La torre prohibida (27 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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Ya dentro, Jack empujó la puerta para cerrarla tras de sí. Mientras metía la mano en el bolsillo donde tenía el arma, el viajante lo miró de arriba abajo con cara de pocos amigos.

—¿No lleva herramientas?

Jack sacó la pistola y le apuntó con ella. La expresión del hombre cambió. Toda su dureza se transformó al instante en miedo. Un pánico repentino y atroz.

—¡No! ¡No me mate! —gimoteó, retrocediendo.

—No voy a hacerle ningún daño. Sólo necesito las llaves de su coche.

—Sí, sí, las tengo en los pantalones. ¡Coja lo que quiera!

—Silencio. Cállese.

El hombre se encogió, haciendo más grueso su cuerpo, y se quedó pegado a una esquina. Jack fue a la silla que había señalado, donde estaba su ropa, y rebuscó en el bolsillo hasta encontrar las llaves.

—Ahora tengo que atarle —le dijo.

¿Dónde podía encontrar una cuerda? En ningún sitio. Pero había sábanas. Jack echó al suelo todo lo que había en la silla e hizo al hombre sentarse en ella. Siguió apuntándole mientras tiraba de las sábanas de la cama. Enrolló una de ellas y le rodeó desde atrás, con una lazada en torno a sus brazos para que no pudiera soltarse. Hizo un nudo en el respaldo antes de coger otra sábana, que rasgó en dos mitades. Le ató las piernas a las patas de la silla y, por último, repitió la operación con la funda de la almohada y le aseguró las muñecas, atándolas bien prietas a los apoyabrazos.

—No soy un delincuente —dijo Jack.

El hombre asintió, con el convencimiento de quien da la razón del loco.

—No soy un delincuente —repitió Jack, aunque sin la menor energía en la voz.

Antes de abandonar la habitación, rompió una manga de la camisa del hombre y le amordazó con ella. Comprobó que todos los nudos estaban firmes. Necesitaba, al menos, hasta la llegada del amanecer para salir de Nuevo México y adentrarse en Texas. Una vez allí, ya pensaría cómo continuar.

Jack apagó la luz de la habitación y salió afuera. No bastaba con llevarse el coche del viajante. Aunque no lo encontraran hasta el amanecer, en ese momento se denunciaría inmediatamente el robo. Tenía que hacer algo más. Algo que estuvo pensando mientras esperaba agazapado entre las sombras: cambiar la matrícula con la de otro automóvil.

Jack regresó al coche de Martínez y rebuscó entre las herramientas del maletero. El policía no llevaba gran cosa, pero a él le bastaba con un simple destornillador. Lo encontró junto a la rueda de repuesto. Ahora que tenía los ojos más acostumbrados a la oscuridad, se dio cuenta de que a la luz del día sería fácil ver el coche. Cerca había una hondonada. Quitó el freno de mano y fue empujándolo hasta que se perdió en ella por su propia inercia. No hizo demasiado ruido. Se detuvo poco a poco, hasta quedar clavado en la arena, fuera de la vista de quien no se aproximara adrede al lugar.

Junto al edificio de las habitaciones había otros tres coches. Aunque no era probable que a esas horas alguien lo viera, Jack eligió una enorme camioneta, que era la que estaba más escondida de posibles miradas. Se agachó junto al maletero y desatornilló la placa trasera. Después la cambió con la del coche del viajante. Antes de dar por terminado su plan, comprobó que ninguno de los dos vehículos llevaba placa en la parte delantera —la camioneta, en realidad, tenía colocada una bandera de la Confederación a modo de adorno—. En ese estado no era obligatoria la matrícula delantera, pero aun así muchos las llevaban.

Por último, se sentó en el coche del viajante, colocó la llave en el arranque y abrió la otra puerta, la del conductor. Quitó el freno de mano, sacó medio cuerpo fuera y empujó el vehículo hacia atrás, describiendo una curva. Lo hizo sin dejar de dirigir su mirada hacia la habitación del hombre. La cortina de la ventana seguía corrida y no se veía ninguna luz en el interior, a través de sus comisuras o de la rendija por debajo de la puerta. Esperaba haberle atado lo bastante bien.

Cuando el coche alcanzó el final del motel, Jack lo empujó en sentido contrario hasta desaparecer entre las arizónicas, donde antes había escondido el de Martínez. Sólo allí se atrevió a encender el motor, aunque no las luces. Salió a la vía de grava a oscuras, recorrió el pequeño trecho y, justo al girar hacia la carretera, las encendió.

Ahora tenía que darse prisa. Con suerte, dispondría del tiempo suficiente para salir del estado. Quizá pudiera llegar hasta Dallas antes de que la policía encontrara el automóvil de Martínez y lo relacionara con el robo del coche del viajante. Y, además, tendrían que identificar la matrícula que llevaba ahora. No era un plan perfecto, pero sólo podía aferrarse a él. No iba a dejar que Atterton quedara impune por el asesinato de su familia.

