La Silla del Águila (17 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

BOOK: La Silla del Águila
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—¿Y cómo se limitaría a sí misma esa sociedad sin poderes visibles, cómo se administraría, cómo se obligaría, cómo se corregiría? —digo con un tono de voz que no puedes sino juzgar afectuoso.

—Aboliendo la propiedad —me espetas, como un editorial, un eslogan, una bandera, una bofetada.

—Lo superfluo pertenece de pleno derecho a quienes nada tienen —cito sin ufanarme, creo que eso te debe agradar en mí, directo, quiero ser honesto contigo, siempre...

—Exacto, Nicolás. Si distribuyes equitativamente la riqueza y le das a cada cual lo suyo, habrá igualdad y habrá paz.

Miro tus ojos intensos y provocadores. Dudo que tú quieras la paz. Quizá la igualdad. Pero no la paz. —¿Quién administrará? —te repito.

—Todos. Cada cual se gobernará a sí mismo. Una colectividad desenajenada.

—¿Puede serlo una sociedad nacida de la violencia y el crimen? —te dice Nicolás Valdivia, tu abogado del Diablo.

—No es ningún crimen si acabas creando la sociedad sin crimen, la república de los iguales.

¿Cómo iba a perder la ocasión de lanzarte una gran cita?

—"Córtale sin piedad el cuello a los tiranos, a los patricios, a los dorados millonarios, a todos los seres inmorales que se podrían oponer a nuestra felicidad común."

—¡Eres una casa de citas, Nicolás! —exclamas con buen humor.

—Es parte de mi mayéutica para azoteas, mi joven amigo.

Qué bueno que me regalas tu sonrisa.

—OK, gracias por citar a mi héroe Graco Babeuf. Me ahorraste el esfuerzo.

Te digo que sonreíste, tú siempre tan juvenilmente solemne, mi querido Jesús Ricardo Magón.

—Ponme al día, Magón. Los anarquistas nacieron en el siglo diecinueve para oponerse a las máquinas industriales. ¿A qué te vas a oponer tú? ¿A las computadoras? ¿No hizo Marcos su mini-revolución por Internet?

Esta vez sí que soltaste la carcajada.

—Te presto mis palomas, Nicolás. Ahora no tienes otra mensajería.

—Es cierto. Tengo que ser mi propio mensajero, traer mis cartas en persona pero nunca recibir carta tuya, como si fueras político de la era del PRI: Nada por escrito.

Te interrogué ávidamente con la mirada antes de decirte:

—¿Y sabes qué mensaje enviaré con tus palomas? —respondí enérgicamente, tan rápido como te hice la pregunta—: Que no hay anarquista que no termine en terrorista. Que el rechazo de la autoridad y la expectativa del milenio son cosas muy bellas mientras no se someten a la prueba de la acción.

Tu rostro se iluminó, milenarista.

—No niegues la belleza de la revuelta —dijiste de regreso a tu seriedad habitual.

—¿Aunque los resultados sean espantosos? —te contesté con ese florete verbal que me obligas a sacar en nuestros diálogos.

—¿La igualdad te parece espantosa? —dijiste sin rictus de humor.

—No. Sólo te repito que el gran problema de la igualdad no es vencer el orgullo de los ricos, sino vencer el egoísmo de los pobres.

¿Sabes qué me gusta de ti? Te encabronas sin grosería.

Rumias tu rabia por dentro. Por eso me resultas más peligroso que si explotaras con violencia externa, verbal o física.

Me miras y sabes que sé. Te entiendo. Y si te repito nuestros diálogos es porque comparto contigo, aunque nuestras políticas sean distintas, la fe en la palabra.

