Pero cuídese mucho, señor Presidente. Si me atrevo a señalar la percepción pública de su pasividad, lo convoco también a una presencia clara, serena y visible. También le advierto, empero, sobre un liderazgo demasiado poderoso, que en vez de apuntalar la libertad democrática, la sofoque. Heidegger se sometió al nazismo en Alemania proclamando los poderes de la tierra y de la sangre por encima de la libertad de expresión. Le dio respetabilidad académica al amasiato de la muerte con la violencia. Un líder que organice nuestras energías y nos obligue —cito de memoria al filósofo— a "la voluptuosa pasividad de la obediencia total". ¿Quién le asegura hoy que los mexicanos, cansados de una democracia que se confunde con la pasividad, no opten por un liderazgo autoritario que al menos dé la sensación de seguridad y rumbo?
Ese es el otro extremó. No caiga en él. Mida y valore su presencia pública. Pero —vuelvo al anterior extremo— que no se diga de Lorenzo Terán lo que dijo Georges Bernanos de la Francia vencida por Adolf Hitler:
—La patria ha sido violada por vagabundos mientras dormía.
Ah, mi querido, admirado amigo que tanto me distingue con su confianza. Haga usted lo que haga, considere que la Presidencia de la República es una pecera hecha de vidrios de aumento... Pero haga lo que haga, hágalo bien. Porque si fracasa, no será usted el peor mandatario democrático. Será el último.
ex-presidente César León a Tácito de la Canal
¡Vaya situacioncita, mi viejo y distinguido amigo! "Un político mexicano no deja nada por escrito", ese era antes el dogma. Pues mira nomás, zoquete, en la que nos ha metido nuestra decantada y soberana soberbia —¿o será nuestra soberanía soberbia?—. No juguemos con las palabras, te conozco demasiado bien y tú a mí también. Llámame Augusto y yo te llamaré Caligula, aunque éste nombró sucesor a su caballo y en tu caso, el caballo serías tú si llegas a donde quieres llegar.
Deja que me ría, Caligulilla de mierda, traidor repugnante. Fíjate que soy yo el que te puede llevar a la Silla del Águila, pero te llevaré humillado, debiéndome no sólo el favor, sino la vida misma. ¿Recuerdas lo que te dije un día, cuando chambeabas para mí, pinche lambiscón? No te dejes obsesionar por la posibilidad de una conspiración, porque aunque no la haya, acabarás por inventarla.
Créeme que he pensado mucho en ti durante estos años de mi lejanía, Calígula. Tu César Augusto no te olvida, tanto que me expongo a escribirte porque no nos ha quedado de otra. ¿Que no hay teléfonos, ni faxes, ni e-mail, ni computadoras, ni red, ni satélites? Pues entonces te diré lo que hay. Hay lo imprevisto.
Lo desconocido y lo sutil. El general Mondragón von Bertrab y el general Cícero Arruza, tan diferentes en todo lo demás, se han puesto de acuerdo en la manera de tenernos fichados a todos. No me preguntes cómo lo inventaron y cómo lo lograron. Dicen que Mondragón siempre ha tenido un
brain-trust
pagado millonariamente, imagínate, zopenco, puro cerebro del MIT, de Silicon Valley y del CNRS de París.
Pues ¿sabes lo que han inventado para suplir todo lo que hemos perdido?
Un alfiler, mi estimado Don Baboso, un alfilercillo que graba nuestras voces y las transmite a la central de inteligencia en la oficina de Mondragón. El muy águila le filtra a Arruza lo que le conviene. El hecho es que todas nuestras conversaciones están grabadas por un alfiler-micrófono que cada uno de nosotros trae implantado en algún lado, sin saber dónde. No en la ropa, porque me consta que cuando entro al baño, el ruido de la regadera no logra silenciar la voz de mi canción. Ojalá crean que canto boleros en clave mientras me enjabono.
—"No me platiques más,
déjame imaginar..."
