Authors: Fran Ray
Temblando, se pone de pie, se dirige a la puerta y la abre. ¡Mary no está, no hay nadie! Se ha quedado solo. Los gritos aumentan de volumen, toma aire, coge el extintor colgado en la puerta, quita el precinto y recorre el pasillo hasta las dos grandes habitaciones destinadas a los adultos, de donde proceden los ruidos. Oye otro estruendo, un chirrido como si alguien pisara cristales rotos, gritos agudos, alaridos.
«¿Rebeldes, ladrones?» De repente cree sentir la mano protectora de Dios por encima de su cabeza. El temor ha desaparecido. «Ayúdame Señor», ruega en silencio, y después abre la puerta de un puntapié. La luz del pasillo ilumina las cuatro camas de la habitación destinada a los enfermos, y en medio de la oscuridad ve la inmensa y desorbitada figura echando espumarajos por la boca.
—¡Sam!
Sólo entonces nota la hoja resplandeciente del hacha que Sam empuña y el trozo de brazo ensangrentado en el suelo, las sábanas empapadas de sangre y una cabeza separada del cuerpo. El hacha vuela hacia él, Henrik levanta el extintor, el metal choca contra el metal y él es arrojado hacia atrás, tropieza, cae... Aprieta la palanca del extintor: un chorro de espuma irritante da de lleno en el rostro del atacante y lo derriba, cae hacia atrás aullando, resbala en las astillas de vidrio y se golpea la cabeza contra el borde de una cama.
De repente reina el silencio.
Henrik está temblando, la tensión le atenaza. «¡Vamos, hombre, ponte de pie!» Aparta el extintor y tantea el interruptor con mano temblorosa.
El tubo de neón titila y se enciende, iluminando el horror: un cuadro surrealista de una masacre, miembros ensangrentados, una pierna, un brazo, una cabeza aplastada, sangre por todas partes.
«Ayúdame, Dios mío.»
Sam lo mira con expresión espantada, respira con dificultad. Henrik se aproxima con precaución, pero Sam permanece inmóvil, apenas respira.
—¿Sam? —dice, y nota un destello en los ojos, después la mirada se apaga, suelta un gemido y la cabeza cae hacia un lado.
«Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre, venga a nosotros Tu reino...»
París
Cada vez que una tertulia televisiva llega a su fin, Camille se siente liberada de un peso enorme, lo celebra con Christian y los demás, se emborracha y regresa a casa en taxi, pero esta vez es distinto. El programa acabó, pero la tensión no la abandona... y lamenta que el programa haya acabado.
Océane Rousseau la ha subyugado. Es como si la vicedirectora le hubiera hecho una promesa, sólo que Camille ignora en qué consiste. Abre la puerta de la sala de reuniones.
—¡Has estado estupenda, Camille! —Christian se pone de pie y se acerca a ella con los brazos abiertos.
—No sé. —Normalmente disfruta de los momentos posteriores a un programa exitoso. No, no se siente bien, ha tomado partido.
—¡Claro que sí! —Christian coge una botella de champán de la nevera—.
Tout Menti!
ha tocado un tema candente. —El corcho salta, Lucien, Annabelle y cuatro miembros de la productora alzan las copas entre risas. Christian le alcanza una llena.
—Gracias, pero no me apetece... —Coge el abrigo y el bolso de la taquilla.
—No pensarás marcharte ahora, ¿verdad? —pregunta Lucien. Todos la miran con la copa en la mano.
—Pues sí.
—¿Qué te pasa, Camille, estás enferma? —Christian le ha rodeado los hombros con el brazo y ella percibe un ligero olor a sudor.
—No os preocupéis, no me pasa nada, sólo quiero irme a casa —asegura.
—Okay —dice Christian, y la suelta—, pero llama si cambias de idea. Iremos a recogerte.
Camille se esfuerza por sonreír, besa a Christian en la mejilla y les lanza un beso a los demás.
El pasillo iluminado por los tubos de neón acaba en una puerta acristalada que le devuelve su imagen. Ella la observa unos instantes. Ha ocurrido algo y no puede remediarlo; hace mucho tiempo que no se siente tan sola. Piensa en la botella de vino blanco en la nevera de su casa, esta vez no es un vino caro, pero también es alcohol: el mejor amigo de los solitarios.
Sale fuera y se sobresalta cuando las gotas de lluvia la golpean como canicas. Se apresura a subirse el cuello del abrigo, aunque la lluvia ya le empapa el cabello. «Lo que me faltaba.» Alza la mano para llamar el taxi aparcado frente a la puerta de atrás.
—¿Camille?
Se vuelve y ve como la lluvia —iluminada por los faros— acribilla la limusina oscura y brillante. Por la puerta trasera abierta surge música clásica y Camille sabe quién la aguarda allí. Su soledad y su cansancio se han desvanecido. La doctora Océane Rousseau, la vicedirectora de Edenvalley, la gigantesca industria agroquímica, considera que es una persona interesante. ¿Y por qué no? ¡Es una buena periodista! Con cada paso que da hacia la limusina se siente mejor.
—La acompaño a casa —dice Rousseau.
