Ella estaba apenas a veinte pasos de distancia… Entonces hubo un sordo golpear de negros cascos contra el suelo, y ella hizo dar media vuelta a su montura y huyó por el bosque.
El Mago agitó rabioso su capa. Ella tenía una salvaguarda —un contraconjuro, una runa de protección—, y siempre acudía cuando él no estaba preparado para seguirla. Escrutó la sombría profundidad, atisbo la palidez de su cuerpo cruzando un rayo de luz rojiza; luego, una sombra negra, y había desaparecido… ¿Era una bruja? ¿Acudía por voluntad propia o —lo más probable— la había enviado un enemigo para llenarle de inquietud? Si era así, ¿quién la guiaba? Estaba el príncipe Kandive el Dorado, o Kaiin, al que Mazirian había arrebatado su secreto de renovada juventud. Estaba Azvan el Astrónomo, estaba Turjan… No, era difícil que fuese Turjan…, y aquí el rostro de Mazirian se iluminó con agradables recuerdos. Echó el pensamiento a un lado. Podía probar con Azvan, al menos. Regresó sobre sus pasos a su sala de trabajo, se dirigió a una mesa donde descansaba un cubo de claro cristal, brillando con una aureola roja y azul. Extrajo de un armarito un gong de bronce y un martillo de plata. Golpeó el gong, y un sonido suave cantó por toda la habitación y fuera de ella, hasta muy lejos. Golpeó otra y otra vez. De pronto el rostro de Azvan brilló en el cristal, crispado por el dolor y un gran terror.
—¡Cesa con eso, Mazirian! —exclamó Azvan—. ¡Deja de golpear el gong de mi vida!
Mazirian hizo una pausa, con una mano apoyada sobre el gong.
—¿Me estás espiando, Azvan? ¿Has enviado a una mujer a recuperar el gong?
—No yo, Maestro, no yo. Te temo demasiado.
—Tienes que entregarme a la mujer, Azvan; insisto.
—¡Imposible, Maestro! ¡No sé quién es ni dónde está!
Mazirian hizo como si fuera a golpear. Azvan lanzó un torrente tal de súplicas que Mazirian, con un gesto de disgusto, echó a un lado el martillo y volvió a guardar el gong en su lugar. El rostro de Azvan derivó lentamente, alejándose, y el fino cubo de cristal brilló tan vacío como antes.
Mazirian se frotó la barbilla. Al parecer iba a tener que capturar a la muchacha por sí mismo. Más tarde, cuando la negra noche se extendiera sobre el bosque, revisaría sus libros en busca de conjuros para protegerle a través de los impredecibles claros. Eran conjuros fuertemente corrosivos, de tal naturaleza que uno atormentaría el cerebro de un hombre ordinario y dos lo volverían loco. Mazirian, gracias a intensos ejercicios, podía abarcar cuatro de los más formidables, o seis de los conjuros menores.
Apartó momentáneamente el proyecto de su mente y se dirigió a un largo tanque bañado con una luz verde. Bajo el flujo de un líquido claro yacía el cuerpo de un hombre, fantasmal al verdoso resplandor, pero de gran belleza física. Su torso descendía desde unos amplios hombros por unos esbeltos costados hasta unas largas y fuertes piernas y unos arqueados pies; su rostro era limpio y frío, con duros rasgos planos. Un cabello rubio claro enmarcaba su cabeza.
Mazirian contempló aquella forma, cultivada a partir de una sola célula. Necesitaba sólo inteligencia, y esto no sabía cómo proporcionárselo. Turjan de Miir tenía el conocimiento, y Turjan —Mazirian miró con un hosco fruncimiento de ojos hacia una trampa en el suelo— se negaba a compartir con él su secreto.
Mazirian examinó pensativamente a la criatura en el tanque. Era un cuerpo perfecto; pero, ¿sería el cerebro ordenado y dócil? Tendría que descubrirlo. Puso en movimiento un dispositivo que extraía el líquido del tanque, y al cabo de pocos momentos el cuerpo permaneció tendido directamente bajo los rayos. Mazirian le inyectó un mínimo de droga en el cuello. El cuerpo se agitó. Los ojos se abrieron, parpadearon al resplandor. Mazirian apartó el proyector.
