Bean no estaba de acuerdo, pero se guardó de decir nada. Emplear mal el tiempo era señalar los errores. Detectarlos, advertirlos, era esencial. SÍ en tu mente no distinguías la información útil de la errónea, entonces no aprendías nada, simplemente sustituías la ignorancia por creencias falsas, lo cual no suponía ninguna mejora.
Parte de lo que el hombre decía era cierto; sin embargo, se refería a la inutilidad de hablar en voz alta. Si sé que el maestro está equivocado, y no digo nada, pensaba Bean, entonces soy el único que lo sabe, y con ello me aventajo a aquellos que creen al maestro.
—Tercero —prosiguió el hombre—, mi discurso sólo parece ser contradictorio en sí mismo e imposible porque no ahondas en la situación. De hecho, no tiene por qué ser cierto que una persona de esta lanzadera haya obtenido unas puntuaciones más altas. Eso se debe a que hay muchas pruebas, físicas, mentales, sociales y psicológicas, y muchas formas de definir «más alto» ya que existen muchas formas de estar física o socialmente o psicológicamente dotado para el mando. Los niños que obtienen unos resultados más altos en resistencia tal vez no sean los que obtienen una mayor puntuación en fuerza; del mismo modo, los niños que son más inteligentes tal vez no sean los mejores en análisis anticipatorio. Por último, los niños con notables habilidades sociales pueden ser más débiles en términos de gratificación. ¿Empiezas a comprender tu estrechez de pensamiento, que te llevó a esa estúpida e inútil conclusión?
Nerón asintió.
—Oigamos de nuevo el sonido de tu flatulencia, Nerón. Habla tan alto a la hora de reconocer tus errores como al cometerlos.
—Estaba equivocado.
En ese momento, cualquier niño de los que se encontraban en la lanzadera hubiera preferido estar muerto a ocupar el lugar de Nerón. Y, sin embargo, Bean sentía también una especie de envidia, aunque no comprendía por qué tenía que envidiar a la víctima de una tortura semejante.
—No obstante —añadió el hombre—, da la casualidad de que estás menos equivocado en esta lanzadera en concreto de lo que lo habrías estado en otra lanzadera llena de reclutas en rumbo a la Escuela de Batalla. ¿Y sabes por qué?
Decidió no hablar.
—¿Sabe alguien por qué? ¿Puede alguien imaginarlo? Os invito a hacer suposiciones.
Nadie aceptó la invitación.
—Entonces dejadme que elija a un voluntario. Aquí hay un niño llamado, por improbable que parezca… «Bean». ¿Quiere hablar ese niño, por favor?
Ya estamos, pensó Bean. Estaba lleno de temor, pero también lleno de excitación porque era esto justamente lo que quería, aunque no sabía por qué. Mírame. Háblame, tú que tienes el poder, tú que tienes la autoridad.
—Estoy aquí, señor—dijo Bean.
El hombre echó una ojeada al grupo, y luego otra, haciéndose el loco. Fingía, por supuesto: sabía el sitio exacto en que estaba sentado Bean antes de que hablara siquiera.
—No puedo ver de dónde procede tu voz. ¿Quieres levantar una mano?
Bean levantó inmediatamente la mano. Advirtió, para su vergüenza, que su mano ni siquiera llegaba a lo alto del respaldo del asiento.
—Sigo sin poder verte —dijo el hombre, aunque por supuesto podía—. Te doy permiso para que sueltes tu cinturón de seguridad y te levantes.
Bean obedeció al instante. Se quitó el arnés y se puso en pie de un salto. Apenas era más alto que el respaldo del asiento que tenía delante.
—Ah, ahí estás —dijo el hombre—. Bean, ¿querrías ser tan amable de especular por qué, en esta lanzadera, Nerón está más cerca de la verdad que en ninguna otra?
—Tal vez alguien de aquí obtuvo la puntuación más alta en un montón de pruebas.
—No sólo en un montón, Bean. En todas las pruebas de inteligencia. En todos los tests psicológicos. En todas las pruebas referidas al mando. En todas. Más alto que nadie en esta lanzadera.
—Entonces yo estaba en lo cierto —concluyó Nerón, desafiante.
—No, no lo estabas —respondió el hombre—, Porque ese niño destacado, el que obtuvo la puntuación más alta en todas las pruebas relativas al mando, da la casualidad de que sacó las notas más bajas en todas las pruebas físicas. ¿Y sabéis por qué?
