Pensó en lo que decía san Mateo, que todo lo que Jesús hizo en su infancia lo atesoró su madre en su corazón. Bean no es Jesús, y yo no soy la Santa Madre. Pero él es un niño, y lo he amado como si fuera mi hijo. Lo que hizo no podría haberlo hecho ningún niño de esa edad.
Ningún niño de menos de un año, incapaz de andar aún, podría tener una visión tan clara del peligro para saber hacer las cosas que Bean hacía. Los niños de esa edad a menudo se escapaban de la cuna, pero no se escondían en el depósito de una cisterna durante horas, y luego salían vivos y pedían ayuda. Puedo llamarlo un milagro, sí, pero tengo que comprenderlo. En esas granjas de órganos usaban la escoria de la Tierra. Bean tiene unos dones tan extraordinarios que sólo los pudo heredar de unos padres extraordinarios.
Sin embargo, en las investigaciones que había llevado a cabo durante los meses que Bean vivió con ella no descubrió ni un solo secuestro que pudiera haber sido Bean. Ningún niño secuestrado. Ni siquiera un accidente donde alguien pudiera haberse llevado a un niño superviviente cuyo cuerpo no fuera encontrado después. Eso no era ninguna prueba: no todos los niños que desaparecían dejaban un rastro de su vida en los periódicos, y no todos los periódicos estaban archivados y se encontraban a disposición de la gente para investigarlos en las redes. Pero Bean tenía que ser hijo de unos padres tan brillantes que el mundo habría reparado en ellos, ¿no? ¿Podría una mente como la suya proceder de unos padres corrientes? ¿Era ése el milagro del que fluían todos los demás milagros?
No importaba cuánto intentara creerlo, sor Carlotta no podía hacerlo. Bean no era lo que parecía ser. Había ingresado en la Escuela de Batalla, y tenía muchas posibilidades de convertirse algún día en el comandante de la flota. Pero ¿qué sabía nadie de él? ¿Era posible que no fuera un ser humano natural? ¿Que su extraordinaria inteligencia le hubiera sido concedida no por Dios, sino por alguien o algo diferente?
Ésa era la pregunta: Si no Dios, ¿quién podía entonces crear a un niño así?
Sor Carlotta enterró el rostro en sus manos. ¿De dónde procedían esos pensamientos? Después de todos estos años de búsqueda, ¿por qué tenía que seguir dudando del único gran éxito que había obtenido?
Hemos visto a la bestia de la Revelación, dijo para sí. El insector, el monstruo fórmico que trae la destrucción a la Tierra, tal como se profetizó. Hemos visto a la bestia, y hace mucho tiempo Mazer Rackham y la flota humana, al borde de la derrota, mataron a ese gran dragón. Pero volverá, y San Juan el Revelador dijo que cuando lo hiciera, habría un profeta que vendría con él.
No, no. Bean es bueno, un niño con un buen corazón. No es ningún tipo de diablo, no es servidor de la bestia, sólo es un niño de grandes dones que Dios puede haber creado para bendecir a este mundo en la hora de su mayor peligro. Lo conozco como una madre conoce a su hijo. No estoy equivocada.
Sin embargo, cuando regresó a su habitación, puso su ordenador en marcha, dispuesta a buscar algo nuevo: informes científicos, de al menos hacía cinco años, acerca de proyectos que implicaran alteraciones en el ADN humano.
Mientras el programa de búsqueda seguía repasando todos los interminables índices de las redes y clasificando sus respuestas en categorías útiles, sor Carlotta se dirigió al montoncito de ropas dobladas que esperaban ser lavadas. No las lavaría, después de todo. Las metió en una bolsa de plástico junto con la almohada y las sábanas de Bean, y selló la bolsa. Bean había llevado estas ropas, había dormido en esta cama. Su piel estaba en ellas, pequeños trocitos. Unos cuantos cabellos. Tal vez lo suficiente para hacer un análisis serio de ADN.
Era un milagro, sí, pero ella descubriría cuáles podrían ser las dimensiones de ese milagro. Pues su ministerio no había sido salvar a los niños de las crueles calles de las ciudades del mundo, sino ayudar a salvar a la única especie creada a imagen y semejanza de Dios. Ése era todavía su ministerio. Y si había algo malo en el niño que había acogido en su corazón como a un hijo amado, lo descubriría, y lanzaría una advertencia.
—Así que este grupo de novatos fueron lentos en regresar a sus barracones.
—Hay un desajuste de veintiún minutos.
—¿Es mucho? Ni siquiera sabía que ese tipo de detalles se controlaran.
—Por seguridad. Y para tener una idea, en caso de emergencia, de dónde está todo el mundo. Al controlar los uniformes que salieron del comedor y los uniformes que entraron en los barracones, encontramos una diferencia de veintiún minutos. Podrían ser veintiún niños que tardaran exactamente un minuto, o un niño que tardara veintiún minutos.
—Eso no sirve de mucho. ¿Se supone que tengo que preguntarles?
