—O esa mujer —interrumpió Julia.
El ajedrecista la miró indeciso.
—No sé qué pensar. Algunas mujeres, juegan bien al ajedrez, pero son pocas… En este caso, las jugadas de nuestro adversario, o adversaria, muestran cierta crueldad, y yo diría que también una curiosidad algo sádica… Como el gato que juega con el ratón.
—Recapitulemos —Julia contaba con el índice sobre los dedos de una mano—: nuestro adversario es probablemente un hombre, y de forma más improbable una mujer, con una importante seguridad en sí mismo, de carácter agresivo, cruel, y con una especie de sadismo de
voyeur
. ¿Correcto?
—Creo que sí. También le gusta el peligro. Rechaza, eso salta a la vista, el clásico enfoque que relega al jugador de las piezas negras al papel defensivo. Además, tiene buena intuición sobre los movimientos del adversario… Es capaz de ponerse en lugar de otros.
César curvó los labios hasta modular un silencioso silbido de admiración y miró a Muñoz con renovado respeto. El ajedrecista había adoptado un aire distante, como si sus pensamientos derivaran otra vez lejos de allí.
—¿En qué piensa? —preguntó Julia.
Muñoz tardó un poco en responder.
—En nada especial… A menudo, sobre un tablero, la batalla no es entre dos escuelas de ajedrez, sino entre dos filosofías… Entre dos formas de concebir el mundo.
—Blancas y negras, ¿no es eso? —apuntó César como si recitara un viejo poema—. El bien y el mal, el cielo y el infierno, y todas esas deliciosas antítesis.
—Es posible.
Muñoz había hecho un gesto que confesaba su incapacidad para analizar la cuestión de un modo adecuadamente científico. Julia observó su frente despejada y sus grandes ojeras. La lucecita que tanto la fascinaba parecía encendida en los ojos cansados del jugador de ajedrez, y se preguntó cuánto faltaba para que se apagara de nuevo, como otras veces. Cuando el brillo estaba allí, sentía verdadero interés por adentrarse en su interior, por conocer al hombre taciturno que tenía ante sí.
—¿Y cuál es su escuela?
El ajedrecista pareció sorprendido por la pregunta. Hizo un gesto hacia su copa, deteniéndolo a la mitad, y la mano quedó sobre el mantel, inmóvil. La copa seguía intacta desde que, al comienzo de la comida, un camarero había servido el vino.
—No creo pertenecer a una escuela —respondió en voz baja; a veces daba la impresión de que hablar de sí mismo violentaba de forma intolerable su sentido del pudor—. Supongo que soy de los que consideran el ajedrez una forma de terapia… A veces me pregunto cómo se las arreglan ustedes, los que no juegan, para escapar de la locura o la melancolía… Como ya les dije una vez, hay gente que juega para ganar; como Alekhine, como Lasker, como Kasparov… Como casi todos los grandes maestros. También, supongo, como ese misterioso jugador invisible… Otros, Steinitz, Przepiorka, prefieren demostrar sus teorías o ejecutar brillantes movimientos… —dudó antes de continuar; era evidente que ya no podía evitar referirse a él mismo.
—En cuanto a usted… —lo ayudó Julia.
—En cuanto a mí, yo no soy agresivo, ni arriesgado.
—¿Por eso no gana nunca?
—En mi interior pienso que puedo ganar; que si me lo propongo no perderé una sola partida. Pero mi peor rival soy yo —se tocó la punta de la nariz, ladeando un poco la cabeza—. Una vez leí algo: el hombre no ha nacido para resolver el problema del mundo, sino para averiguar dónde está el problema… Tal vez por eso no pretendo resolver nada. Me sumerjo en la partida por la partida en sí, y a veces, cuando parece que estudio el tablero, lo que estoy es soñando despierto; divago sobre jugadas diferentes, de otras piezas, o voy seis, siete o más jugadas por delante de la que ocupa a mi adversario…
—Ajedrez en estado purísimo —precisó César, que parecía admirado, muy a su pesar, y lanzaba ojeadas inquietas a la forma en que Julia se inclinaba sobre la mesa para escuchar al ajedrecista.
—No lo sé —repuso Muñoz—. Pero eso le pasa a mucha gente que conozco. Las partidas pueden durar horas durante las que familia, problemas, trabajo, quedan, fuera, al margen… Eso es común a todos. Lo que pasa es que mientras unos lo ven como una batalla que han de ganar, otros lo vemos como una región de ensueño y combinaciones espaciales, donde victoria o derrota son palabras sin sentido.
Julia cogió el paquete de tabaco que tenía sobre la mesa, extrajo un cigarrillo y golpeó suavemente un extremo contra el cristal del reloj que llevaba en la cara interior de la muñeca. Mientras César se inclinaba para ofrecerle fuego, ella miró a Muñoz.
—Pero antes, cuando nos hablaba de batalla entre dos filosofías, se refería al asesino, al jugador negro. Esta vez sí parece usted interesado en ganar… ¿No?