¿Sabes cuál fue la grandeza de los diálogos platónicos sobre los que se funda todo el discurso humano del Occidente liberado del despotismo oriental? Fue la de concebirnos a ti y a mí hablando aquí en una azotea de México D. F en el año 2020. El dúo Sócrates-Platón nos convierte a dos interlocutores cualesquiera en compañeros de un lugar y una hora que de otra manera —sin la palabra— sería imposible. Sin este lugar y esta hora compartidos, no sabríamos nada el uno sobre el otro. Es más: ignoraríamos nuestras existencias. Seríamos ajenos el uno al otro, barcos que se cruzan en la noche, transeúntes de la gran avenida de los mudos.

¿Qué cosa une este lugar y esta hora nuestras, Jesús Ricardo?

La palabra, la palabra que nos acerca un momento y nos separa al siguiente, la palabra amiga o enemiga que se convierte al cabo en sentido autónomo de lo dicho. Y es esa fragilidad pasajera la que nos impulsa, mi joven y ya querido amigo en esta
stoa
con cagarrutas de paloma y polución irremediable, a decir la siguiente palabra, a sabiendas de que ella también se nos escapará para ingresar a la gran razón del mundo que nos rodea:

—No dejen de hablar. No digan nunca la última palabra.

Platón decía que escribir es un parricidio porque continúa significando en ausencia del interlocutor. Mientras sea yo el que te escriba a ti, sería, en todo caso, un fratricidio. Y sólo el día —que sospecho muy lejano si no imposible— en que tú me escribas a mí, hablaríamos de parricidio. Parricidio: nueve años apenas de diferencia entre tú y yo. Y yo jugando ya el papel de un perverso Mefistófeles que le ofrece al joven Fausto hacerse viejo. Madurar.

¿Has leído el maravilloso
Ferdydurke de Gombrowicz
, la gran novela polaca del siglo pasado? Para él, madurar equivale a corromper. Matamos los favores de la adolescencia deviniendo adultos. Matamos al inconsolable joven corrompiéndolo con la madurez. Pero fatalmente, no estando solos en la juventud, acabamos por crearnos unos a otros corriendo así el riesgo de crearnos desde fuera, deformes, inauténticos. "Ser un hombre significa nunca ser uno mismo." Si quieres ver así nuestra relación, lo acepto. Déjate corromper tantito.

—Ser un poco corrupto es como ser virgen a medias —me dices.

Y yo te digo y te repito:

—No puedes rechazar lo que desconoces. Somete a juicio tus propias ideas. No hay otra prueba de la honradez intelectual que pregonas. Tú no te comprometes a nada. Ven a trabajar conmigo a la oficina presidencial. Conocerás "las entrañas del monstruo", como dijo José Martí viviendo en Estados Unidos. No tienes por qué sacrificar tus ideas. Verás si resisten o no. Sólo tienes que sacrificar tu apariencia. No puedes trabajar en Los Pinos con esa melena de Tarzán. Tienes que cortarte el pelo. Y no puedes ir de blue jeans. Tampoco exageres. No te vistas de clasemediero cursi como Hugo Patrón, el noviecillo de tu hermana. Que Armani sea tu hermano. Yo me encargo de eso. Decídete, oh heredero de la Utopía. Arrímate a mí. Déjame salvarte de un lenguaje impotente que, desesperado, pase a la acción criminal.

Te lo pido como prueba doble.

Primero, de tus ideas. Serás un cobarde ideológico si no las sujetas al desafío de cuanto las niega.

Segundo, de mi amistad. Que cada día más, se convierte en cariño. Te amo y te deseo, tú lo sabes, por ti mismo. Pero también porque me veo en ti. No duplicado, sino semejante y separado. Admito que quererte es quererme. Quererme como me gustaría ser. Me gustan las mujeres. Las amo con la misma intensidad que a ti. Pero no me veo en ellas. Veo en las mujeres, con asombro, siempre, lo que yo no soy. Veo lo otro y me maravilla. Por eso las adoro y caigo una y otra vez en el abismo de la pasión femenina. La pasión de lo distinto. Contigo, Jesús Ricardo, creo que puedo amarme a mí mismo como me gustaría ser amado por mí mismo.

