—Soy T'sais, de Embelyon —exclamó la muchacha irritadamente—. Me creó Pandelume, y busco el amor y la belleza en la Tierra. ¡Ahora dejad caer vuestras manos, para que pueda proseguir mi camino!
El primer vagabundo se echó a reír.
—¡Jo, jo! ¡Busca el amor y la belleza! Has conseguido ya algo en tu búsqueda, muchacha…, porque aunque nosotros no somos bellezas, por supuesto, con Tagman cubierto de costras y Lasard sin dientes ni orejas…, ¡seguimos teniendo mucho amor! ¡Te demostraremos tanto amor como desees, ¿verdad, compañeros?!
Y pese a los horrorizados gritos de T'sais, la arrastraron a través del páramo hacia una cabaña de piedra.
Entraron, y uno avivó un rugiente fuego, mientras los otros dos despojaban a T'sais de su espada y la arrojaban a un rincón. Cerraron la puerta con una gran llave de hierro, y la soltaron. Saltó hacia su espada, pero un bofetón la envió al sucio suelo.
—¡Será mejor que te estés quieta, gatita salvaje! —jadeó Tagman—. Tendrías que sentirte feliz —renovaron sus burlas—, porque aunque admitimos que no somos bellezas, te vamos a mostrar todo el amor que puedas desear en tu vida.
T'sais se acurrucó en un rincón.
—No sé lo que es el amor —jadeó—. Pero sea lo que sea, ¡no lo quiero de ninguno de vosotros!
—¿Es posible? —croaron—. ¿Todavía eres inocente? —Y T'sai escuchó con ojos vidriosos mientras procedían a describirle con horribles detalles su concepto del amor.
T'sais saltó del rincón presa de un terrible frenesí, pateando, golpeando con sus puños a los vagabundos. Y cuando hubo sido devuelta al rincón, magullada y medio muerta, los hombres sacaron un gran tarro de aguamiel, para fortalecerse antes del placer.
Luego echaron a suertes quién sería el primero en gozar de la muchacha. Fue declarado el resultado, e inmediatamente se produjo una disputa, con los dos restantes afirmando que el vencedor había hecho trampa. Se dijeron palabras furiosas, y mientras T'sais observaba, aturdida y horrorizada más allá del concepto de una mente normal, lucharon como toros en celo, con grandes maldiciones y terribles golpes. T'sais reptó hasta su espada y ésta, cuando sintió su contacto, saltó en el aire como un pájaro. Se lanzó por sí misma a la lucha, arrastrando a T'sais detrás. Los tres hombres gritaron roncamente, el acero llameó…, dentro, fuera, más rápido que el ojo. Gritos, gruñidos…, y tres cuerpos tendidos en el suelo de tierra, cadáveres con las bocas muy abiertas. T'sais encontró la llave, abrió la puerta, huyó locamente en medio de la noche.
Corrió por el oscuro y ventoso páramo, cruzó el camino, cayó en la zanja, se arrastró por la fría y lodosa pendiente del otro lado, cayó de rodillas… ¡Esto era la Tierra! Recordó Embelyon, donde las cosas más malignas eran flores y mariposas. Recordó cómo éstas habían despertado su odio.
Embelyon estaba perdido, había renunciado a él. Y T'sais lloró.
Un rumor entre los brezos la alertó. Horrorizada, alzó la cabeza, escuchó. ¿Qué nuevo ultraje para su mente? De nuevo el siniestro sonido, como de unos pasos cautelosos. Escrutó con horror la oscuridad.
Una figura negra brotó de la noche, arrastrándose a lo largo de la zanja. La vio a la luz de las luciérnagas…, un deodand surgido del bosque, una cosa de apariencia humana, completamente desprovista de pelo, con una piel tan negra como el carbón, un rostro agraciado, desfigurado y vuelto demoníaco por dos colmillos que relucían largos, afilados y blancos sobre su labio inferior. Llevaba ropas de cuero, y sus largos ojos hendidos estaban clavados hambrientamente en T'sais. Saltó hacia ella con un grito de exultación.
