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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (15 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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El acusado admitió residir desde entonces en la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, en calidad de inquilino. Reconoció asimismo a la familia Huanca Salaverría, a la que, dijo, había ofrecido varias veces pláticas iluminativas y buenas lecturas, sin haber tenido éxito por hallarse ellos, al igual que los otros inquilinos, muy intoxicados por las herejías romanas. Enfrentado al nombre de su presunta víctima, la niña Sarita Huanca Salaverría, dijo recordarla e insinuó que, por tratarse de una persona todavía en su tierna edad, no perdía las esperanzas de que enrumbara algún día por el buen camino. Puesto entonces en antecedentes de la acusación, Gumercindo Tello manifestó viva sorpresa, negando los cargos, para, un momento después (¿simulando una perturbación con miras a su futura defensa?) romper a reír muy contento diciendo que ésta era la prueba que le reservaba Dios para barometrar su fe y su espíritu de sacrificio. Añadiendo que ahora entendía por qué no había salido sorteado en el Servicio Militar, ocasión que él esperaba con impaciencia para, predicando con el ejemplo, negarse a vestir el uniforme y a jurar fidelidad a la bandera, atributos de Satán.—El capitán G. C. Enrique Soto le preguntó si estaba hablando en contra del Perú, a lo cual respondió el acusado que de ningún modo y que sólo se refería a asuntos de la religión. Y procedió entonces, de manera fogosa, a explicar al capitán Soto y a los guardias que Cristo no era Dios sino Su Testigo y que era falso, como mentían los papistas, que lo hubieran crucificado siendo así que lo habían clavado en un árbol y que la Biblia lo probaba. A este respecto les aconsejó leer "Despierta", quincenario que, por el precio de dos soles, sacaba de dudas sobre éste y otros temas de cultura y proporcionaba sano entretenimiento. El capitán Soto lo hizo callar, advirtiéndole que en el recinto de la Comisaría estaba prohibido hacer propaganda comercial. Y lo conminó a que dijera dónde se hallaba y qué hacía la víspera, a las horas en que Sarita Huanca Salaverría aseguraba haber sido violada y golpeada por él. Gumercindo Tello afirmó que esa noche, como todas las noches, había permanecido en su cuarto, solo, entregado a la meditación sobre el Tronco y sobre cómo, contra lo que hacía creer cierta gente, no era verdad que todos los hombres fueran a resucitar el día del Juicio Final, siendo así que muchos nunca resucitarían, lo que probaba la mortalidad del alma. Llamado al orden una vez más, el acusado pidió excusas y dijo que no lo hacía adrede, pero que no podía eximirse, a cada momento, de estar arrojando un poco de luz a los demás, ya que lo desesperaba ver en qué tinieblas vivía la gente. Y concretó que no recordaba haber visto a Sarita Huanca Salaverría esa noche ni tampoco la víspera, y rogó que en el parte se hiciera constar que, pese a haber sido calumniado, no guardaba rencor a esa muchacha y que incluso le estaba agradecido porque tenía sospechas de que a través de ella Dios quería probar la musculatura de su fe. Viendo que no sería posible obtener de Gumercindo Tello otras precisiones sobre los cargos formulados, el capitán G. C. Enrique Soto puso fin al interrogatorio y transfirió al acusado a la carceleta del Palacio de Justicia, a fin de que el juez instructor dé al caso el desarrollo que corresponda.

El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró el expediente, y, en la mañana aquejada de ruidos judiciales, reflexionó. ¿Los Testigos de Jehová? Los conocía. No hacía muchos años, un hombre que se movilizaba por el mundo en bicicleta había venido a tocar la puerta de su casa y a ofrecerle el periódico "Despierta", que él, en un momento de debilidad, había adquirido. Desde entonces, con una puntualidad astral, el Testigo había rondado su hogar, a distintas horas del día y de la noche, insistiendo en iluminarlo, abrumándolo con folletos, libros, revistas, de distinto espesor y temática, hasta que, incapaz de alejar de su morada al Testigo por los civilizados métodos de la persuasión, la súplica, la arenga, el magistrado había recurrido a la fuerza policial. De modo que era uno de estos impetuosos catequizadores el violador. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo que el caso se ponía interesante.

