Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
—¡No! —La vehemencia de la respuesta de Jessica la sorprendió incluso a ella misma. Mel se la quedó mirando, atónita. No podía permitir aquello que Leo Milton dejaba entrever en sus palabras—. No puedes hacer eso. No puedes cambiar nada…
Leo Milton escudriñó con frialdad aquel mar de cabezas, todas ellas orientadas hacia Jessica.
—¿Tienes algo que decir, Lane?
De pronto se sintió avergonzada y sus mejillas se sonrojaron con intensidad, pero no podía volver a refugiarse en el silencio. Tampoco era lo que quería.
—Sí. Tú… tú no eres el delegado, Leo. No eres nuestro líder. Nuestro líder es Antony. No tienes la autoridad para cambiar nada sin su consentimiento y él no está aquí para dártelo.
—Precisamente. —Una sonrisa maléfica se perfiló en los labios de Leo—. Y tampoco creo que vaya a regresar.
—¿Qué quieres decir? —Las voces de Mel y Tilo, entre otras, se unieron a la protesta de Jessica. Pero no fueron todas las voces. Ni siquiera muchas. De hecho, Mel cayó en la cuenta de que casi ninguna procedía de los estudiantes de Harrington.
—Regresarán. ¡Todos! —gritó Jessica—. Por supuesto que lo harán. Seguro.
—Eres demasiado optimista. —Leo Milton negó con la cabeza, fingiendo tristeza—. Sellaron su destino en el momento en el que dejaron atrás la protección de Harrington. Desde luego, los que aún estamos aquí debemos seguir adelante haciéndonos a esa idea.
—¿Por qué? —gritó Mel—. ¿Por qué íbamos a hacer algo así? Esto es solo cosa tuya, Leo. Serás…
—No podemos permitirnos esperar el poco probable retorno de Clive. O el de Naughton. No podemos retrasar aquello en lo que debemos ponernos manos a la obra ya.
—Maldito…
—En ausencia de Clive y en ausencia de mi compañero asistente —declaró Leo Milton—, el liderazgo de Harrington pasa, por derecho, a mí. Soy el nuevo delegado.
—Serás miserable. —Pero Mel pudo oír vítores por parte del público.
—Y dejad que os diga una cosa: va a haber unos cuantos cambios en nuestro modo de trabajar y organizarnos —continuó Leo, triunfal—. En primer lugar, ese sinsentido que iba a anunciar Clive ayer por la noche, eso de que iba a cambiar el nombre de la institución a «comunidad Harrington» se acabó. Su auténtico título, su único título, es «colegio Harrington», y así es como lo seguiremos llamando.
—¿Es que no has oído lo que te acabo de llamar, Leo? —gritó Mel.
Simon intentó aplacarla, con los ojos abiertos de par en par por el miedo tras los cristales de sus gafas.
El muy cobarde…
—Mel, no creo que debas… no creo que debamos montar un escándalo.
—Puede que este no sea el momento, Mel —añadió Tilo. Al igual que Simon, había notado que varias miradas procedentes de los estudiantes de Harrington empezaban a clavarse sobre ellos.
—Y dado que este es el colegio Harrington —anunció Leo Milton—, aquellos que pertenecían a la institución antes de la enfermedad, sus estudiantes, pasarán a tener ciertos privilegios en reconocimiento a este hecho. Es justo, por ejemplo, que seamos nosotros quienes dictemos y garanticemos el cumplimiento de las normas. Pues, después de todo, somos los auténticos miembros de Harrington.
Los estudiantes del colegio estallaron en vítores, más intensos en aquella ocasión, más confiados, con un cierto toque de fanfarronería, de hecho. Mel estaba atónita, especialmente al comprobar que las pocas voces que se oponían a Leo habían sido silenciadas… incluyendo la suya.
—A todos aquellos que buscabais refugio desde la enfermedad… —
¿Qué?
, se preguntó Mel, anticipando sus palabras,
¿vamos a tener que postrarnos para mostrar gratitud?
A ella no le gustaba nada eso de postrarse—. No os lo negaremos. Sois refugiados y Harrington siempre se ha caracterizado por extender una mano caritativa a aquellos que la necesitaban. Pero tenéis que asumir vuestra posición. No estáis aquí por derecho, sino porque nosotros así os lo permitimos. Por lo tanto, trataréis a los auténticos miembros de Harrington con el respeto que merecen. Acataréis el nuevo orden de las cosas. —Leo Milton clavó su mirada en Mel, Jessica, Tilo y Simon—. O sufriréis las consecuencias.
A medio camino de la colina Vernham, y como si sus miembros se hubiesen puesto de acuerdo, la expedición de Harrington quedó en silencio. Tal vez cayeron en la cuenta de que no tardarían en estar más cerca de la nave que del colegio. Quizá empezaban a preguntarse si los extraterrestres no habrían salido ya de la nave, aproximándose a su expedición a cada instante hasta el punto de encontrarse justo delante de donde estaban, tras ese montículo, tras aquellos árboles.