—Gracias, pero... tomaré el taxi... —tartamudea.
—Esto es mejor que un taxi. Suba, ha sido una velada agotadora.
Camille titubea. ¿Debe aceptar la invitación? «¡Qué duda tan burguesa!», piensa.
—¿Me acompaña a la Rue Coetlogon, en el sexto
arrondissement
?
—Desde luego. Nick —le dice al conductor, un individuo delgado y menudo—, nos desviaremos hasta la Rue Coetlogon.
Con una sonrisa, Océane se desplaza para dejarle lugar.
A Camille le parece que el coche atraviesa la ciudad nocturna en silencio, en el interior suena música de piano y la proximidad de Océane la inquieta. Trata de encontrar un tema de conversación, pero no se le ocurre ninguno.
—¿Ha quedado satisfecha con el programa? —pregunta Océane de pronto.
—Bastante. ¿Y usted?
—Mi papel era el más difícil, pero estoy acostumbrada a interpretarlo. Sí, estoy muy satisfecha. —Océane le lanza una mirada interrogativa—. ¿De parte de quién está, Camille?
«¿Qué querrá decir?», se pregunta la joven.
—Soy periodista. No puedo tomar partido.
—Todos toman partido por alguien. Los que lo niegan no osan quitarse la careta.
—No es verdad, hay observadores neutrales.
—Esos no existen.
Camille se resiste, no quiere entrar en semejante discusión, Océane es una de esas personas que nunca reconocerían que se han equivocado.
—¿Le gusta esta música? —pregunta la otra de repente—. Es de Jean Sibelius. Cinco piezas para piano.
—He de admitir que no soy muy... —No, la música nunca ha sido su fuerte, más bien la pintura y la arquitectura.
—Dedicó cada pieza a un árbol —la interrumpe Océane. Al parecer, no esperaba una respuesta—. Una bonita idea, ¿no? El hecho es que ni siquiera era un buen pianista, mi madre no dejaba de sacudir la cabeza ante sus composiciones, pero con esas piezas le siguió la corriente a su editorial hasta que volvió a componer una sinfonía. Escuche.
Océane cierra los ojos, disfruta de la melodía hasta que la lenta pieza acaba y Camille vuelve a preguntarse por qué esta mujer se muestra así ante ella. ¿Acaso quiere publicidad positiva, que Camille difunda cuán sensible y humana es la vicedirectora de Edenvalley?
Cuando el coche se detiene ante su casa, la sensación de alivio es parcial, porque por otra parte le gustaría seguir en el coche.
—Muchas gracias —dice, a punto de abrir la puerta.
—No hay de qué. ¿Ha estado en Ginebra, Camille?
Ella hace memoria.
—Sí. Durante un acto de la Cruz Roja Internacional, pero hace bastante tiempo.
—Me gustaría invitarla a Ginebra. A lo mejor surge una oportunidad.
Camille se baja. «Hazlo ahora», se ordena y se asoma a la ventanilla.
—¿Qué quiere de mí en realidad?
Océane sonríe, como si aguardara esa pregunta desde hace rato.
—¿Cuántos ejemplares tira su revista, Camille? ¿Cincuenta, sesenta mil? ¿Y cuántos telespectadores ven su programa? —dice, y la contempla—. Créame, usted puede mover mucho más.
—¿Cómo dice?
—Mover el mundo.
Camille quiere seguir preguntando, quiere saber a qué se refiere, pero Océane le desea buenas noches y cierra la puerta.
—Buenas noches —contesta la joven en voz baja y sigue al coche con la mirada hasta que desaparece.
Durante un momento reflexiona sobre la vida privada de Océane. ¿La compartirá con alguien, con un hombre? ¿Tal vez con una mujer? ¿O acaso la doctora Océane Rousseau está tan fascinada por su propia magnificencia que lo único que necesita son admiradores?
Abre el bolso bajo la luz amarillenta de la entrada y hurga en busca de la llave. «Mover el mundo...» Por lo menos en casa tiene una botella de vino.
Domingo 30 de marzo, Tromsø
El sol del ocaso proyecta un resplandor rojizo sobre el mar oscuro y las escarpadas lenguas de tierra cubiertas de nieve situadas a diez mil metros por debajo de Ethan, que quería dejarle el asiento de ventanilla, pero ella insistió en que lo ocupara él. Lo contempla ensimismado. Ha pasado por alto las órdenes de Lejeune y ha abandonado la ciudad, incluso el país. Esta vez nada puede salir mal, nadie puede haberle seguido los pasos: salió por la puerta trasera y cambió de taxi dos veces, no le dijo nada a Pauline y, en caso de que Aamu tenga algo que ver con todo este asunto —le lanza una breve mirada, ella contesta con una sonrisa—, la tiene controlada.
—¿Desea otro café? —La azafata sostiene el termo.
Él niega con la cabeza. Aamu pide otra taza. La cantidad de café que bebe lo desconcierta; ella le dijo que se acostumbró cuando estudiaba, porque de lo contrario era imposible mantenerse despierta toda la noche.