Era todavía media mañana y el magistrado, acariciando distraídamente el acerado y largo cortapapeles de empuñadura Tiahuanaco, que tenía en su escritorio como prenda del afecto de sus superiores, colegas y subordinados (se lo habían regalado al cumplir sus bodas de plata de abogado), llamó al secretario y le indicó que hiciera pasar a los declarantes.

Entraron primero los guardias Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha, quienes, con habla respetuosa, confirmaron las circunstancias del arresto de Gumercindo Tello y dejaron constancia de que éste, salvo negar los cargos, se había mostrado servicial, aunque un poco empalagoso con su manía religiosa. El Dr. Zelaya, los anteojos columpiándose sobre su nariz, iba redactando el acta mientras los guardias hablaban.

Pasaron después los padres de la menor, una pareja cuya avanzada edad sorprendió al magistrado: ¿cómo habían podido procrear hacía sólo trece años ese par de vejestorios? Sin dientes, con los ojos medio recubiertos por legañas, el padre, don Isaías Huanca, refrendó rápidamente el parte policial en lo que lo concernía y quiso saber después, con mucha urgencia, si Sarita contraería matrimonio con el señor Tello. Apenas hecha su pregunta, la señora Salaverría de Huanca, una mujer menuda y arrugada, avanzó hacia el magistrado y le besó la mano, a la vez que, con voz implorante, le pedía que fuera bueno y obligara al Sr. Tello a llevar a Sarita al altar. Costó trabajo al Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicar a los ancianos que entre las altas funciones que le habían sido confiadas, no figuraba la de casamentero. La pareja, por lo visto, parecía más interesada en desposar a la niña que en castigar el abuso, hecho que apenas mencionaban y sólo cuando eran urgidos a ello, y perdían mucho tiempo en enumerar las virtudes de Sarita, como si la tuvieran en venta.

Sonriendo para sus adentros, el magistrado pensó que estos humildes labradores —no había duda que procedían del Ande y que habían vivido en contacto con la gleba— lo hacían sentirse un padre acrimonioso que se niega a autorizar la boda de su hijo. Intentó hacerlos recapacitar: ¿cómo podían desear para marido de su hija a un hombre capaz de cometer estupro contra una niña inerme? Pero ellos se arrebataban la palabra, insistían, Sarita sería una esposa modelo, a sus cortos años sabía cocinar, coser y de todo, ellos eran ya viejos y no querían dejarla huerfanita, el Sr. Tello parecía serio y trabajador, aparte de haberse propasado con Sarita la otra noche nunca se lo había visto borracho, era muy respetuoso, salía muy temprano al trabajo con su maletín de herramientas y su paquete de esos periodiquitos que vendía de casa en casa. ¿Un muchacho que luchaba así por la vida no era acaso un buen partido para Sarita? Y ambos ancianos elevaban las manos hacia el magistrado: "Compadézcase y ayúdenos, señor juez".

Por la mente del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar flotó, nubecilla negra preñada de lluvia, una hipótesis: ¿y si todo fuera un ardid tramado por esta pareja para desposar a su vástaga? Pero el parte médico era terminante: la niña había sido violada. No sin dificultad, despidió a los testigos. Pasó entonces la víctima.