T'sais tropezó, cayó, se puso rápidamente en pie. Gimiendo, echó a correr por el páramo, insensible a las desgarrantes espinas de la aulaga. El deodand saltó tras ella, emitiendo fantasmales sonidos.
Cruzando el páramo, la turba, el mantillo, los brezos y los riachuelos, a través de las oscuras extensiones, la caza prosiguió: la muchacha huyendo con los ojos clavados en la nada, el perseguidor lanzando sus gimientes lamentos.
Un vislumbre, una luz al frente…, una cabaña. T'sais, con el aliento convertido en sollozos, llegó tambaleante al umbral. La puerta, piadosamente, cedió. Casi cayó dentro, cerró la puerta a sus espaldas, bajó la barra. El peso del deodand golpeó contra la barrera.
La puerta era recia, las ventanas pequeñas y cruzadas por barras de hierro. Estaba a salvo. Se dejó caer de rodillas, la respiración raspando en su garganta, y lentamente se hundió en la inconsciencia…
El hombre que vivía en la cabaña se alzó de su profundo asiento ante el fuego, alto, ancho de hombros, moviéndose con un paso curiosamente lento. Quizá fuera joven, pero nadie lo sabía, porque rostro y cabeza permanecían cubiertos por una negra capucha. Tras las ranuras de la tela había unos firmes ojos azules.
El hombre se detuvo de pie junto a T'sais, que yacía como una muñeca sobre el suelo de ladrillo rojo. Se inclinó, alzó la inconsciente forma y la llevó a un amplio y mullido camastro al lado del fuego. Le quitó las sandalias, la vibrante espada, la empapada capa. Trajo ungüento y se lo aplicó a sus moraduras y arañazos. La envolvió en una suave manta de franela, puso una almohada bajo su cabeza y, una vez asegurado de que estaba cómoda, regresó a sentarse junto al fuego.
El deodand, fuera, había vacilado, observando a través de la ventana protegida con hierro. Entonces llamó a la puerta.
—¿Quién hay ahí? —inquirió el hombre de la capucha negra, volviéndose ligeramente.
—Deseo lo que ha entrado —dijo la suave voz del deodand—. Ansío su carne.
El hombre de la capucha habló secamente.
—Vete, antes de que pronuncie un conjuro que te hará arder en medio del fuego. ¡Y nunca vuelvas!
—Me voy —dijo el deodand, porque temía enormemente la magia, y desapareció en la noche.
Y el hombre se volvió de nuevo y siguió sentado, mirando el fuego.
T'sais sintió un líquido caliente y aromático en su boca y abrió los ojos. Arrodillado a su lado había un hombre alto, encapuchado en negro. Un brazo sostenía sus hombros y cabeza, el otro mantenía una cuchara de plata ante su boca.
T'sais intentó retroceder.
—Tranquila —dijo el hombre—. Nadie te va a hacer ningún daño. —Lentamente, dubitativa, la muchacha se relajó y permaneció inmóvil.
La rojiza luz del sol penetraba por las ventanas, y la cabaña era cálida. Estaba panelada con madera dorada, con un adorno en relieve pintado de rojo y azul y marrón delimitando el techo. El hombre trajo más caldo del fuego, pan de una alacena, y lo colocó todo delante de ella. Tras un momento de vacilación, T'sais comió.
Los recuerdos volvieron repentinamente a ella; se estremeció, miró alocadamente a su alrededor. El hombre notó su tenso rostro. Se inclinó y apoyó una mano en su cabeza. T'sais permaneció quieta, medio temerosa.
—Estás a salvo aquí —dijo el hombre—. No temas nada.
Una vaguedad invadió a T'sais. Los ojos empezaron a pesarle. Durmió.
Cuando despertó la cabaña estaba vacía, y la amarronada luz solar penetraba oblicuamente por una ventana del otro lado. Estiró los brazos, colocó las manos debajo de su cabeza, y permaneció tendida, pensando. Aquel hombre de la capucha negra, ¿quién era? ¿Era malo? Todo lo demás de la Tierra lo había sido. Sin embargo, no había hecho nada por hacerle daño… Observó sus ropas en el suelo. Se levantó y se vistió. Fue a la puerta y la abrió. Ante ella se extendía el páramo, que se desvanecía allá a lo lejos en la oblicuidad del horizonte. A su izquierda se alzaba un conglomerado de rocosos riscos, negras sombras y ominosas piedras rojas. A la derecha se extendía el negro lindero del bosque.
