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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (23 page)

BOOK: La saga de Cugel
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—No hay huellas de este polvo en torno a la base de las columnas.

Cugel se encogió de hombros.

—Puesto que las columnas permanecen en sus elevaciones relativas, no se ha producido un gran daño.

Una de las hermanas de Dama Sequorce apareció corriendo desde la parte de atrás del taller.

—¡He encontrado un montón de segmentos ocultos debajo de unas rocas, y todos están marcados «Dos»!

Dama Sequorce lanzó a Cugel una breve mirada de soslayo, luego se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas al poblado, seguida por sus hermanas.

Cugel se dirigió lúgubremente hacia la casa de Nisbet. Nisbet había estado escuchando desde detrás de la puerta.

—Todo cambia —dijo Cugel—. Es tiempo de irnos

Nisbet retrocedió, impresionado.

—¿Irnos? ¿Dejar mi hermosa casa? ¿Mis antigüedades y mis famosas colecciones? ¡Eso es impensable!

—Me temo que Dama Sequorce no se detendrá en una simple crítica. ¿Recuerdas la forma como trató tu barba?

—¡Por supuesto que lo recuerdo, y esta vez pienso defenderme! —Nisbet se dirigió hacia un armario y seleccionó una espada—. ¡Éste es el acero más fino de la antigua Kharai! ¡Toma, Cugel! ¡Otra hoja de idéntico valor en una espléndida vaina! ¡Llévala con orgullo!

Cugel sujetó la antigua espada a su cintura.

—El desafío está muy bien, pero guardar la piel entera es mejor aún. Sugiero que nos preparemos para cualquier eventualidad.

—¡Nunca! —exclamó Nisbet con pasión—. ¡Me mantendré firme en la puerta de mi casa, y el primero en atacarla probará el filo de mi espada!

—Se mantendrán lejos y arrojarán piedras —dijo Cugel.

Nisbet no prestó atención y fue a la puerta. Cugel reflexionó unos instantes, luego llevó varios artículos al carro dejado por los comerciantes maot: comida, vino, mantas, ropas. Metió en su bolsa un bote de cera de ossip, tras untar abundantemente sus botas, y dos puñados de terces de la urna de Nisbet. Tras pensárselo un poco metió en el carro un segundo bote de cera.

Fue interrumpido en su trabajo por una excitada llamada de Nisbet.

—¡Cugel! ¡Vienen, a toda velocidad! ¡Son como un ejército de animales enfurecidos!

Cugel fue a la puerta y observó a las mujeres que se acercaban.

—Tú y tu valiente espada podéis frenar esta horda desde la puerta delantera, pero pueden entrar por la parte de atrás. Sugiero retirarnos. El carro está preparado —Reluctante, Nisbet se dejó arrastrar hasta el carro. Observó los preparativos de Cugel.

—¿Dónde están mis terces? ¡Has cargado la cera de ossip, pero no los terces! ¿Es esto lógico?

—La cera de ossip, y no tu amuleto, desafía la gravedad. La urna es demasiado pesada para llevárnosla.

Pese a todo, Nisbet corrió al interior y volvió a salir tambaleante con su urna, derramando terces a su paso.

Las mujeres estaban ya muy cerca. Al ver el carro, lanzaron un gran rugido de ira.

—¡Villanos, alto! —exclamó Dama Sequorce.

Ni Cugel ni Nisbet hicieron caso de su orden. Nisbet metió su urna en el carro y lo cargó con los demás artículos, pero cuando intentó subir al asiento cayó, y Cugel tuvo que alzarlo hasta el pescante. Cugel dio una patada al carro y le lanzó un enorme empujón que lo envió flotando por los aires, pero cuando Cugel intentó subir a él perdió pie y cayó al suelo.

No había tiempo para un segundo intento; las mujeres estaban sobre él. Sujetando espada y bolsa de modo que no impidieran su carrera, echó a correr, con las más rápidas de las mujeres tras sus talones.

