Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Cada donier eligió un sonido, buscando un tono y un timbre que pudieran mantener cómodamente de manera prolongada. Cuando querían sostener un canturreo continuo, varios doniers empezaban a emitir su tono. La combinación podía ser o no armoniosa, eso daba igual. Antes de que el primer zelandoni se quedara sin aliento, se incorporaba otro, y luego otro, y otro, a intervalos irregulares. El resultado era una fuga monótona de tonos entrelazados que podía alargarse indefinidamente si había personas suficientes para permitir descansar a quienes necesitaban detenerse de vez en cuando.
Para Ayla era un sonido reconfortante, que estaba allí pero tendía a difuminarse en un segundo plano mientras su mente observaba escenas que sólo ella podía ver tras los párpados cerrados, visiones dotadas de la incoherencia lúcida de los sueños vívidos. Era como si soñara totalmente despierta. Al principio, cayó en el espacio negro cada vez a mayor velocidad; lo sabía a pesar de que el vacío permanecía inalterable. Se sentía aterrorizada y sola. Tremendamente sola. No existían los sentidos, ni el gusto, ni el oído, ni el olfato, ni la vista ni el tacto, y era como si nunca hubieran existido y no fueran a existir: sólo estaba allí su mente consciente, gritando.
Pasó una eternidad. De pronto, muy lejos, apenas perceptible, vio un resplandor tenue. Tendió la mano hacia él, intentó alcanzarlo. Cualquier cosa, lo que fuera, era mejor que nada. Con el esfuerzo, su velocidad aumentó, y la luz se expandió hasta convertirse en una mancha amorfa apenas visible, y por un instante se preguntó si su mente podría ejercer algún otro efecto en el estado en que se encontraba. La vaga luz se volvió más densa, hasta formar una nube, y se tiñó de colores, colores que le eran ajenos, con nombres desconocidos.
Se hundió en la nube, precipitándose en ella, cada vez más deprisa, y de pronto salió por la parte de abajo. Un paisaje extrañamente familiar, constituido de formas geométricas repetitivas, apareció bajo ella: cuadrados y ángulos agudos, brillantes, resplandecientes, llenos de luz, que se reiteraban, que se elevaban. En su mundo natural conocido no existía nada de formas tan rectas y definidas. Allí, en ese peculiar y extenso lugar, por donde corrían animales extraños a lo lejos, unas cintas blancas ondeaban en el suelo.
Al acercarse, vio gente, una muchedumbre que bullía y se agitaba; todos la señalaban con el dedo. «Túúú, túúú, túúú», decían, casi con un canturreo. Vio una figura de pie, a solas. Era un hombre, un hombre de espíritus mixtos. Ya más cerca, le pareció que le sonaba de algo, pero no acababa de reconocerlo. Al principio pensó que era Echozar, pero después le recordó a Brukeval, y la gente decía:
—Túúú, túúú eres la causante, túúú has traído el Conocimiento, has sido tú.
—¡No! —gritó su mente—. Ha sido la Madre. Ella me ha dado el Conocimiento. ¿Dónde está la Madre?
—La Madre se ha ido. Sólo queda el Hijo —contestó la gente—. Tú eres la causante.
Ayla miró al hombre y de pronto supo quién era, aunque el rostro quedaba entre las sombras y no lo veía bien.
—No he podido evitarlo. Me maldijeron. Tuve que abandonar a mi hijo. Broud me obligó a marcharme —dijo a gritos su voz insonora.
—La Madre se ha ido. Sólo queda el Hijo.