Era comprensible que Hinkley-Jones fuese en cabeza, avanzando con cautela, vigilante, con la escopeta lista para disparar. Tolliver y Shearsby lo seguían a pocos pasos de distancia, situados a su izquierda y a su derecha respectivamente, de modo que los tres formaban un arco protector en torno a Antony, Travis y el pequeño Giles. Travis pudo ver en los ojos del joven que estaba asustado. Su ridícula cháchara acerca de alienígenas con muchas cabezas o con aceite en lugar de sangre había sido un mecanismo de defensa, un exagerado intento por enmascarar el genuino pánico que sentía ante la posibilidad de encontrarse con criaturas de otro mundo. Travis deseó no haberse enfadado tanto con el muchacho; Giles no merecía más que su comprensión.
En cualquier caso, no apareció ningún alienígena. Tampoco encontraron trampas. Finalmente empezaron a subir por la pendiente densamente arbolada de la colina Vernham. Quizá, al otro lado, encontrarían la nave a sus pies, con sus ocupantes rondando alrededor, respirando el aire de un planeta que no era el suyo. Travis sintió que se le aceleraba el corazón, y no solo por el esfuerzo físico. De hecho, la fatiga fue desapareciendo de su cuerpo: avanzaba con más rapidez, con más resolución. Al igual que los demás. Estaban tan cerca de la meta que a punto estaban de echar a correr. La necesidad de ver excedía su miedo y los impulsaba a seguir adelante.
Hinkley-Jones fue el primero en llegar al otro lado de la colina. Dejó escapar un grito de asombro y se detuvo de golpe, tambaleándose, como si estuviese a punto de caer.
—Está aquí. Dios mío, la hemos encontrado.
Entonces Travis aceleró el paso, recorriendo los escasos metros que quedaban hasta la cima, al borde de la segunda ladera de la colina Vernham, ante una pendiente en descenso que culminaba en un extenso valle, el cual a su vez conducía a una serie de colinas ascendentes. Sin embargo, la pintoresca topografía del lugar no fue lo que capturó la atención de Travis.
Entre la colina en la que se encontraban y el resto estaba la nave alienígena, con su gigantesca hoja en forma de guadaña extendiéndose sobre el valle y el brillo del amanecer refulgiendo sobre su casco plateado.
Su forma recordó a Travis a la siniestra hacha de un verdugo. Antony dijo que era como si la nave estuviese extendiendo sus brazos para envolver el mundo, pero eso no hizo que dejase de esconderse tras un árbol, cosa que sus compañeros ya habían hecho por instinto. Giles empezó a gimotear.
El terreno que rodeaba la nave había quedado calcinado y marcado por su llegada. De algún modo, el tren de aterrizaje había compensado lo desigual del terreno, de modo que esta se asentó sobre el valle con perfecta horizontalidad. Mientras volaba, toda su superficie lucía el mismo tono metalizado y argento, pero en aquel momento la cara interna de aquella curva en forma de luna creciente estaba cubierta por lo que parecían escudos; su sección inferior, de unos doce niveles, brillaba con luces rojas, azules y verdes, como las joyas del tesoro saqueado por un conquistador. Un zumbido sordo de energía emanaba de la nave, pero no se abrieron escotillas ni portales, no se extendieron rampas, ningún tripulante ni ninguna máquina fueron enviados al exterior, a la vista de los jóvenes.
Travis no estaba seguro de si las reticencias de los alienígenas por aventurarse al mundo exterior lo tranquilizaban o lo ponían todavía más nervioso.
—Parece que no quieren que se los moleste —susurró.
—Puede que estén haciendo pruebas —respondió Antony, también en voz baja, como si las orejas de los alienígenas fueran capaces de detectar sonidos mucho más lejanos que las de los humanos— para determinar si pueden vivir en nuestra atmósfera sin trajes protectores o algo así.
—Clive —susurró Giles—, ¿y si las naves no están tripuladas? ¿Y si son automáticas y las maneja un ordenador?
Antony inspiró profundamente.
—Esa es una de las cosas que tenemos que comprobar. —Se volvió hacia el resto—. ¿Quién viene conmigo?
—¿Ahí… abajo? —preguntó Shearsby, como si aquella propuesta fuese tan absurda como querer tirarse por un precipicio.
—Es a lo que hemos venido —les recordó Antony—. Tenemos que contactar con ellos. Tenemos que comunicarnos.
Antony tenía razón, por supuesto. Travis lo sabía. Pero, como en muchas otras ocasiones, hacer lo correcto no era fácil.
—Voy contigo, Antony —dijo de todos modos.
—Por Harrington —dijo Hinkley-Jones. Tolliver y Shearsby asintieron, nerviosos.
—Yo también voy. —Para el pequeño Giles, quedarse solo era una perspectiva aún más desalentadora que la de encontrarse con un alienígena, independientemente de su aspecto.
—Muy bien, entonces —dijo Antony—. En marcha.