Nadie contestó.
—Bean, ya que estás de pie, ¿puedes especular por qué ese niño puede haber sacado menos nota en las pruebas físicas?
Bean era consciente que le habían tendido una trampa. Y se negó a descartar la respuesta obvia. La soltaría, aunque luego los demás lo odiaran por responder. Después de todo, lo iban a odiar de todas formas, no importaba quién contestara.
—Tal vez obtuvo menos puntuación en las pruebas físicas porque es muy, muy pequeño.
Se oyeron muchos gruñidos, en señal de disgusto. La respuesta que había dado era arrogante y vanidosa. Pero el hombre de uniforme asintió gravemente.
—Como era de esperar de un niño con tan notable habilidad, tienes toda la razón. De no haber sido por la estatura inusitadamente pequeña de este niño, Nerón habría tenido razón en que hay uno que ha obtenido unas notas mejores que todos los demás.
Se volvió hacia Nerón.
—Tan cerca de no ser un completo idiota. Y sin embargo… aunque hubieras tenido razón, sólo habría sido un accidente. Un reloj roto da la hora exacta dos veces al día. Siéntate ahora, Bean, y abróchate el arnés. La toma de combustible se ha acabado y estamos a punto de despegar.
Bean se sentó. Pudo olfatear la hostilidad de los otros niños. No había nada que pudiera hacer al respecto en aquel preciso instante, y no estaba seguro de que fuera una desventaja, de todas formas. Lo que importaba era una cuestión mucho más punzante: ¿Por qué le había preparado el hombre una trampa así? Si pretendía que los niños compitieran unos con otros, podría haber pasado una lista con las notas de todo el mundo en todas las pruebas, para que todos pudieran ver en qué destacaban. En cambio, lo había hecho levantar delante del grupo. Bean ya era el más pequeño, y sabía por experiencia que era un blanco idóneo para todas las ansias de venganza que anidaran en el corazón de los matones. Entonces, ¿por qué trazaban este gran círculo a su alrededor con todas estas flechas apuntándolo, si de este modo prácticamente se convertía en el blanco principal del odio y el temor de todo el mundo?
Escoged vuestro blanco, apuntad con vuestras flechas. Voy a hacerlo tan bien en la escuela que algún día seré yo quien tenga la autoridad, y entonces no importará a quién le agrade, pensó Bean. Lo que importará será quién me agrade a mí.
—Como tal vez recordéis —continuó el hombre—, antes de que la boca de Nerón Bakerboy aquí presente se tirara el primer pedo, yo estaba intentando deciros algo. Os decía que, aunque algún niño de aquí pueda parecer el objetivo principal de vuestra patética necesidad de asegurar la supremacía en una situación donde no estáis seguros de ser reconocidos como el héroe que queréis que la gente piense que sois, debéis controlaros, y absteneros de pellizcar o morder, dar puñetazos o patadas, o incluso hacer observaciones capciosas o reíros como cerdos porque pensáis que alguien es un objetivo fácil. Y, sencillamente, debéis absteneros de hacer eso porque no sabéis quién en este grupo va a acabar siendo vuestro comandante en el futuro, el almirante cuando seáis simples capitanes. Y si pensáis por un momento que olvidarán cómo los tratáis hoy, entonces sois una panda de idiotas. Si son buenos comandantes, sabrán sacar el máximo partido de vosotros en el combate, no importa cuánto os desprecien. Pero no tienen por qué ayudaros a ascender en vuestra carrera. No tienen que nutriros y llevaros consigo. No tienen que ser amables y perdonaros. Pensad en eso, nada más. La gente que veis alrededor algún día os dará órdenes que decidirán si vivís o morís. Yo os sugeriría que trabajarais para ganaros respeto, no para derribar a los demás con el único propósito de alardear como si fuerais unos matones de patio.
Una vez más, el hombre volvió su helada sonrisa hacía Bean.
—Y apuesto a que Bean, aquí presente, ya está planeando ser el almirante que algún día dé las órdenes. Incluso está planeando cómo me destinará a montar guardia solitaria en el observatorio de algún asteroide hasta que mis huesos se derritan por la osteoporosis y me desparrame por la estación como una ameba.