Piensa en mi oferta. Esta puerta no es, como la bíblica, estrecha.

36

María del Rosario Galván a Presidente Lorenzo Terán

Mi muy viejo y querido amigo, llegó la hora de soltar los perros de la guerra. Ya no es posible aplazar por más tiempo las postulaciones para sucederte como Presidente de la República. El regreso del ex-presidente César León es una tuerca en la bien aceitada maquinaria de nuestra democracia electoral. Y no es la única. León está intrigando con el presidente del Congreso para declararte incapacitado y dejar que sea el propio jefe del Legislativo, Onésimo Canabal, quien te suceda para empujar la reforma constitucional que permita la reelección del propio César León. Pero una enmienda constitucional requiere, a su vez, mucho tiempo: más de un año, para que la mayoría de los estados de la Federación la apruebe o no. Si es que, antes, las dos terceras partes del Congreso asienten.

O sea que César León debe tener otro as en la manga. No sabemos cuál pueda ser. Esa es nuestra debilidad. La reforma de la Constitución me huele a cortina de humo. El verdadero golpe va a venir por otro lado. Esté usted seguro. Y precávase.

Demasiado tiempo, señor Presidente, demasiado desgaste. Tenga la seguridad de que mientras el bobo del juego, don Onésimo, siga los consejos de César León, éste va a darnos un susto y quedarse con todas las fichas. ¿Cuáles? No sé, no sé, señor Presidente. Lo único que me cabe en el corazón y en la cabeza es que usted debe actuar ya. Anticipe los tiempos. Reúna por separado a los dos aspirantes a sucederle, Tácito de la Canal y Bernal Herrera. Ordénele a cada uno presentar sus renuncias, anunciar sus candidaturas y lanzar sus campañas.

No tendrán más remedio que hacerlo. Y si ponen peros, destitúyalos. Ya verá cómo le obedecen, señor Presidente. Toda mi intuición femenina me dice que sólo haciendo esto le ganaremos la partida al muy astuto ex-presidente César León.

¿Qué le he dicho toda la vida, señor Presidente? No tomar decisiones es peor que cometer errores. Tome una decisión ya. Recuerde que en política no hay principios. Hay instantes. Y la fuerza para pescarlos al vuelo. Es otro nombre de la astucia. ¿Astucia en qué sentido? Su secretario de Gobernación lo ha demostrado en cada uno de los tres casos que agitan a la opinión. O se atiende el problema o se le sepulta. Lo que no puede ser es que una demanda se perpetúe sin que sea concedida o negada. Entonces sólo se da la impresión de debilidad. Me dirá usted, con razón, que la falta de decisión en la huelga universitaria es el ejemplo de un caso perpetuo sin solución. Pero esa es precisamente la solución: que no haya solución, hasta cansar a todos. En cambio, tiene usted contentos a los inversionistas con sus políticas y el descontento de los obreros se aplaca por una necesidad: la de comer. En cambio, concederles un triunfo sin sentido a los campesinos es una derrota para los caciques locales que contaban con esa eterna carne de cañón, el esclavo de la gleba agrícola. Muy bien. Pero ahora viene la prueba estrictamente política, señor Presidente.

¿Quién va a sucederle en la elección del 2024?

¿Con qué fuerzas cuenta?

¿Quiénes se opondrían?

Y no piense siquiera:

—¿Quién me será más leal?

—Todos, señor Presidente, lo traicionarán. Incluso —para que vea mi franqueza, para que aquilate mi amistad— mi favorito para la sucesión...

37

Bernal Herrera a Presidente Lorenzo Terán

Querido compadre y señor Presidente, te escribo en esta nueva e imprevista circunstancia que para ti resulta natural en el sentido de que tú nunca respondes a ningún mensaje, sólo los recibes. Supongo que tu condición será que nadie más los lea. Por eso te escribo con total franqueza. Ninguno de tus colaboradores puede referirse a las cartas dirigidas a ti porque revelarían ante el Presidente su propia indiscreción siendo, por lo tanto, indignos de tu confianza.