La mirada del ajedrecista volvió a perderse en un lugar indeterminado del espacio.
—Supongo que sí. Esta vez quiero ganar.
—¿Por qué?
—Instinto. Yo soy un ajedrecista; un buen jugador. Alguien me está provocando, y eso obliga a centrar la atención en sus movimientos. La verdad es que no puedo elegir.
César sonrió, burlón, encendiendo también uno de sus cigarrillos con filtro dorado.
—Canta, oh musa —recitó, en tono de festiva parodia— la cólera del pelida Muñoz, que por fin decide abandonar su tienda… Nuestro amigo, por fin, se va a la guerra. Hasta ahora sólo oficiaba como una especie de asesor extranjero, así que celebro verlo, por fin, jurar bandera. Héroe
malgré lui
, pero héroe a fin de cuentas. Lástima —una sombra cruzó su frente, tersa y pálida— que se trate de una guerra endiabladamente sutil.
Muñoz miró con interés al anticuario.
—Es curioso que diga eso.
—¿Por qué?
—Porque el juego del ajedrez es, en efecto, un sucedáneo de la guerra; pero también algo más… Me refiero al parricidio —les dirigió una mirada insegura, como rogándoles que no tomasen demasiado en serio sus palabras—. Se trata de dar jaque al rey, ¿comprenden?… De matar al padre. Yo diría que, más que con el arte de la guerra, el ajedrez tiene mucho que ver con el arte del asesinato.
Un silencio helado recorrió la mesa. César observaba los labios ahora cerrados del ajedrecista mientras entornaba un poco los ojos, como si le molestase el humo de su propio cigarrillo; sostenía la boquilla de marfil en los dedos de la mano derecha, con el codo apoyado en la izquierda. Su mirada expresaba franca admiración, como si Muñoz acabase de abrir una puerta que insinuara misterios insondables.
—Impresionante —murmuró.
Julia también parecía magnetizada por el jugador de ajedrez, pero no le miraba la boca como César, sino los ojos. Mediocre e insignificante en apariencia, aquel hombre de grandes orejas y aire tímido y desaliñado sabía perfectamente de qué estaba hablando. En el laberinto misterioso cuya sola consideración hacía estremecerse de impotencia y miedo, Muñoz era el único que sabía interpretar los signos; que estaba en posesión de las claves para entrar y salir sin que lo devorase el Minotauro. Y allí, en el restaurante italiano, frente a los restos de lasaña fría que apenas había probado, Julia supo con certeza matemática, casi ajedrecística, que, a su manera, aquel hombre era el más fuerte de ellos tres. Su juicio no estaba empañado por prejuicios hacia el adversario, el jugador negro, el potencial asesino. Se planteaba el enigma con la misma frialdad egoísta y científica que Sherlock Holmes empleaba en resolver los problemas planteados por el siniestro profesor Moriarty. Muñoz no jugaría aquella partida hasta el final por un sentido de justicia; su móvil no era ético, sino lógico. Lo haría simplemente porque era un jugador a quien el azar había colocado de este lado del tablero, del mismo modo —y al pensarlo Julia se estremeció— que podía haberlo colocado del otro. Jugar con negras o blancas, comprendió, resultaba indiferente. Para Muñoz, la cuestión era, tan sólo, que por primera vez en su vida le interesaba una partida hasta el final.
Su mirada se cruzó con la de César, y supo que pensaba lo mismo. Y fue el anticuario quien habló suavemente, en voz baja, como si temiese, como ella, que se extinguiera el brillo en los ojos del jugador de ajedrez.
—Matar al rey… —se llevó despacio la boquilla a los labios y aspiró una precisa porción de humo—. Eso parece muy interesante. Me refiero a la interpretación freudiana del asunto. Ignoraba que el ajedrez tratase de esas cosas horribles.
Muñoz ladeó un poco la cabeza, absorto en sus imágenes interiores.
—Es el padre quien suele enseñar al niño los primeros pasos del juego. Y el sueño de cualquier hijo que juega al ajedrez es ganarle una partida a su padre. Matar al rey… Además, el ajedrez permite descubrir pronto que ese padre, ese rey, es la pieza más débil del tablero. Continuamente está amenazado, necesita protección, enroques; sólo mueve casillas de una en una… Paradójicamente, esa pieza es indispensable. Hasta le da nombre al juego, pues
ajedrez
se deriva de la palabra persa
Sha
, rey, y que prácticamente es la misma en cualquier idioma.
—¿Y la reina? —se interesó Julia.
—Es la madre, la mujer. En cualquier ataque al rey, ella es la defensa más eficaz; la que tiene más y mejores recursos… Y puesto junto a ambos, rey y dama, está el alfil, en inglés
bishop
, obispo: el que bendice la unión y los ayuda en el combate. Sin olvidar el
faras
árabe, el caballo que cruza las líneas enemigas, nuestro
knight
en inglés: el caballero… En realidad, el problema se planteó mucho antes de que Van Huys pintara
La partida de ajedrez
; los hombres intentan esclarecerlo desde hace mil cuatrocientos años.
