Había fallado. Dos columnas, por una afortunada casualidad, se habían derrumbado a ambos lados de él, y una losa había protegido su cuerpo de los bloques. Agitó dolorido la cabeza. A través de una grieta en el mármol caído pudo ver a la mujer, inclinada para intentar localizar su cuerpo. ¿Así que quería matarle? ¿A él, a Mazirian, que había vivido ya más años de los que podía recordar sin esforzarse? Más iba a odiarle y temerle luego. Apeló a su encantamiento, el Conjuro de la Omnipotente Esfera. Una película de fuerza se formó en torno a su cuerpo, expandiéndose y empujando a un lado todo lo que se le resistiera. Cuando las ruinas de mármol hubieron sido retiradas, destruyó la esfera, se puso en pie, y miró a su alrededor con ojos llameantes en busca de la mujer. Estaba casi fuera de su vista, tras unos matorrales de largas algas púrpura, trepando por la ladera en dirección a la orilla. Se lanzó en su persecución con todo su poder.
T'sain salió a la orilla. Todavía tenía tras ella a Mazirian el Mago, cuyo poder había vencido cada uno de sus planes. El recuerdo de su rostro pasó ante ella y se estremeció. No debía cogerla ahora.
El cansancio y la desesperación frenaron sus pies. Tenía a su disposición dos conjuros solamente, el Encantamiento del Alimento Constante y un conjuro que proporcionaba fuerza a sus brazos…, el que le había permitido mantener a raya a Thrang y derrumbar el templo encima de Mazirian. Los había agotado los dos; ahora estaba desprovista de protección; pero, por otro lado, era probable que a Mazirian tampoco le quedara nada.
Quizá ignorara la existencia de la cizaña-vampiro. Corrió ladera arriba y se detuvo detrás de una extensión de pálida hierba azotada por el viento. Y entonces Mazirian salió del lago, una magra forma visible contra el destello del agua.
Retrocedió, manteniendo la inocente mancha de hierba entre los dos. Si la hierba fallaba… Su mente se encogió ante el pensamiento de lo que debería hacer.
Mazirian caminó por encima de la hierba. Las afiladas hojas se convirtieron en vigorosos dedos. Se retorcieron en torno a sus tobillos, sujetándolo con una invencible presa, mientras otras tanteaban en busca de su piel. Así que Mazirian apeló a su último conjuro…, el encantamiento de la parálisis, y la hierba vampira se relajó y cayó blandamente sobre el suelo. T'sain miró, sintiendo que morían todas sus esperanzas. Él avanzaba ahora rápidamente hacia ella, con su capa flotando detrás. ¿No sentía debilidad? ¿No le dolían sus fibras, no le faltaba el aliento? Dio media vuelta y huyó por la pradera, hacia un bosquecillo de negros árboles. Su piel se estremeció de frío ante las profundas sombras, los lúgubres troncos. Se sumergió en la temida oscuridad. Antes de que el bosque despertara tenía que ir tan lejos como fuera posible.
¡Snap! Una liana restalló hacia ella. Siguió corriendo. Otra y otra… Cayó. Otro gran látigo, y otro, la golpearon. Se puso en pie, tambaleante, y siguió corriendo, manteniendo los brazos por delante de su rostro. ¡Snap! Los tallos silbaban en el aire, y el último golpe le hizo dar media vuelta sobre sí misma. Así vio a Mazirian.
Estaba luchando. A medida que los golpes llovían sobre él, intentaba agarrar las lianas y romperlas. Pero eran flexibles y resistentes más allá de sus poderes, y se apartaban para golpearle de nuevo. Enfurecidas por su resistencia, se concentraban en el infortunado Mago, que espumeaba y luchaba con trascendente furia, y gracias a ello a T'sain se le permitió arrastrarse hasta el lindero del bosque con vida.