La criatura del tanque movió débilmente sus brazos y piernas, como si desconociera su uso. Mazirian observaba intensamente; quizá hubiera acertado con la síntesis correcta para el cerebro.
—¡Siéntate! —ordenó el Mago.
La criatura clavó sus ojos en él, y los reflejos pasaron de músculo en músculo. Lanzó un rugido gutural y saltó del tanque a la garganta de Mazirian. Pese a la fuerza de Mazirian, lo agarró y lo sacudió como si fuera un muñeco.
A pesar de toda su magia, Mazirian se vio impotente. El conjuro mesmérico se había agotado, y no tenía ningún otro en su cerebro. En cualquier caso no hubiera podido pronunciar las palabras capaces de doblar el espacio con aquella insensata presa aferrando su garganta.
Su mano se cerró sobre el cuello de un garrafón de plomo. Lo hizo oscilar y lo estrelló contra la cabeza de su criatura, que se derrumbó al suelo.
Mazirian, no enteramente insatisfecho, estudió el reluciente cuerpo a sus pies. La coordinación espinal había funcionado bien. Mezcló en su mesa una poción blanca y, alzando la dorada cabeza, vertió el líquido en la laxa boca. La criatura se agitó, abrió los ojos, se apoyó sobre sus codos. La locura había abandonado su rostro…, pero Mazirian buscó en vano el destello de la inteligencia. Los ojos estaban tan vacíos como los de un reptil.
El mago agitó irritado la cabeza. Se dirigió a la ventana, y su meditabundo perfil se recortó en negro contra los ovalados paneles… ¿Turjan de nuevo? Bajo el más extremo interrogatorio Turjan había mantenido su secreto.
La delgada boca de Mazirian se curvó duramente. Quizá si insertaba otro ángulo en el pasadizo…
El sol había desaparecido del cielo, y la oscuridad se estaba adueñando del jardín de Mazirian. Sus blancas flores nocturnas se abrieron y sus polillas grises cautivas aletearon de brote en brote. Mazirian abrió la trampilla en el suelo y descendió unos peldaños de piedra. Abajo, abajo, abajo… Finalmente, un pasadizo interceptado en ángulos rectos, iluminado por la amarillenta luz de lámparas eternas. A la izquierda estaban sus bateas de hongos, a la derecha un recia puerta de roble y hierro, cerrada con tres cerraduras. Abajo y al frente continuaban los peldaños de piedra, hundiéndose en la oscuridad.
Mazirian descorrió las tres cerraduras y abrió la puerta de par en par. La habitación al otro lado estaba desnuda excepto un pedestal de piedra que sostenía una caja con sobre de cristal. La caja medía un metro de lado y diez o doce centímetros de alto. Dentro de la caja —en realidad un pasadizo, una especie de pista de carreras con cuatro ángulos rectos— se movían dos pequeñas criaturas, la una persiguiendo, la otra eludiendo. El predador era un pequeño dragón con furiosos ojos rojos y una boca monstruosamente dentada. Caminaba por el pasadizo sobre seis patas extendidas, agitando la cola mientras lo hacía. La otra criatura era solamente de la mitad del tamaño del dragón…, un hombre de rasgos fuertes, completamente desnudo, con una cinta de cobre sujetando su largo pelo negro. Se movía ligeramente más rápido que su perseguidor, que le daba incesante caza y utilizaba una cierta medida de astucia acelerando, retrocediendo y ocultándose en los ángulos con la esperanza de que el hombre doblara descuidadamente la esquina y se pusiera al alcance de sus garras. Manteniéndose constantemente alerta, el hombre conseguía permanecer lejos del alcance de los colmillos. El hombre era Turjan, al que Mazirian había capturado con engaños varias semanas antes, reducido de tamaño y aprisionado de aquel modo.
