La tierra de las cuevas pintadas (20 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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La gente de la Novena Caverna la miró extrañada la primera vez que se puso la ropa interior de un muchacho como si se tratara de prendas informales para ir de caza durante el buen tiempo, pero al final todos se acostumbraron. Al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que algunas de las mujeres jóvenes empezaban a vestir de manera parecida. Pero Marona se avergonzaba y enfadaba cuando Ayla se las ponía, porque le recordaba que su artimaña no había sido bien recibida por la Novena Caverna. La gente consideraba más bien que los había deshonrado a todos tratando con tal malicia a la forastera que estaba destinada a ser una de ellos. La intención original de Ayla la primera vez que se puso esa ropa interior de muchacho en público no fue molestar a Marona, pero la reacción de la mujer no le pasó inadvertida.

Cuando Ayla y Lanoga intercambiaron los bebés, se acercaron varios jóvenes risueños, en su mayoría con cinturones de la virilidad y unos cuantos con lanzavenablos. Jondalar atraía a la gente a dondequiera que iba, pero los jóvenes lo admiraban especialmente y tendían a apiñarse en torno a él. A Ayla le complació ver que saludaban a Lanidar en tono amistoso. Como había desarrollado tal aptitud con el arma nueva, su brazo deforme ya no era motivo para que los jóvenes lo eludieran. También advirtió con agrado que Bologan se hallaba entre ellos, aunque sin cinturón de la virilidad ni lanzavenablos propio. Recordaba que Jondalar había hecho varias de esas armas de caza para que la gente practicase.

Ayla sabía que tanto hombres como mujeres asistían a las prácticas con el lanzavenablos que había empezado a impartir Jondalar, pero aunque las personas de ambos sexos estaban muy pendientes unas de otras, los jóvenes varones preferían tratar con muchachos de su misma edad y aguardaban con ilusión los mismos rituales, y las jóvenes tendían a eludir a los «chicos con cinturones». La mayoría de los jóvenes varones miraban de reojo a Lanoga, pero fingían desinterés, excepto Bologan. Él sí miraba a su hermana, y ella lo miraba a él, y si bien no se sonreían ni cruzaban gesto alguno, era una forma de reconocimiento mutuo.

Todos los chicos sonrieron a Ayla a pesar de su ropa embarrada, en su mayoría tímidamente, pero un par de ellos exhibieron mayor atrevimiento al evaluar a la hermosa mujer de mayor edad que Jondalar había traído y con la que se había emparejado. Las mujeres donii siempre eran mayores y sabían manejar a los gallitos que pretendían hacerse pasar por hombres, manteniéndolos a raya sin desanimarlos demasiado. La insolente sonrisa de algunos a quienes Ayla aún no conocía dio paso a una fugaz expresión de miedo cuando Lobo, a una señal de ella, se irguió sobre las patas traseras.

—¿Has hablado con Proleva de los planes para esta noche? —preguntó Jondalar a Ayla cuando esta se disponía a ir al campamento de la Novena Caverna. Sonrió a la niña y le hizo cosquillas; a cambio, recibió un gorgorito de satisfacción.

—No. Vengo de la nueva cueva sagrada que la Primera quería que viese, y nada más llegar he ido a buscar a Jonayla. Se lo preguntaré después de cambiarme —respondió Ayla mientras se rozaban las mejillas. Un par de jóvenes, sobre todo los que estaban nerviosos por la presencia de Lobo, se sorprendieron al oír hablar a Ayla; su acento proclamaba su origen lejano.

—Vas muy manchada de barro, eso desde luego —señaló Jondalar, limpiándose la mano en el pantalón después de tocarla.

—El suelo de la cueva era de arcilla y estaba muy húmedo, y hemos tenido que reptar como serpientes la mayor parte del recorrido. Además, el barro me pesa y está frío. Por eso tengo que cambiarme.