Bean no había pensado, ni por un momento, en ninguna confrontación futura entre él y ese oficial en concreto. No albergaba ningún deseo de venganza. No era Aquiles. Aquiles era estúpido. Y ese oficial era estúpido por pensar que Bean estaría pensando en esos términos. No obstante, sin duda, el hombre creía que Bean estaría agradecido porque acababa de advertir a los demás de que no la tomaran con él. Pero Bean había sufrido el acoso de otros niños mucho más hijos de puta de lo que podrían ser ésos: así pues, no necesitaba la «protección» de este oficial, y lo único que consiguió fue hacer que la barrera que separaba a Bean de los otros niños fuera más grande que antes. Si Bean pudiera haber perdido un par de refriegas, lo habrían considerado más humano, tal vez incluso lo habrían aceptado. Pero ahora ya no tendría lugar ninguna refriega. No habría ninguna forma fácil de construir puentes.
El rostro de Bean dejó de traslucir su descontento, y el hombre se percató de ello.
—Tengo que decirte una cosa, Bean. No me importa lo que me hagas. Porque sólo hay un enemigo que cuenta. Los insectores. Y si puedes crecer para convertirte en el almirante que nos conceda, la victoria sobre los insectores y salvar la Tierra para la humanidad, entonces oblígame a comerme mis propios huevos. Empezando por el culo, y seguiré diciendo, gracias, señor. Los insectores son el enemigo. No Nerón. Ni Bean. Ni siquiera yo. Así que mantened las manitas apartadas los unos de los otros.
Sonrió de nuevo, sin humor.
—Además, la última vez que alguien trató de desquitarse de otro niño, acabó volando en la lanzadera con gravedad cero y se rompió el brazo. Es una de las leyes de la estrategia. Hasta que sepáis que sois más duros que el enemigo, maniobrad, no luchéis. Considerad que ésa es vuestra primera lección en la Escuela de Batalla.
¿Primera lección? No era extraño que emplearan a este tipo para atender a los niños en la lanzadera en vez de tenerlo como profesor. Si seguías ese sabio consejo, te quedarías paralizado contra un enemigo fuerte. A veces hay que pelear aunque seas débil. No esperar a saber si eres más fuerte o no. Te vuelves más fuerte por los medios que puedes, y entonces golpeas por sorpresa, te cuelas, das puñaladas por la espalda, engañas, haces trampa, juegas sucio, mientes, lo que haga falta para asegurarte la victoria.
Este tipo podía ser bastante duro, al ser el único adulto en una lanzadera llena de niños, pero si fuera un chaval de las calles de Rotterdam, «maniobraría» y se moriría de hambre en un mes. Si no lo mataban antes por hablar como si pensara que el pis era un perfume.
El hombre se volvió hacia la cabina de control.
Bean lo llamó.
—¿Cómo se llama usted?
El hombre se dio la vuelta y lo atravesó con la mirada.
—¿Qué? ¿Preparando ya las órdenes para convertir mis pelotas en polvo, Bean?
Bean no respondió. Tan sólo lo miró a los ojos.
—Soy el capitán Dimak. ¿Algo más que quieras saber?
Bien podría averiguarlo ahora y no más tarde.
—¿Enseña usted en la Escuela de Batalla?
—Sí —respondió—. Bajar a recoger lanzaderas llenas de niños y niñas es la forma que tenemos de disfrutar de nuestros permisos en tierra. El hecho de que esté con vosotros en esta lanzadera significa que mis vacaciones se han terminado.
Los aviones de repostaje se separaron y se alzaron sobre ellos. No, era su nave la que descendía. Y la cola se hundía más que la nariz de la lanzadera.
Las ventanillas se cubrieron con unas planchas de metal. Pareció que caían cada vez más rápido, hasta que, con un rugido estremecedor, los cohetes se dispararon y la lanzadera empezó a elevarse otra vez, más alto, más rápido, más rápido, hasta que Bean sintió que iba a salir despedido por la parte trasera de su asiento. Daba la sensación de que nunca se detendría, de que nunca cambiaría su trayectoria.
Entonces… sobrevino el silencio.
El silencio, y luego una oleada de pánico. Caían de nuevo, pero esta vez no tenían la impresión de que se dirigían hacia abajo; sólo sentían náuseas y miedo.
