La tierra de las cuevas pintadas (118 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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¿Por qué tuvo que ser ella quien introdujo cambios que afectaban a todos? ¿Cambios que llevaron a algunos a odiarla? En retrospectiva, su vida con el clan le parecía tranquilizadora; se preguntó por qué había luchado tanto contra las restricciones. Ahora el orden en la vida del clan la atraía. Una vida estrictamente regulada proporcionaba cierta seguridad reconfortante.

Así y todo, se alegraba de haber aprendido a cazar, pese a contravenir las tradiciones del clan. Era mujer, y las mujeres del clan no cazaban, pero si no hubiera sabido hacerlo, ahora no estaría viva; y sin embargo, cuando se enteraron, estuvo a punto de morir precisamente por eso. La primera vez la maldijeron, y Brun la expulsó del clan, limitando el tiempo a una luna. Era a principios del invierno y todos creyeron que moriría, pero lo mismo que provocó la maldición, la caza, le salvó la vida. «Tal vez debería haber muerto entonces», pensó.

Volvió a desafiar las costumbres del clan cuando huyó con Durc, pero no podía exponer a su hijo recién nacido a los elementos y los carnívoros sólo porque ellos creyeran que era deforme. Brun, pese a la oposición de Broud, los perdonó. Broud nunca le había puesto las cosas fáciles. Cuando se convirtió en jefe y la maldijo, fue para siempre y sin ninguna razón, y entonces se vio obligada a abandonar definitivamente el clan. También en esa ocasión la salvó la caza. Jamás habría sobrevivido en el valle si no hubiese sido cazadora y si no hubiese sabido que podía vivir sola si era necesario.

Al volver al campamento, Ayla seguía pensando en el clan, y en cómo preparar debidamente los rituales relacionados con las raíces. Vio a Jonayla sentada con Proleva y Marthona. Estas la saludaron con la mano y le indicaron que se acercara.

—Ven a comer algo —dijo Proleva.

Lobo, cansado de pasear con el hombre melancólico, que no hacía más que ir a rastras de un lado a otro, había regresado en busca de Jonayla. Tumbado al otro lado de la hoguera royendo un hueso, alzó la vista. Ayla se encaminó hacia ellos. Abrazó a su hija, la apartó de sí por un momento, la contempló con extraña tristeza y volvió a estrecharla, casi demasiado fuerte.

—Tienes el pelo mojado, madre —dijo Jonayla, revolviéndose para zafarse de ella.

—Acabo de lavármelo —respondió Ayla, acariciando al lobo, que se había acercado para saludarla. Cogió la hermosa cabeza del animal entre sus manos, lo miró a los ojos y lo abrazó con fervor. Cuando se levantó, el lobo alzó la vista y la miró como si esperara algo de ella. Ayla se dio unas palmadas en el pecho, casi a la altura de los hombros. Lobo se irguió sobre las patas traseras, apoyó las delanteras en los hombros de Ayla, le lamió el cuello y la cara y le rodeó delicadamente la barbilla con los dientes, reteniéndola así por un instante. Cuando la soltó, Ayla le devolvió la señal lobuna de pertenencia a la manada, cogiéndole el hocico con los dientes por un momento. Llevaba tiempo sin hacerlo y le pareció que Lobo quedó complacido.

Cuando Lobo volvió a poner las patas delanteras en el suelo, Proleva, que contenía la respiración, dejó escapar un suspiro. Por mucho que la hubiera visto, esa clase de conducta por parte de Ayla le resultaba inquietante. Ver a la mujer exponer el cuello a los dientes del enorme lobo siempre la ponía nerviosa, y tomaba conciencia de que ese animal amigable y bien educado era un poderoso carnívoro que podía matar sin mayor dificultad a cualquiera de los humanos con quienes se mezclaba tan libremente.