—"Veracruz,
rinconcito donde hacen su nido
las olas del mar..."
Todo bolero puede tener una interpretación política... Pero ese no es el punto. El hecho es que no sabemos a qué horas, cuándo y dónde (o peor tantito, por dónde), con su meticulosa (y no es un albur) ciencia alemana, Mondragón von Bertrab nos ha implantado a todos —en la ceja, en la rodilla, en la oreja misma, en una muela, sí, en el mero culo— una agujita invisible que le transmite nuestras conversaciones.
A escribir cartas, pues. No nos queda de otra. ¿Esperanza? Que apenas las leamos, las destruyamos. ¿Astucia? Escribir lo contrario de lo que pensamos o hacemos. Pero por tarado que seas, Calígula, entenderás que una falsa instrucción por escrito puede ser tomada al pie de la letra. Nuestro inteligentísimo y muy teutónico secretario de la Defensa se las ha ingeniado para que no nos quede más recurso que escribirnos cartas y decir la verdad.
Por lo menos podemos disfrazar nuestros nombres, como lo hace desde siempre Xavier Zaragoza, conocido por todos como "Séneca". Bueno, pues te cuadre o no, yo soy "Augusto" y tú eres "Calígula". Y déjame decirte, pobre pendejo, no te creas César cuando seas caballo. Voy al grano: tú te hiciste poderoso conmigo, a mi sombra, me enterraste un puñal y diste la triste orden:
—No le den el gusto de insultarlo siquiera. No lo vuelvan a mencionar.
¡Silencio en la noche, el músculo duerme! Pero la ambición no descansa, ¿eh tarugo? ¿Sabes lo que es, en términos de espionaje, un mole? Es una palabra en inglés de múltiples significados. Es un lunar peludo. Es un insectívoro de ojitos u orejas pequeñitas, pero con patas como espadones para cavar sus lares subterráneos. Es una barrera para protegerse contra la fuerza de la marea. Es un anclaje en puerto seguro. Es la carne floja y sangrienta del útero. Es el racimo de uvas de la placenta. Y es, finalmente, el espía que infiltra una organización enemiga, se muestra fiel y paciente largo rato y al cabo traiciona a quienes lo acogieron para servir a quienes lo nombraron. (Ah, claro, y también es un riquísimo plato de la cocina mexicana, el mole, y significa hacer sangrar a golpes a un adversario, sacarle el mole.)
Bueno, pues yo te designo mi espía, mi mole allí donde tú sabes. Mira que soy generoso contigo, pinche cucaracha. Si gano, ganas conmigo. Si pierdo, ganas con mis enemigos. Mejor trato político no se le ha ofrecido nunca a nadie, desde que a Rudolf Hess, en vez de colgarlo, lo condenaron a prisión perpetua. Confórmate. Sabes que la piel de un hombre cambia cada siete años. Somos serpientes y lo sabemos. Pero en cuestión de política, la piel cambia cada seis años en México.
Piénsalo, Calígula, y decídete a cambiar de piel antes de que te la arranquen. Para desollados, el Xipe Totec del Museo de Antropología. Cada seis años hay que cambiar de lealtades, de esposas (bueno, de querida en tu caso), de convicciones. Prepárate, mi leal amigo. Prepárate. Tú nomás mantén una ilusión:
—Esta noche dormiré en la cama del vencido.
Lo malo es que si llegas a ese lecho, vas a dormir debajo del colchón. Porque encima estaré yo. No lo dudes.
Soy Augusto
Posdata: ¡Cómo odio los sexenios! Son como un pastel dividido en rebanadas que no puedes terminar de comer cuando de veras te entra el gusto. Y te advierto, ni se te ocurra acusarme ante tu jefe. Mis trincheras con él están no sólo cavadas, sino compartidas. Es un buen hombre. Crédulo. No le vayas con cuentos contra mí. Te considerará un intrigante, un metiche. Y tus pretensiones se irán a la purísima chingada. Vale.