Tras casi un kilómetro las mujeres abandonaron su persecución, y Cugel se detuvo para recuperar el aliento. El humo empezaba a alzarse ya de la morada de Nisbet, y la multitud se ensañaba vengativamente con sus pertenencias. En la cima de sus columnas, los hombres se habían puesto en pie para ver mejor los acontecimientos, Muy arriba en el cielo, el carro derivaba hacia el este, arrastrado por el viento, con Nisbet mirando por el lado.

Cugel lanzó un suspiro. Colgándose la bolsa al hombro, echó a andar hacia el sur, en dirección a Port Perdusz.

2
Faucelme

Orientando su rumbo por el hinchado sol rojo, Cugel viajó hacia el sur cruzando un árido páramo. Las pequeñas rocas arrojaban negras sombras; algún que otro matorral, con hojas como rosadas y carnosas orejas, tendían sus púas hacia él a su paso.

El horizonte era impreciso tras una neblina de un color carmín aguado. No se veía ningún artefacto humano, ninguna criatura viva, excepto una sola ocasión en la que, muy lejos al sur, Cugel observó un pelgrane de impresionante envergadura de alas volando perezosamente de oeste a este. Cugel se dejó caer boca abajo en el suelo y aguardó inmóvil hasta que la criatura hubo desaparecido en la neblina oriental. Luego se levantó, sacudió el polvo de sus ropas y prosiguió al sur.

El pálido suelo reflejaba el calor. Cugel hizo una pausa para abanicarse el rostro con el sombrero. Al hacer esto su muñeca rozó ligeramente la «Estallido Pectoral de Luz», que ahora usaba como adorno. El contacto causó un irritante dolor y una sensación de succión, como si la «Estallido» estuviera ansiosa por sorber todo el brazo de Cugel y quizá incluso más. Cugel miró hoscamente la escama: ¡su muñeca apenas había entrado en contacto con ella! La «Estallido» no era un objeto que se pudiera tratar de forma casual.

Volvió a colocarse cuidadosamente el sombrero en la cabeza y prosiguió hacia el sur a buen paso, esperando hallar algún abrigo antes de la caída de la noche. Avanzaba a un ritmo tan rápido que casi estuvo a punto de caer a un enorme sumidero de cincuenta metros de ancho. Se detuvo en seco con una pierna colgando sobre el abismo, con un negro lago a unos treinta metros más abajo. Por unos interminables segundos, Cugel vaciló en un estado de desequilibrio, luego consiguió echarse atrás, hacia la seguridad.

Tras recuperar el aliento, Cugel avanzó de nuevo, con más precaución. Pronto descubrió que el sumidero no era un caso aislado. A lo largo de los siguientes kilómetros se encontró con otros de mayores o menores dimensiones, y pocos advertían de su presencia; un margen repentino, y una caída a las oscuras aguas.

Los sumideros más grandes tenían azulados sauces llorones colgando sobre su borde, medio ocultando hileras de peculiares habitáculos. Eran estrechos y altos, como cajas apiladas las unas sobre las otras. No parecían preocuparse en absoluto de la precisión, y partes de la estructura descansaban sobre las propias ramas de los sauces.

Era difícil ver a quiénes habían construido aquellas torres arborícolas por entre las sombras del follaje; Cugel tuvo un atisbo de ellos mientras se asomaban y se ocultaban rápidamente en sus extrañas ventanitas, y varias veces creyó verlos deslizándose al fondo del sumidero por una especie de toboganes pulidos en la nativa piedra caliza. Su estatura era la de un ser humano pequeño o un muchacho, aunque su aspecto sugería una peculiar hibridación de reptil, coleóptero pedunculado y gid en miniatura. Para cubrir su pelaje verde grisáceo llevaban ondulantes faldellines de una fibra pálida, y gorros con orejeras negras, fabricados aparentemente a partir de cráneos humanos.