Tras volver a respirar tranquila y disiparse sus temores, Proleva comentó:

—Sírvete, Ayla. Hay comida en abundancia. La de esta mañana ha sido muy fácil de preparar. Quedaban muchas sobras de ayer. Me alegro de que decidiéramos organizar un banquete con los lanzadonii. Fue un placer trabajar con Jerika y Joplaya, y otras mujeres. Ahora tengo la impresión de que las conozco mejor.

Ayla sintió una punzada de pesar. Lamentó haber estado tan ocupada con la zelandonia; le habría gustado participar en los preparativos del banquete. Una buena manera de conocer a la gente era trabajar con ella. Otro obstáculo había sido el hecho de estar tan abstraída en sus problemas; al fin y al cabo, habría podido ir antes, pensó mientras cogía uno de los vasos de más, a disposición de quienes se olvidaban los suyos, y lo hundía en la gran caja de madera ranurada para servirse una infusión de manzanilla. Lo primero que se preparaba por la mañana era siempre una infusión.

—El uro está especialmente bueno y jugoso, Ayla. Los animales ya han empezado a acumular la grasa del invierno, y Proleva acaba de recalentarlo. Debes probarlo —instó Marthona al advertir que Ayla no cogía comida—. Los platos están ahí. —Señaló una pila de objetos de distintos tamaños pero casi todos planos, de madera, hueso y marfil, empleados como platos.

Los árboles talados y partidos para leña a menudo dejaban grandes astillas que podían recortarse y desbastarse con facilidad para confeccionar platos y fuentes; los huesos de diversos ciervos, bisontes y uros, en concreto los omóplatos y las pelvis, se reducían toscamente a un tamaño razonable con el mismo fin. Los colmillos de mamut podían fragmentarse, como el pedernal, pero extrayendo escamas de mucho mayor tamaño, empleadas también como platos.

Al marfil de mamut incluso podía dársele forma previamente grabando un surco circular con un cincel. A continuación, valiéndose del extremo macizo de un asta o un cuerno, aplicaban la punta de este en el ángulo oportuno sobre el surco circular; con práctica y un poco de suerte, golpeaban el lado romo del cuerno con un mazo de piedra hasta desprender un redondel de marfil a partir del surco previamente grabado. Dichos redondeles de marfil, con una superficie exterior lisa y un poco cóncava, podían emplearse para más cosas además de como platos, y a veces se grababan en ellos imágenes decorativas.

—Gracias, Marthona, pero tengo que ir a buscar un par de cosas e ir a ver a la Zelandoni —dijo Ayla. De pronto se detuvo y se agachó delante de la mujer de mayor edad, que estaba sentada en un pequeño taburete de junco, hojas de anea y ramas flexibles tejidas—. Quiero darte las gracias con toda sinceridad por tratarme tan amablemente desde el día que llegué. No recuerdo a mi propia madre, sino sólo a Iza, la mujer del clan que me crio, pero me gusta pensar que mi verdadera madre se habría parecido a ti.

—Tú eres como una hija para mí, Ayla —contestó Marthona, más conmovida de lo que habría esperado—. Mi hijo ha tenido suerte de encontrarte. —Cabeceó ligeramente—. A veces me gustaría que se pareciese más a ti.

Ayla la abrazó y se volvió hacia Proleva.

—También a ti te doy las gracias, Proleva. Has sido una buena amiga, y te agradezco, más de lo que puedo expresar, lo mucho que cuidaste de Jonayla cuando tuve que quedarme en la Novena Caverna, y cuando he estado ocupada estos últimos días. —También abrazó a Proleva—. Ojalá Folara estuviera aquí, pero sé el trasiego que suponen los preparativos de una ceremonia matrimonial. Creo que Aldanor es buen hombre, y me alegro mucho por ella. Ahora tengo que irme —dijo de pronto. Se volvió para abrazar a su hija de nuevo y se marchó a toda prisa a su alojamiento con los ojos empañados por las lágrimas.

—¿Y eso por qué lo ha dicho? —preguntó Proleva.

—Si no fuera por lo absurdo que parece, casi diría que estaba despidiéndose —respondió Marthona.

