—Yo no la maté.
—Déjame que te lo aclare, Aquiles, ya que eres demasiado estúpido para ver dónde estás. Lo primero es que te olvidaste de dónde estabas. Allá en la Tierra, te acostumbraste a ser mucho más listo que todos los que te rodeaban. Pero aquí en la Escuela de Batalla,
todo el mundo
es tan listo como tú, y la mayoría somos más listos. ¿Crees que Ambul no advirtió el modo en que lo miraste? ¿Crees que no supo que estaba condenado a muerte por haberse reído de tí? ¿Crees que los otros soldados de la Escuadra Conejo dudaron de mí cuando les hablé se ti? Ya habían visto que pasaba algo raro contigo. Los adultos tal vez lo hayan pasado por alto, pueden haberse tragado todos tus rollos, pero nosotros no. Y como acabamos de tener un caso de un niño trató de matar a otro, nadie está dispuesto a tolerarlo otra vez. Nadie iba a esperar a que atacaras. Porque hay algo que tenemos muy claro: nos importa una mierda la justicia. Somos soldados. Los soldados no dan una oportunidad a su enemigo por puro deporte. Los soldados disparan por la espalda, ponen trampas y emboscadas, mienten al enemigo y aplastan al otro hijo de puta a la menor oportunidad que tienen. La clase de asesino que eres sólo funciona entre civiles. Y fuiste demasiado fanfarrón, demasiado estúpido, demasiado necio para darte cuenta de eso.
Aquiles supo que Bean tenía razón. Había cometido un tremendo error de cálculo. Se había olvidado de que cuando Bean le dijo a Poke que lo matara, no había mostrado solamente respeto hacia él. También había intentado que lo asesinaran.
Esto no estaba saliendo muy bien.
—Así que sólo tienes dos formas de terminar. Una, sigues colgando ahí, nosotros nos turnamos para asegurarnos de que no te escapas, hasta que mueras y luego te dejaremos y seguiremos con nuestras vidas. La otra forma: lo confiesas todo, y quiero decir todo, no sólo lo que piensas que ya sabemos, y sigues confesando. Confiesa ante los profesores. Confiesa ante los psiquiatras que te envíen. Confiesa cuando te lleven a un sanatorio mental allá en la Tierra. No nos importa qué elijas. Todo lo que importa es que nunca vuelvas a caminar libremente por los pasillos de la Escuela de Batalla. Ni en ningún otro lugar. Así que… ¿qué será? ¿Te quedas seco en la cuerda, o dejas que los profesores sepan lo loco que estás?
—Llama a un profesor, confesaré.
—¿Acaso no me he explicado bien? ¡No somos estúpidos! Confiesa ahora. Ante testigos. Con una grabadora. No traeremos a ningún profesor aquí arriba para que te vea colgando y sienta lástima por ti. El profesor que venga sabrá exactamente qué eres, y lo acompañaran seis marines para mantenerte sometido y sedado porque, Aquiles, aquí no se juega, A la gente no se le da ninguna oportunidad para escapar. Aquí no tienes derechos. No volverás a tener derechos hasta que hayas regresado a la Tierra. Aquí tienes tu última oportunidad. Ya es hora que confieses.
Aquiles casi se echó a reír. Pero era importante que Bean pensara que había ganado. Como había hecho, por el momento. Aquiles se dio cuenta entonces de que no podría quedarse en la Escuela de Batalla ningún modo. Pero Bean no era lo bastante listo para matarlo y acabar. No Bean le perdonaba la vida, algo que era completamente innecesario, Y mientras Aquiles estuviera vivo, el tiempo movería las cosas a su favor. El universo se doblegaría hasta que la puerta se abriera y Aquiles saliera libre. Y eso sucedería más pronto que tarde.
No deberías haber dejado abierta una puerta para mí, Bean, pensó Aquiles. Porque te mataré algún día. A ti y a todos los que me han visto aquí indefenso.