El aspecto de aquellos seres proporcionó a Cugel pocas esperanzas de obtener hospitalidad, y de hecho le impulsó a alejarse rápidamente antes de que decidieran perseguirle.

A medida que el sol se hundía en el horizonte, Cugel empezó a ponerse más y más nervioso. Si intentaba seguir su camino de noche, lo más seguro era que cayera en uno de aquellos sumideros. Si decidía envolverse en su capa y dormir al cielo raso, sería presa fácil para los visps, que medían casi tres metros de alto y escrutaban la oscuridad con sus luminosos ojos rosados, y captaban el olor de la carne por medio de dos probóscides flexibles que crecían a cada lado de su cresta craneana.

La parte inferior del sol tocó el horizonte. Desesperado, Cugel empezó a arrancar ramas de arbusto quebradizo, cuya madera hacía excelentes antorchas. Se acercó a un sumidero rodeado de sauces y seleccionó un árbol-torre algo aislado de los demás. Mientras se acercaba, vislumbró formas parecidas a comadrejas yendo de un lado para otro frente a las ventanas.

Cugel extrajo su espada y golpeó la pared de planchas. ¡Soy yo, Cugel! —rugió—. ¡Soy el rey de esta desolada región! ¿Cómo es que ninguno de vosotros ha pagado su tributo?

Del interior llegó un coro de agudas y aullantes invectivas, y por las ventanas brotaron todo tipo de inmundicias. Cugel retrocedió y prendió fuego a una de las ramas. De las ventanas brotaron penetrantes gritos de ultraje, y algunos residentes del árbol-torre salieron a las ramas del sauce y se deslizaron al agua del sumidero.

Cugel mantuvo un ojo cauteloso a sus espaldas, vigilando que ninguno de los habitantes del árbol-torre saltara sobre él desde atrás. Golpeó de nuevo las planchas.

—¡Ya basta de vuestra porquería! ¡Pagad inmediatamente por encima de los mil terces, o abandonad el lugar!

Desde dentro no se oyó nada excepto silbidos y siseos. Vigilando en todas direcciones, Cugel rodeó la estructura. Halló una puerta y metió por ella la antorcha; descubrió una especie de taller, con un banco de piedra caliza pulida adosado a una pared, sobre el que descansaban varias jarras, copas y tablas de trinchar de alabastro. No había horno ni estufa; evidentemente la gente del árbol-torre no usaba el fuego; tampoco había comunicación con los niveles superiores, ya fuera por medio de escaleras de cuerda, trampillas o peldaños.

Cugel dejó sus ramas de arbusto quebradizo y su antorcha encendida en el polvoriento suelo y fue a buscar más combustible. Al débil resplandor ciruela del ocaso recogió cuatro buenas brazadas de ramas y las llevó al árbol-torre; durante el último viaje oyó estremecedoramente cerca la melancólica llamada de un visp.

Regresó aprisa al árbol-torre. De nuevo oyó furiosas protestas de sus moradores, y los estridentes gritos resonaron por todas partes en el sumidero.

—¡Tranquilos, gusanos! —exclamó Cugel—. Quiero descansar.

Sus órdenes no fueron oídas. Cugel sacó su antorcha del taller y la agitó en todas direcciones. El tumulto cesó de inmediato.

Cugel regresó al interior de la estancia y bloqueó la puerta con la losa de piedra caliza, que sujetó en su lugar con un palo. Preparó el fuego de modo que ardiera lentamente, rama tras rama. Se envolvió en su manta, y se dispuso a dormir.

Se despertó a intervalos durante la noche para atender el fuego, para escuchar y para mirar por una rendija al sumidero, pero todo estaba tranquilo excepto las llamadas de los visps errantes.

Por la mañana, Cugel se levantó con la salida del sol. Escrutó la zona en torno al árbol-torre por las rendijas, pero no parecía haber nada anormal, y no se oía ningún sonido.

