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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (20 page)

BOOK: La saga de Cugel
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Las nubes que se deslizaban por encima de las colinas del Oeste enfriaban el aire y parecían presagiar lluvia. Cugel buscó al frente el poblado de Tustvold, sin éxito. Las nubes derivaban cruzando por delante del sol, oscureciendo la ya débil luz, y el paisaje adoptó un parecido a una antigua pintura color sepia, con perspectivas planas y los árboles pungko sobreimpuestos como pinceladas de tinta negra.

Un rayo de luz solar atravesó las nubes y jugueteó con un grupo de columnas blancas, a una distancia de casi dos kilómetros.

Cugel se detuvo en seco para contemplar la extraña disposición arquitectónica. ¿Un templo? ¿Un mausoleo? ¿Las ruinas de un enorme palacio? Cugel prosiguió a lo largo de la carretera, y finalmente se detuvo de nuevo. Las columnas variaban en altura, desde casi nada hasta más de treinta metros, y parecían tener unos tres metros de ancho.

Cugel siguió adelante. A medida que se acercaba vio que la parte superior de las columnas estaba ocupada por hombres, reclinados y bronceándose en lo que quedaba de la luz solar.

La abertura entre las nubes se cerró, y la luz del sol se desvaneció con una sensación de finalidad. Los hombres se alzaron y se llamaron unos a otros, y finalmente descendieron de las columnas mediante escaleras de cuerda atadas a la piedra. Una vez en el suelo, echaron a andar en grupo hacia un poblado medio oculto bajo un bosquecillo de shracks. Cugel supuso que aquel poblado, a poco más de un kilómetro de las columnas, debía ser Tustvold.

En la parte de atrás de las columnas había, en uno de los escarpados oteros, el profundo corte de una cantera que Cugel no había observado antes. De él emergió un hombre de pelo blanco y hombros hundidos, brazos nervudos y el lento andar de alguien que precisa controlar por anticipado cada uno de sus movimientos. Llevaba una túnica blanca, pantalones grises amplios, y unas botas muy gastadas de piel fuerte. Un amuleto de cinco facetas colgaba de una cuerda trenzada de cuero en su cuello. Al ver a Cugel, se detuvo y aguardó a que éste se aproximara.

Cugel utilizó su más educada voz.

—Señor, no saltéis a conclusiones precipitadas. No soy ni un vagabundo ni un mendigo, sino un marino que acaba de desembarcar en las llanuras de lodo.

—Esta no es la ruta habitual —dijo el viejo—. Los hombres duchos en la mar utilizan casi siempre los muelles de Port Perdusz.

—Completamente de acuerdo. ¿Ese poblado de ahí es Tustvold?

—A decir verdad, Tustvold es este montón de ruinas que hay más allá y de donde yo extraigo la piedra blanca. La gente del lugar utiliza el mismo nombre para su poblado, y eso no perjudica a nadie. ¿Qué buscas en Tustvold?

—Comida y abrigo para la noche. Sin embargo, no puedo pagar un céntimo, puesto que mis posesiones han quedado a bordo del barco.

El viejo agitó desanimado la cabeza.

—En Tustvold sólo hallarás aquello por lo que puedas pagar. Son gente avara, y emplean el dinero solamente para invertir. Si te contentas con un lecho de paja y un bol de sopa para cenar, puedo cubrir tus necesidades, y puedes olvidar el pago.

—Es una generosa oferta —dijo Cugel—. Acepto con placer. ¿Puedo presentarme? Soy Cugel.

El viejo hizo una inclinación de cabeza.

—Y yo Nisbet, hijo de Nisvangel, que trabajó en este mismo lugar antes que yo, y nieto de Rounce, que también era pedrero. ¡Pero ven! ¿Por qué permanecer aquí temblando, cuando un cálido fuego nos aguarda dentro?