—Muy bien —dijo Aquiles—. Maté a Poke. La estrangulé y la tiré al río.
—Continúa.
—¿Qué más? ¿Quieres saber cómo se cagó y se meó encima mientras se moría? ¿Quieres saber cómo se le reventaron los ojos?
—Un asesinato no hará que te confinen en un psiquiátrico, Aquiles. Sabes que has matado antes.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Porque no te molestó.
Nunca me molestó, ni siquiera la primera vez. No entiendes lo que es el poder. Si te molesta, entonces no estás capacitado para tener poder.
—Maté a Ulises, naturalmente, pero sólo porque era una molestia.
—¿Y?
—No soy un asesino de masas, Bean.
—Vives para matar, Aquiles. Escúpelo todo. Y luego convénceme de que no te has dejado ningún detalle.
Pero Aquiles sólo estaba jugando. Ya había decidido contarlo todo.
—La más reciente fue la doctora Vivían Delamar —dijo—. Le dije que no me operara con anestesia total. Le dije que me dejara alerta, que podía soportarlo aunque doliera. Pero ella tenía que tener el control. Bueno, si le gustaba tanto el control, ¿por qué me dio la espalda? ¿Y por qué fue tan estúpida de pensar que yo tenía de verdad una pistola? Al apretarle con fuerza la espalda, conseguí que ni siquiera sintiera la aguja entrar junto al lugar donde le clavaba los depresores linguales. Murió de un ataque al corazón en su propia consulta. Nadie supo jamás que yo estaba allí. ¿Quieres más?
—Lo quiero todo, Aquiles.
Tardó veinte minutos, pero Aquiles les relató la crónica entera, las siete veces que había enmendado las cosas. De hecho, le gustó contarlo. Nadie había tenido nunca hasta ahora la posibilidad de comprender lo poderoso que era. Quería ver sus caras, eso era lo único que echaba en falta. Quería ver el disgusto que revelaría su debilidad, su incapacidad para mirar al poder de frente. Maquiavelo comprendía. Si quieres gobernar, no te arredra matar. Saddam Hussein lo sabía: tienes que estar dispuesto a matar con tus propias manos. Y Stalin lo comprendía también: nunca puedes ser leal a nadie, porque eso sólo te debilita. Lenin fue bueno con Stalin, le dio su oportunidad, lo sacó de la nada para convertirlo en el guardián de las puertas del poder. Pero eso no impidió a Stalin aprisionar a Lenin y luego matarlo. Eso era lo que estos idiotas nunca comprenderían. Todos aquellos escritores militares eran solamente filósofos de sillón. Toda aquella historia militar. La mayoría era inútil. La guerra era únicamente una de las herramientas que los grandes hombres empleaban para conseguir el poder y conservarlo. Y la única manera de detener a un gran hombre era hacer lo que hizo Bruto.
Bean, tú no eres ningún Bruto.
Enciende la luz. Déjame ver las caras.
Pero la luz no se encendió. Cuando terminó, cuando se marcharon, sólo quedó la luz que entraba por la puerta, que recortó sus figuras mientras se iban. Eran cinco. Todos desnudos, pero cargando con el equipo de grabación. Incluso lo probaron, para asegurarse de que habían recogido la confesión. Aquiles oyó su propia voz, fuerte y segura. Orgulloso de su hazaña. Eso demostraría a los débiles que estaba «loco». Lo mantendrían con vida. Hasta que el universo doblegara las cosas a su voluntad de nuevo, y lo liberara para reinar con sangre y horror sobre la Tierra. Como no le habían dejado ver sus caras, no tendría otra opción. Cuando todo el poder estuviera en sus manos, tendría que matar a todos los alumnos de la Escuela de Batalla. Eso sería una buena idea, de todas formas. Como todas las mentes militares más destacadas de la época se habían reunido allí en un momento u otro, estaba claro que para gobernar con seguridad, Aquiles tendría que deshacerse de todos los que hubieran pasado por la Escuela de Batalla. Entonces no habría ningún rival. Y seguiría probando niños mientras viviera, encontrando a todos los que tuvieran una mínima chispa de talento militar. Herodes entendía cómo se mantiene uno en el poder.