Miró hacia atrás, maravillada ante la expresión del anhelo de vivir de Mazirian. Se tambaleaba en medio de una nube de látigos, su furiosa y obstinada figura apenas silueteada. Se debilitó e intentó huir, y entonces cayó. Los golpes llovieron sobre él…, sobre su cabeza, hombros, largas piernas. Intentó volver a ponerse en pie, pero se derrumbó de nuevo.
T'sain cerró los ojos, relajada. Notó que la sangre brotaba de su carne rota. Pero la misión más vital aún quedaba por cumplir. Se puso en pie y siguió adelante, tambaleándose. Durante largo tiempo el resonar de muchos golpes siguió llegando a sus oídos.
El jardín de Mazirian era abrumadoramente hermoso por la noche. Las flores-estrella se abrían magníficamente, cada una de ellas de una perfección mágica, y las polillas cautivas semivegetales iban de un lado para otro. Los nenúfares fosforescentes flotaban como rostros encantados en el estanque, y el arbusto que Mazirian había traído de Almery, al sur, teñía el aire con un perfume afrutado.
T'sain, vacilando, jadeante, cruzó el jardín. Algunas de las flores despertaron y la miraron con curiosidad. El híbrido semianimal le zumbó adormecido, intentando reconocer los pasos de Mazirian. Se oía, muy apagada, la soñadora música de las flores de capullo azul cantando a las antiguas noches, cuando una luna blanca iluminaba el cielo y grandes tormentas y nubes y truenos regían las estaciones.
T'sain pasó sin oír nada de aquello. Entró en la casa de Mazirian, halló la sala de trabajo, donde ardían las lámparas eternas. La cosa del tanque de Mazirian se sentó bruscamente y alzó su cabeza de pelo dorado y la miró con sus hermosos ojos vacíos.
Encontró las llaves de Mazirian en el armarito, y consiguió abrir la trampilla en el suelo. Allá se dejó caer para descansar un poco, y permitió que el resplandor rosado empapara sus ojos. Empezaron a llegarle visiones… Mazirian, alto y arrogante, avanzando para matar a Thrang; las extrañamente coloreadas flores bajo el lago; Mazirian, perdida toda su magia, luchando contra las lianas… Fue sacada de su semitrance por la cosa del tanque acariciando tímidamente su cabello.
Se despertó de golpe y medio caminó, medio se dejó caer por las escaleras. Descorrió la triple cerradura de la puerta, abrió ésta de par en par casi con la última y desesperada energía de su cuerpo. Se tambaleó hasta aferrarse al pedestal donde se hallaba la caja con tapa de cristal y Turjan y el dragón se dedicaban a su desesperado juego. Arrojó el cristal a un lado, estrellándolo contra el suelo, alzó suavemente a Turjan y lo depositó en el suelo.
El conjuro fue roto por el contacto con la runa de su muñeca, y Turjan fue de nuevo un hombre. Miró estupefacto a la casi irreconocible T'sain.
Ella intentó sonreírle.
—Turjan… Estás libre…
—¿Y Mazirian?
—Muerto. —Cayó blandamente al suelo de piedra y quedó allá tendida, inmóvil. Turjan la observó con una extraña emoción en sus ojos.
—T'sain, querida criatura de mi mente —susurró— Eres más noble tú que yo, que utilicé la única vida que conocías para mi libertad.
Alzó el cuerpo de la muchacha entre sus brazos.
—Pero te restauraré en los tanques. Con tu cerebro crearé otra T'sain, tan hermosa como tú. Vamos.
La llevó escaleras arriba.
T'sais surgió cabalgando del bosquecillo. Detuvo el caballo en el lindero, como indecisa, y permaneció sentada en la silla contemplando la brillante pradera color pastel hasta el río… Agitó sus rodillas y el caballo siguió avanzando por el césped.