Mazirian observó con placer cómo el reptil saltaba sobre el momentáneamente relajado hombre, que consiguió escapar por el grosor de un cabello. Ya era hora, pensó Mazirian, de proporcionarles a ambos descanso y comida. Dejó caer paneles en el pasadizo, separándolo en dos mitades y aislando al hombre de la bestia. Proporcionó a ambos carne y una cazoleta de agua.
Turjan se dejó caer al suelo del pasadizo.
—Ah, estás cansado —dijo Mazirian—. ¿Quieres reposar?
Turjan guardó silencio, con los ojos cerrados. El tiempo y el mundo habían perdido significado para él. Las únicas realidades eran el pasadizo gris y la interminable huida. A intervalos desconocidos venían comida y unas cuantas horas de descanso.
—Piensa en el cielo azul —dijo Mazirian—, las blancas estrellas, tu castillo Miir de junto al río Derna; piensa en caminar libre por los prados.
Los músculos de la boca de Turjan se tensaron.
—Considera que puedes aplastar al pequeño dragón con uno de tus talones. Turjan alzó la vista.
—Preferiría aplastar tu cuello, Mazirian. Mazirian no se inmutó.
—Dime, ¿cómo dotas a las criaturas de tus tanques con inteligencia? Habla, y serás libre.
Turjan se echó a reír, y había locura en su risa.
—¿Decírtelo? ¿Y luego? Me matarías con aceite hirviendo en un momento.
La delgada boca de Mazirian se frunció malhumoradamente.
—Hombre testarudo, sé cómo hacerte hablar. ¡Hablarías, aunque tu boca estuviera llena de estopa y cerrada con cera! Mañana tomaré un nervio de tu brazo y frotaré una tela áspera a todo su largo.
El pequeño Turjan, sentado con las piernas cruzando el pasadio, bebió su agua y no dijo nada.
—Esta noche —dijo Mazirian con estudiada malevolencia—, añadiré un ángulo y cambiaré tu pista a un pentágono.
Turjan hizo una pausa y alzó la vista a través de la cubierta de cristal hacia su enemigo. Luego bebió lentamente su agua. Con cinco ángulos tendría menos tiempo para eludir la carga del monstruo, menos terreno a la vista en cada ángulo.
—Mañana —dijo Mazirian— vas a necesitar de toda tu agilidad. —Pero se le ocurrió otra cosa. Miró especulativamente a Turjan—. Sin embargo, incluso esto te ahorraré si me ayudas en otro problema.
—¿Cuál es tu dificultad, febril Mago?
—La imagen de una criatura femenina atormenta mi cerebro, y quisiera capturarla. —Los ojos de Mazirian se volvieron brumosos ante el pensamiento—. Viene a última hora de la tarde hasta el borde de mi jardín cabalgando un gran caballo negro… ¿La conoces, Turjan?
—Yo no, Mazirian. —Turjan bebió su agua.
—Posee la suficiente magia como para bloquear el Segundo Conjuro Hipnótico de Felojun…, o quizá posea alguna runa protectora. Cuando me acerco, huye al bosque.
—¿De veras? —murmuró Turjan, mordisqueando la carne que Mazirian le había proporcionado.
—¿Quién puede ser esta mujer? —preguntó Mazirian, acercando su larga nariz al diminuto cautivo.
—¿Cómo puedo saberlo?
—Debo capturarla —dijo Mazirian, abstraído—. ¿Qué conjuro, qué conjuro?
Turjan alzó la vista, aunque sólo podía ver al Mago indistintamente a través de la tapa de cristal.
—Suéltame, Mazirian, y por mi palabra como Jerarca Elegido del Maram-Or te entregaré a esa chica.
—¿Y cómo lo harás? —quiso saber el suspicaz Mazirian,
—La perseguiré dentro del bosque con mis mejores Botas Vivas y un puñado de conjuros.
—No conseguirás más que yo —replicó el Mago—. Te concederé la libertad cuando conozca la síntesis de las cosas de tus tanques. Yo mismo perseguiré a la mujer.