—Te acompañaré —se ofreció Jondalar, que no había visto a Ayla en todo el día, y cogió él a Jonayla en brazos para que no se ensuciara de barro.

Cuando Ayla vio a Proleva, se enteró de que la Novena Caverna, junto con la Tercera, había organizado en el campamento de la Tercera una reunión de jefes de todas las cavernas presentes, incluidos sus consejeros. Todas sus familias los acompañarían en la comida de la noche. Proleva se había encargado de los preparativos, entre otras cosas asignar el cuidado de los niños a unas cuantas personas para que sus madres pudieran ayudar.

Ayla indicó a Lobo que la siguiera. Advirtió que una o dos mujeres observaban con inquietud al carnívoro, pero le alegró ver que otras varias personas reconocían a Lobo y lo saludaban, conscientes de la ayuda que representaba tenerlo como vigilante. Lanoga se quedó para cuidar de los niños, y Ayla volvió para ver qué tarea le encomendaba Proleva.

En el transcurso de la tarde, hizo un alto para amamantar a Jonayla, pero había tanto trabajo en la preparación del gran banquete que apenas tuvo ocasión de coger en brazos a su hija hasta que todos acabaron de comer, y después fue emplazada en el alojamiento de los zelandonia. Se llevó a Jonayla y ordenó a Lobo que la acompañara.

Ya era tarde y había oscurecido cuando se dirigió hacia el gran alojamiento de verano por un camino pavimentado con piedras planas. Llevaba una antorcha, pese a que le bastaba con el resplandor de las numerosas hogueras. La dejó fuera, apoyada en un montón de piedras erigido para sostener las teas calientes. Dentro, una pequeña fogata contigua al círculo ennegrecido de una hoguera mayor apagada y unos cuantos candiles titilantes colocados aquí y allá ardían débilmente, proporcionando una exigua iluminación. No se veía gran cosa más allá de las tenues llamas de la fogata. Le pareció oír un suave ronquido en el otro extremo del refugio, pero sólo vio a Jonokol y la Primera, que se hallaban a la luz del fuego bebiendo una infusión humeante.

Sin interrumpir la conversación, la Primera saludó a Ayla con un gesto y le indicó que se sentara. Alegrándose de poder relajarse por fin en un lugar confortable y tranquilo, se acomodó agradecida en un cojín bien mullido, uno de los varios dispuestos en torno a la fogata, y empezó a amamantar a su niña mientras escuchaba. Lobo se sentó junto a ellas dos. Casi siempre se permitía su entrada en el alojamiento de los zelandonia. Ayla había estado parte del día fuera y él no quería separarse de ella ni de Jonayla.

—¿Qué impresión te ha causado la cueva? —preguntó la mujer corpulenta, dirigiéndose al joven.

—Es muy pequeña, en algunos sitios con el espacio justo para pasar, pero muy larga. Es una cueva interesante —dictaminó Jonokol.

—¿Crees que es sagrada? —preguntó ella.

—Sí, creo que sí.

La Primera asintió. No había puesto en duda las palabras del Zelandoni de la Vigésimo sexta Caverna, pero no estaba de más verlas corroboradas por otra opinión.

—Y Ayla ha encontrado su Voz —añadió Jonokol, sonriendo a Ayla, que permanecía atenta a la conversación, meciéndose inconscientemente de vez en cuando mientras daba el pecho a la niña.

—¿Ah, sí? —preguntó la mujer de mayor edad.

—Sí —respondió Jonokol con una sonrisa—. El Vigésimo sexto le ha pedido que pusiera a prueba la cueva, y se ha sorprendido cuando ella le ha contestado que no sabía cantar ni tocar la flauta ni hacer nada para ponerla a prueba. Su acólito, Falithan, produce un gemido ululante, potente y agudo muy característico. Y de pronto me han venido a la memoria los reclamos de ave que imita Ayla y le he recordado que sabe silbar como un pájaro, y relinchar como un caballo, e incluso rugir como un león, y eso ha hecho. Las tres cosas. Y ha asombrado al Vigésimo sexto, especialmente con el rugido. Con su prueba, ha confirmado el valor sagrado de la cueva. El eco del rugido era más débil, pero muy nítido, más que audible, aunque parecía venir de muy lejos. Del más allá.

