Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
—Y luego está Gerad. Es el niño de la casa; tiene siete años. Aún no tiene muy claro si le gusta más el arte o la música. Lo que le encanta es jugar a la pelota y estudiar bichos, lo cual está muy bien, salvo que así no se ganará la vida. Estamos intentando que experimente más. Bueno, y ya estamos todos.
—¿Y tus padres?
—¿Y «tus» padres?
—Ya conoces a mis padres.
—No, no los conozco. Conozco su imagen pública. ¿Cómo son en realidad? —pregunté, tirándole del brazo, aunque me costó un poco. Maxon tenía unos brazos enormes. Incluso bajo las capas de tela de su traje, sentía la presencia de unos músculos fuertes y firmes.
Suspiró, pero estaba claro que no le exasperaba lo más mínimo. Daba la impresión de que le gustaba tener a alguien incordiándole. Debía de ser duro haberse criado en aquel lugar como hijo único.
Empezó a pensar en lo que iba a decir cuando saliéramos al jardín. Todos los guardias lucían una sonrisa pícara a nuestro paso. Y más allá nos esperaba un equipo de televisión. Por supuesto, querían estar presentes en la primera cita del príncipe. Maxon les hizo que no con la cabeza, y ellos se retiraron de inmediato. Oí que alguien protestaba. No me apetecía nada que las cámaras me siguieran a todas partes, pero me parecía raro que se las quitara de encima.
—¿Estás bien? Pareces tensa —observó Maxon.
—A ti te descoloca ver llorar a una mujer; a mí me descoloca salir a pasear con un príncipe —respondí, encogiéndome de hombros.
Maxon se rió discretamente, pero no dijo nada más. A medida que avanzábamos hacia el oeste, el sol iba quedando tapado por el enorme bosque de palacio, aunque aún faltaba mucho para que anocheciera. La sombra nos engulló y quedamos ocultos por la oscuridad. Aquello es lo que habría deseado la otra noche, cuando buscaba alejarme de todo. Allí sí que daba la impresión de que estábamos solos. Seguimos caminando, alejándonos del palacio y de la atención de los guardias.
—¿Qué es lo que te resulta tan confuso de mí?
Vacilé, pero le dije lo que sentía.
—Tu carácter. Tus intenciones. No estoy segura de qué debo esperar de este paseo.
—Ah —se detuvo y se me puso delante. Estábamos muy cerca el uno del otro, y, a pesar del cálido aire estival, sentí un escalofrío en la espalda—. Creo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que no soy de los que van con rodeos. Te diré exactamente qué quiero de ti.
Maxon se acercó un paso más.
Se me hizo un nudo en la garganta. Me había metido yo solita en la situación que más quería evitar. Sin guardias, sin cámaras, sin nadie que le impidiera hacer lo que quisiera.
La rodilla se me disparó en un acto reflejo. Literalmente. Y le di un rodillazo a su alteza real en la entrepierna. Con fuerza.
Maxon soltó un alarido y se encogió, llevándose las manos a la zona dolorida mientras yo daba un paso atrás.
—¿Y eso a qué ha venido?
—¡Si me pones un solo dedo encima, será mucho peor!
—¿Qué?
—He dicho que si…
—¡Estás loca! Eso no, ya te he oído la primera vez —dijo, con una mueca—. Pero ¿qué narices quieres decir con eso?
Sentí un calor que me invadía todo el cuerpo. Había sacado la peor conclusión posible y me había puesto en guardia ante algo que evidentemente no iba a suceder.
Los guardias se acercaron a la carrera, alertados por nuestra discusión. Maxon los alejó con la mano, aún en una posición extraña, medio curvado.
Nos quedamos un momento en silencio, y, cuando él empezó a recuperarse del dolor, se me puso delante.
—¿Qué creías que quería?
Agaché la cabeza y me sonrojé.
—America, ¿qué te creías que quería? —insistió, evidentemente contrariado. Más que contrariado. Ofendido. Estaba claro que había adivinado lo que me había pasado por la mente, y no le gustaba lo más mínimo—. ¿En público? ¿Has pensado…? ¡Por el amor de Dios, soy un caballero!
Dio media vuelta y se dispuso a volver, pero se giró.
—¿Por qué te has ofrecido siquiera a ayudarme si tienes ese concepto tan bajo de mí?
No podía ni siquiera mirarle a los ojos. No sabía cómo explicar que me habían preparado para que me esperara cualquier cosa, que aquel lugar oscuro y aislado me había hecho sentirme extraña, que solo había un chico con el que hubiera estado alguna vez a solas y que aquella era mi reacción lógica.
—Hoy cenarás en tu habitación. Ya decidiré qué hago por la mañana.
Me quedé esperando en el jardín hasta estar segura de que todas las demás estarían ya en el comedor, y luego estuve un rato paseando arriba y abajo por el pasillo antes de decidirme a entrar en la habitación. Cuando entré, Anne, Mary y Lucy estaban nerviosísimas. No tuve el valor de decirles que no había estado todo aquel tiempo con el príncipe.