¿Era aquello hermoso?, se preguntó T'sais. Su deformado cerebro vio desolación en la línea del páramo, afilada dureza en los riscos, y en el bosque… terror.
¿Era aquello belleza? Sintiéndose perdida, volvió la cabeza, miró de reojo. Oyó pasos, se sobresaltó, con los ojos muy abiertos, esperando cualquier cosa. Era el hombre de la capucha negra, y T'sais se reclinó aliviada en la jamba de la puerta.
Lo observó acercarse, alto y fuerte, con pasos lentos. ¿Por qué llevaba la capucha? ¿Se avergonzaba de su rostro? Podía comprender algo de aquello, porque ella misma hallaba el rostro humano repelente…, un objeto de ojos acuosos, húmedos y desagradables orificios, esponjosas excrecencias.
El hombre se detuvo ante ella.
—¿Tienes hambre? T'sais se lo pensó.
—Sí.
—Entonces comamos.
Entró en la cabaña, avivó el fuego, y ensartó carne en un espetón. T'sais se quedó de pie un poco retirada, insegura. Siempre se había servido a sí misma. Sintió un extraño desasosiego: la cooperación era una idea con la que nunca se había enfrentado.
Finalmente el hombre se alzó, y se sentaron a comer a su mesa.
—Háblame de ti —dijo él tras unos breves momentos. De modo que T'sais, que nunca había aprendido otra cosa más que a ser sincera, le contó su historia.
—Soy T'sais. Vine a la Tierra desde Embelyon, donde el mago Pandelume me creó.
—¿Embelyon? ¿Dónde está Embelyon? ¿Y quién es Pandelume?
—¿Dónde está Embelyon? —repitió ella, desconcertada—. No lo sé. Es un lugar que no se halla en la Tierra. No es muy grande, y luces de muchos colores brotan del cielo. Pandelume vive en Embelyon. Es el mayor de los magos vivos…, o eso al menos me dijo.
—Ah —dijo el hombre—. Creo que entiendo…
—Pandelume me creó —prosiguió T'sais—, pero hubo un fallo en el esquema. —Y T'sais miró fijamente al fuego—. Veo el mundo como un deprimente lugar de horror; todos los sonidos son desagradables para mí, todas las criaturas vivas malignas en distinto grado…, cosas de movimientos sinuosos y suciedad interior. Durante la primera parte de mi vida solamente pensaba en golpear, aplastar, destruir. No conocía nada excepto el odio. Luego encontré a mi hermana T'sain, que es como yo pero sin el defecto. Ella me habló del amor y la belleza y la felicidad…, y vine a la Tierra buscándolos.
Los graves ojos azules la estudiaron.
—¿Los has encontrado?
—Hasta ahora —dijo T'sais con una voz lejana— sólo he encontrado más maldad de la que nunca hallé en mis pesadillas. —Lentamente, le contó sus aventuras.
—Pobre criatura —exclamó el hombre, y la estudió de nuevo.
—Creo que debo matarme —dijo T'sais, con la misma voz distante—, porque lo que deseo se halla infinitamente perdido. —Y el hombre, mirándola, vio como el rojo sol del atardecer ponía tonos cobrizos en su piel, observó el suelto pelo negro, los largos ojos pensativos. Se estremeció ante el pensamiento de aquella criatura perdida en el polvo de los olvidados billones de años de la Tierra.
—¡No! —dijo secamente. T'sais le miró sorprendida. La vida de cada cual era propia, una podía hacer con ella lo que quisiese—. ¿No has encontrado nada en la Tierra que lamentaras abandonar? —preguntó.
T'sais frunció las cejas.
—No puedo pensar en nada…, excepto la paz de esta cabaña.
El hombre se echó a reír.