Capítulo 36

L
a pesadilla de Julia era especial en muchos sentidos. Jack se había dado cuenta de eso. Para empezar la protagonizaba ella misma, mientras que en la suya, él era primero una joven nigeriana y luego el desalmado que la asesinaba. Otra diferencia radicaba en que, aunque ella se veía con el aspecto que tenía ahora, Julia sufría en su pesadilla un accidente a la misma edad que cuando, en la vida real, tuvo el que la había llevado a un hospital y después a la clínica.

Podía ser simple casualidad, pero no era eso lo que Jack creía. Sintió un escalofrío al imaginar que quizá se tratara de un recuerdo. Uno no del todo exacto, en el que había elementos que no encajaban. Sus padres, que según le explicaron habían muerto en el accidente, no aparecían el sueño. Tan sólo estaban Julia y el supuesto amigo de su padre. Además, ella moría en el accidente de su pesadilla, cuando era obvio que sobrevivió al verdadero.

Era una idea aterradora que sus pesadillas recurrentes —y quizá las de todos los demás en la clínica— pudieran ser recuerdos, aunque fueran parciales. Eso implicaba que debía haber algo real en la nigeriana y su asesino, y que Jack tenía con ellos alguna relación, por más inverosímil que eso le resultara.

Ver a Kerber le hizo regresar a la realidad y centrarse de nuevo. Julia y él habían presenciado la muerte de una persona atacada por un enjambre de insectos. No podían simplemente dejarlo pasar. ¿Cómo eran siquiera capaces de estar hablando con toda tranquilidad, sentados en el césped del jardín? Julia tenía razón: en aquel lugar uno acababa acostumbrándose a todo.

El enfermero jefe salía por la puerta principal. Jack se levantó para ir a su encuentro y notó al instante su animosidad. Había ido creciendo desde su llegada a la clínica y se percibía incluso a distancia. Estaba seguro de que Kerber le había visto ir en su dirección, pero aun así tomó el camino contrario.

—¡Kerber! —lo llamó.

El enfermero le hizo repetir su nombre antes de volverse.

—¿Qué es lo que quieres?

La animosidad seguía allí, en efecto. El enfermero no hacía el menor esfuerzo por disimularla. Pero había también algo más. Una expresión de complacencia, incluso socarrona, en nada parecida al pánico que poco antes había mostrado en el encuentro con su antiguo señor. Era una expresión que parecía decir: «Sé algo que tú no sabes.» Aunque Jack pensaba justamente lo contrario.

—Hay una mujer muerta en la verja de entrada.

—¿Qué verja de entrada?

Lo sabía de sobra.

—La que está al final del camino.

Jack señaló hacia el grupo de árboles que cubrían la carretera de grava.

—Lo dudo mucho.

—¿Cómo…?

—Dudo mucho que haya ninguna mujer muerta. ¿Estás durmiendo mal últimamente, Jack?

No había el menor afecto en sus palabras, por más que le llamara por su nombre de pila. Todo lo contrario. El aire socarrón y ofensivo se acentuó.

—Si crees que miento, tiene fácil solución —dijo Jack.

—¿Ah, sí? A mí no se me ocurre ninguna.

Jack empezaba a hartarse de ese juego. Se inclinó hasta aproximar su cabeza a un palmo de la del enfermero.

—Hay una solución muy simple. Una que se le ocurriría a cualquiera con dos dedos de frente.

La mueca burlona de Kerber se transformó en cólera. Jack apretó los puños para responder a un ataque inminente. Los cabellos de la nuca se le erizaron.

Julia apareció justo a tiempo de evitar una pelea que Jack —estaba seguro de ello— perdería. Kerber tenía algo salvaje. Lo sintió en la cena al aire libre, cuando fue tras él y se perdió en el bosque. Ahora volvía a sentirlo con toda intensidad.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo ella—. No podemos perder más tiempo. Hay que acabar con esos insectos antes de que maten a otra persona.

A Julia le había costado un poco más de tiempo que a Jack, pero también estaba ya de nuevo centrada.

—Voy a buscar el coche —dijo el enfermero entre dientes.

Jack se quedó sorprendido. Juraría que no era el argumento de Julia lo que le había convencido, aunque no se le ocurriera ningún otro motivo que justificara su repentino cambio de actitud.

Poco después, Kerber apareció frente a la entrada, montado en un pequeño coche eléctrico como los que se usan en los campos de golf. Tenía dos hileras de asientos. Julia subió en la parte de atrás. Jack, sin embargo, rodeó el cochecito de golf por delante del enfermero y se puso a su lado. No quería recorrer de nuevo ese camino en el asiento posterior de un vehículo, aunque fuera en uno como aquél. Le recordaba demasiado a la apatía y la vaciedad que sintió el día de su llegada a la clínica.

Les llevó quince minutos recorrer el trayecto hasta las inmediaciones de la verja. Jack miró al cielo instintivamente, en busca del menor rastro de insectos. Julia debía de estar igual de intranquila. La notaba sacudirse en el asiento de atrás.

Kerber detuvo el coche eléctrico a diez metros de la verja, en mitad de la carretera. O sabía que nadie iba a pasar por allí o no le importaba.

