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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (38 page)

BOOK: La saga de Cugel
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—No estamos en ningún error, Maestro Shimilko. Las condiciones son tal como las he descrito, y pueden ser verificadas fácilmente.

—«Imposible» e «increíble» son las únicas dos palabras que vienen a mi mente —exclamó Shimilko—. ¿Has preguntado a las propias muchachas?

—Por supuesto. Se limitan a alzar los ojos al techo y silbar entre dientes. Shimilko, ¿cómo explicas este odioso ultraje?

—¡Estoy perplejo al punto de la confusión! Las muchachas emprendieron el viaje tan puras como el día en que nacieron. ¡Esto es un hecho! Durante cada instante que estuve despierto, nunca abandonaron mi área de percepción. Esto también es un hecho.

—¿Y mientras dormías?

—La implausibilidad no es menos extrema. Mis hombres se retiraban invariablemente en grupo. Yo compartía mi carro con el capataz, y cada uno puede atestiguar sobre el otro. Mientras tanto, Cugel se encargaba de la vigilancia de todo el campamento.

—¿Solo?

—Un solo guardia es suficiente, aunque las horas nocturnas son lentas y aburridas. Cugel, sin embargo, nunca se quejó.

—¡Entonces Cugel es evidentemente el culpable!

Shimilko agitó sonriente la cabeza.

—Las obligaciones de Cugel no le dejaban tiempo para actividades ilícitas.

—¿Y si Cugel no cumplió con sus obligaciones?

—Recuerda —respondió pacientemente Shimilko—, cada una de las muchachas permanecía a buen recaudo en su cubículo privado, con una puerta entre ella y Cugel.

—Bien, entonces… ¿y si Cugel abrió esa puerta y entró silenciosamente en el cubículo?

Shimilko consideró aquello durante un momento y tironeó de su sedosa barba.

—En tal caso, supongo que el asunto podría ser posible.

El Gran Teócrata dirigió su mirada a Cugel.

—Insisto en que efectúes una declaración exacta sobre este lamentable asunto.

—¡La investigación es una farsa! —exclamó Cugel, indignado—. ¡Mi honor ha sido puesto en entredicho!

Chaladet clavó en Cugel una benigna aunque fría mirada.

—Se te concederá redención. Thuristas, deposito este hombre bajo vuestra custodia. Cuidad que disponga de todas las oportunidades de recuperar su dignidad y su autoestima.

Cugel rugió una protesta, que el Gran Teócrata ignoró. Miró pensativamente desde su enorme sillón al otro lado de la plaza.

—¿Estamos en el tercer o en el cuarto mes?

—La cronología acaba de dejar el mes de Yaunt, para entrar en el tiempo del Phampoun.

—Bien. Con diligencia, ese licencioso truhán puede conseguir todavía nuestro amor y respeto.

Un par de thuristas agarraron a Cugel por los brazos y lo condujeron hacia el otro lado de la plaza. Cugel se debatió durante todo el camino, sin resultado.

—¿Dónde me lleváis? ¿Qué es todo este absurdo?

Uno de los thuristas replicó con voz amable:

—Te llevamos al templo de Phampoun, y dista mucho de ser un absurdo.

—No me importa en absoluto —dijo Cugel—. Sacadme las manos de encima; tengo intención de abandonar Lumarth ahora mismo.

—Vamos a ayudarte.

El grupo subió unos gastados escalones de mármol, atravesó un enorme portal en arco, penetró en una sala llena de ecos, de la que sólo se distinguía el alto domo y un ádito o altar en el extremo más alejado. Cugel fue conducido a una cámara lateral, iluminada por altas ventanas circulares y panelada con oscura madera azul. Un viejo con una túnica blanca entró en la estancia y preguntó:

—¿Qué tenemos aquí? ¿Una persona que sufre aflicción?

—Sí; Cugel ha cometido una serie de crímenes abominables, que desea purgar.