Cabalgó profundamente sumida en sus pensamientos, y sobre su cabeza el cielo se agitó y volvió a agitarse, como una enorme extensión de ventosa agua, en tremendas sombras de horizonte a horizonte. La luz que llegaba de arriba, trabajada y refractada, inundaba el paisaje con un millar de colores, y así, mientras T'sais cabalgaba, primero un rayo verde incidió sobre ella, luego otro ultramarino, y topacio, y rojo rubí, y el paisaje cambió con tonos y sutilezas semejantes.
T'sais cerró los ojos a la cambiante luz. Crispaba sus nervios, confundía su visión. El rojo resplandecía, el verde sofocaba, los azules y púrpuras apuntaban misterios más allá del conocimiento. Era como si todo el universo hubiera sido especialmente diseñado con un ojo puesto en crisparla, en provocar su furia… Una mariposa con las alas moteadas como una alfombra preciosa pasó junto a ella, y T'sais hizo un gesto para golpearla con su espada. Se contuvo con un gran esfuerzo; porque T'sais era de naturaleza apasionada y no dada a la contención. Bajó la vista hacia las flores bajo los cascos de su caballo: pálidas margaritas, campánulas. Nada deseaba más que pisotearlas hasta reducirlas a pulpa, arrancarlas de sus raíces. Le habían sugerido que el fallo no estaba en el universo, sino en ella. Tragándose su enorme enemistad hacia la mariposa y las flores y las cambiantes luces del cielo, prosiguió cruzando el prado.
Un bosquecillo de oscuros árboles se erguía ante ella, y más allá había grupos de juncos y el resplandor del agua, todo ello cambiando de matiz a medida que la luz cambiaba en el cielo. Se desvió y siguió la orilla del río hasta la larga y baja edificación.
Desmontó, caminó lentamente hasta la puerta de negra madera ahumada que ostentaba la imagen de un rostro sardónico. Tiró de la lengua del rostro y dentro sonó una campanilla.
No hubo respuesta.
—¡Pandelume! —llamó. Finalmente sonó una ahogada voz:
—¡Entra!
Empujó la puerta y penetró en una habitación de techo alto, desnuda excepto un diván acolchado y un deslucido tapiz.
—¿Cuál es tu deseo? —La voz, suave y de una infinita melancolía, procedía del otro lado de la pared.
—Pandelume, hoy he aprendido que matar es malo, y más aún, que mis ojos me traicionan, y que hay belleza allá donde yo sólo veo dura luz y formas malignas.
Por un período de tiempo Pandelume guardó silencio; luego la ahogada voz respondió a la implícita súplica de conocimiento:
—Eso es, en su mayor parte, cierto. Las criaturas vivas, si no otra cosa, tienen el derecho a la vida. Es su única posesión auténticamente preciosa, y robarles la vida es un acto perverso… En cuanto a lo otro, el fallo no está en ti. La belleza está en todas partes, libre para ser vista por todos… por todos excepto por ti. Por ello siento pesar, porque yo fui quien te creó. Yo elaboré tu célula primaria; yo moldeé las cadenas de vida con el esquema de tu cuerpo y cerebro. Y pese a mi habilidad me equivoqué, de modo que, cuando saliste del tanque, descubrí que había modelado una imperfección en tu cerebro; que veías fealdad en la belleza, maldad en la bondad. La auténtica fealdad, el auténtico mal, no los has visto nunca, porque en Embelyon no hay nada perverso o inicuo… Si fueras tan desafortunada como para encontrar algo así, temería por tu cerebro.
—¿No puedes cambiarme? —excamó T'sais—. Eres un mago. ¿Debo vivir toda mi vida ciega a la alegría? La sombra de un suspiro permeó la pared.
—Soy un mago, es cierto, que conoce todos los conjuros ideados hasta ahora, todos los artificios de runas, encantamientos, designios, exorcismos, talismanes. Soy Maestro Matemático, el primero desde Phandaal, y sin embargo no puedo hacerle nada a tu cerebro sin destruir tu inteligencia, tu personalidad, tu alma…, porque yo no soy ningún dios. Un dios puede hacer que las cosas existan con el deseo de su voluntad; yo debo confiar en la magia, los conjuros que hacen que el espacio vibre y se doblegue.