Ya me habían traído la cena, que estaba sobre la mesa, en el balcón. Tenía hambre, ahora que había digerido mi momento de humillación. Pero el motivo de que mis doncellas estuvieran tan agitadas no era mi larga ausencia. Había una caja enorme sobre la cama, esperando a que la abriera.
—¿Podemos verlo? —preguntó Lucy.
—¡Lucy, eso es de mala educación! —la regañó Anne.
—¡Lo dejaron aquí en cuanto se fue! ¡Desde entonces estamos preguntándonos qué puede ser! —exclamó Mary.
—¡Mary! ¡Esos modales! —la riñó Anne.
—No, no os preocupéis, chicas. No tengo secretos —cuando vinieran a echarme al día siguiente, les diría a mis doncellas el motivo.
Les sonreí sin muchas ganas mientras deshacía el gran lazo que envolvía la caja. En el interior había tres pares de pantalones: unos de lino, otros que parecían más formales pero suaves al tacto y unos vaqueros estupendos. Encima había una tarjeta con el escudo de Illéa.
Capítulo 13Pides unas cosas tan sencillas que no puedo negártelas. Pero hazme el favor de ponértelos solo los sábados, por favor. Gracias por tu compañía.
Tu amigo,
MAXON
En realidad no tuve mucho tiempo de avergonzarme o de preocuparme. Cuando a la mañana siguiente mis doncellas me vistieron con toda normalidad, supuse que podía presentarme al desayuno. El simple hecho de permitirme asistir era un gesto de amabilidad inesperada por parte de Maxon: me ofrecía una última comida, un último momento como una de las seleccionadas.
Cuando estábamos a medio desayuno, Kriss reunió el valor para preguntarme por nuestra cita.
—¿Qué tal fue? —preguntó en voz baja, tal como se suponía que teníamos que hablar durante las comidas. Pero aquellas tres breves palabras provocaron una reacción inmediata, y todas las que estaban lo suficientemente cerca como para oír aguzaron el oído.
Respiré hondo.
—Indescriptible.
Las chicas se miraron unas a otras, a la espera de más.
—¿Cómo se comportó? —preguntó Tiny.
—Humm —intenté escoger las palabras con cuidado—. Muy diferente de cómo me esperaba.
Esta vez los murmullos se extendieron por toda la mesa.
—¿Lo haces aposta? —protestó Zoe—. Si es así, es de lo más rastrero.
Negué con la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo?
—No, es que…
Pero una serie de ruidos confusos procedentes del otro lado del pasillo me interrumpieron, lo que evitó que tuviera que buscar una respuesta.
Los gritos eran raros. En mi breve estancia en palacio, no había oído ni un sonido que se acercara siquiera a aquel volumen. Acto seguido se oyeron los pasos rítmicos de los guardias en el suelo, las enormes puertas al abrirse y el tintineo de los cubiertos contra los platos. Aquello era un caos absoluto.
La familia real entendió lo que sucedía antes que nosotras.
—¡Al fondo de la sala, señoritas! —gritó el rey Clarkson, que corrió hacia una ventana.
Estábamos confundidas, pero no queríamos desobedecer, y nos trasladamos lentamente hacia la cabecera de la mesa. El rey bajó una persiana, pero no era de las usadas para tapar la luz.
Era metálica, y se ajustó en su posición definitiva con un chirrido. Maxon acudió a su lado y bajó otra. Y, a su lado, la encantadora y delicada reina se apresuró a bajar la siguiente.
Entonces llegó una oleada de guardias a la sala. Vi una serie de ellos en formación tras las puertas, que cerraron con llave y aseguraron con barras.
—Han atravesado los muros, majestad, pero los estamos conteniendo. Las señoritas deberían marcharse, pero estamos tan cerca de la puerta…
—Entendido, Markson —respondió el rey, zanjando la cuestión.
Estaba claro lo que había pasado: los rebeldes habían penetrado en el recinto.
Ya me imaginaba que podía pasar algo así, con tantos invitados en palacio y tantos preparativos. Cualquiera podía cometer algún desliz que comprometiera nuestra seguridad. Y aunque no fuera fácil entrar, era un momento ideal para organizar una protesta. Cuando menos, la
Selección
podía resultar molesta. Estaba segura de que los rebeldes la odiaban, al igual que tanta gente de Illéa.
Comoquiera que fuera, yo no iba a quedarme de brazos cruzados.
Eché la silla atrás tan rápido que se cayó, y corrí hacia la ventana más próxima para bajar la persiana de metal. Algunas otras de las chicas, conscientes del peligro en que nos encontrábamos, hicieron lo mismo.
Tardé solo un momento en bajarla, pero ajustarla era algo más difícil. Apenas había puesto el cierre en posición cuando algo impactó contra la protección metálica desde el exterior, cosa que me hizo retroceder con un grito hasta tropezar con mi silla y caer al suelo.
Maxon apareció inmediatamente.
—¿Te has hecho daño?
Hice una evaluación rápida. Era probable que me saliera un cardenal en la cadera, y estaba asustada, pero nada más.
