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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (33 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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Honma nunca hubiera imaginado que la matriarca Kurata fuera un hueso tan duro de roer, pero que lo despacharan de esa manera, le dio más ánimos aún. Le dijo a Makoto e Isaka que estaría fuera un par de días.

—Llama para dar señales de vida, ¿vale? —fue todo lo que Makoto pudo decir.

Cuando el tren bala salió de la estación central de Tokio, pudo ver a Isaka y Makoto que bajaban las escaleras de la plataforma. «De compras», esa era la excusa que habían utilizado para acompañarlo hasta la ciudad y verlo marcharse. Ahora, parecían padre e hijo, pensó Honma.

En Nagoya, Honma hizo trasbordo a un expreso. Se acomodó en un asiento afelpado y hojeó el documento titulado «Restos mortales sin identificar» que su contacto, el reportero, había recopilado y descargado para él. Era temporada baja, y el tren estaba prácticamente vacío. Honma aprovechó el espacio extra para estirar las piernas.

El periodista había resultado ser muy eficiente. Incluso había organizado el material bajo el siguiente índice: Lugar, Estudio forense, Edad Aproximada, Sexo, Efectos Personales… Más una columna de anotaciones sobre el avance del estudio. A Honma no le llevó mucho tiempo dar con lo que andaba buscando.

El 5 de mayo, «Día de los Niños»
[10]
, de 1990, encontraron el brazo izquierdo, el torso, las pantorrillas y el pie de una joven, junto al cementerio de Nirazaki, en las montañas de la prefectura de Yamanashi. Los restos estaban en un avanzado estado de descomposición. Los huesos quedaban parcialmente descubiertos y los dedos mostraban restos de pintauñas rojo. El único «Efecto Personal» registrado era una tobillera en el pie derecho.

Su instinto le dijo que se trataba de ella.

La fecha encajaba. Shoko Sekine había desaparecido de la cooperativa Kawaguchi el 17 de marzo de 1990. Suponiendo que hubiera sido asesinada una semana más tarde, el cuerpo podía haber estado perfectamente en aquellas condiciones hacia el 5 de mayo.

Las partes se encontraron por separado, envueltas en film de plástico, y enterradas en una pila de basura que quedaba en un rincón del cementerio. Los cuervos y los perros callejeros debieron de haberla encontrado primero. Un brazo sobresaliendo del montón de basura había alertado a una persona que había ido a arreglar la tumba de un familiar.

El plástico provenía de una cadena de restaurantes de sushi para llevar, repartida por toda la región deTokyo-Kanto. Lo utilizaban para envolver la comida. Era tan común que no arrojaba mucha luz sobre el caso. Lo mismo sucedía con la pulsera de pie. Una cadena barata de oro cubierta por diamantes falsos, que no valdría más de dos o tres mil yenes. Casi no merecía la pena detenerse en ese detalle.

La policía de Yamanshi había llevado a cabo una intensiva búsqueda de la cabeza, el brazo derecho y las piernas, pero no habían logrado encontrar nada. Los testimonios recogidos en las inmediaciones del hallazgo no permitieron señalar a ningún sospechoso, ni la misteriosa presencia de algún vehículo. La funeraria tampoco presentaba ninguna irregularidad. El cementerio en cuestión, aunque pequeño y discreto, estaba a poca distancia de la estatua de Kannon, lugar de interés turístico. El museo histórico local también quedaba cerca. Los turistas solían venir en vacaciones y fines de semana, Nirazaki no quedaba muy lejos de los viñedos de Kofu y de los balnearios de Sekiwa. El forastero que dejó allí aquellos restos humanos no había captado la atención de nadie.

¿Un cementerio en Nirazaki? ¿Habría quedado dentro del radio de movimiento de Kyoko? Tenía que preguntárselo a su ex marido.

¿Y qué había pasado con el resto del cuerpo? Sobre todo, la cabeza.

El único propósito del desmembramiento, excluyendo los casos de crueldad patológica, solía corresponder a uno de los siguientes motivos: hacer que una víctima quedara inidentificable, o facilitar la tarea de esconder un cuerpo. Tomó como ejemplo el caso del policía desmembrado y encontrado días después en un canal al este de Tokio: los culpables resultaron ser la esposa y la madre de la víctima. Normalmente, dividir un cuerpo en partes requiere una fuerza considerable. Sin embargo, los criminales, del mismo modo que una persona que se enfrenta a una amenaza física, a veces pueden verse invadidos por una subida de adrenalina que les dotan de una fuerza sobrehumana. También, si una mujer se lo propone, puede encerrarse en casa y llevar a cabo todo el proceso en el baño, a su ritmo.

Así que Kyoko desmiembra el cuerpo de Shoko, arroja la mitad en el cementerio de Nirazaki y el resto, ¿dónde? Técnicamente debía de ser demasiado pronto para señalar a Kyoko como la culpable, pero a Honma no le cabía la menor nuda. Tenía una oscura certeza: aquella mujer había dejado su firma en el cuerpo despedazado.