Los dos se dirigieron hacia la morada de Nisbet: un conjunto de destartaladas chozas apoyadas las unas contra las otras, hechas de planchas y piedra: la acumulación de muchos años, quizá siglos. Las condiciones del interior, aunque confortables, no eran menos caóticas. Cada habitación estaba atestada con curiosidades y objetos antiguos coleccionados por Nisbet y sus predecesores mientras prospectaban las ruinas de la antigua Tustvold y otros lugares.

Nisbet preparó un baño para Cugel y le proporcionó una vieja y enmohecida túnica que Cugel podía llevar hasta que sus ropas estuvieran limpias de nuevo.

—Esa es una tarea que será mejor dejar a las mujeres del poblado —dijo Nisbet.

—Como recordarás, carezco de fondos —dijo Cugel—. Acepto con placer tu hospitalidad, pero me niego a imponerte una carga financiera.

—No hay ninguna carga —dijo Nisbet—. Las mujeres se sienten ansiosas por hacerme favores, así que voy a tener que establecer prioridades para el trabajo.

—En ese caso, acepto agradecido el favor.

Cugel se bañó con gran placer y se envolvió en la vieja túnica, luego se sentó ante una apetitosa cena de sopa de pez candela, pan y rampo a la vinagreta, que Nisbet recomendó como una especialidad de la región. Comieron en platos antiguos de muy distinto tipo y con cubiertos de lo más disparejo, incluso en el material que los constituía: plata, glossold, hierro negro, oro, una aleación verde de cobre, arsénico y otras sustancias. Nisbet identificó aquellos objetos de forma desenvuelta.

—Cada uno de los oteros que ves irguiéndose de la llanura representa una antigua ciudad, ahora en ruinas y cubierta por los residuos del tiempo. Cuando dispongo de una o dos horas libres, voy a menudo del mío a algún otro de los oteros, y muchas veces hallo objetos de interés. Esa bandeja, por ejemplo, fue tomada de la fase once de la ciudad de Chelopsik, y está hecha de corfume incrustado con luciérnagas petrificadas. Las letras que hay grabadas en ella se hallan más allá de mi capacidad de lectura, pero parecen una canción infantil. Este cuchillo es aún más antiguo; lo encontré en las criptas debajo de la ciudad que llamo Arad, aunque su auténtico nombre se desconoce.

—¡Interesante! —dijo Cugel—. ¿No encontraste nunca un tesoro de gemas valiosas?

Nisbet se encogió de hombros.

—Cada uno de estos artículos es inestimable: un recuerdo único. Pero ahora, con el sol a punto de oscurecerse definitivamente, ¿quién pagaría buenos terces para comprarlos? Es más útil una botella de buen vino. Hablando de eso, sugiero que, como los grandes personajes de otros tiempos, pasemos al salón, donde descorcharé una botella de vino de una edad adecuada, y calentaremos nuestras espinillas ante el fuego.

—¡Una espléndida idea! —admitió Cugel. Siguió a Nisbet a una estancia amueblada con un número excesivo de sillas, sillones, mesas y almohadones de todo tipo, junto con un centenar de otras curiosidades.

Nisbet sirvió vino de una botella de gres de gran antigüedad, a juzgar por los óxidos iridiscentes que incrustaban su superficie. Cugel probó el vino con precaución, para descubrir una sustancia densa y fuerte, con un regusto de extrañas fragancias.

—Una noble cosecha —pronunció Cugel.

—Tienes buen gusto —dijo Nisbet—. La tomé de la bodega de un comerciante de vinos en el cuarto nivel de Xei Cambael. Puedes beberlo tranquilamente; todavía hay un millar de botellas criando moho en la oscuridad.

—¡Mis felicitaciones! —Cugel apuró su vaso—. Tu trabajo no carece de alicientes; esto resulta claro. ¿No tienes hijos para proseguir la tradición?

—Ninguno. Mi esposa murió hace muchos años a causa de la picadura de una fanticula azul, y no me quedaron deseos de buscarme otra nueva. —Con un gruñido, Nisbet se puso en pie y alimentó más leña al fuego. Se reclinó en su silla y miró a las llamas.