—No, estoy bien.
—Al fondo de la habitación. ¡Venga! —ordenó, mientras me ayudaba a ponerme en pie.
Él atravesó la sala, agarrando a algunas chicas que se habían quedado paralizadas del miedo y conduciéndolas a la esquina más alejada.
Obedecí y corrí al fondo de la estancia, donde estaban todas las chicas, amontonadas. Algunas lloraban en silencio; otras tenían la mirada perdida. Tiny se había desmayado. Lo más tranquilizador fue ver al rey Clarkson hablando animadamente con un guardia en la pared contraria, lo bastante lejos como para que las chicas no le oyeran. Rodeaba a la reina con el brazo en un gesto protector, y ella se mostraba tranquila y confiada a su lado.
¿A cuántos ataques habría sobrevivido? Había oído que se producían varias veces al año. Aquello debía de ser exasperante. Las probabilidades de sobrevivir eran cada vez menores para ella… y para su marido… y para su único hijo. Con el tiempo, los rebeldes descubrirían cómo aprovechar las circunstancias a su favor y conseguir lo que querían. Y sin embargo, allí estaba, con la cabeza alta, la mirada clara y el rostro sereno.
Eché un vistazo a las chicas. ¿Alguna de ellas tendría la fuerza necesaria para ser reina? Tiny seguía inconsciente en los brazos de alguien. Bariel y Celeste charlaban. Esta última parecía estar tranquila, aunque yo sabía que no era cierto. Aun así, en comparación con otras, ocultaba sus emociones muy bien. Algunas chicas estaban al borde de la histeria, de rodillas y lloriqueando. Otras se habían bloqueado, evadiéndose de aquella pesadilla, y se retorcían las manos con aire ausente, esperando a que acabara.
Marlee estaba llorando un poco, pero no daba la impresión de estar deshecha. La agarré del brazo e hice que se irguiera.
—Sécate los ojos y levanta la cabeza —le grité al oído.
—¿Qué?
—Confía en mí, hazlo.
Marlee se secó la cara con el borde del vestido e irguió un poco el cuerpo. Se tocó la cara en varios sitios, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje, supuse. Luego se giró y me miró en busca de mi aprobación.
—Buen trabajo. Perdona que me ponga tan mandona, pero confía en mí esta vez, ¿vale? —no me gustaba tener que darle órdenes en medio de aquella situación angustiosa, pero debía mantener el aspecto sereno de la reina Amberly. Sin duda, Maxon apreciaría aquello en una reina, y Marlee tenía que ganar.
Ella asintió.
—No, tienes razón. Quiero decir que de momento todo el mundo está a salvo. No debería estar tan preocupada.
Asentí, aunque sin duda estaba equivocada. «Todo el mundo» no estaba a salvo.
Los guardias montaron guardia junto a las enormes puertas mientras los rebeldes seguían tirando cosas contra la fachada y las ventanas. Allí no había reloj. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a durar el ataque, y aquello no hacía más que aumentar mi ansiedad. ¿Cómo sabríamos si entraban? ¿No nos enteraríamos hasta que empezaran a golpear las puertas? ¿Estarían ya dentro, y no lo sabíamos?
No podía soportar los nervios. Me quedé mirando un jarrón con flores de diverso tipo —cuyos nombres no conocía, por supuesto— y me mordí una de mis uñas de manicura perfecta, concentrándome en aquellas flores como si fueran lo único importante en el mundo.
Al final Maxon vino a interesarse por mí, igual que había hecho con las demás. Se puso a mi lado y también se quedó mirando las flores. Ninguno de los dos sabía bien qué decir.
—¿Estás bien? —preguntó por fin.
—Sí —susurré.
—Pareces alterada —insistió él, tras una breve pausa.
—¿Qué les ocurrirá a mis doncellas? —dije, poniendo en palabras mi mayor preocupación. Yo sabía que estaba a salvo, pero ¿dónde estarían ellas? ¿Y si la incursión de los rebeldes había pillado a alguna de ellas por los pasillos?
—¿Tus doncellas? —preguntó él, con un tono que me dejaba como una idiota.
—Sí, mis doncellas —le miré a los ojos, para que se diera cuenta de que en realidad solo una minoría escogida de la multitud de personas que vivían en el palacio estaban a salvo. Estaba a punto de echarme a llorar. No quería hacerlo, y respiraba a gran velocidad para intentar controlar mis emociones.
Me miró a los ojos y pareció entender que en realidad estaba a apenas un paso de ser una sirvienta. Aquel no era el motivo de mi preocupación, pero me parecía extraño que un sorteo marcara la diferencia entre alguien como Anne y como yo.
—Ahora mismo deben de estar escondidas. El servicio tiene sus propios lugares donde ocultarse. Los guardias saben muy bien cómo tomar posiciones rápidamente y alertar a todo el mundo. Deberían estar bien. Tenemos un sistema de alarma, pero, la última vez que entraron, los rebeldes lo desbarataron por completo. Están trabajando para arreglarlo, pero… —Maxon suspiró.