—No vamos a esperar a que el coronel Graff repare el daño que ha causado a Ender Wiggin. Wiggin no necesita la Escuela Táctica para el trabajo que hará. Y necesitamos que los demás avancen de inmediato. Tienen que conocer lo que pueden hacer las viejas naves antes de traerlos aquí y ponerlos en los simuladores, y eso requiere tiempo.
—Sólo han practicado unos pocos juegos.
—No debería haberles permitido tanto tiempo. Faltan dos meses, y para cuando acaben con Táctica, el viaje desde allí a la FlotaCom serán cuatro meses. Eso significa que sólo estarán tres meses en Táctica antes de llevarlos a la Escuela de Mando. Tres meses para comprimir tres años de entrenamiento.
—Debería decirle que Bean parece haber aprobado la última prueba del coronel Graff.
—¿Prueba? Cuando relevé al coronel Graff, creí que su enfermizo programa de pruebas había terminado también.
—No sabíamos lo peligroso que era ese Aquiles. Nos habían advertido de que habría algún peligro, pero… parecía tan agradable… No se lo estoy reprochando al coronel Graff, entiéndalo: no tenía forma de saberlo.
—¿De saber qué?
—Que Aquiles es un asesino en serie.
—Eso debería hacer feliz a Graff. La cuenta de Ender llega a dos…
—No estoy bromeando, señor. Aquiles tiene siete asesinatos en su haber.
—¿Y pasó la selección?
—Sabía cómo responder a las pruebas psicológicas.
—Por favor, dígame que ninguno de los siete asesinatos tuvo Iugar en la Escuela de Batalla.
—El número ocho pudo haberlo sido. Pero Bean lo hizo confesar.
—¿Bean es sacerdote ahora?
—En realidad, señor, fue una hábil estrategia de su parte. Enganó a Aquiles… le preparó una emboscada, y la confesión era la única posibilidad de huir.
—Así que Ender, el agradable americanito de clase media, mato al niño que quería darle una paliza en el cuarto de baño. Y Bean el pillastre callejero, entrega a un asesino en serie a la policía.
—Lo más significativo para nuestros fines es que Ender era bueno construyendo equipos, pero derrotó a Bonzo mano a mano, los dos solos. Y luego Bean, un solitario que casi no tenía amigos después de un año en la escuela, derrota a Aquiles formando un equipo para que fueran su defensa y sus testigos. No tengo ni idea de si Graff predijo estos resultados, pero cada niño actuó no sólo contra nuestras expectativas, sino también contra sus propias predilecciones.
—Predilecciones. Mayor Anderson.
—Todo constará en mi informe.
—Trate de escribirlo todo sin usar la palabra predilección ni una sola vez.
—Sí, señor.
—He asignado al destructor Cóndor para que recoja a grupo.
—¿Cuántos quiere, señor?
—Necesitamos un máximo de once en cualquier momento. Tenemos a Carby, Bee y Momoe camino de Táctica, pero Graff me ha asegurado que de esos tres, lo más probable es que sólo Carby trabaje bien con Wiggin. Necesitamos hacerle un sitio a Ender, pero no nos vendría mal tener un sustituto. Envíe a diez.
—¿Qué diez?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? Bueno… Bean, por supuesto. Y los otros nueve que piense que trabajan mejor con Bean o con Ender como comandante, con independencia de cuál de los dos resulte elegido al final.
—¿Una lista para ambos posibles comandantes?
—Con Ender como primera elección. Queremos que todos entrenen juntos. Que se conviertan en un equipo.