—¡Esto es totalmente falso! —exclamó Cugel—. No ha sido aportada ninguna prueba contra mí, y en cualquier caso he sido traído hasta aquí contra mi voluntad.

Los thuristas, sin prestarle atención, se fueron, y Cugel se quedó a solas con el viejo, que cojeó hasta un banco y se sentó. Cugel empezó a hablar, pero el viejo alzó una mano.

—¡Tranquilízate! Debes recordar que somos un pueblo benévolo, que carece de toda chispa de malicia. Existimos solamente para ayudar a los demás seres. Si una persona comete un crimen, nos sentimos torturados por el pesar hacia el criminal, que creemos que es la auténtica víctima, y trabajamos sin ningún compromiso para que pueda renovarse a sí mismo.

—¡Un punto de vista muy esclarecedor! —declaró Cugel—. ¡Ya siento la regeneración!

—¡Excelente! Tus observaciones dan validez a nuestra filosofía; has pasado ya por lo que nosotros llamamos la Fase Uno del programa.

Cugel frunció el ceño.

—¿Acaso hay otras fases? ¿Son realmente necesarias?

—Absolutamente; están las Fases Dos y Tres. Debo explicar que Lumarth no siempre se ha adherido a esta política. Durante los años de apogeo de los Grandes Magos la ciudad cayó bajo el dominio de Yasbane el Obviabr, que practicó aberturas a cinco reinos demoníacos y construyó los cinco templos de Lumarth. Ahora te hallas en el templo de Phampoun.

—Es extraño —dijo Cugel— que unas personas tan benévolas sean unos demonólogos tan fervientes.

—Nada puede estar más alejado de la realidad. La Gente Amable de Lumarth expulsó a Yasbane, para establecer la Era del Amor, que debe persistir hasta el oscurecimiento definitivo del sol. Nuestro amor se extiende a todo, incluso a los cinco demonios de Yasbane, a los que esperamos rescatar de su mal. Tú serás el último de una larga fila de individuos que han trabajado con este fin, y ésta es la Fase Dos del programa.

Cugel se sintió abatido por la consternación.

—¡Un trabajo así excede de mi competencia!

—Todo el mundo siente la misma sensación —dijo el viejo—. De todos modos, Phampoun debe ser instruido en amabilidad, consideración y decencia; haciendo este esfuerzo, conocerás un gran brotar de feliz redención.

—¿Y la Fase Tres? —croó Cugel—. ¿Qué hay con ella?

—¡Cuando hayas cumplido con tu misión, entonces serás gloriosamente aceptado en nuestra hermandad!

—El viejo ignoró el decepcionado gruñido de Cugel—. Déjame ver: el mes de Yaunt acaba de terminar, y entramos en el mes de Phampoun, que es quizá el más irascible de los cinco en razón de sus sensibles ojos. Se irrita con el más insignificante resplandor, de modo que debes intentar tus persuasiones en una absoluta oscuridad. ¿Tienes alguna otra pregunta?

—¡Sí, por supuesto! Imaginemos que Phampoun se niega a enmendarse.

—Esto es «pensamiento negativista», que nosotros, la Gente Amable, rechazamos reconocer. ¡Ignora todo lo que hayas podido oír respecto a los macabros hábitos de Phampoun! ¡Ve adelante con confianza!

—¿Cómo regresaré para gozar de los honores y recompensas? —exclamó Cugel, angustiado.

—Sin duda Phampoun, una vez contrito, te enviará de vuelta por los medios a su disposición —dijo el viejo—. Ahora debo decirte adiós.

—¡Un momento! ¿Dónde están mi comida y mi bebida? ¿Cómo sobreviviré?

—Dejaremos también estos asuntos a la discreción de Phampoun. —El viejo pulsó un botón; el suelo se abrió bajo los pies de Cugel; se deslizó por una caída en espiral a velocidad vertiginosa. El aire se volvió gradualmente como jarabe; Cugel golpeó contra una película de invisible construcción que estalló con un sonido como el de un corcho abandonando una botella, y Cugel emergió a una cámara de mediano tamaño, iluminada por el resplandor de una única lámpara.