—¡No! No deben saber que os controlamos por medio de sus uniformes. No es bueno que sepan lo mucho que sabemos de ellos.
—Y lo poco.
—¿Lo poco?
—Si fue un estudiante, no sería bueno que supiera que nuestros métodos de seguimiento no nos permiten saber quién fue.
—Ah. Buen argumento. Y… la verdad es que he venido a verle porque creo que fue un solo estudiante.
—¿Aunque los datos no estén claros?
—A causa de la pauta de llegadas. Espaciados en grupos de dos o tres, unos cuantos solos. Igual que salieron del comedor. Unos cuantos encuentros: tres solos se convierten en un trío, dos parejas llegan a la vez… pero si hubiera habido algún tipo de distracción importante en "el pasillo, habría causado un agolpamiento mayor, y un grupo mucho más numeroso habría llegado a la vez en cuanto se hubiera acabado el incidente.
—Bien. Entonces un estudiante llegó con un retraso de veintiún minutos.
—Pensé que al menos debería usted saberlo.
—¿Qué pudo hacer en esos veintiún minutos?
—¿Sabe quién era?
—Lo sabré muy pronto. ¿Están controlados los cuartos de baño? ¿Estamos seguros de que no fue alguien tan nervioso que entró a vomitar su almuerzo?
—Las pautas de entrada y salida en los lavabos fueron normales. Entrar y salir.
—Si, descubriré quién fue. Y seguiré controlando los datos de este grupo de novatos.
—Entonces, ¿hice bien en llamar su atención?
—¿Tiene alguna duda?
Bean durmió ligero, porque se mantenía siempre alerta, y se despertó dos veces que él recordara. No se levantó: sólo se quedó allí escuchando la respiración de los demás. En ambas ocasiones oyó un pequeño susurro en algún lugar de la habitación. Siempre eran voces de niños, sin urgencia en ellas, pero el sonido fue suficiente para despertar a Bean y llamar su atención, sólo por un momento, hasta que estuvo seguro de que no había peligro.
Se despertó por tercera vez cuando Dimak entró en la habitación. Incluso antes de sentarse, Bean supo quién era, por el peso de sus pisadas, la seguridad de sus movimientos, la presión de la autoridad. Los ojos de Bean se abrieron antes de que Dimak hablara; se puso a cuatro patas, dispuesto a moverse en cualquier dirección, antes de que Dimak terminara su primera frase.
—Se acabó la siesta, niños y niñas, hora de trabajar.
No era por Bean. Si Dimak sabía lo que Bean había hecho después del almuerzo y antes de la siesta, no dio ninguna muestra de ello. No había ningún peligro inmediato.
Bean se sentó en su camastro mientras Dimak los instruía en el uso de sus taquillas y consolas. Para abrir la taquilla, era preciso palmear la pared que había junto a ella. Luego debían conectar la consola e introducir su nombre y contraseña.
Bean palmeó inmediatamente su taquilla con la mano derecha, pero no palmeó la consola. En cambio, comprobó qué estaba haciendo Dimak (ocupado en ayudar a otro estudiante cerca de la puerta), y luego pasó al tercer camastro sobre el suyo, que no estaba ocupado, y palmeó esa taquilla con la mano izquierda. Había una consola dentro de esa taquilla también. Rápidamente se volvió hacia su propia consola y tecleó su nombre y su contraseña. Bean. Aquiles. Luego sacó la otra consola y la conectó. ¿Nombre? Poke. ¿Contraseña? Carlotta.
Volvió a guardar la segunda consola en la taquilla y cerró la puerta. Luego lanzó a la cama su primera consola y se dedicó a ella. No miró a ver si alguien había reparado en él. Si lo habían hecho, dirían algo muy pronto: mirar alrededor simplemente haría que la gente sospechara que había hecho algo, lo que de otro modo no habrían advertido.
Naturalmente, los adultos sabrían qué había hecho. De hecho, Dimak ya se había dado cuenta, porque uno de los niños se quejó de que no podía abrir su taquilla. Por tanto, el ordenador de la estación sabía cuántos estudiantes había y no permitía que se abrieran más taquillas de las que estaban estipuladas. Pero Dimak no se dio la vuelta ni exigió saber quién había abierto dos taquillas. En cambio, apretó su propia palma contra la taquilla del último estudiante. Ésta se abrió. La volvió a cerrar, y ahora respondió a la palma del estudiante.
De modo que le dejarían tener su segunda taquilla, su segunda consola, su segunda identidad. Sin duda, lo observarían con especial interés para ver qué hacía. Tendría que juguetear con el tema de vez en cuando, torpemente, para que creyeran que sabían para qué quería una segunda identidad. Tal vez para algún tipo de broma. O para anotar pensamientos secretos. Eso sería divertido: sor Carlotta siempre intentaba descubrir sus pensamientos secretos, y sin duda estos profesores lo harían también. Se tragarían todo lo que escribiese.
