos. Entre las hileras de dientes había ensartados trozos de carne humana, desde los que se escurría una baba sanguinolenta.

Estaba preparándose para atacar. Jack y Julia lo sabían. El corazón les latía desbocado. Se les secó la garganta y la vista se les nubló por un momento. El demonio tomó impulso y saltó por el aire. Ellos no se movieron. Eran incapaces de hacerlo. Sus piernas no respondían a las órdenes de sus cerebros.

Julia cerró los ojos sin darse cuenta. Los de Jack se abrieron por completo. Contuvo la respiración. Su último aliento, pensó. El demonio estaba a punto de caer sobre ellos. Pero, en ese instante, sintieron un movimiento a un lado y el cuerpo monstruoso de aquella criatura se desplomó sobre la hierba. Como si el aire que lo separaba de ellos se hubiera solidificado de repente, convirtiéndose en cristal blindado.

Algo lo había interceptado en pleno salto. Algo que era aún más delirante que el propio ser: una bestia oscura, con tres cabezas de perro y cola de serpiente.

Los cuerpos de ambos monstruos se enzarzaron en el suelo. Las tres bocas de la bestia tricéfala mordieron al demonio al mismo tiempo, arrancándole un chillido espeluznante. Ese monstruo también sentía dolor. Su sangre casi negra salpicó a la bestia, que lo estaba devorando vivo, pero respondió con un zarpazo que le abrió la carne en un costado. Las tres cabezas de perro soltaron un terrible alarido, mezcla de grito humano y aullido animal.

Por un segundo, la bestia cruzó su mirada con la de Jack.

Y éste lo reconoció: era Kerber. Aquella bestia negra de tres cabezas, que los había salvado, era el enfermero jefe Kerber.

Y había odio en sus ojos.

Tras él venía una oleada de otras bestias, similares a hombres lobo. Como el propio Kerber, pero de una sola cabeza. Eran los otros enfermeros de la clínica. De lo que fuera realmente aquel lugar.

Se extendieron por el jardín y empezaron a atacar a los demonios. Los pacientes que aún lograban moverse corrían en todas direcciones. Conejos aterrados en mitad de una lucha de fieras salvajes.

Había algo hipnótico en esa batalla de centenares de monstruos devorándose unos a otros. Pero Jack y Julia por fin reaccionaron. Empezaron a correr a ciegas, esquivando a demonios y bestias. Ningún lugar era seguro. Las criaturas los rodeaban por todas partes. Una de las bestias se desplomó justo delante de ellos, con el cuerpo hecho un amasijo de vísceras y huesos despedazados.

Other books

Pop Rock Love by Koh, Raine, Koh, Lorraine
Things Fall Apart by Chinua Achebe
The Price of the Stars: Book One of Mageworlds by Doyle, Debra, Macdonald, James D.
Untitled by Unknown Author
Voyage of Plunder by Michele Torrey
Running Towards Love by Adams, Marisa
Mastered By The Boss by Opal Carew
Nothing Left To Want by Kathleen McKenna