Las órdenes llegaron a las 17.00. Bean tenía que subir a bordo del Cóndor a las 18.00. No es que tuviera mucho que llevarse. Una hora era más tiempo del que concedieron a Ender. Así que Bean fue y le dijo a su escuadra lo que ocurría, adonde iba.
—Sólo hemos librado cinco juegos —arguyó Itú.
—Hay que tomar el autobús cuando pasa, ¿no? —respondió Bean.
—Ya.
—¿Quién más? — preguntó Ambul.
—No me lo dijeron. Sólo que iba a la Escuela Táctica.
—Ni siquiera sabemos dónde está.
—En algún lugar del espacio —dijo Itú.
—No me digas. — Era una tontería, pero todos se rieron. No era tan difícil despedirse. Sólo había pasado con los Conejos ocho días.
—Lamento no haber ganado ninguna batalla para ti —dijo Itú.
—Habríamos ganado, sí hubiera querido —respondió Bean.
Lo miraron como si estuviera loco.
—Yo fui quien propuso que nos olvidáramos de las puntuaciones, que dejáramos de preocuparnos por quién gana. ¿Cómo habríamos quedado si hubiéramos ganado siempre?
—Habría parecido que sí te importaban las calificaciones —dijo Itú.
—No es eso lo que me molesta —intervino otro jefe de batallón—. ¿Me estás diciendo que lo preparaste para que perdiéramos?
—No, os estoy diciendo que tenía una prioridad diferente. ¿Qué aprendemos derrotándonos unos a otros? Nada. Nunca vamos a tener que combatir contra niños humanos. Vamos a tener que combatir a los insectores. Entonces, ¿qué necesitamos aprender? Cómo coordinar nuestros ataques. Cómo responder unos a otros. Cómo sentir el curso de la batalla, y hacernos responsables del conjunto, aunque no tengamos el mando. En eso estuve trabajando con vosotros, chicos. Y si ganábamos, si íbamos y fregábamos las paredes con ellos, usando mi estrategia, ¿qué aprendíais? Ya trabajasteis con un buen comandante. Lo que necesitabais hacer era trabajar unos con otros. Así que os hice pasar por situaciones duras y al final encontrasteis formas de ayudaros unos a otros. De hacer que todo funcionara.
—Nunca lo hicimos lo bastante bien para ganar.
—No es así como lo evalué yo. Hicisteis que el batallón funcionara. Cuando regresen los insectores, la situación empeorará. Además de la fricción normal de la guerra, van a emplear tácticas que no se nos habrán ocurrido porque no son humanos, no piensan como nosotros A que, ¿para qué sirven entonces los planes de ataque? Lo intentamos, hacemos lo que podemos, pero lo que realmente cuenta es lo que hace cuando se rompe el mando. Cuando quedas sólo tú y tu batallón, y tú con tu transporte, y tú con tu fuerza de choque masacrada suma sólo cinco armas entre ocho naves. ¿Cómo os ayudáis unos otros? ¿Cómo tiráis hacia delante? En eso estuve trabajando. Y luego fui al comedor de oficiales y les conté lo que aprendía. Lo que vosotros me mostrasteis. También aprendí cosas de ellos. Os conté todo lo que aprendí de ellos, ¿no?
—Bueno, podrías habernos dicho que estabas aprendiendo cosas de nosotros —dijo Itú. Todos estaban un poco resentidos.
—No tenía que decíroslo. Lo aprendisteis.
—Al menos podías habernos dicho que no importaba no ganar.
—Pero teníais que intentar ganar. No os lo dije porque sólo funciona si pensáis que importa. Como cuando vengan los insectores. Entonces contará, de verdad. Entonces será cuando tengáis que pensar, cuando perder signifique que vosotros y todo cuanto queréis, toda la especie humana, morirá. Mirad, no pensaba que fuéramos a estar mucho tiempo juntos. Así que aproveché el tiempo de la mejor manera posible, para vosotros y para mí. Todos vosotros estáis preparados para tomar el mando.