—¿Y a ti qué te ha parecido, Ayla? —preguntó la Primera mientras servía una infusión y le daba el vaso a Jonokol para que se lo entregara a ella. Advirtió que la pequeña había dejado de mamar y se había dormido en brazos de Ayla con un hilillo de leche resbalándole desde la comisura de los labios.

—Es una cueva de acceso difícil, y larga, pero no presenta grandes complicaciones. Podría dar miedo, sobre todo cuando se estrecha demasiado el paso, pero es imposible perderse en ella —respondió Ayla.

—Por vuestra descripción de esa nueva gruta, pienso que podría ser idónea para los jóvenes acólitos que quieren ponerse a prueba, que quieren averiguar si de verdad están hechos para la vida de un Zelandoni. Si les da miedo un lugar oscuro y pequeño donde no hay riesgo real, dudo que puedan afrontar algunas de las otras pruebas en las que hay peligro verdadero —dijo la Mujer Que Era la Primera.

Ayla se preguntó cuáles podrían ser esas otras pruebas. Ella ya había pasado por situaciones de alto riesgo más que suficientes, y no estaba segura de querer superar más, pero tal vez debía esperar a ver qué se le exigía.

El sol aún estaba bajo en el horizonte de levante, pero una resplandeciente franja de color rojo, degradándose hacia el violeta en los bordes, anunciaba la llegada del nuevo día. Por el oeste, una tonalidad rosada realzaba un tenue banco de estratos, reflejando la cara opuesta del luminoso sol naciente. Pese a lo temprano que era, casi todo el mundo estaba en el campamento principal. Había llovido de manera intermitente durante varios días, pero todo parecía indicar que esa mañana se despejaría. Acampar bajo la lluvia era sólo soportable, nunca placentero.

—En cuanto terminen los Primeros Ritos y las Ceremonias Matrimoniales, la Zelandoni quiere viajar un poco —dijo Ayla, mirando a Jondalar—. Desea que empiece mi Gira de la Donier por algunos de los sitios sagrados más cercanos. Tenemos que construirle el asiento en la angarilla.

Volvían de ver a los caballos antes de ir al Campamento de la Reunión para la comida de la mañana. Lobo había salido con ellos, pero algo lo distrajo y desapareció como una flecha entre los arbustos. Jondalar arrugó la frente.

—Una viaje así podría ser interesante, pero algunos proponen una gran cacería para después de las ceremonias, con la idea de encontrar una manada de verano y empezar a secar la carne de cara al próximo invierno. Joharran ha hablado de lo útiles que son los caballos para conducir a los otros animales en dirección a un cercado. Creo que cuenta con nosotros para que echemos una mano. Habrá que elegir lo uno o lo otro.

—Si la Zelandoni no planea ir muy lejos, quizá sean posibles las dos cosas —dijo Ayla. Deseaba ir con la Primera a visitar sitios sagrados, pero también le encantaba cazar.

—Tal vez —coincidió Jondalar—. Quizá debamos hablar con Joharran y la Zelandoni, y que decidan ellos. En todo caso podríamos ponernos manos a la obra y construir el asiento en la angarilla para la Zelandoni. Cuando levantábamos el refugio de verano para Bologan y Lanoga y el resto de la familia, vi unos árboles que podrían servirnos.

—¿Cuándo te parece un buen momento para hacerlo?

—Quizá esta tarde. Preguntaré por ahí para ver quién puede ayudarnos —contestó Jondalar.

—Saludos, Ayla y Jondalar —dijo una joven voz que les resultó familiar. Era la hermana menor de Lanoga, Trelara, de nueve años.