Turjan bajó la cabeza para que el Mago no pudiera leer en sus ojos.
—¿Y en cuanto a mí, Mazirian? —inquirió al cabo de un momento.
—Trataré contigo cuando regrese.
—¿Y si no regresas?
Mazirian se acarició la barbilla y sonrió, revelando unos dientes finos y blancos.
—El dragón podría devorarte en este mismo momento, si no fuera por tu maldito secreto.
El Mago subió las escaleras. La medianoche lo halló en su estudio, rebuscando entre tomos encuadernados en pergamino y sucios portafolios… Hubo un tiempo en que eran conocidos un millar o más de runas, conjuros, encantamientos, maldiciones y brujerías. La zona del Gran Motholam —Ascolais, el Ide de Kauchique, Almery al sur, la región del Muro Desmoronado al este— hormigueaba con brujos de todo tipo, entre los que el jefe era el archi-nigromante Phandaal. Phandaal había formulado personalmente un centenar de conjuros…, aunque los rumores decían que los demonios susurraban en sus oídos cuando creaba magia. Potencilla el Piadoso, el gobernador del Gran Motholam, sometió a Phandaal al tormento, y tras una terrible noche mató a Phandaal y decretó fuera de la ley toda magia en su territorio. Los magos del Gran Motholam huyeron como escarabajos bajo una potente luz; la ciencia se vio dispersa y olvidada, hasta que ahora, en esta época crepuscular, con el sol oscureciéndose y la selva invadiendo Ascolais y la blanca ciudad de Kaiin medio en ruinas, solamente quedaban un poco más de cien conjuros retenidos en el conocimiento de los hombres. De ésos, Mazirian tenía acceso a setenta y tres, y gradualmente, mediante estratagemas o negociaciones, iba adquiriendo los otros.
Mazirian hizo una selección de sus libros y, con gran esfuerzo, forzó cinco conjuros en su cerebro: el Girador de Phandaal, el Segundo Conjuro Hipnótico de Felojun, el Excelente Spray Prismático, el Encantamiento del Alimento Constante, y el Conjuro de la Esfera Omnipotente. Realizado esto, Mazirian bebió un poco de vino y se retiró a su camastro.
Al día siguiente, cuando el sol colgaba ya bajo, Mazirian salió a pasear por su jardín. Tuvo que esperar poco tiempo. Mientras esponjaba la tierra junto a las raíces de sus geranios lunares, un suave rumor y un ruido de cascos le indicaron que el objeto de su deseo había aparecido. Era la joven de exquisita figura de siempre, sentada erguida en su silla. Mazirian se inclinó lentamente, cuidando de no sobresaltarla, introdujo sus pies en las Botas Vivas y se las ató por encima de la rodilla. Se puso en pie.
—Hola, muchacha —exclamó—. Has venido de nuevo. ¿Por qué acudes aquí cada atardecer? ¿Admiras las rosas? Son de un color rojo vivo porque la roja sangre de la vida circula por sus pétalos. Si no huyes, te obsequiaré con una.
Mazirian arrancó una rosa del estremeciente arbusto y avanzó hacia ella, luchando contra la urgencia de las Botas Vivas. Apenas había dado cuatro pasos cuando la mujer clavó sus rodillas en los flancos de su montura y se sumergió entre los árboles.
Mazirian dio plena libertad a la vida de sus botas. Dieron un gran salto, y otro, y otro, y se halló de lleno en la caza.
Así entró Mazirian en el bosque de fábula. Por todos lados los musgosos troncos se retorcían hacia arriba para sostener su alta panoplia de hojas. A intervalos, lanzas de luz penetraban por entre ellas para depositar manchas carmín en la turba. En la sombra, flores de largos tallos y frágiles hongos brotaban del humus; en aquella hora menguante de la Tierra la naturaleza era suave y relajada.
Mazirian, con sus Botas de Vida, saltaba a gran velocidad por entre el bosque, pero el caballo negro, galopando sin freno, se mantenía fácilmente en cabeza.