La tierra de las cuevas pintadas (117 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—No es complicado, Zelandoni —respondió Ayla—. Básicamente se reduce a masticar bien las raíces hasta dejarlas como una pulpa y entonces se escupen en un cuenco con agua. Pero cuesta masticarlas y se tarda mucho, y la persona que las prepara no debe tragar el jugo. Es posible que el jugo que se acumula en la boca sea un ingrediente necesario.

—¿Nada más? Yo diría que si se toma una cantidad pequeña, como se hace cuando uno prueba cualquier cosa nueva, no debería ser muy peligroso —comentó la Zelandoni.

—Además, el clan sigue unos rituales. La curandera que prepara la raíz para los Mog-ures antes debe purificarse, bañarse en un río con raíz jabonosa, y no debe estar vestida. Iza me explicó que lo hacían así para que la mujer estuviera inmaculada y al descubierto, sin esconder nada; así no contaminaba a los hombres santos, los mogures. El Mog-ur, Creb, con pintura roja y negra me hizo dibujos en el cuerpo, en particular círculos en torno a las partes íntimas femeninas, para aislarlas, creo —contó Ayla—. Para el clan, es una ceremonia muy sagrada.

—Podríamos usar la cueva nueva que encontraste. Es un lugar muy sagrado, e íntimo. Sería una buena manera de emplearla —propuso la Primera—. ¿Algo más?

—No, sólo que cuando probé la raíz con Mamut, se aseguró de que la gente del Campamento del León no dejara de canturrear para que tuviéramos algo a qué aferrarnos, algo que nos mantuviera en contacto con este mundo y nos ayudara a encontrar el camino de vuelta. —Vaciló, bajó la mirada hacia el vaso vacío y añadió en un susurro—: Según Mamut, es posible que Jondalar nos ayudara a volver, no sé cómo.

—Nos aseguraremos de que todos los zelandonia estén allí. Se les da muy bien el canturreo continuo. ¿Hay que cantar algo en concreto? —quiso saber la Primera.

—No lo creo. Basta con que sea algo conocido —respondió Ayla.

—¿Cuándo debería hacerse? —preguntó la Zelandoni, con mayor entusiasmo del que se esperaba.

—No creo que eso importe.

—¿Mañana por la mañana? ¿En cuanto lo tengamos todo listo?

Ayla se encogió de hombros, como si le diera igual, y en ese momento así era.

—Es un día tan bueno como cualquier otro, supongo —contestó.

Capítulo 39

Jondalar estaba tan angustiado y lleno de desesperación como Ayla. Había eludido a todo el mundo en la medida de lo posible desde la gran ceremonia celebrada para comunicar a los zelandonii la función de los hombres y la razón por la que habían sido creados. Guardaba sólo un vago recuerdo de algunos momentos de esa noche. Sí se acordaba de que le había destrozado la cara a Laramar a puñetazos, y no podía borrar de su memoria la imagen de aquel hombre agitándose encima de Ayla. Cuando despertó al día siguiente, sentía la cabeza a punto de estallar, seguía un poco mareado y tenía náuseas. No recordaba haberse encontrado nunca tan mal, y se preguntó qué contenían las bebidas que había consumido.

Danug se hallaba a su lado, y Jondalar tenía la sensación de que estaba en deuda con él, pero no sabía por qué. Le hizo alguna que otra pregunta, intentando llenar las lagunas. Cuando Jondalar se enteró de lo que había hecho, empezó a recordar todo lo sucedido y se horrorizó, reconcomiéndose de remordimientos y vergüenza. Laramar nunca había sido de su agrado, pero nada de lo que ese hombre había hecho podía ser tan espantoso como lo que Jondalar le había hecho a él. Se detestaba tanto a sí mismo que era incapaz de pensar en otra cosa. Estaba seguro de que los demás sentían lo mismo hacia él, y no le cabía duda de que Ayla ya no podía seguir queriéndolo. ¿Cómo podía quererse a una persona tan despreciable?

Una parte de él deseaba dejarlo todo atrás y marcharse, lo más lejos posible, pero algo lo retenía. Se dijo que debía arrostrar su castigo, o al menos saber en qué consistiría y reparar el daño causado de algún modo, pero era más aún la sensación de tener una tarea pendiente y no poder irse dejando las cosas así, sin resolver. Y en lo más hondo de su ser no sabía hasta qué punto sería capaz de abandonar a Ayla y Jonayla. No soportaba la idea de no verlas nunca más, y en el peor de los casos, se conformaría con verlas sólo de lejos.

El dolor, la culpabilidad y la desesperación se arremolinaban en su cabeza. No se le ocurría ningún camino para volver a encauzar su vida, y cada vez que veía a alguien, estaba seguro de que lo miraba con el mismo asco y el mismo desprecio que sentía él por sí mismo. Parte de esos reproches se debía a que, pese a lo deplorable que había sido su comportamiento y a lo mucho que se avergonzaba, cada vez que cerraba los ojos e intentaba dormir por la noche, veía a Laramar encima de Ayla y lo embargaban la misma ira y frustración que se habían adueñado de él entonces. En el fondo sabía que, en las mismas circunstancias, volvería a actuar igual.