El ingreso de Sarita Huanca Salaverría iluminó el adusto despacho del juez instructor. Hombre que todo lo había visto, ante el cual, como victimarios o víctimas, habían desfilado todas las rarezas y psicologías humanas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sin embargo, que se hallaba ante un espécimen auténticamente original. ¿Sarita Huanca Salaverría era una niña? Sin duda, a juzgar por su edad cronológica, y por su cuerpecito en el que tímidamente se insinuaban las turgencias de la femineidad, y por las trenzas que recogían sus cabellos y por la falda y la blusa escolares que vestía. Pero, en cambio, en su manera de moverse, tan gatuna, y de pararse, apartando las piernas, quebrando la cadera, echando atrás los hombros y colocando las manitas con desenvoltura invitadora en la cintura, y, sobre todo, en su manera de mirar, con esos ojos profanos y aterciopelados, y de morderse el labio inferior con unos dientecillos de ratón, Sarita Huanca Salaverría parecía tener una experiencia dilatada, una sabiduría de siglos.

El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía un tacto extremado para interrogar a los menores. Sabía inspirarles confianza, dar rodeos para no herir sus sentimientos, y le era fácil, con suavidad y paciencia, inducirlos a trajinar escabrosos asuntos. Pero su experiencia esta vez no le sirvió. Apenas preguntó, eufemísticamente, a la menor si era cierto que Gumercindo Tello la molestaba desde hacía tiempo con frases maleducadas, Sarita Huanca se lanzó a hablar. Sí, desde que vino a vivir a la Victoria, a todas horas, en todos los sitios. Iba a esperarla al paradero del ómnibus y la acompañaba hasta la casa diciéndole: "Me gustaría chuparte la miel", "Tú tienes dos naranjitas y yo un platanito" y "por ti me estoy chorreando de amor". Pero no fueron estas alegorías, tan inconvenientes en boca de una niña, lo que caldeó las mejillas del magistrado y atoró la mecanografía del Dr. Zelaya, sino las acciones con que Sarita comenzó a ilustrar las acechanzas de que fuera objeto. El mecánico siempre estaba tratando de tocarla, aquí: y las dos manitas, elevándose, se ahuecaron sobre los tiernos pechos y dedicaron a calentarlos amorosamente. Y también aquí: y las manitas caían sobre las rodillas y las repasaban, y subían, subían, arrugando la falda, por los (hasta hacía poco impúberes) muslitos. Pestañeando, tosiendo, cambiando una veloz mirada con el secretario, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicó paternalmente a la niña que no era necesario ser tan concreta, que podía quedarse en las generalidades. Y también la pellizcaba aquí, lo interrumpió Sarita, tornándose de medio lado y alargando hacia él una grupa que súbitamente pareció crecer, inflarse, como un globo de espuma. El magistrado tuvo el presentimiento vertiginoso de que su oficina podía convertirse en cualquier momento en un templo de strip-tease.

Haciendo un esfuerzo para dominar el nerviosismo, el magistrado, con voz calma, incitó a la menor a olvidar los prolegómenos y a concentrarse en el hecho mismo de la violación. Le explicó que, aunque debía relatar con objetividad lo sucedido, no era imprescindible que se demorara en los detalles, y la exoneró de aquéllos que —y el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar carraspeó, con una pizca de embarazo— hirieran su pudor. El magistrado quería, de un lado, acortar la entrevista, y, de otro, adecentarla, y pensaba que, al referir la agresión erótica, la niña, lógicamente conturbada, sería expeditiva y sinóptica, cauta y superficial.

Pero Sarita Huanca Salaverría, al oír la sugestión del juez, como un gallito de pelea al olisquear la sangre, se enardeció, excedió, vertió íntegra en un soliloquio salaz y en una representación mímico-seminal que cortó la respiración del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar y sumió al Dr. Zelaya en un desasosiego corporal francamente indecoroso (¿y tal vez masturbatorio?). El mecánico había tocado la puerta así, y, al ella abrir, la había mirado así, y hablado así, y luego se había arrodillado así, tocándose el corazón así, y se le había declarado así, jurándole que la amaba así. Aturdidos, hipnotizados, el juez y el secretario veían a la niña-mujer aletear como un ave, empinarse como una danzarina, agacharse y alzarse, sonreír y enojarse, modificar la voz y duplicarla, imitarse a sí misma y a Gumercindo Tello, y, por fin, caer de hinojos y declarar (se, le) su amor. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar estiró una mano, balbuceó que bastaba, pero ya la víctima locuaz iba explicando que el mecánico la había amenazado con un cuchillo así, y se le había abalanzado así, haciéndola resbalar así y tirándose sobre ella así y cogiéndole la falda así, y en ese momento el juez —pálido, noble, mayestático, iracundo profeta bíblico— se incorporó en el asiento y rugió: “¡Basta! ¡Basta! ¡Suficiente!". Era la primera vez en su vida que levantaba la voz.