Los chicos empezaron a descender camuflándose tras el espeso follaje; permanecían más cerca unos de otros que hasta entonces. En aquel lado de la colina Vernham, por desgracia para ellos, había más cobertura cerca de la cima que a los pies de la misma. Travis pensó, desconcertado, que era como si los mismos árboles se alejasen de los alienígenas. Los arbustos solo ocultarían al grupo hasta una cierta distancia, a unos pocos metros de la nave. Si aun así eran incapaces de ver a los alienígenas, serían estos los que los verían a ellos, con toda probabilidad. Y eso si los instrumentos de la nave no habían advertido ya su presencia y estaban siguiendo cada uno de sus pasos.
—Llevad las armas a vuestro lado —les conminó Antony— y no hagáis gestos agresivos con ellas. No queremos que los alienígenas piensen que somos hostiles.
—Clive —dijo Shearsby, fascinado por la nave—, no creo que importe lo que ellos piensen de nosotros.
Los árboles revelaron a los jóvenes, como traidores.
La nave dejó escapar un delicado susurro, parecido a un resoplido burlón.
Por encima del coro de luces, una amplia abertura apareció en el casco cuando dos brillantes puertas se deslizaron hacia los lados, revelando unas fauces negras y sonrientes.
—¿Esto es bueno, malo, o qué? —preguntó Shearsby, preocupado.
Una segunda nave salió volando de aquel espacio. Los chicos gritaron de forma automática. Era idéntica a aquella de la que había salido salvo por el tamaño, pero pese a ello seguía siendo más grande y mucho más ancha que cualquier vehículo que Travis hubiese visto hasta entonces. Deseó, poco convencido, que su aparición no tuviese nada que ver con la de ellos, que tuviese otro objetivo.
Ni lo uno ni lo otro.
Los motores brillaron en cada uno de los extremos de la hoja y la nave atravesó el espacio que los separaba hasta quedar suspendida sobre sus cabezas, planeando como un ave de presa.
El pequeño Giles ya había visto bastante. Gritó, con las manos cerradas por el miedo hasta formar dos puños.
—¡Vámonos de aquí! ¡Tenemos que largarnos de aquí! —gritaba Shearsby sin parar.
Pero Antony se mantuvo inflexible.
—No podemos hacer eso. Shearsby, nada de marcharse.
Por absurdo que resultase su gesto, Hinkley-Jones apuntó con su escopeta como durante una de las cacerías en los terrenos de su difunto padre.
—¡No! —Antony sujetó el arma por el cañón y la bajó de nuevo—. ¿Qué crees que estás haciendo? ¿Qué te he dicho?
—Pero Clive…
—Puede que esto no sea un ataque. Puede que hayan venido a saludarnos. Tenemos que darles… —
El beneficio de la duda
, iba a añadir Antony.
Hasta que unos paneles plateados se abrieron también en aquella segunda nave, en torno al tren de aterrizaje, y de su interior surgieron otras naves aún más pequeñas, diminutas en comparación con su nodriza, un poco más grandes que un hombre, ovaladas como huevos o vainas, con la mitad inferior de metal y la mitad superior de una sustancia transparente, como cristal. Eran seis.
Como nosotros
, pensó Travis, sintiendo un nudo cerrándose en su interior. Empezó a caminar marcha atrás casi sin proponérselo. Todos lo hicieron, incluso Antony.
—No. —Pero el delegado se obligó a sí mismo a detenerse, aun contra su voluntad.
Las vainas volaban en círculos, entre los muchachos y la nave. Estaban pilotadas. Travis pudo distinguir un compartimento a través del cristal, como una especie de cabina, con un piloto sentado en ella, una figura humanoide pero que seguramente no era un hombre.
—Tenemos que hacernos entender. —Antony dejó su arma en el suelo y extendió los brazos, como si se estuviese preparando para ser crucificado—. Tenemos que demostrarles que no somos una amenaza. —Y se separó de sus compañeros.
Travis tuvo que admitir que Antony Clive era muy valiente. Sobre todo si tenía en cuenta que los alienígenas parecían estar cubiertos de los pies a la cabeza por una armadura hermética. Quizá su atuendo no fuese más que un inocente traje espacial o de vuelo, pero a él le recordó a la armadura de un caballero medieval, de un guerrero, reluciente y oscura como hielo negro, excepto una, que centelleaba con el brillo del oro mientras su propietario sobrevolaba a los jóvenes.
—¿Pueden oírme? ¿Entienden lo que digo? —Antony se dirigía a los alienígenas a pleno pulmón—. Por favor, contesten. Solo queremos hablar.
Pero Travis llegó a atisbar los cascos con los que los alienígenas ocultaban sus facciones, recordándole estos a los cráneos de extrañas bestias salvajes, diferentes entre ellos pero todos con colmillos, dientes o cuernos, proyectando la imagen de criaturas que jamás habían poblado la Tierra. Su aspecto no parecía querer transmitir afán de cooperación o deseo de entendimiento.
—Queremos… queremos ser sus amigos. —Pero incluso Antony parecía menos convencido que antes.
Y de pronto, un agujero circular se abrió súbitamente debajo de las cabinas acristaladas de las vainas, brillando con luz blanca. Cañoneras.
—Al diablo —gritó Travis—. ¡Antony!