Anoche, cuando mencionaron al profesor Hirsch en la tertulia televisiva, Ethan se dio cuenta de inmediato de que ya había oído ese nombre y unos minutos después recordó dónde y cuándo. Fue hace ocho años, la primera vez que visitó el apartamento de Sylvie —aún tenía la pierna enyesada y estaba bastante dolorido— y la invitó a cenar el sábado próximo, el día que ella le quitaría el yeso. Ella dijo que lo sentía, pero que hacía meses que había quedado con el doctor Hirsch para esa noche. Sí, se llamaba Hirsch; Ethan recuerda el apellido y que le dio bastante rabia. Y ayer oyó que decían que el profesor Frost había hecho el doctorado con el tal Hirsch, que por entonces aún daba clases en la universidad de París. De pronto recuerda a «Jerry»: Sylvie lo mencionó un par de veces, un «superdotado» dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero. Jerry... ¿Jérôme?
Pero ¿por qué aceptaría ir a cenar con semejante individuo?
Después buscó información sobre ese profesor Hirsch en internet y dio con Genøk, en Noruega. Y lo que descubrió supuso un golpe: Sylvie había estado dos días en Noruega, dijo que se trataba de un congreso, y él olvidó inmediatamente quiénes participaban y con qué fin. De pronto está seguro de que Sylvie se encontró con el profesor Hirsch. ¿Por qué no le dijo nada al respecto?
Esa misma noche trató de obtener el número particular de Hirsch, pero sólo encontró el de su despacho en el Genøk Centre for Biosafety. Después echó un vistazo a la página de inicio: Genøk fue creada en 1998 como fundación no comercial y se dedica a investigar los efectos de la ingeniería y la modificación genética sobre el medio ambiente y la salud. Además, se encarga de difundir información y proporciona consejos. En la actualidad, el instituto tiene veintitrés empleados. La mayoría trabaja en Tromsø; hay otros departamentos en Nueva Zelanda y en Kuala Lumpur, en Malasia.
Llamó a Tromsø y por suerte había alguien allí que trabajaba de noche. Le dijo que el profesor Hirsch estaba de viaje y volvería al día siguiente.
Ethan no quería quedarse mano sobre mano y tampoco esperar a que Hirsch se decidiera a hablar con él pasados unos días, o quizá negarse a hacerlo, así que reservó un billete, o mejor dicho, dos.
Aamu había llegado justo antes del inicio del programa.
—A lo mejor descubrimos algo entre los dos —dijo la chica.
Y después añadió:
—Esta vez no te dejaré ir solo. —Apoyó el brazo en el suyo y murmuró—: Temo por ti.
El avión de Scandinavian Airlines despegó a las 14.05 de París. Ethan había reservado dos habitaciones individuales en el hotel Rica Ishavs para dos noches. La situación céntrica en el «París del norte», como ponía en la página web, la ubicación maravillosa junto al fiordo de Tromsø, la fantástica vista sobre el puerto, el puente y las montañas... todo eso no le interesaba en absoluto. Pernoctaría allí y al día siguiente iría en busca del profesor Hirsch.
Puntualmente a las 16.20, el avión aterrizó en el aeropuerto de Oslo. En un bar, Ethan bebió un whisky por el que pagó una suma astronómica; Aamu tomó un café. A las 18.30 siguieron viaje a Tromsø.
Son las 20.40 cuando bajan del avión. Es de noche. Poco antes de aterrizar, el piloto informó de que la temperatura exterior era de siete grados bajo cero y que la ciudad se encontraba a menos de trescientos cincuenta kilómetros del Círculo Polar Ártico.
Ethan se alegra de haberse llevado una chaqueta afelpada. Aamu carga con su pequeña mochila y se abrocha el anorak que le llega casi hasta los tobillos. En la cabeza lleva el gorro multicolor. «Formamos una extraña pareja», piensa él cuando ambos atraviesan el aeropuerto hasta la parada de taxis. Tromsø está en una isla, el aeropuerto se encuentra al norte y la ciudad al sur.
—¿Te sientes como en casa? —le pregunta a Aamu, que mira a través de la ventanilla sin pronunciar palabra.
Ella se vuelve, sacada de su ensimismamiento.
—Un poco.
«¿Por qué insistió en acompañarme si ahora le resulta insufrible?», se pregunta él.
—Te desagrada recordar el pasado, ¿verdad?
Ella sacude la cabeza y le da la espalda. De acuerdo, no insistirá en darle conversación.
El paisaje permanece casi invisible, la nieve bordea el camino como un sucio muro blanco, los faros iluminan la nieve que golpea el parabrisas y no distingue las montañas nevadas. Ethan trata de imaginarse cómo se hace para tolerar una oscuridad que dura meses y lo contrario: una claridad durante meses. Leyó que entonces el cielo es de un profundo azul, pero la oscuridad ártica dura poco porque el coche penetra en las calles subterráneas de Tromsø, construidas tras la Segunda Guerra Mundial cuando la ciudad estaba en ruinas, destrozada por la Wehrmacht, y la gente moría de frío en la superficie.
—Aún no comprendo por qué haces todo esto. ¿No tienes un novio, alguien con quien pasar el rato?