—Sin embargo, a menudo me siento aquí por las noches, y pienso qué ocurrirá cuando yo ya no esté.

—Quizá debieras tomar un aprendiz.

Nisbet dejó escapar una corta risa hueca.

—No es tan fácil como eso. Los muchachos del poblado piensan en las altas columnas antes incluso de saber escupir adecuadamente. Preferiría la compañía de un hombre que supiera algo del mundo. Por cierto, ¿a qué te dedicas tú?

Cugel hizo un gesto inconcreto.

—Aún no me he decidido por ninguna carrera en particular. He trabajado como gusaneador, y recientemente he capitaneado un barco.

—¡Ese es un puesto de mucho prestigio!

—Cierto, pero la malicia de mis subordinados me obligó a renunciar al puesto.

—¿A través de las llanuras de lodo?

—Exactamente.

—Así es como ocurren las cosas en el mundo —dijo Nisbet—. De todos modos, te queda mucha vida por delante, con grandes cosas que hacer, mientras que yo debo limitarme a mirar hacia atrás, con la mayor parte de las cosas ya hechas, y ninguna de ellas con un gran significado.

—Cuando el sol se apague definitivamente, todas las acciones, significativas o no, serán olvidadas a la vez —dijo Cugel.

Nisbet se puso en píe y abrió otra botella de vino. Llenó de nuevo los vasos, luego regresó a su silla.

—Dos horas de ocioso filosofar nunca podrán equipararse al sonido de un buen eructo. Por el momento soy Nisbet el pedrero, con demasiadas columnas que erigir aún y demasiado trabajo que poner en orden. A veces siento tentaciones de subirme yo también a una columna y bañarme en sol durante horas.

Los dos permanecieron sentados en silencio, mirando a las llamas. Finalmente, Nisbet dijo:

—Veo que estás cansado. Sin duda has tenido un día agotador. —Se puso en pie y señaló hacia un lado—: Puedes dormir en aquel camastro.

Por la mañana, Nisbet y Cugel desayunaron tortas con fruta en conserva preparadas por las mujeres del poblado; luego Nisbet llevó a Cugel a la cantera. Señaló a su excavación, que había abierto una gran brecha en un lado del otero.

—La antigua Tustvold era una ciudad de trece fases, como puedes ver con tus propios ojos. Los habitantes del cuarto nivel construyeron un templo a Niamatta, su Dios de Dioses definitivo. Esas ruinas proporcionan la piedra blanca para mis necesidades… El sol ya calienta. Pronto van a empezar a venir los hombres del poblado para usar sus columnas; de hecho, ahí vienen ya.

Los hombres llegaron, de dos en dos y de tres en tres. Cugel los observó mientras trepaban a sus columnas y se tendían al sol.

Se volvió asombrado a Nisbet.

—¿Por qué se tienden en lo alto de sus columnas?

—Absorben un saludable flujo de la luz solar —dijo Nisbet—. Cuanto más alta es la columna, más puro e intenso es el flujo, como el prestigio del lugar. A las mujeres, especialmente, las consume la ambición por la altura de sus esposos. Cuando traen los terces para un nuevo segmento, lo quieren en seguida, y me atosigan despiadadamente hasta que termino el trabajo, y si para ello debo posponer el encargo de uno de sus rivales, mejor aún.

—Es extraño que no tengas competidores en lo que parece ser un negocio rentable.

—No es tan extraño cuando consideras el trabajo que representa. La piedra debe ser bajada del templo, tallada a la medida, pulida, limpiada de antiguas inscripciones, dado un nuevo número y alzada a la parte superior de la columna. Esto significa un enorme trabajo, que sería imposible sin esto —Nisbet tocó el amuleto de cinco caras que llevaba colgado del cuello—. Un toque de este objeto niega la succión de la gravedad, y el objeto más pesado se alza en el aire.