En el interior de su mente, Ayla frunció el entrecejo. ¿Qué significaba eso? De pronto el mundo bajo ella adquirió otra dimensión, pero seguía siendo amenazador y ultraterreno. La muchedumbre había desaparecido, y también las extrañas formas geométricas. Ahora era una pradera vacía, desierta, azotada por el viento. Aparecieron dos hombres, dos hermanos que nadie habría dicho que eran hermanos. Uno era alto y rubio como Jondalar; el otro, el mayor, supo Ayla, era Durc, aunque su rostro seguía entre las sombras. Los dos hermanos se dirigieron el uno hacia el otro, caminando desde direcciones opuestas, y a ella la asaltó una gran angustia, como si estuviera a punto de suceder algo espantoso, algo que debía evitar. Con repentino terror, supo que uno de sus hijos iba a matar al otro. Levantando el brazo en ademán de asestar un golpe, continuaron acercándose. Con un enorme esfuerzo, Ayla tendió las manos hacia ellos.
De pronto apareció Mamut y la retuvo.
—No es lo que piensas —dijo—. Es un símbolo, un mensaje. Observa y espera.
Un tercer hombre apareció en la estepa azotada por el viento. Era Broud, que la miraba con inquina. Los primeros dos hombres se juntaron y se volvieron hacia Broud.
—Maldito sea, maldito sea, maldito sea, que la muerte recaiga en él —instó Durc con su lenguaje de signos.
«Pero es tu padre, Durc«, pensó Ayla con muda aprensión. «No deberías ser tú quien lo maldiga.»
—Ya ha sido maldecido —señaló el otro hijo—. Lo maldijiste tú, tú te quedaste con la piedra negra. Todos han sido maldecidos.
—¡No! ¡No! —vociferó Ayla—. La devolveré. Todavía puedo devolverla.
—No puedes hacer nada, Ayla. Es tu destino —intervino Mamut.
Cuando Ayla se volvió hacia Mamut, Creb estaba a su lado.
—Tú nos diste a Durc —dijo el viejo Mog-ur con signos—. Ese también fue tu destino. Durc pertenece a los Otros, pero también es del clan. El clan está condenado, dejará de existir; sólo sobrevivirán los que son como tú, y los que son como Durc, los hijos de los espíritus mixtos. No muchos, quizá, pero suficientes. No será lo mismo, él acabará siendo como los Otros, pero algo es algo. Durc es hijo del clan, Ayla. Es el único hijo del clan.
Ayla oyó llorar a una mujer, y cuando miró hacia allí, la escena había vuelto a cambiar. Estaba todo a oscuras, y se hallaban en la profundidad de una cueva. A continuación se encendieron unos candiles y vio a una mujer que sostenía a un hombre en brazos. El hombre era su hijo, el alto y rubio, y cuando la mujer alzó la vista, Ayla, para su sorpresa, se vio a sí misma, pero no con claridad. Parecía su imagen reflejada. Un hombre se acercó y los miró. Ella levantó la vista y vio a Jondalar.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó él—. ¿Dónde está mi hijo?
—Se lo di a la Madre —respondió el reflejo de Ayla—. La Gran Madre Tierra lo quiso. Es poderosa. Ella me lo quitó.
De pronto Ayla oyó a la multitud y vio de nuevo aquellas extrañas formas geométricas.
—La Madre Tierra se debilita —canturreaban las voces—. Sus hijos no le hacen caso. Cuando dejen de honrarla, será aniquilada.
—No —gimió el reflejo de Ayla—. Si no la honramos, ¿quién nos alimentará? ¿Quién cuidará de nosotros? ¿Quién nos proveerá?
—La Madre se ha ido. Sólo queda el Hijo. Los hijos de la Madre ya no son niños. Han dejado atrás a la Madre. Tienen el Conocimiento, han alcanzado la mayoría de edad, como Ella sabía que ocurriría. —La mujer siguió llorando, pero ya no era Ayla. Era la Madre, que lloraba porque sus hijos se habían ido.
Ayla sintió que se la llevaban de la cueva; también ella sollozaba. Las voces se apagaron, como si canturrearan desde muy lejos. Empezó a moverse otra vez, muy por encima de una amplia pradera, salpicada de grandes manadas. Unos uros salían en estampida, y unos caballos galopaban para mantenerse a la par. Corrían bisontes y ciervos, así como íbices. Ayla se acercó y empezó a distinguir a los animales por separado, los que había visto al recibir la llamada a la zelandonia, y los disfraces que llevaban en la ceremonia al entregar el nuevo don de la Madre a sus Hijos, cuando recitó la última estrofa del Canto a la Madre.