Así pues, no mirarían su trabajo de verdad, el que realizaría en su propia consola. O, si era peligroso, en la consola de uno de los niños que tenía enfrente, porque había visto y memorizado con cuidado sus contraseñas. Dimak les advertía que tenían que proteger sus consolas en todo momento, pero era inevitable que los niños fueran descuidados, y acabaran dejando por ahí las consolas.
Pero por ahora Bean no haría nada más arriesgado que lo que ya había hecho. Los maestros tenían sus propios motivos para dejar que se saliera con la suya. Lo que importaba ahora es que desconocían sus motivos.
Después de todo, también él los desconocía. Era como el conducto de aire: si pensaba que algo podría proporcionarle alguna ventaja más tarde, lo hacía.
Dimak siguió hablando sobre cómo había que entregar los trabajos, el directorio de los nombres de los profesores, y el juego de fantasía que encerraban todas las consolas.
—No podéis desperdiciar tiempo de estudio jugando a ese juego —dijo—. Pero cuando acabéis de estudiar, se os permiten unos pocos minutos para explorar.
Bean comprendió de inmediato. Los profesores querían que los estudiantes jugaran al juego, y sabían que la mejor manera de potenciarlo era restringir el tiempo dedicado a él… y luego no aplicar la norma. Un juego. Sor Carlotta había utilizado juegos para tratar de analizar a Bean de vez en cuando, y él siempre los convertía en el mismo juego: tratar de averiguar qué intentaba aprender sor Carlotta por la forma en que jugaba a eso.
Sin embargo, en este caso, Bean dedujo que todo lo que hiciera con el juego les aportaría una serie de datos personales que no quería que supieran. Así que no jugaría para nada, a menos que lo obligaran. Y tal vez ni siquiera entonces. Una cosa era competir con sor Carlotta, y otra, muy distinta, con estos expertos de verdad, y Bean no iba a darles la oportunidad de descubrir más sobre él de lo que él mismo sabía.
Dimak los llevó a dar un paseo; Bean ya había visto la mayor parte de los sitios que les mostró. Los otros niños se quedaron boquiabiertos en la sala de juegos. Bean ni siquiera miró el respiradero en el que se había metido, aunque hizo como que practicaba el juego que había visto jugar a los niños mayores, para descubrir cómo funcionaban los controles y comprobar sus tácticas: en efecto, podían ser llevadas a cabo.
Realizaron unos ejercicios en el gimnasio, donde Bean empezó a trabajar inmediatamente en aquellas tablas que le parecieron necesarias: flexiones con una mano, aunque tuvieron que buscarle un banco para que se pudiera encaramar a la barra más baja. Ningún problema. Pronto podría saltar para alcanzarla. Con toda la comida que le daban, pronto cobraría fuerzas.
De hecho, parecían resueltos a atiborrarlo de comida a un ritmo sorprendente. Después de la gimnasia se ducharon, y luego llegó la hora de la cena. Bean ni siquiera tenía hambre todavía, y pusieron en su bandeja comida suficiente para dar de comer a toda su banda allá en Rotterdam. Bean se dirigió de inmediato a un par de niños que se habían quejado de lo exiguas que eran sus raciones, y sin pedir siquiera permiso vertió lo que le sobraba en sus bandejas. Cuando uno de ellos trató de hablarle de ello, Bean se llevó un dedo a los labios. El niño se limitó a sonreír. Bean tenía de todas formas más comida de la que quería, pero cuando devolvió su bandeja, estaba resplandeciente. El nutricionista estaría contento. Quedaba por ver si el servicio de limpieza informaría de la comida que Bean había tirado en el suelo.
Hora libre. Bean regresó a la sala de juegos, esperando poder ver esa noche al famoso Ender Wiggin. Si estaba allí, sin duda sería el centro de un grupo de admiradores. Pero en el centro de los grupos descubrió que sólo estaban los niñatos ansiosos de prestigio, que pensaban que eran líderes y, por tanto, seguían a su grupo a todas partes para mantener esa ilusión. De ningún modo podría uno de ellos ser Ender Wiggin. Y Bean no estaba dispuesto a preguntar.
En cambio, probó suerte con varios juegos. Sin embargo, cada vez que perdía por primera vez, otros niños lo quitaban de en medio. Era una regla social interesante. Los estudiantes sabían que incluso el novato más verde y bajito tenía derecho a un turno… pero en el momento en que el turno se acababa, también dejaba de ampararle la regla. Y eran muy duros empujándolo más de lo necesario, así que el mensaje estaba claro: no tendrías que haber usado ese juego y haberme hecho esperar. Igual que en las colas de comida en los comedores de caridad de Rotterdam, con la diferencia de que aquí no había en juego nada importante.
Le resultó interesante descubrir que no era el hambre lo que incitaba a los niños a convertirse en matones en la calle. Esa capacidad era innata, y fuera lo que fuese lo que estaba en juego, encontraba un modo de salir a la luz. Si se trataba de comida, entonces el niño que perdía se moría; sí se trataba de juegos, los matones no dudaban en ser igual de molestos y enviar el mismo mensaje. Haz lo que quiero, o paga por ello.