—¿Madre se va a algún sitio, Thona? —quiso saber Jonayla.

—No lo creo. O al menos a mí nadie me ha dicho nada.

Ayla se quedó un rato en el alojamiento de verano preparándolo todo. Primero recortó una forma aproximadamente circular en una piel procedente del vientre del ciervo rojo que ella había llevado a la Reunión de Verano. Había encontrado la suave gamuza el día anterior doblada entre sus pieles de dormir. Cuando le preguntó a Jonayla quién había curtido el cuero, esta le contestó: «Todo el mundo».

El cordaje —las cuerdas de fibras, los cordeles, las hebras, los resistentes tendones y las tiras de cuero, todos de diversos tamaños siempre era útil, y fácil de hacer sin pensar mucho en ello cuando ya se conocía la técnica. La mayoría de la gente confeccionaba esas cosas mientras charlaba o escuchaba historias, utilizando materiales que iba reuniendo a medida que los encontraba. Así pues, siempre había cordaje a mano y a disposición de todos. Ayla cogió una tira de cuero y una cuerda larga, fina y flexible, que colgaban de unas estaquillas clavadas en los postes cercanos a la entrada. Después de recortar la forma circular en la zona del vientre, dobló el resto del cuero y luego enrolló la cuerda y la puso encima. Se colocó la tira de cuero alrededor del cuello para medir la longitud necesaria, añadió un poco más, y luego la pasó por los orificios que había hecho en el borde del círculo de piel.

Ya casi nunca se ponía su amuleto, ni siquiera el más nuevo. La mayoría de los zelandonii lucían collares, y resultaba incómodo colgarse al cuello simultáneamente una bolsa de cuero abultada y un collar. Así pues, solía llevar el amuleto en su bolsa de medicamentos, que tenía por costumbre prenderse del cinturón. No era una bolsa de medicamentos del clan. Había pensado varias veces en hacerse otra, pero nunca encontraba el momento. Tras aflojar el cordón que ceñía la bolsa de los medicamentos, buscó en su interior y sacó la pequeña bolsa adornada, su amuleto, que contenía objetos de formas extrañas. Desató los nudos y vació en su mano la peculiar colección de objetos. Eran los signos de su tótem, que representaban momentos trascendentales de su vida. La mayoría se los había entregado el espíritu del gran León Cavernario después de tomar ella una determinación vital para revelarle que era la decisión acertada, pero no todos.

El fragmento de ocre rojo, el primer objeto guardado en la bolsa, se había alisado por el desgaste. Se lo dio Iza cuando el clan la aceptó. Ayla lo metió en el amuleto nuevo. El pedazo de dióxido de manganeso negro que recibió al convertirse en curandera también se había desgastado después de tanto tiempo en la pequeña bolsa. El material rojo y negro empleado para colorear había dejado residuos en los demás objetos de la bolsa. Los minerales podían limpiarse con un simple cepillado, como el fósil de concha, el signo de su tótem que indicaba que la decisión de aprender a cazar pese a ser mujer había sido correcta.

«Debió de saber ya por entonces que necesitaría cazar para sobrevivir», pensó. «Mi León Cavernario incluso le dijo a Brun que debía dejarme cazar, aunque fuera sólo con la honda.» El disco de marfil de mamut, el talismán de caza que le entregaron al declararla la Mujer Que Caza, se había impregnado de colores y no podía limpiarse cepillándolo, en particular el rojo del ocre.

Cogió el trozo de pirita de hierro y se lo frotó contra la túnica. Era su signo preferido: señalaba que había hecho bien al huir con Durc. De lo contrario, el pequeño habría estado expuesto a toda clase de peligros y a nadie le habría importado porque lo consideraban deforme. Cuando se llevó al niño y lo escondió, a sabiendas de que también ella podía morir, obligó a Brun y a Creb a reflexionar.