Andino Almazán a "La Pepa" Almazán
Pepona, mi amor añorado, esta insólita situación nacional nos aleja aún más, pero nos acerca espiritualmente más que nunca... La lejanía siempre me ha aproximado a ti, amor mío, porque estar separados significa desearnos más, con más intensidad. ¿No te pasa lo mismo, cariño? Tú en Mérida, yo en la capital. Tú en una ciudad bella, amable y serena. Yo en esta metrópoli asfixiada, tumultuosa, grosera, insalubre. Tú rodeada de gente graciosa, cordial y sencilla. Yo ahogado dentro de un automóvil que me lleva del apartamento a la oficina y de regreso bien tarde cada noche, sin más compensación, hasta hace unos días, que nuestra conversación telefónica al sonar las doce. Ahora ni eso. Se me escapa tu dulce voz, debo imaginarla, me limito a escribirte. Y aquí me tienes, rodeado todo el día de enemigos, objeto de ataques y caricaturas en la prensa ("Andino, ándate ya del gobierno", "Andino a los Andes, el Presidente a la Madre... Sierra", etc.) y de intrigas y zancadillas en los corredores de la burocracia.
¡Qué contraria a mi verdadera naturaleza es esta máscara de tecnócrata helado y eficiente que debo colocarme cada mañana! Antes, necesitaba un espejo para ensayar mi rostro de burócrata implacable. Ya no hace falta, mi Pepona. La máscara se ha convertido en la cara, severa, cejijunta, de labios apretados y nariz de huelemierda. Cejas circunflejadas por la duda. Orejas alertas a la mentira. Y ojos, ojos, amor mío, si no de odio, sí de frialdad, desprecio, desinterés... He aprendido a hablar como anglosajón, sin artículos o contextos.
—Exacto.
—Servido.
—Nada.
—Cuidado.
—Perfecto.
—Advertido.
—Aténgase.
Con eso digo y corto. Mi mirada impide el paso a una conversación, sea amable o no, sea desagradable o sincera, equívoca o impertinente. Todo lo que dicen los demás representa para mí un peligro. El de la contradicción, el menos malo. El de la persuasión, el peor de todos...
Doy de mí lo que de mí se espera. Mi
expertise
técnico. Mi conocimiento de los mercados internacionales. Mis parámetros macroeconómicos. Mi atención a la paridad de la moneda, las reservas en divisas, el pago de la deuda externa, el monto de la interna, el déficit comercial, los respaldos europeos y norteamericanos, mi obligada fraternidad con los banqueros centrales de Washington, Berlín, Londres, Madrid...
Pero no doy lo que quisiera dar: mi humanidad. Vas a reírte de mí, Josefina, con esas carcajadas ruidosas que los envidiosos llaman "vulgares", como si tu vitalidad, que tanto me atrae, fuese de manera alguna "vulgar". ¿Vulgar tu capacidad de alegría, broma y choteo? ¿Criticables, tus divertidísimas asociaciones y albures? Ay mi amor, si esa es tu "vulgaridad", vieras tú qué falta me hace, cómo me vivifican tus chistes léperos, tus ademanes procaces, todo lo que provoca mi fidelidad porque tengo —te lo digo al oído, mi amor—, tengo mi puta en casa, no necesito andar buscando "viejas", como mis obtusos colegas del gabinete, yo ya tengo mi "vieja" malhablada, cachonda, dispuesta a todas las posturas y placeres, la tengo en mi propia casa...
¡Cómo te extraño, mi Pepona! Caliente y cariñosa, pero fiel esposa y cariñosa madre. Qué seguro me siento de que mis "tres tés", Tere, Talita y Tutú, estén contigo, mis trillizas llegadas al mundo en perfecto orden, dándole un aura de gloria virginal a tus tres partos sucesivos pero en realidad simultáneos, pues dime tú, ¿alguien recuerda en qué orden aparecieron las trillizas? Es como si hubiesen bajado, mis tres ángeles, juntitas del cielo a bendecir nuestra unión, mi Josefina, un matrimonio singularmente feliz, por encima de lejanías, chismorreos y beatitudes. Una boda hecha, como nuestras tres hijas, en el Paraíso.