—Entonces éste será tu hogar, durante tanto tiempo como quieras, y yo intentaré mostrarte que el mundo es a veces bueno, aunque en realidad —su voz cambió— yo tampoco lo he hallado así.
—Dime —inquirió T'sais—, ¿cuál es tu nombre? ¿Por qué te ocultas tras esta capucha?
—¿Mi nombre? Etarr —dijo él con una voz sutilmente dura—. Etarr es suficiente. Llevo la máscara debido a la mujer más perversa de Ascolais…, Ascolais, Almery, Kauchique…, de todo el mundo. Ella hizo mi rostro de tal modo que ni siquiera yo puedo soportar mi propia visión.
Se relajó y lanzó una cansada risa.
—Ya no vale la pena encolerizarse por ello.
—¿Vive ella todavía?
—Sí, vive, y sin duda sigue derramando el mal sobre todo lo que se cruza en su camino. —Permaneció sentado, mirando al fuego—. Hubo un tiempo en que yo no sabía nada de eso. Ella era joven, hermosa, llena de un millar de fragancias y una encantadora alegría. Yo vivía junto al océano…, en una villa blanca entre álamos. Al otro lado de la Bahía Tenebrosa, el Cabo de los Tristes Recuerdos se adentraba en el océano, y cuando el atardecer volvía el sol rojo y las montañas negras, el cabo parecía dormir sobre el agua como uno de los antiguos dioses de la Tierra… Pasé allí toda mi vida, y me sentía tan contento como uno puede estarlo mientras la Tierra moribunda gira siguiendo sus últimas órbitas.
»Una mañana alcé la vista de mis mapas estelares y vi a Javanne cruzando el portal. Era tan joven y esbelta como tú. Su pelo era de un rojo maravilloso, y caía a mechones sobre sus hombros. Era muy hermosa y, con su túnica blanca, pura e inocente.
»La amé, y ella dijo que me amaba también. Y me entregó una banda de metal negro para que yo la llevara. En mi ceguera me la puse en mi muñeca, sin reconocerla nunca por la maléfica runa que era en realidad. Y transcurrieron semanas de gran deleite. Pero finalmente descubrí que Javanne era uno de los anhelos oscuros que el amor de un hombre jamás puede reprimir. Y una medianoche la descubrí en pleno abrazo con un desnudo demonio negro, y la visión retorció mi mente.
«Retrocedí, abrumado. No había sido visto, y me alejé lentamente. Por la mañana ella llegó corriendo por la terraza, sonriente y feliz, como una niña. «Déjame», le dije. «Eres perversa más allá de toda imaginación.» Ella pronunció una palabra, y la runa en mi muñeca me esclavizó. Mi mente era mía, pero mi cuerpo era de ella, obligado a obedecer sus órdenes.
»Y ella me hizo decir lo que había visto, y se burló y rió. Y me sometió a horrendas degradaciones, y apeló a cosas de Kalu, de Fauvune, de Jeldred, para burlarse y envilecer mi cuerpo. Me hizo asistir como testigo a sus juegos con esas cosas, y cuando señalé la criatura que más me horrorizaba, me dio mediante su magia su rostro, el rostro que llevo ahora.
—¿Puede existir una mujer así? —se maravilló T'sais.
—Existe. —Los graves ojos azules la estudiaron atentamente—. Al fin, una noche, mientras los demonios me hacían dar tumbos por entre los riscos detrás de las colinas, una punta de pedernal arrancó la runa de mi brazo. Me vi libre; canté un conjuro que envió a las formas chillando a través del espacio, y regresé a la villa. Y hallé a Javanne con su pelo rojo en la gran sala, y sus ojos eran fríos e inocentes. Extraje mi cuchillo para apuñalar su garganta, pero ella dijo: «¡Detente! Mátame y llevarás por siempre tu rostro de demonio, porque solamente yo sé cómo cambiarlo.» Y echó a correr alegremente fuera de la villa, y yo, incapaz de seguir soportando la visión de aquel lugar, vine a los páramos. Y no dejo de buscarla, para recuperar mi rostro.