Al volverse, vieron a los seis niños salir del refugio de verano. Bologan se entretuvo para atar la cortina de la entrada y luego los alcanzó. Ni Tremeda ni Laramar estaban con ellos. Ayla sabía que los adultos usaban a veces el refugio, pero o bien se habían marchado antes o, más probablemente, no habían regresado la noche anterior. Ayla supuso que los niños iban al campamento principal con la esperanza de encontrar algo que comer. La gente solía preparar comida en exceso y por lo general había alguien dispuesto a darles las sobras. Puede que no siempre recibieran lo más selecto, pero rara vez se quedaban con hambre.

—Saludos, niños —contestó Ayla.

Todos sonrieron a excepción de Bologan, que intentaba mostrarse más serio. Al principio, cuando conoció a la familia, Ayla vio que Bologan, el mayor, se mantenía en la medida de lo posible a distancia de los suyos, prefiriendo relacionarse con otros chicos, sobre todo con los más alborotadores. Pero de un tiempo a esa parte, tenía la impresión de que actuaba de manera más responsable respecto a los niños menores, en particular su hermano, Lavogan, que tenía siete años. Y últimamente lo había visto varias veces con Lanidar, lo que se le antojó buena señal. Bologan se acercó a Jondalar con cierta timidez.

—Saludos, Jondalar —dijo, bajando la vista antes de volver a alzarla para mirarlo a la cara.

—Saludos, Bologan —respondió Jondalar, preguntándose qué lo inducía a dirigirse a él.

—¿Puedo pedirte una cosa? —preguntó Bologan.

—Naturalmente.

El chico metió la mano en un pliegue de la túnica, una especie de bolsillo, y sacó un vistoso cinturón de la virilidad.

—Ayer la Zelandoni habló conmigo y me dio esto. Me enseñó a atármelo, pero no consigo que me quede bien —explicó.

Tenía ya trece años, pensó Ayla a la vez que contenía una sonrisa. No había pedido ayuda a Jondalar explícitamente, pero este entendió qué quería. Por lo común, era el hombre del hogar de un muchacho quien le entregaba su cinturón de la virilidad, confeccionado casi siempre por la madre. Bologan pedía a Jondalar que ocupase el lugar del hombre que debería haber cumplido esa función.

Jondalar enseñó al joven a atarse el cinturón; a continuación, Bologan llamó a su hermano y partieron hacia el campamento principal, seguidos más despacio por los demás. Ayla los observó alejarse: Bologan, de trece años, junto con Lavogan, de siete; Lanoga, de once, con Lorala, de uno y medio, en la cadera; y Trelara, de nueve años, llevando de la mano a Ganamar, de tres. Recordó que le habían contado que uno había muerto a los cinco años. Aunque Jondalar y ella los ayudaban, como también otras varias personas de la Novena Caverna, los niños en esencia se criaban solos. Ni su madre ni el hombre de su hogar les prestaban mucha atención, ni hacían gran cosa para atenderlos. A Ayla le parecía que era Lanoga quien los mantenía unidos, aunque ahora, le alegraba ver, Trelara la ayudaba y Bologan participaba más.

Notó que Jonayla se movía en la manta de acarreo, ya a punto de despertarse. Se la desplazó de la espalda hacia delante y la sacó. Estaba desnuda, sin pañal. Ayla sostuvo a la niña ante sí mientras orinaba en el suelo. Jondalar sonrió. Ninguna otra mujer hacía eso con sus hijos, y cuando él le preguntó, Ayla le explicó que era una práctica habitual entre las madres del clan cuando los bebés tenían sus necesidades. Aunque no lo hacía siempre, desde luego le ahorraba tiempo con la limpieza y la recolección de materiales absorbentes. Y Jonayla empezaba a acostumbrarse: tendía a esperar a que la sacara para orinar.

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