Cugel se alzó en pie, envarado y rígido, casi sin atreverse a respirar. Phampoun se sentaba en una enorme silla sobre un estrado al otro lado de la estancia, durmiendo, con dos hemisferios negros protegiendo sus enormes ojos de la luz. El grisáceo torso ocupaba casi toda la anchura del estrado; las enormes piernas extendidas se apoyaban planas contra el suelo. Los brazos, tan anchos como el cuerpo de Cugel, estaban rematados por dedos de un metro de largo, cada uno de ellos adornado con un centenar de enjoyados anillos. La cabeza de Phampoun era tan ancha como una carretilla, con un enorme hocico y una descomunal boca de blandas carnosidades. Los dos ojos, cada uno del tamaño de una pileta, no podían verse tras los hemisferios protectores.

Cugel, conteniendo el aliento de miedo y también contra el hedor que flotaba en el aire, miró cautelosamente a su alrededor. Una cuerda iba desde la lámpara, cruzando el techo, hasta colgar al lado de los dedos de Phampoun. Casi como un reflejo, Cugel soltó la cuerda de la lámpara. Vio una sola salida de la habitación: una puerta baja de hierro directamente detrás de la silla de Phampoun. La caída por la que había entrado allí era ahora invisible.

Las carnosidades a los lados de la boca de Phampoun se agitaron y se alzaron; un homúnculo, como una excrecencia de la punta de la lengua de Phampoun, miró hacia delante. Clavó su vista en Cugel, con unos ojos negros como cuencas.

—Ja, ¿tan rápido ha pasado el tiempo? —La criatura se inclinó hacia delante y consultó una marca en la pared—. Si, ha pasado; me he dormido, y Phampoun se pondrá de mal humor. ¿Cómo te llamas, y cuáles son tus crímenes? Esos detalles interesan a Phampoun…, es decir, a mí, aunque por capricho me hago llamar Pulsifer, como si fuera una entidad independiente.

—Me llamo Cugel, inspector del nuevo régimen que ahora gobierna Lumarth —dijo Cugel con valiente convicción en la voz—. He bajado para verificar el confort de Phampoun, y puesto que veo que está bien, volveré arriba. ¿Dónde está la salida?

—¿No tienes crímenes que relatar? —preguntó Pulsifer casi en un quejido—. Esto son malas noticias. Tanto a Phampoun como a mí nos gustan las grandes maldades. No hace mucho un cierto armador, cuyo nombre no consigo recordar, nos mantuvo entretenidos durante más de una hora.

—¿Y qué ocurrió luego?

—Mejor no preguntes. —Pulsifer se atareó puliendo uno de los colmillos de Phampoun con un cepillo pequeño. Asomó la cabeza e inspeccionó el manchado rostro encima de él—. Phampoun sigue durmiendo profundamente; ingirió una copiosa comida antes de retirarse. Discúlpame mientras compruebo los progresos de su digestión. —Pulsifer desapareció tras las carnosidades de Phampoun, y reveló su presencia tan sólo por una vibración en el nudoso cuello gris. Finalmente se asomó de nuevo—. Vuelve a tener hambre, o al menos así parece. Será mejor que le despierte; querrá conversar contigo antes de…

—¿Antes de qué?

—No importa.

—Un momento —dijo Cugel—. Estoy interesado en conversar contigo antes que con Phampoun.

—¿De veras? —preguntó Pulsifer, y pulió otro colmillo de Phampoun con gran vigor—. Esto es agradable de oír; recibo pocos cumplidos.

—¡Es extraño! Veo en ti mucho que alabar. Tu carrera va necesariamente unida a la de Phampoun, pero, ¿no tendrás quizá metas o ambiciones propias?

Pulsifer tiró hacia atrás del labio de Phampoun con su cepillo limpiador y se acomodó en el reborde así creado.