Cugel frunció los labios en dubitativa reflexión. Se hubiera sentido más tranquilo ante una demostración de hostilidad más o menos abierta. Aquella quietud era demasiado inocente.

—¿Cómo, en un caso similar, castigaría yo a un intruso tan atrevido como yo mismo? —se preguntó Cugel.

Y a continuación:

—¿Por qué arriesgar fuego o espada?

Y luego:

—Planearía una horrible sorpresa.

Y finalmente:

—La lógica conduce al concepto de trampa. Así pues: veamos lo que han preparado…

Cugel quitó la losa de piedra caliza de la puerta. Todo estaba tranquilo: más tranquilo incluso que antes. Todo el sumidero parecía contener la respiración. Cugel estudió el terreno delante del árbol-torre. Miró a derecha e izquierda, para descubrir una serie de cuerdas colgando de las ramas del árbol. El suelo delante de la puerta había sido espolvoreado con una sospechosa cantidad de tierra, que no terminaba de ocultar completamente la silueta de una red.

Cugel alzó la losa de piedra caliza y la arrojó contra la pared trasera de la estancia. Las planchas, sujetas con clavijas y juncos, cedieron fácilmente; Cugel saltó por el agujero y pronto estuvo lejos, mientras a sus espaldas sonaban gritos de ultraje y decepción.

Cugel siguió su camino al sur, hacia las lejanas colinas que se alzaban como sombras tras la neblina. Al mediodía llegó a una granja abandonada al lado de un pequeño río, donde sació agradecido su sed. En lo que había sido un huerto encontró un viejo manzano silvestre cargado de frutas. Comió hasta saciarse y llenó su bolsa.

Cuando iba a reemprender su camino observó una tablilla de piedra con una medio borrada inscripción:

ACCIONES HORRIBLES FUERON COMETIDAS

EN ESTE LUGAR.

*

**

QUE FAUCELME SUFRA DOLOR

HASTA QUE EL SOL SE APAGUE

*

**

Y DESPUÉS.

Un frío soplo de viento pareció rozar la nuca de Cugel, y miró intranquilo por encima del hombro.

—Este es un lugar a evitar —dijo, y se alejó a grandes zancadas de sus largas piernas.

Una hora más tarde pasó junto a un bosque donde descubrió una pequeña capilla octogonal cuyo techo se había hundido. Miró cautelosamente al interior, y notó que el aire era pesado con el hedor a visp. Mientras retrocedía, una placa de bronce, verde por la corrosión de siglos, llamó su atención. Sus caracteres decían:

QUE LOS DIOSES DE GNIENNE

Y LOS DEMONIOS DE GNARRE

NOS PROTEJAN DE LA FURIA DE FAUCELME

Cugel lanzó un tembloroso suspiro y se alejó de la capilla. Pasado y presente oprimían la región; ¡se sentiría aliviado cuando llegara a Port Perdusz!

Cugel siguió su camino al sur a un paso más rápido aún que antes.

A medida que caía la tarde, el terreno empezó a hincharse en altozanos y pantanosos bajíos, precursores de la primera hilera de colinas que ahora se alzaban altas al sur. Empezaban a verse los primeros árboles dispersos que anunciaban los bosques de más arriba: mylax de negra corteza y anchas hojas rosadas; cipreses barril, densos e impenetrables; parmentos de color gris pálido, con colgantes racimos de esféricas nueces negras; robles de cementerio, gruesos y nudosos, con grandes y retorcidas ramas.

Como la tarde anterior, Cugel contempló el ocaso con aprensión. Cuando el sol se hundía ya en las lejanas colinas, llegó a un camino que avanzaba paralelo a las colinas y que presumiblemente debía llevar, de alguna manera, a Port Perdusz.

Cugel tomó el camino, miró a derecha e izquierda, y vio con gran interés el carro de un granjero parado a poco menos de un kilómetro al este, con tres hombres de pie en la parte de atrás.

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