—¡Sorprendente! —dijo Cugel—. El amuleto es un valioso utensilio para tu negocio.

—«Indispensable» es la palabra… ¡Ja! Aquí viene Dama Croulsx para recriminarme mi falta de diligencia.

Una corpulenta mujer de mediana edad, con el rostro redondeado y el pelo rojizo típicos de la gente del poblado, se les acercó. Nisbet la saludó con toda cortesía; ella desechó el saludo con un brusco gesto.

—¡Nisbet, tengo que protestar de nuevo! Desde que pagué mis terces, has levantado primero un segmento a Tobersc y otro a Cillincx. Ahora mi esposo se sienta a su sombra, y sus esposas se ríen de mi frustración. ¿Qué tiene de malo mi dinero? ¿Has olvidado los regalos de pan y queso que te envié con mi hija Turgola? ¿Qué respondes?

—Dama Croulsx, concédeme un momento para hablar. Tu «Veinte» está preparado para ser alzado, y en estos momentos iba a informar de ello a tu esposo.

—¡Oh! ¡Eso es una buena noticia! Comprenderás mi preocupación.

—Por supuesto, pero para evitar futuros malos entendidos, debo informarte que tanto Dama Tobersc como Dama Cillincx han encargado ya sus «Veintiuno».

Dama Croulsx dejó colgar su mandíbula.

—¿Tan pronto, las muy zorras? En ese caso, yo también tendré mi «Veintiuno», y tienes que empezarlo primero.

Nisbet lanzó un gemido lastimero y se mesó la blanca barba.

—¡Dama Croulsx, sé razonable! Sólo puedo trabajar al límite de estas viejas manos, y mis piernas ya no me llevan a la velocidad que desearía. Haré todo lo posible; no puedo prometer más.

Dama Croulsx discutió otros cinco minutos, luego fue a marcharse irritadamente, pero Nisbet la llamó de vuelta.

—Dama Croulsx, necesitaría que me hicieras un pequeño servicio. Mi amigo Cugel necesita que sus ropas sean lavadas expertamente, planchadas, remendadas y devueltas a su primitiva condición. ¿Puedo pedirte que realices por mi esa tarea?

—¡Por supuesto! ¡Sólo tienes que indicarlo! ¿Dónde están esas ropas?

Cugel trajo sus lastimosas ropas, y Dama Croulsx regresó al poblado.

—Así es como funcionan las cosas —dijo Nisbet con una triste sonrisa—. Se necesitan unas manos nuevas y fuertes para seguir con el negocio. ¿Qué opinas del asunto?

—El negocio tiene mucho a su favor —dijo Cugel—. Déjame preguntarte una cosa: Dama Croulsx mencionó a su hija Turgola; ¿es apreciablemente más hermosa que Dama Croulsx? Y también: ¿se muestran las hijas tan ansiosas de cumplimentar al pedrero como sus madres?

—En cuanto a tu primera pregunta —respondió Nisbet con voz solemne—, los habitantes del poblado son keramianos, fugitivos del Rhab Faag, y ninguno es notable por su espléndida apariencia. Turgola, por ejemplo, es baja, regordeta, fofa, y tiene los dientes muy salidos. En cuanto a tu segunda pregunta, quizá hayas interpretado mal los signos. Dama Petishko se ha ofrecido a menudo a masajear mi espalda, aunque nunca me he quejado de sentir dolores en ella. Dama Gezx es a veces sorprendentemente demasiado familiar… Hummm. Bien, no importa. Si, como espero, decides convertirte en «pedrero asociado», deberás hacer tu propia interpretación de esas pequeñas cordialidades, aunque confío en que no traigas el escándalo a una empresa que, hasta ahora, se ha basado en la escrupulosidad.

Cugel desechó riendo la posibilidad de un escándalo:

—Me siento favorablemente inclinado a tu oferta; de hecho, carezco de medios para seguir viaje tierra adentro. En consecuencia, acepto al menos un compromiso temporal, con el salario que tú consideres adecuado.

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