Te digo esto para que no te admires de mi franqueza y sinceridad. Déjame ser, mi querido Presidente, tu espejo. Ya sabes lo que se dice de ti. El poder hace que hasta el más feo se vea guapo. Pero todos tenemos el espejo interior del poder y allí podemos vernos medrosos, cansados, inciertos. Cuando dejamos que este espejo interno se vuelva externo y lo miren todos, corremos el peligro de que se piense: Abulia, cansancio, incertidumbre, miedo y peor tantito:

—Esto es lo que quiere el Presidente como fórmula para mantenerse en la Silla. Es Presidente inerte que gobierna por inercia.

Hay que evitar, te lo dije siempre, que tus dudas internas se vuelvan externamente visibles. Dirás que llevo agua a mi molino y pinto un retrato hablado de mis propias virtudes para sucederte en la Silla del Águila.

Puede que sí, Lorenzo. Puede que tengas razón. No por ello he dejado de decirte verdades útiles aún, no tanto para la sucesión y la campaña inminentes, sino para los poco más de tres años que todavía te quedan en la Presidencia. No eres excepción a una verdad. Todo jefe de Estado debe escoger entre numerosos caminos. Siempre está en el cruce y lo van a empujar muchas fuerzas.

—Ve por aquí.

—No, mejor por allá.

Ninguna fuerza más poderosa, sin embargo, que la fuerza interior del propio Presidente. Es difícil ubicarla, definirla y actuar sobre ella porque lo insoportable de ser Presidente es que todos te miran como si viesen su propio destino en tu cara. ¡Sobre todo, los miembros del Gabinete! La mayoría cree, por desgracia, que el Presidente recompensa la lealtad más que la capacidad.

Te repito: no quiero llevar agua a mi molino. No hablo
pro domo sua
. Me expreso hipotéticamente. Los mexicanos acostumbran culpar de todo al "sistema", sea cual éste sea. Jamás se culpan a sí mismos como personas o como ciudadanos. No: es siempre "el sistema" y la cabeza del sistema es el señor Presidente. Una regla no escrita del bendito sistema —desde siempre, desde la Colonia, para acabar pronto— es que es lícito enriquecerse en el poder por un motivo y con dos condiciones.

El motivo es que, sin que nadie lo diga, todos saben que la corrupción "engrasa" al sistema, lo "lubrica" si tú quieres, lo vuelve fluido y puntual, sin esperanzas utópicas respecto a su justicia o falta de ella. México, empero, nunca ha tenido el monopolio de la corrupción. Recuerda la operación "manos limpias" en Italia, los casos Banesto y Matesa en España, la corrupción atribuida al propio canciller Kohl en Alemania o a los cercanos de la virginal señora Thatcher en Inglaterra, para culminar con la corrupción corporativa en los Estados Unidos —el caso Enron, seguido del caso WorldCom, el caso Haliburton, etc., que desnudaron, si no al Presidente Bush junior, un hombre totalmente despistado, un muñeco de ventrílocuo, seguramente a su entorno inmediato ligado al mundo de las finanzas y del petróleo...

Para qué seguir. La diferencia con México es que en Europa o los Estados Unidos se castiga y en América Latina o se premia o se pasa por alto. Ahora te pongo un caso ejemplar, querido compadre y Presidente. Supongamos que X es corrupto y se le sorprende. ¿Conviene o no castigarlo? ¿Qué debe privar, la justicia o la conveniencia?

Yo sé que un sistema político, el que sea, tiene que crear sus propios tabúes no sólo para proteger a los privilegiados, sino, esto es lo que importa, para proteger a la sociedad misma. Si no hay política sin bandidos, lo cierto es que tampoco hay sociedad sin demonios. A veces hay que tolerar o disfrazar pecados de Estado para defender, más que al Estado, a la sociedad, de sus propios poderes diabólicos.

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