Jondalar no hacía más que dar vueltas a sus problemas. Apenas podía pensar en otra cosa. Era una comezón permanente, como cuando uno se rasca la costra de un pequeño corte, sin dejarlo cicatrizar, empeorándolo cada vez más hasta que se convierte en una infección supurante. En su empeño por eludir a la gente, empezó a dar largos paseos, normalmente por la orilla del Río, corriente arriba. Cada vez se alejaba un poco más, tardaba un poco más, pero siempre llegaba un momento en que ya no podía seguir y tenía que dar media vuelta y regresar. A veces iba a buscar a Corredor y en lugar de bordear el río, atravesaba la pradera abierta a caballo. Se resistía a hacerlo con demasiada frecuencia porque era entonces cuando se sentía más tentado de seguir adelante, pero ese día le apetecía montar y poner cierta distancia entre él y el campamento.

En cuanto despertó del todo, Ayla se levantó y fue al Río. No había dormido bien; al principio estaba demasiado tensa e inquieta para conciliar el sueño, y luego interrumpieron su reposo pesadillas que apenas recordaba, pero que le dejaron una sensación de desasosiego. Pensó en lo que debía hacer para reproducir la ceremonia del clan de la manera más precisa posible. Mientras buscaba raíz jabonosa para purificarse, también permanecía atenta por si veía un nódulo de pedernal o incluso un trozo sobrante de buen tamaño. Quería confeccionar una herramienta de corte como las del clan a fin de recortar un trozo de cuero y elaborar un amuleto del clan.

Cuando llegó a la desembocadura del riachuelo en el Río, dobló para seguir su curso en lugar de bordearlo. Tuvo que caminar un buen trecho aguas arriba hasta encontrar unas cuantas plantas de raíz jabonosa en el bosque detrás del campamento de la Novena Caverna. Era el final de la estación y ya las habían arrancado casi todas. Además, la variedad que encontró no era la misma que usaba el clan, y quería celebrar el ritual como era debido. Aunque en todo caso, siendo ella mujer, nunca equivaldría a una ceremonia del clan. Sólo los hombres del clan consumían las raíces. La función de la mujer consistía únicamente en prepararlas. Al agacharse para arrancar las plantas, le pareció vislumbrar a Jondalar en el bosque, bordeando el riachuelo, pero cuando se irguió, ya no lo vio y se preguntó si habrían sido imaginaciones suyas.

El corcel se alegró de ver a Jondalar. Los demás caballos también, pero él prefirió no llevarlos. Le apetecía una larga cabalgada a solas. Cuando llegaron a las llanuras abiertas, Jondalar azuzó el caballo para que emprendiera una veloz carrera por los campos. Corredor parecía deseoso de estar a la altura de su nombre. A Jondalar le traía sin cuidado qué dirección seguían, o dónde estaban. De pronto se vio literalmente arrancado de sus sombrías reflexiones por un potente y agresivo relincho, sumado a un sonido de cascos, y notó que su montura se encabritaba. Se hallaban en una pradera, en medio de una manada de caballos. Sólo gracias a sus años de experiencia como jinete y la rapidez de sus reflejos evitó caerse al suelo. Se echó hacia delante y, agarrándose con una mano a las crines erizadas del caballo de las estepas, se sujetó con firmeza en un intento de tranquilizar al corcel y recuperar el control. Aunque Corredor era un animal sano, en la flor de la vida, nunca había tenido la experiencia de convivir con la manada auxiliar de machos que permanecía en torno a la manada principal, formada por las hembras y sus crías, hecho que obligaba al semental de la manada a estar siempre en guardia y listo para defender a los suyos. Tampoco había participado en las peleas a modo de juego con otros machos jóvenes en sus primeros años, pero por instinto estaba listo para enfrentarse a los machos de una manada.

Lo primero que pensó Jondalar fue que debía alejar a su caballo lo máximo posible de la manada, y cuanto antes, pero tuvo considerables dificultades para obligarlo a girar y dirigirlo hacia el campamento. Cuando Corredor se tranquilizó y por fin cabalgaban de regreso con paso uniforme, Jondalar empezó a preguntarse si era justo mantener al viril corcel alejado de los demás caballos, y por primera vez se planteó seriamente la posibilidad de dejarlo en libertad. Todavía no estaba listo para renunciar a él, pero empezó a reconsiderar los largos paseos que daba a solas con el corcel zaino.

En el camino de vuelta, volvió a sentirse taciturno e introspectivo. Recordó el día de la gran reunión, y cuando vio a Ayla sentada rígidamente mientras Brukeval la injuriaba. Anheló consolarla, obligar a Brukeval a callar, decirle que se equivocaba. Había entendido a la perfección las explicaciones de la Zelandoni, que de hecho ya había oído casi íntegramente a través de Ayla y estaba más predispuesto que la mayoría a aceptarlas. Lo que era nuevo para él era el nombre asignado a la relación —«padre», abreviación de partícipe y madre—, y pensó en las últimas palabras de la Zelandoni: que los hombres debían poner el nombre a los niños, que los padres darían nombre a sus hijos varones. Repitió la palabra para sus adentros. Padre. Él era un padre. Era el padre de Jonayla.