Bean cerró los ojos. No sirvió de nada. Los volvió a abrir, trató de reorientarse. Ninguna dirección proporcionaba equilibrio. Pero en la calle había aprendido por sí mismo a no sucumbir a las náuseas: mucha de la comida que tenía que comer se había puesto ya mala, y no podía permitirse vomitarla. Así que se sirvió de su ya tantas veces usado método antináusea: inspiró profundamente, y se distrajo concentrándose en los dedos de los pies, que sacudió. Y, después de un período de tiempo sorprendentemente corto, se acostumbró a la gravedad cero. Mientras no considerara que ninguna dirección era abajo, se encontraba bien.
Los otros niños no tenían su truco, o quizás eran más susceptibles a la súbita e implacable pérdida de equilibrio. Ahora ya sabían por qué estaba prohibido comer antes del lanzamiento. Hubo un montón de arcadas, pero nada que vomitar, por lo que no hubo ningún desaguisado, ningún olor.
Dimak regresó a la cabina de la lanzadera, esta vez caminando por el techo. Muy listo, pensó Bean. Comenzó a dar otra charla, esta vez sobre cómo deshacerse de los supuestos planetarios referidos a las direcciones y la gravedad. ¿Era posible que estos chicos fueran tan estúpidos que hubiera que decirles cosas tan obvias?
Bean aprovechó el tiempo que duró la charla para averiguar cuánta presión se precisaba para moverse dentro de su arnés flojo. Todos los demás eran más grandes, por lo que el arnés les encajaba bien e impedía sus movimientos. Sólo Bean tenía espacio para maniobrar un poco. Se benefició de ello tanto como le fue posible. Para cuando llegaran a la Escuela de Batalla, tendría que haber ganado algo de agilidad en gravedad cero al menos. Supuso que, en el espacio, su supervivencia podría depender algún día de saber cuánta fuerza haría falta para mover su cuerpo, y luego cuánta más haría falta para detenerse. Saberlo con su mente no era ni la mitad de importante que saberlo con su cuerpo. Analizar las cosas estaba bien, pero unos buenos reflejos te podían salvar la vida.
—Normalmente sus informes sobre un grupo de lanzamiento son breves. Unos cuantos pendencieros, el informe de un incidente o lo mejor de todo, nada.
—Puede usted descartar lo que quiera de mi informe, señor,
—¿Señor? Vaya, hoy estamos quisquillosos.
—¿Qué parte de mi informe considera excesiva?
—Creo que este informe es una canción de amor.
—Me doy cuenta de que parece que esté haciendo la pelota, al usar con cada lanzamiento la técnica que se empleó con Ender Wiggin… Ahora me doy cuenta de ello.
—¿La usa con cada lanzamiento?
—Como usted mismo señaló, señor, tiene resultados interesantes. La clasificación que nos brinda es inmediata.
—Una clasificación en categorías que de otro modo tal vez no existieran. Sin embargo, acepto el cumplido implícito en su acción. Pero siete páginas sobre Bean… de verdad, ¿tanto aprendió de una respuesta que fue principalmente aceptar lo dicho en silencio?
—Ese es mi argumento, señor. No fue sólo eso. Fue… yo llevaba a cabo el experimento, pero parecía que el ojo que asomaba al microscopio era el suyo, y yo el espécimen en la bandeja.
—Entonces le puso nervioso.
—Podría poner nervioso a cualquiera. Es frío, señor. Y sin embargo…
—Y sin embargo apasionado. Sí, leí su informe. Hasta la última nota.
—Sí, señor.
—Creo que ya sabe que no debemos hacernos ilusiones con nuestros estudiantes.
—¿Señor?
—En este caso, sin embargo, me alegra que esté tan interesado en Bean. Porque, verá, yo no lo estoy. Ya tengo al niño de que, en mi opinión, podremos sacar el máximo partido. No obstante, los resultados engañosos que ha obtenido Bean nos inducen a prestarle una atención especial. Muy bien, la tendrá. Y usted se la prestará.
—Pero señor…
—Quizás sea usted incapaz de distinguir una orden de una invitación.
—Sólo me preocupa que… creo que ya tiene una pobre opinión de mí.
—Bien. Entonces le subestimará. A menos que piense que esa pobre opinión pueda ser correcta.
—Comparados con él, señor, todos podríamos ser unos mierdosos.
—Prestarle atención de cerca es su misión. Trate de no adorarlo.