Desde el suelo, donde se había tendido al llegar al punto neurálgico de su gráfica deposición, Sarita Huanca Salaverría miraba asustada al índice que parecía fulminarla.

—No necesito saber más —repitió, más suavemente, el magistrado—. Ponte de pie, alísate la falda, vuelve donde tus padres.

La víctima se incorporó, asintiendo, con una carita descargada de todo histrionismo e impudor, niña de nuevo, visiblemente compungida. Haciendo venias humildes fue retrocediendo hasta la puerta y salió. El juez se volvió entonces al secretario y, con tono medido, nada irónico, le sugirió que dejara de teclear pues ¿no se daba cuenta acaso que el papel se había deslizado al suelo y que estaba escribiendo sobre el rodillo vacío? Granate, el Dr. Zelaya tartamudeó que lo ocurrido lo había perturbado. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar le sonrió:

—Nos ha sido dado presenciar un espectáculo fuera de lo común —filosofó el magistrado—. Esa niña tiene el demonio en la sangre y, lo peor, es que probablemente no lo sabe.

—¿Es eso lo que los norteamericanos llaman una Lolita, doctor? —intentó acrecentar sus conocimientos el secretario.

—Sin duda, una Lolita típica —sentenció el juez. Y poniendo al mal tiempo buena cara, lobo de mar irredimible que aun de los ciclones saca lecciones optimistas añadió:— Por lo menos, alegrémonos de saber que en este campo, el coloso del Norte no tiene la exclusiva. Esta aborigen puede pararle el macho a cualquier Lolita gringa.

—Se comprende que haya sacado de sus casillas al asalariado y que éste la violara —divagó el secretario—. Después de verla y oírla uno juraría que fue ella quien lo desvirgó.

—Alto ahí, le prohíbo esa clase de presunciones —lo reconvino el juez y el secretario palideció—. Nada de adivinanzas suspicaces. Que comparezca Gumercindo Tello.

Diez minutos después, cuando lo vio entrar al despacho, escoltado por dos guardias, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar comprendió inmediatamente que la catalogación del secretario era abusiva. No se trataba de un lombrosiano sino de algo, en cierto sentido, muchísimo más grave: de un creyente. Con un escalofrío nemotécnico que le erizó los vellos del pescuezo, el juez, al ver la cara de Gumercindo Tello, recordó la inmutable mirada del hombre de la bicicleta y la revista “Despierta" con el que había tenido pesadillas, esa mirada tranquilamente testaruda del que sabe, del que no tiene dudas, del que ha resuelto los problemas. Era un muchacho que sin duda no había cumplido aún los treinta años, y cuyo físico enteco, puro hueso y pellejo, pregonaba a los vientos el desprecio que le merecían la comida y la materia, con los cabellos cortados casi al rape, moreno y más bien bajo. Vestía un gris neblina, no dandy ni mendigo, sino medio pelo, seco ya pero muy arrugado por culpa de las bautismales zambullidas, una camisa blanca y unos botines con herrajes. Bastó un vistazo al juez —hombre de olfato antropológico— para saber que sus señas anímicas eran: discreción, sobriedad, ideas fijas, imperturbabilidad y vocación de espíritu. Con mucha crianza, apenas cruzó el umbral, deseó al juez y al secretario unos cordiales buenos días.

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