La esperanza se desvaneció de los ojos de T'sais.
—Deseo ir a la Tierra —dijo finalmente—. El cielo de la Tierra es de un firme color azul, y un sol rojo va de horizonte a horizonte. Estoy cansada de Embelyon, donde no hay más voz que la tuya.
—La Tierra —murmuró Pandelume—. Un lugar deslustrado, antiguo más allá de todo conocimiento. Hubo una época en que fue un mundo alto de nebulosas montañas y brillantes ríos, y el sol era una esfera blanca resplandeciente. Siglos de lluvias y vientos han golpeado y redondeado el granito, y el sol es débil y rojo. Los continentes se han hundido y se han alzado. Un millón de ciudades han erigido torres y las han visto caer reducidas a polvo. En lugar de los antiguos pueblos ahora viven en ella unos pocos miles de extrañas almas. Hay maldad en la Tierra, maldad destilada por el tiempo… La Tierra se está muriendo y en ella todo es crepúsculo… —Hizo una pausa.
T'sais dijo dubitativamente:
—Sin embargo he oído que la Tierra es un lugar de belleza, y quiero conocer la belleza, aunque muera de ello.
—¿Cómo reconocerás la belleza cuando la veas?
—Todos los seres humanos reconocen la belleza… ¿No soy yo humana?
—Por supuesto.
—Entonces encontraré la belleza, y quizás incluso… —T'sais vaciló ante la palabra, tan extraña era a su mente, y sin embargo tan cargada de inquietantes implicaciones.
Pandelume guardó silencio. Finalmente:
—Ve si quieres. Te ayudaré tanto como pueda. Te daré runas para resguardarte de la magia; infundiré vida a tu espada; y te daré un consejo, que es éste: Guárdate de los hombres, porque los hombres saquean la belleza para saciar su lascivia. No le concedas intimidad a ninguno… Te proporcionaré un saquito de joyas, que tienen mucho valor en la Tierra. Con ellas podrás conseguir mucho. Pero, también respecto a ellas, no las muestres a nadie, porque algunos hombres matarían por un trocito de cobre.
Se produjo un denso silencio, un peso pareció alzarse del aire.
—Pandelume —llamó suavemente T'sais. No hubo respuesta.
Al cabo de un momento Pandelume regresó, y la sensación de su presencia alcanzó la mente de la mujer.
—Dentro de un momento podrás entrar en esta habitación —dijo la voz.
T'sais aguardó unos instantes; luego, cuando le fue dicho, entró en la habitación contigua.
—En el banco de la izquierda —dijo la voz de Pandelume— encontrarás un amuleto y un saquito de gemas. Pon el amuleto en tu muñeca; reflejará la magia lanzada malignamente contra ti hacia aquél que haya pronunciado el conjuro. Es una runa muy poderosa; guárdala bien.
T'sais obedeció, y ató las joyas a la parte interior de su cinturón.
—Deposita tu espada sobre este banco, sitúate de pie sobre la runa del suelo y cierra fuertemente los ojos. Tengo que entrar en la habitación. Te lo advierto, no intentes mirarme… porque las consecuencias serían terribles.
T'sais se desprendió de su espada, se situó sobre la runa de metal, cerró los ojos. Oyó unos pasos lentos, oyó el clinc del metal, luego un agudo e intenso chillido, que murió lentamente.
—Tu espada vive —dijo Pandelume, y su voz sonó extrañamente alta, como si viniera de muy cerca—. Matará a tus enemigos con inteligencia. Tiende tu mano y cógela.
T'sais enfundó de nuevo su ligero espadín, ahora cálido y como vibrante.
—¿Dónde irás de la Tierra? —preguntó Pandelume—. ¿A la tierra de los hombres, o a la gran selva de ruinas?