¡No era digno de ser el padre de Jonayla! Sería una deshonra para ella decir que él era su padre. Había estado a punto de matar a un hombre con los puños. A no ser por Danug, habría acabado con él. Ayla había perdido un hijo hallándose sola en los túneles profundos de la cueva de la Roca de la Fuente, y él no estaba allí para ayudarla. ¿Y si el niño que había perdido era varón? Si no lo hubiese perdido y hubiese sido varón, ¿le habría puesto él el nombre? ¿Qué se sentía cuando se decidía el nombre de un niño?

¿Qué más daba? Nunca podría poner el nombre a un niño. Nunca tendría más hijos. Había perdido a su compañera, se vería obligado a marcharse de su hogar. Cuando la Zelandoni dio por concluida la reunión, él eludió las conversaciones de los demás y regresó a toda prisa al alojamiento alejado para no tener que ver a Ayla, ni a Jonayla.

Se sentía igual al día siguiente cuando los demás ocupantes del alojamiento alejado se marcharon al campamento lanzadonii para el gran banquete, pero una vez a solas no podía dejar de pensar en sus muchos errores. Al final, ya no soportaba quedarse dentro del alojamiento, dando vueltas y más vueltas a lo mismo, culpándose, reprochándose, castigándose. Salió y se dirigió hacia el Río para dar otro largo paseo. Desde que había estado a punto de toparse con un semental al cruzarse con la manada de yeguas, Corredor parecía más excitable y Jondalar decidió no montarlo. Cuando se echó a caminar río arriba, se sorprendió al ver a Lobo. Jondalar se alegró y se detuvo para saludarlo, rodeándole el cuello, ahora con el pelaje más espeso y exuberante.

—¡Lobo! ¿Qué te trae por aquí? ¿Tú también te has cansado de tanto barullo y conmoción? Pues si me acompañas, por mí encantado —dijo con entusiasmo. El animal respondió con un suave gruñido de placer.

Lobo llevaba todos esos días pendiente de Jonayla, después de haber permanecido alejado de ella tanto tiempo, y pendiente también de Ayla, que había sido su foco de atención principal desde el día en que ella sacó de su guarida fría y solitaria al cachorro asustado de cuatro semanas, y por consiguiente no había pasado mucho tiempo en compañía del tercer humano a quien consideraba miembro esencial de su manada. Después de comer las sobras del banquete, Lobo, ya de camino hacia el campamento de la Novena Caverna, vio a Jondalar que se dirigía al Río y echó a correr hacia él, por delante de Jonayla. Se volvió para mirarla y gimió.

—Ve, Lobo —dijo la niña, indicándole con una seña que siguiera—. Vete con Jondalar.

Jonayla había reparado en la profunda tristeza de Jondalar, y era más que consciente de que su madre estaba igual de apenada, pese a que intentaba disimularlo. No sabía exactamente qué era, pero se daba cuenta de que pasaba algo terrible y sentía un espantoso nudo en el estómago. Su mayor deseo era que su familia volviera a estar junta, y eso incluía a Thona y Wimar, y también a Lobo y los caballos. «Tal vez Jondy necesita verte, Lobo, y estar contigo, como he estado yo», se dijo Jonayla.

Ayla había estado pensando en Jondalar, o más exactamente en ir a la charca en el riachuelo para su baño ceremonial, y eso la llevó a pensar en Jondalar. Deseaba la quietud y la intimidad de ese lugar aislado para la limpieza purificadora, pero había sido incapaz de volver allí desde que sorprendió a Jondalar con Marona. Le constaba que en esa zona había pedernal —Jondalar había encontrado—, pero no vio, y dudaba que le diera tiempo de buscar más lejos. Sabía que Jondalar siempre guardaba unos cuantos trozos, pero ni siquiera se planteó pedirle uno. Él no quería hablar con ella. Tendría que apañárselas con un cuchillo zelandonii y un punzón para cortar el cuero y abrir los agujeros en el borde para enhebrar el cordón, aunque también eso implicara desviarse de las costumbres del clan.

Encontró una roca plana, la acercó a la charca del riachuelo y luego, con otra piedra más redondeada, machacó los ingredientes jabonosos y espumosos de la planta, mezclados con un poco de agua. A continuación se adentró en las serenas aguas remansadas en el lado curvo de la charca y se vertió la espuma resbaladiza en la piel. La parte inferior del cuerpo enseguida se le aclaró cuando se apartó de la orilla para enjuagarse. Hundió la cabeza bajo el agua, nadó un poco y luego volvió a la orilla para lavarse el pelo. Mientras se bañaba, pensó en el clan.

Recordaba su infancia en el clan de Brun como un período de paz y seguridad, con Iza y Creb allí para quererla y cuidarla. Todos sabían desde su nacimiento qué se esperaba de ellos, y no se hacía la menor concesión a las desviaciones. Los roles se definían claramente. Todos sabían dónde encajaban, cuál era su rango, su cometido y su lugar. La vida era estable y segura. No tenían que preocuparse de ideas nuevas que cambiaran las cosas.

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