El polvo coloreado se había adherido al cristal de cuarzo transparente pero sin teñirlo; ese era el signo cuyo hallazgo le reveló que había acertado al decidir no buscar más a su gente y quedarse un tiempo en el Valle de los Caballos. Siempre la inquietaba ver la piedra de manganeso negro. Volvió a cogerla y la sostuvo en el puño cerrado. Contenía el espíritu de todos los miembros del clan. Ayla había dado una parte de su espíritu a cambio de esa piedra; de ese modo, cuando salvaba la vida a alguien, esa persona no contraía una deuda con ella porque ella ya tenía una parte del espíritu de todos.

Cuando murió Iza, Creb, el Mog-ur, había cogido su piedra de curandera antes de enterrarla para que Iza no se llevara consigo a todo el clan al mundo de los espíritus, pero nadie le quitó la piedra a ella cuando Broud la maldijo condenándola a muerte. Goov llevaba poco tiempo en el cargo de Mog-ur, y fue tal el asombro de todos ante esa maldición que nadie se acordó de reclamársela, y ella se olvidó de devolverla. ¿Qué le sucedería al clan si ella aún conservaba la piedra cuando pasara al otro mundo?

Metió todos sus signos del tótem en la bolsa nueva, y supo que a partir de ese momento siempre los guardaría allí. Le pareció adecuado que sus signos del tótem del clan permanecieran en una bolsa amuleto del clan. Mientras ceñía la tira, se preguntó, como tantas veces, por qué nunca había recibido un signo de su tótem al decidir dejar a los mamutoi y marcharse con Jondalar. ¿Acaso ya se había convertido en hija de la Madre? ¿Le había dicho la Madre a su tótem que no necesitaba un signo? ¿Le habían dado un signo más sutil que no reconoció? La asaltó una idea nueva y más aterradora: ¿acaso se había equivocado en su decisión? La recorrió un escalofrío. Por primera vez en mucho tiempo, Ayla cerró la mano en torno al amuleto y en silencio suplicó protección al espíritu del Gran León Cavernario.

Cuando salió del alojamiento provisional, Ayla llevaba una piel de gamuza doblada, un morral de cuero en el que sobresalían numerosos bultos y su bolsa de medicamentos del clan. Ahora había varias personas más en torno a la fogata del campamento, y Ayla, al marcharse, las saludó con la mano, pero no usó el gesto habitual de despedida, el gesto de «volveré», con la palma hacia dentro, hacia sí, empleado para indicar una separación temporal y dar a entender que pronto se verían de nuevo. Había levantado la mano, con la palma hacia fuera, y la había movido ligeramente de un lado a otro. Marthona frunció el entrecejo al percibir la señal.

Cuando Ayla se encaminó aguas arriba por la orilla del riachuelo, tomando un atajo para ir a la cueva que había descubierto hacía unos años, se preguntó si debía seguir adelante con esa ceremonia. Sí, defraudaría a la Zelandoni, y también a los demás zelandonia que se preparaban para asistir, pero aquello era más peligroso de lo que pensaban. Cuando accedió a celebrar la ceremonia el día anterior, estaba tan deprimida que le daba igual si se perdía en el vacío negro, pero esa mañana se sentía mejor, sobre todo después del baño, y de ver a Jonayla, y a Lobo, además de Marthona y Proleva. Ahora ya no se sentía tan dispuesta a enfrentarse al vacío negro aterrador. Tal vez debía decir a la Zelandoni que había cambiado de parecer.

No había pensado en el peligro que la esperaba mientras se ocupaba de los preparativos preliminares, pero sí le había causado cierto malestar la imposibilidad de llevar a cabo todos los rituales como era debido. Ese era un aspecto muy importante en las ceremonias del clan, a diferencia de las que celebraban los zelandonii, más tolerantes con las desviaciones. Incluso la letra del Canto a la Madre presentaba ligeras variaciones en las distintas cavernas, lo que era uno de los temas de conversación preferidos entre los zelandonia, y eso tratándose de la Leyenda de los Ancianos más importante de todas.

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