Dos bisontes macho que se cruzaban a todo correr, dos grandes uros macho que avanzaban el uno hacia el otro, una enorme hembra que casi volaba por el aire, y otra que daba a luz, un caballo al final de un pasadizo que se caía por un precipicio, muchos caballos, la mayoría de colores marrones, rojos y negros, y Whinney con la piel manchada en el lomo y la cara, y dos cuernos semejantes a trazos.
La Zelandoni no acompañaba a Ayla en su viaje arcano interior, pero lo percibía y se sentía arrastrada hacia él. Tal vez si hubiese bebido más, habría podido ser transportada junto con Ayla y extraviarse en el enigmático paisaje inducido por la raíz. Aun así, perdió el control de sus facultades durante un rato, y tuvo sus propias dificultades.
Los zelandonia no sabían muy bien qué ocurría. Ayla les parecía inconsciente, y daba la impresión de que la Primera se hallaba en un estado muy distinto. No dormitaba exactamente, pero de pronto se quedaba como desmadejada y se le vidriaban los ojos igual que si contemplara algo invisible a lo lejos. Al cabo de un momento se erguía y decía cosas sin sentido. No parecía ejercer el menor control sobre el experimento, lo que por sí mismo era anormal, y desde luego no tenía control sobre sí misma, lo cual los ponía a todos muy nerviosos. Los que mejor la conocían se asustaron, pero prefirieron no transmitir su preocupación a los demás.
La Primera despertó con una sacudida, como por un acto de la voluntad.
—Frío… frío… —dijo, y de nuevo quedó desmadejada y se le vidriaron los ojos. Cuando volvió a despertar repentinamente, vociferó—: Tapad… piel… tapad a Ayla… frío… mucho frío. Dadle calor… —Y volvió a irse.
Habían llevado unos cuantos buenos cobertores, sólo porque siempre hacía frío en la cueva. Ya habían tapado a Ayla con uno, pero la Undécima decidió añadir otro. Cuando tocó a la joven sin querer, se sorprendió.
—Está fría, casi tanto como la muerte —dijo.
—¿Respira? —preguntó la Tercera.
La Undécima se inclinó y la examinó detenidamente, percibiendo un leve movimiento en el pecho y un ligerísimo aliento en la boca apenas abierta.
—Sí, respira. Pero es una respiración muy superficial.
—¿No crees que deberíamos preparar una infusión caliente? —preguntó el Quinto.
—Sí, creo que sí, para las dos —contestó la Tercera.
—¿Una infusión para estimular o para sedar? —preguntó el Quinto.
—No lo sé. Cualquiera de las dos puede provocar una reacción inesperada con la raíz —respondió la Tercera.
—Intentemos preguntárselo a la Primera. Ella es quien debe decidir —propuso la Undécima.
Sus compañeros asintieron. Los tres rodearon a la mujer corpulenta sentada en el taburete, encorvada hacia delante. La Tercera apoyó la mano en su hombro y la sacudió con delicadeza, y luego un poco más bruscamente. La Zelandoni despertó de golpe.
—¿Quieres una infusión caliente? —preguntó la Tercera.
—¡Sí! ¡Sí! —respondió la Primera, otra vez en voz alta, como si gritar la ayudara a mantenerse despierta.
—¿Le damos también a Ayla?
—Sí. ¡Caliente!
—¿Una infusión para estimular o para sedar? —preguntó la Undécima, también en voz alta. La Zelandoni de la Decimocuarta Caverna se acercó con arrugas de preocupación en la frente.
—Estimu… ¡No! —La Primera se interrumpió, haciendo un esfuerzo para concentrarse—. ¡Agua! ¡Sólo agua caliente! —dijo. Volvió a sacudirse, intentando mantenerse despierta—. ¡Ayudadme a levantarme!