Muñoz se interrumpió unos instantes y después movió un poco los labios, como si fuese a añadir algo. Pero, en vez de palabras, lo que apareció en su boca fue aquel breve apunte de sonrisa, apenas insinuada, que nunca llegaba a confirmarse del todo. Entonces bajó los ojos hasta la bolita de pan que había sobre la mesa.
—A veces me pregunto —dijo por fin, y parecía haberle costado un gran esfuerzo expresar lo que pensaba— si el ajedrez es algo que ha inventado el hombre, o que simplemente se ha limitado a descubrir… Algo que siempre ha estado ahí, desde que el Universo existe. Como los números enteros.
Igual que en un sueño, Julia escuchó el sonido de un sello de lacre al romperse, y por primera vez tomó conciencia exacta de la situación: un vasto tablero que comprendía el pasado y el presente, el Van Huys y ella misma, incluso Álvaro, César, Montegrifo, los Belmonte, Menchu y el propio Muñoz. Y sintió de pronto un miedo tan intenso que sólo con un esfuerzo físico, casi visible, logró no dar un grito para expresarlo en voz alta. Debió de reflejarse en su rostro, pues César y Muñoz la miraron preocupados.
—Estoy bien —sacudió la cabeza, como si con ello pudiera serenar sus pensamientos, mientras sacaba del bolso el gráfico con los distintos niveles que, según la primera interpretación de Muñoz, poseía el cuadro—. Echadle un vistazo a esto.
El ajedrecista estudió la hoja y después se la pasó a César sin decir palabra.
—¿Qué os parece? —preguntó la joven.
César curvó la boca en un mohín indeciso.
—Inquietante —dijo—. Pero tal vez le echamos demasiada literatura al asunto… —miró otra vez los gráficos de Julia—. Me pregunto si estamos rompiéndonos la cabeza con algo profundo o con algo absolutamente trivial.
Julia no respondió. Miraba con fijeza a Muñoz. Al cabo de un momento, el ajedrecista puso el papel sobre la mesa, sacó un bolígrafo del bolsillo y modificó algo. Después se lo pasó a ella.
—Ahora hay un nivel más —dijo, preocupado—. Al menos usted, está tan implicada en esa pintura como el resto de los personajes:
—Eso es lo que imaginaba —confirmó la joven—. Niveles Uno y Cinco, ¿no es eso?
—Que suman seis. El Sexto nivel, que contiene todos los otros —el ajedrecista señaló el papel—. Le guste o no, usted ya está ahí dentro.
—Eso quiere decir… —Julia miraba a Muñoz con los ojos muy abiertos, como si ante sus pies se hubiese abierto un pozo sin fondo—. Significa que la persona que quizá asesinó a Álvaro, la misma que nos ha enviado esa tarjeta, está jugando una insensata partida de ajedrez… Una partida en la que no sólo yo, sino nosotros,
todos
nosotros, somos piezas… ¿Es cierto?
El jugador de ajedrez sostuvo su mirada sin responder, pero no había en su gesto pesadumbre alguna, sino más bien una especie de curiosidad expectante, como si de aquello pudieran extraerse apasionantes conclusiones que no le desagradaría observar.
—Celebro —y la difusa sonrisa volvió a instalarse en sus labios— que por fin se hayan dado ustedes cuenta.
Menchu se había maquillado al milímetro, vistiéndose con absoluta premeditación: falda corta, muy ceñida, y elegantísima chaqueta de piel negra sobre un
pullover
de color crema, que resaltaba su busto de una forma que Julia calificó en el acto de escandalosa. Tal vez previendo aquello, Julia había optado esa tarde por la informalidad: calzado sin tacón tipo mocasín, tejanos y una cazadora deportiva, de gamuza, con un pañuelo de seda en torno al cuello. Como habría comentado César, si las hubiese visto cuando aparcaban el Fiat de Julia frente a las oficinas de Claymore, podían pasar perfectamente por madre e hija.
El taconeo y el perfume de Menchu las precedieron hasta el despacho —maderas nobles en las paredes, enorme mesa de caoba, lámpara y sillones de diseño ultramoderno—, donde Paco Montegrifo se adelantó a besarles la mano, exhibiendo la perfecta dentadura que, como un destello resplandeciente en el bronceado de su rostro, utilizaba a modo de tarjeta de visita. Cuando tomaron asiento en butacas desde las que podía gozarse de una buena panorámica del valioso Vlaminck que presidía el despacho, el subastador fue a sentarse bajo el cuadro, al otro lado de la mesa, con el aire modesto de quien lamentaba de corazón no poder ofrecerles mejor vista. Un Rembrandt, por ejemplo, parecía decir la intensa mirada que le dirigió a Julia tras dejarla resbalar con indiferencia sobre las piernas aparatosamente cruzadas de Menchu. O tal vez un Leonardo.