Era como un juego de unir los puntos, en el que Honma debía recorrer toda la ciudad para completar el dibujo. Y oficialmente, ni siquiera estaba de servicio. Honma podía sentir que su día se volvía gris; las amenazantes nubes que aparecieron en el cielo de Nagoya ahora descendían notablemente; daba la impresión de que casi se podían tocar con los dedos. Y, justo cuando el altavoz anunciaba la llegada inminente a Ise, las gotas de lluvia se estamparon contra la ventana. Una penumbra que encajaba con el desolador panorama que conformaban los hechos: qué cortos, mirando atrás, habían sido los días de Kyoko Shinjo como ama de casa en aquella tranquila ciudad, qué desdichados habían resultado ser al final.

Al atravesar la taquilla de venta de billetes, alzó la mirada al cielo, y entrecerró los ojos ante las frías cortinas de niebla. Sobre Kyoko, no había dejado de llover nunca.

Kurata Realty era más pequeño de lo que había esperado. Era un estrecho edificio de cuatro plantas, de azulejos grises, con un par de empresas en la planta baja y un espacio para oficinas más arriba. Resplandecían los azulejos, junto a la puerta automática. Honma se había quedado a un lado, espiando discretamente la oficina, cuando tras él apareció una especie de chipirón de color amarillo chillón. Era un colegial que vestía un impermeable demasiado ancho y con capucha. Un par de botas de agua demasiado grandes saltaban y aterrizaban frente a la puerta automática. El panel de cristal se abría una y otra vez.

—¿Qué crees que estás haciendo, tontaina? —La madre apareció de improviso y le propinó un manotazo detrás, antes de cogerlo de la mano, y tirar de él con brusquedad. Las botas pisaban ahora el suelo, en señal de protesta mientras la puerta cerrada se abría de nuevo.

Honma no pudo evitar esbozar una sonrisa. Incluso sin verle la cara, sabía que era un niño. Se había quedado solo otra vez y estaba atacando el cartelito giratorio de HACEMOS LLAVES que colgaba del establecimiento de al lado. La madre tuvo que acercarse de nuevo y cogerle por el impermeable para llevárselo a rastras de allí. Makoto nunca había sido tan revoltoso, aunque hubo una temporada en la que sacaba de quicio a Chizuko.

Honma se dio la vuelta justo cuando la puerta empezaba a cerrarse. Su mirada se cruzó con la de un joven que había tras el mostrador bien iluminado de la oficina, a unos cinco metros de distancia. Tenía que ser el ruido de la puerta automática lo que había despertado su interés. El joven parecía esperar a que Honma apartara la vista primero, aunque aquello significara desatender a otros agentes y clientes.

Aquel debía de ser Yasuji Kurata. Obviamente, su madre lo había alertado.

Honma estaba a punto de dar un paso hacia delante, cuando un colega del joven le dio una palmadita en el hombro. Tenía una llamada. Él la aceptó, pero seguía pareciendo distraído.

Sonaba una música de ambiente. Varios clientes estaban sentados frente al mostrador, cada uno hablando con un agente distinto. Una mujer que había estado colocando folletos de un chalé de vacaciones se acercó a él.

—¿Puedo ayudarlo, señor?

Le dijo que había venido a ver a Yasuji Kurata.

La mujer parecía sorprendida.

—¿El señor Kurata? ¿Tiene usted cita?

—Sí, llamé hace un rato. —Kurata seguía al teléfono, dándole la espalda, pero de repente miró hacia atrás, como si acabara de oír a Honma.

—Está bien, señora Kato. Enseguida atenderé al señor —dijo en voz alta, tapando el auricular con la mano. La mujer se dio media vuelta y siguió con los folletos.

Mientras Honma esperaba a que colgara el teléfono, pensó en Kyoko Shinjo, en lo familiarizada que debía de estar con aquel lugar: su suegro era el dueño, su marido trabajaba allí. Puede que se hubiera dejado caer por allí de vez en cuando, incluso que hubiera charlado con las empleadas.

Kurata se acercó a Honma a grandes zancadas.

—Vayamos fuera —masculló, cogiendo un paraguas. Seguía de cerca a Honma y lo condujo hacia un lugar donde no pudieran verlos desde la oficina—. Supongo que es usted quien ha llamado.

—Y yo imagino que su madre le habrá comentado algo.

Kurata se lamió los labios, nervioso.

—Creo que ya le dijo que no teníamos nada de qué hablar.

—¿También iba por usted?

—Escuche, acerca de lo que esté tramando Kyoko…

—Puede que Kyoko esté muerta —interrumpió Honma.

—¿Qué? ¿Por qué dice eso? —preguntó, algo tembloroso.

—¿Alguna prueba que demuestre lo contrario? —«Pongámosle nervioso, veremos lo que ocurre después», pensó Honma.

Kurata estalló en una carcajada nerviosa.

—No… nada, de verdad.

Al resguardo de un único y escueto paraguas, Honma lo explicó todo otra vez, tal y como había hecho con la madre de Kurata. El joven apenas lo miraba, parecía estar contando las gotas de lluvia que caían del tenso nylon.

—Ella ya no me importa nada.