Jack saltó del vehículo incluso antes de que se parara del todo. Corrió hacia la verja con la mirada siempre fija donde vio desplomarse a la mujer. Pero no había rastro de ella. Se agarró a los barrotes y metió la cabeza, como si pensara que acercarse quince centímetros revelaría el cadáver que no lograba encontrar desde su posición.

—¿Qué? —oyó decir a Kerber a su espalda. Volvía a dirigirse a él en tono burlón, de forma aún más evidente que antes—. ¿Cuántas mujeres muertas consigues ver ahí, Jack?

Julia seguía al enfermero unos pasos por detrás. No dejaba de mirar hacia arriba y avanzaba con el cuerpo medio girado, lista para salir corriendo en el sentido contrario a la verja.

—Tiene que estar ahí, en algún sitio —dijo Jack, incrédulo.

—Igual se la han llevado volando los insectos…

Jack se volvió hacia Kerber. Tenía el rostro inflamado.

—¡Abre la maldita verja!

—Calma, calma. No hace falta ponerse así. Aquí tengo las llaves, ¿las ves, Jack?

Su falsa condescendencia era aún más molesta que el tono de burla. El enfermero abrió el candado con toda tranquilidad. Se dispuso a retirar la cadena con la misma parsimonia. Jack se la quitó de las manos y la liberó de un tirón brusco. Julia se detuvo a varios metros de la verja, ahora abierta. Estuvo así durante unos segundos. Luego reemprendió la marcha, aunque dando pasos cortos y cautelosos.

Jack no sintió ningún gozo por encontrarse de nuevo fuera del recinto de la clínica. Estaba en cuclillas donde vio caer a la mujer, envuelta en la nube de insectos que la mataron. Que la asesinaron. Pero no había ningún cuerpo de ninguna mujer muerta. Examinó la zona circundante y descubrió restos de sangre, vómitos e insectos medio digeridos.

—¡¿Lo ves?!

Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto. O quizá sí: a él mismo. Kerber se inclinó para mirar, fingiendo interés.

—Sólo veo unos cuantos bichos muertos. ¿Qué ves tú, Jack?

—¡Deja de repetir mi nombre!

Incluso al propio Jack, su grito le sonó al borde de la histeria. Se levantó y empezó a ir de un lado a otro, pero el cadáver no aparecía. Ni tampoco el enjambre. El tramo de carretera sobre el que se había posado estaba limpio de insectos.

—Tiene que estar por aquí —musitó con mucha menos convicción.

El sol castigaba la zona al descubierto por donde se movía frenéticamente. Estaba muy acalorado y, de nuevo, muerto de sed. Pensó que había incumplido su promesa de no salir de la clínica bien provisto de agua… Empezaba a desvariar. Se esforzó, sin mucho éxito, en recuperar la calma.

Julia se había detenido otra vez, ahora justo en el umbral de la verja. No tenía intención de dar un paso más. Tampoco ella entendía por qué no encontraban el cuerpo de la mujer, pero eso era secundario. Ella ya estaba muerta y Julia no quería morir. Sólo marcharse de allí cuanto antes. Intentaba mirar a todos lados al mismo tiempo. Apenas enfocaba el paisaje antes de dirigir la mirada a otro punto. Por eso le pasó desapercibida una forma encogida al pie de un árbol. Dos formas. Una junta a otra, mimetizadas con la tierra.

Se sintió mareada al fijar por fin en ellas su vista: una era la mujer. La mujer a quien había visto morir con sus propios ojos. Ella y su compañero.

—¿Jack?

Una sensación de
déjà vu
la envolvió al gritar de nuevo su nombre. Había hecho lo mismo horas antes, cuando surgió frente a ella esa pareja de… no sabría muy bien qué llamarlos. Ningún ser humano hubiera sido capaz de sobrevivir a un ataque como aquél. Eso no lo dudaba.

Jack se volvió de inmediato hacia Julia. La boca se le abrió en un gesto de incredulidad al ver también a la mujer que había dado por muerta.
Estaba muerta. ¡Lo estaba!,
insistió con terquedad la persistente voz de su cabeza.

Kerber parecía contento como un crío en Navidad.

—Venid —les dijo a los dos esperpentos.

Ambos obedecieron sin chistar. Miraban al enfermero con temor, casi aterrados. No era la primera vez que los tres se cruzaban.

Jack se les acercó también. El cuerpo de la mujer, y sobre todo su rostro, mostraba una infinidad de picaduras. Se veía hinchado y de un malsano aspecto amarillento que hacía imaginar toda clase de ponzoñas actuando bajo la piel. Pero resultaba innegable que estaba viva.

Aun así, Jack fue a tocarla, como hizo el incrédulo apóstol Tomás con su maestro recién resucitado. La mujer se apartó al instante. El dolor que transmitía todo su ser era inimaginable.

—¿Y bien, Jack? ¿Qué me dices ahora? —dijo Kerber.

Julia seguía parada en el umbral de la verja. Tampoco ella daba crédito a lo que veía.

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