¿Recuerdas la boda? ¿Recuerdas la Hacienda de los Lagartos, engalanada para nuestras nupcias? ¿Recuerdas el jardín con docenas de flamencos color de rosa? ¿Recuerdas el peninsular banquete de papadzules y huevos motuleños, gallina en escabeche y queso relleno? ¿Recuerdas el calor de la noche, nuestra entrega amorosa, la ansiedad de tu madre en la recámara de al lado en el Hotel del Garrafón, esperando que pidieras auxilio si te dolía —¡ay, ay, ay!— o que cantaras
La Marsellesa
si te gustaba —¡
ay, ay, ay, allons enfants de la patrie
—. ¡Qué bueno, mi Pepona, que me dejaste tomar la Bastilla de tu apretada cárcel, qué bueno que te gustó la guillotina de Andino!
Bueno, ya ves que sólo contigo me desahogo, vuelvo a ser el Andino Almazán del que te enamoraste hace ya doce años, te casaste hace once y tuviste trillizas hace diez. Y en seguida regreso a mi habitual y obligada tesitura de secretario de Hacienda, totalmente absorto en el mundo de la economía, disfrazándome a mí mismo con la máscara de la estadística, creándome un personaje exterior para disfrazar mi obsesión interna, que sos vos, mi gorda adorable.
Despierto mañana y ya no soy tuyo, Josefina.
Oigo lo que dicen de mí:
—Cuando Andino entra a una oficina, la temperatura desciende.
—Ha entrado el señor secretario. Todos de pie.
—Cuídate. El secretario Almazán sólo tiene dos opiniones. La suya y la equivocada.
Mi alma se muere, mi Pepa. Pero he asumido este compromiso y le debo su cumplimiento al señor Presidente, al país y a mí mismo. Si yo no estuviese en Hacienda, el barco se iría a la deriva. Soy un timonel indispensable. Soy el de la cantinela de rigor, rigor y más rigor. Evitar la inflación. Subir los impuestos. Bajar los salarios. Fijar los precios. Soy el hombre de hielo. Siendo yucateco tropical, paso por avaro regiomontano. Avaro de presupuesto y avaro de palabra.
Y es que me he propuesto ya no decir nada, mi Pepa. Cada vez que abro la boca para castigar al Congreso, sólo asusto a los inversionistas. Mejor me callo. Paso por el perfecto Pacheco. No digo nada porque no tengo nada que decir y por eso me he hecho fama de sabio. Todo lo miro con frialdad imparcial, pero no entiendo nada. Está bien. Alguien tiene que desempeñar este desgraciado papel. He tenido que correr a tres subsecretarios demasiado locuaces. El que dijo:
—La miseria en México es un mito.
El que dijo:
—Si no pasan la ley fiscal nos vamos a derrumbar como la Argentina.
El que dijo:
—Los pobres tienen la virtud de ser discretos.
Me han contratado para sacarle la infección al sistema. Soy el Flit del gobierno. Ando a la caza de insectos.
Y mi vida, mi amor, se me va secando, se me secaría si no fuera porque te tengo a ti y mis tres tés, Tere, Talita y Tutú. Mándame foto reciente de todas ustedes. Hace tiempo que se te olvida hacerlo. Yo ni te olvido un minuto. Tu A.
Posdata: Esta te la envío, para mayor seguridad, con mi buen amigo y colega Tácito de la Canal. Dicen que hay que vivir en el Gabinete como si ya estuviéramos muertos. Tácito es la excepción. Gracias a él entro y salgo sin trabas del despacho presidencial. Es un hombre ágil, con futuro, dúctil cuando es necesario, duro cuando es el caso. Confía en él. Vale. AA.
General Cícero Arruza a general Mondragón von Bertrab