—¿Seguro que podrás tenerte en pie? —preguntó la Tercera—. No vayas a caerte.
—¡Ayudadme a levantarme! Tengo que estar despierta. Ayla necesita… ayuda. —Empezó a desmadejarse otra vez, y se sacudió violentamente—. Ayudadme a ponerme de pie. Calentad… agua. Nada de infusiones.
La Tercera, la Undécima y la Decimocuarta se agolparon en torno a la mujer corpulenta Que Era la Primera Entre Quienes Servían a La Madre, y con cierto esfuerzo la pusieron de pie. Ella se tambaleó, apoyó todo su peso en dos de las zelandonia y sacudió la cabeza. Cerró los ojos y su rostro adquirió una expresión de concentración intensa. Cuando los abrió, tenía los dientes apretados en un gesto de determinación, pero ya no se tambaleaba.
—Ayla está metida en un apuro —dijo—. La culpa es mía. Debería haberlo sabido. —Todavía le costaba concentrarse, pensar con claridad, pero estar de pie y moverse la ayudaba, como también el agua caliente, aunque sólo fuera porque le daba calor. Sentía frío, un frío intenso, estaba aterida de frío, y supo que no se debía sólo a la cueva—. Demasiado frío. Movedla. Necesita fuego. Calor.
—¿Quieres que saquemos a Ayla de la cueva? —preguntó la Decimocuarta.
—Sí. Demasiado frío.
—¿Debemos despertarla? —preguntó la Undécima.
—No creo que podáis —respondió la Primera—, pero intentadlo.
Primero probaron a sacudirla con delicadeza, después con mayor brusquedad. Ayla no se movió. Intentaron hablarle, luego gritarle, pero no consiguieron despertarla.
La Zelandoni de la Tercera preguntó a la Primera:
—¿Seguimos canturreando?
—¡Sí! ¡Canturread! ¡No paréis! ¡Es lo único que tiene! —respondió a voz en cuello la Zelandoni Que Era la Primera.
Los zelandonia de más alto rango dieron instrucciones. De pronto se desencadenó una actividad febril. Varias personas salieron de la cueva a toda prisa y corrieron hacia el alojamiento de la zelandonia, algunos para avivar el fuego a fin de calentar agua, otros para coger una litera y sacar a la joven de la cueva. Los demás reanudaron el canturreo con fervor.
Varias personas se hallaban cerca del alojamiento de la zelandonia. Un poco más tarde ese mismo día estaba prevista una reunión de las parejas que pensaban atar el nudo en la segunda ceremonia matrimonial, y unas cuantas ya habían empezado a congregarse allí. Folara y Aldanor se encontraban entre ellos. Cuando varios zelandonia llegaron corriendo al alojamiento, Folara y Aldanor cruzaron una mirada de preocupación.
—¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantas prisas? —quiso saber Folara.
—Es la zelandoni nueva —contestó un joven, uno de los acólitos más recientes.
—¿Te refieres a Ayla? ¿A la Zelandoni de la Novena? —preguntó Folara.
—Sí. Ha preparado una bebida especial con raíz, y la Primera ha dicho que debíamos sacarla de la cueva porque hace demasiado frío. No se despierta —respondió el acólito.
Oyeron un revuelo y se volvieron para mirar. Un par de doniers jóvenes y fuertes ayudaban a la Primera a regresar desde la cueva. Le costaba mantener el equilibrio y caminar sin trompicones. Folara nunca había visto a la Zelandoni andar con paso tan inestable. La invadió una súbita aprensión. La Que Era la Primera siempre se mostraba muy segura de sí misma, imperturbable. Pese a su corpulencia, normalmente se movía con aplomo y soltura. Para la joven ya había sido bastante duro ver debilitarse a su madre. Ahora la aterraba ver a alguien a quien siempre había considerado una fuerza inquebrantable, un baluarte de seguridad y fortaleza, mostrar de pronto semejante debilidad.