—¿En serio? Qué gracia, a mí sí que me importa. Kurata levantó la cabeza, con brusquedad.

—¿Porque ha dejado plantado a su sobrino? ¿Por eso anda tras ella? —Digamos que estoy preocupado. —Oh, ¿en serio lo está?

—Me preocupa que Kyoko haya huido de mi sobrino por una razón que no puede saber nadie. Me turba la idea de que pueda estar metida en algún problema serio, al que no sepa cómo enfrentarse.

—Bueno, ella ya no es asunto mío —dijo, casi escupiendo las palabras.

Honma suspiró, decidido a marcharse.

—Bueno, usted sabrá… —Agachó la mirada y añadió—: Lo siento. No sabía que Kyoko le había causado tanto dolor.

Kurata le lanzó una mirada.

—¿Ha estado en Ise Shrine
[11]
? —preguntó de repente. —No, nunca.

Estaba dudando. La historia lo había enganchado, aunque el amor que una vez hubiera sentido por Kyoko se había desvanecido ya. Al menos, no utilizaría esa palabra para referirse a ella ahora. Pero era obvio, que aún despertaba algún sentimiento en él.

Un negocio podrido, pensó Honma, el de desenterrar los recuerdos a los que la gente le cuesta tanto olvidar. Pero debía de hacerlo.

Kurata se pasó el paraguas a la otra mano.

—Tome un taxi hasta la estación y dígale al conductor que lo lleve a un lugar llamado Akafuku. Todos lo conocen. Vaya al fondo del salón de té, no se quede en la parte donde venden dulces. Espéreme allí.

—No es que me preocupe, ¿pero no habrá un montón de turistas? ¿Cree que podemos charlar allí? —Akafuku era famoso por sus dulces tradicionales. Aparecía en todas las guías de viaje.

—Estamos en temporada baja. No habrá mucha gente. Además, Hoy es día laborable. De todas formas, será mejor para mí que actúe usted como turista. —Kurata bajó el tono de voz para añadir—: Si le digo a todo el mundo que es un conocido mío, de Tokio, que está aquí por razones de trabajo, y que voy a enseñarle el Ise Shrine, no habrá habladurías. Mi padre es bastante conocido por aquí y la gente suele reconocerme a mí también. Si quisiera encontrarme con alguien a hurtadillas, tendría que marcharme a Nagoya.

—Entonces, si corre el rumor de que alguien ha estado preguntando por Kyoko, ¿tendrá problemas?

—No me gustaría que la gente hablase.

Su divorcio, acontecido hacía cuatro años, debió de haber provocado todo un escándalo.

—Tengo que pensar en mi mujer.

Acordaron verse a las cuatro, y se marcharon por caminos diferentes. Honma oyó que la puerta se cerraba tras él.

Era el típico decorado de serie B de samurais. Un pub decorado a la vieja usanza, con madera oscura y, al fondo, un salón que se extendía sobre una amplia plataforma cubierta por un
tatami
[12]
. La entrada a la tienda estaba abarrotada, pero muy pocos clientes se habían descalzado para entrar en la sala de té. En realidad, sólo había un grupo de mujeres de mediana edad ataviadas con kimonos, que reían a la mesa que quedaba más alejada de la de Honma.

Había
hibachisi
[13]
aquí y allá, cuyas brasas al rojo vivo emitían un cálido resplandor. Honma acababa de desprenderse de su abrigo mojado que dejó a un lado. Estaba acomodándose cuando, como salida de una serie de televisión, apareció una joven vestida con un kimono tradicional de campesina. Traía una tetera y un plato lleno de pastelitos de judías. Honma no era especialmente goloso. «Esto le va más a Makoto o Isaka», pensó mientras bebía a sorbos un té verde con leve aroma a turba. Quizá se debiera al ambiente vetusto del local —a la entrada, colgaba de una cadena una enorme tetera de metal que hervía sobre una hoguera—, pero el caso es que el té le sabía diferente del que bebía en casa. Levantó la vista de la taza y vio a Kurata que vacilaba antes de entrar en la zona cubierta por el
tatami
.

Kurata se acomodó a la mesa y la camarera se acercó con otra bandeja de té y pastelitos que él aceptó con una débil sonrisa, antes de apartarlos a un lado. Se le veía exhausto. En el corto periodo de tiempo que pasó desde el encuentro, el nudo de la corbata se le había aflojado. Se fijo en el carbón con la mirada vacía, sin decir nada. De repente, soltó un torpe:

—Es famoso, este lugar.

Y nada más arrancar, las palabras parecieron salir con más facilidad.

—¿Ha reparado en la concentración de edificios de madera recién construidos en la zona? Muchos comercios vuelven a retomar el estilo tradicional, dejando a un lado el hormigón. Es una especie de moda; la gente parece querer aferrarse al pasado. Y a nivel turístico es un argumento de peso. El año que viene tendrá lugar la reforma del santuario; se trata de un ritual que se repite cada veinte años, así que la ciudad se verá invadida. —Casi en un susurro, añadió—: Mi padre controla algunos de estos proyectos de construcción. Esa es la razón por la que debo andarme con cuidado.

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