—A veces creo que disfrutaría viendo algo del mundo exterior. Hemos ascendido varias veces a la superficie, pero siempre de noche, cuando pesadas nubes oscurecen las estrellas, e incluso entonces Phampoun se queja del excesivo resplandor y regresa rápidamente abajo.

—Una lástima —dijo Cugel—. De día hay muchas cosas que ver. El paisaje que rodea Lumarth es agradable. La Gente Amable está a punto de celebrar su Gran Desfile de los Contrastes Definitivos, que se dice es de lo más pintoresco.

Pulsifer agitó melancólico la cabeza.

—Dudo llegar a ver nunca tales cosas. ¿Has presenciado muchos crímenes horribles?

—Por supuesto que los he presenciado. Por ejemplo, recuerdo a un enano del bosque Batvar que cabalgaba…

Pulsifer le interrumpió con un gesto.

—Un momento. Phampoun querrá oír esto. —Se inclinó precariamente fuera de la cavernosa boca para mirar hacia arriba, a los cerrados ojos—. ¿Está, o más exactanente estoy, despierto? Creí observar como un parpadeo. En cualquier caso, aunque he disfrutado de nuestra conversación, debemos cumplir con nuestras respectivas obligaciones. Hum, la cuerda de la luz se ha soltado. Quizá querrás ser tan amable de apagar la luz.

—No hay prisa —dijo Cugel—. Phampoun duerme pacíficamente; dejémosle disfrutar de su descanso. Tengo algo que mostrarte, un juego de azar. ¿Conoces el rampolio?

Pulsifer dijo que no, y Cugel sacó sus cartas.

—¡Observa atentamente! Te entrego cuatro cartas y yo tomo otras cuatro, que nos ocultamos mutuamente. —Cugel explicó las reglas del juego—. Jugamos necesariamente con monedas de oro o algún otro valor semejante, para hacer más interesante el juego. Yo apuesto cinco terces, que tú debes igualar.

—Allí, en aquellos dos sacos, está el oro de Phampoun, o lo que es lo mismo mi oro, puesto que yo formo parte integrante de su enorme masa. Toma el oro suficiente para igualar tus terces.

El juego prosiguió. Pulsifer ganó la primera mano, con gran regocijo por su parte, luego perdió la siguiente, o que le hizo llenar el aire con desanimadas quejas; luego ganó de nuevo y de nuevo, hasta que Cugel declaró que había agotado sus fondos.

—Eres un jugador listo y hábil; ¡es una gozada probar mis talentos con los tuyos! De todos modos, tengo la sensación de que podría ganarte si dispusiera de los terces que dejé arriba en el templo.

Pulsifer, algo hinchado por el orgullo, se burló del alarde de Cugel.

—¡Me temo que soy demasiado listo para ti! Mira, toma de nuevo tus terces y empezaremos a jugar de nuevo.

—No, así no es como se comportan los auténticos jugadores; soy demasiado orgulloso para aceptar tu dinero. Déjame sugerir una solución al problema. En el templo, arriba, está mi saco de terces, y un saco de golosinas que tal vez te guste comer mientras seguimos jugando. ¡Vayamos a buscar estos artículos, y luego te desafío a que vuelvas a ganarme!

Pulsifer volvió a inclinarse hacia fuera para inspeccionar el rostro de Phampoun.

—Parece muy tranquilo, aunque sus órganos rugen de hambre.

—Duerme tan profundamente como siempre —declaró Cugel—. Apresurémonos. Si despierta va a estropearnos el juego.

Pulsifer dudó.

—¿Qué hay del oro de Phampoun? ¡No nos atrevemos a dejarlo desprotegido!

—Nos lo llevaremos con nosotros, y nunca estará fuera del alcance de nuestra vigilancia.

—Muy bien; colócalo aquí, en el estrado.

—Ya está. ¿Cómo subimos?

—Aprieta simplemente el bulbo que hay al lado del brazo del sillón, pero por favor no hagas ningún ruido innecesario. Phampoun puede exasperarse si se despierta en un entorno no familiar.

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