Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Para animarse se imaginaba que el campo iba a ser liberado. Dios la había escogido, pensaba, para sobrevivir y contarle a las generaciones futuras las barbaridades que había visto allí.
Eso fue suficiente, me explicó, para sostenerla durante la parte más ardua del frío invierno.
Cuando se sentía desfallecer, cerraba los ojos y se imaginaba los gritos de sus amigas que habían sido usadas de cobayas en experimentos realizados por los médicos del campo, violadas por los guardias y con frecuencia ambas cosas, y entonces se decía:
«Debo vivir para contárselo al mundo. Debo vivir para contar los horrores que ha cometido esta gente.» Y así alimentaba su odio y resolución de continuar viva hasta que llegaran los Aliados.
Después, cuando el campo fue liberado y se abrieron las puertas, se sintió paralizada por la rabia y amargura que la atenazaba. No logró verse dedicando el resto de su valiosa vida a vomitar odio.
—Como Hitler —me dijo—. Si dedicara mi vida, que me fue perdonada, a sembrar las semillas del odio, no me diferenciaría en nada de él. Sería simplemente otra víctima más que intenta propagar más y más odio. La única manera como podemos encontrar la paz es dejar que el pasado sea el pasado.
A su modo contestaba así a todas las preguntas que me habían pasado por la cabeza al estar en Maidanek. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la capacidad del hombre para el salvajismo. Pero sólo había que ver ese vagón con zapatitos de bebé o sentir el hedor de la muerte que se cernía en el aire como un fantasmal paño mortuorio para comprender la inhumanidad de que es capaz el hombre. Pero claro, ¿cómo explicarse que Golda, una persona que había experimentado esa crueldad, eligiera perdonar y amar?
Ella lo explicó diciendo:
—Si yo logro que una sola persona cambie los sentimientos de odio y venganza por los de amor y compasión, entonces he sido digna de sobrevivir.
Lo comprendí y me marché de Maidanek transformada para siempre. Me sentí como si mi vida hubiera comenzado de nuevo.
Todavía deseaba estudiar en la Facultad de Medicina, pero decidí que la finalidad de mi vida era procurar que las generaciones futuras no crearan a otro Hitler. Lógicamente, primero tenía que volver a casa.
El regreso a Suiza fue tan peligroso como todo lo que había hecho los meses anteriores. En lugar de volver inmediatamente, decidí conocer algo de Rusia. Viajé sola. Sin dinero ni visado, metí en mi mochila la manta, las pocas ropas que tenía y mi bolsita con tierra polaca y emprendí el camino en dirección a Bialystok. Al caer la noche ya había atravesado kilómetros de campo sin ver un alma ni señales del temido ejército ruso, que era lo único que me preocupaba; me dispuse a acampar en una verde colina. Jamás me había sentido tan sola, como un puntito en el planeta contemplando los miles de millones de estrellas.
Pero eso sólo duró un momento. Antes de que me envolviera en la manta se me acercó una anciana ataviada con un vestido de colores muy vistosos y muchos faldones. Apareció como salida de la nada. Me llamaron la atención las bufandas y joyas que llevaba, me parecieron fuera de lugar.
Pero claro, ése era territorio rural ruso, un lugar misterioso, místico y lleno de secretos. En ruso, que poco entendí, se ofreció a leerme las cartas, al parecer interesada en hacerse con algún dinero.
Indiferente a las fantasías que sin duda me diría, yo traté de explicarle, con palabras rusas y polacas acompañadas por gestos, que lo que de verdad necesitaba era compañía humana y algún lugar seguro donde pasar la noche, si ella me podía ayudar.
Sonriendo me dio la única respuesta posible: «el campamento gitano».
Fueron cuatro días extraordinarios de cantos, bailes y compañerismo. Antes de ponerme en marcha nuevamente, les enseñé una canción popular suiza. Me la cantaron de despedida mientras yo me sujetaba la mochila y me alejaba para desandar el camino hacia Polonia. Durante el trayecto fui reflexionando sobre la increíble experiencia de encontrarme con personas totalmente desconocidas a media noche, personas que no tenían otro lenguaje en común conmigo que el amor y la música en el corazón, capaces de comunicarse con tanta profundidad y sentirse como hermanos en tan poco tiempo. Me marché de allí con la sensación de esperanza de que el mundo podría recomponerse por sí solo después de la guerra.
Cuando llegué a Varsovia, los cuáqueros me consiguieron una plaza en un avión militar estadounidense que llevaba a personajes importantes a Berlín. Desde allí pensaba coger un tren a Zúrich. Envié un telegrama a mi familia diciéndole cuándo llegaría a casa. «A tiempo para la cena», escribí entusiasmada, saboreando anticipadamente una de las exquisitas comidas de mi madre y una buena noche de sueño en mi mullida cama.
Pero los peligros aumentaron en Berlín. Los soldados rusos no permitían que nadie que no tuviera sus credenciales en regla pasara de su sector de la ciudad (el que después sería de Alemania Oriental) al ocupado por los británicos. Por la noche, la gente desaparecía de las calles con la esperanza de escapar, al menos temporalmente, del miedo y la tensión que eran tremendamente palpables. Ayudada por desconocidos conseguí llegar al puesto de control fronterizo, donde estuve horas, cansada, hambrienta y con el estómago descompuesto. Cuando comprendí que me sería imposible pasar sola, me acerqué a un oficial británico que conducía un camión y lo convencí de que me llevara oculta dentro de una caja de madera de 60 por 90 centímetros hasta una región más segura cerca de Hildesheim.
Durante las ocho horas siguientes viajé encogida en posición fetal, concentrada en la perentoria advertencia que el oficial me hizo antes de cerrar la tapa con clavos: «Por favor, no hagas el menor ruido. Ni una tos, ni un suspiro, ni una respiración fuerte, nada, hasta que vuelva a quitar esta tapa.»
En cada parada retenía el aliento, pensando aterrada que si movía un dedo sería mi último movimiento. Recuerdo cómo me cegó la luz cuando por fin se levantó la tapa. Jamás había visto una luz más brillante. El alivio y la gratitud que sentí cuando le vi la cara al oficial británico fueron acompañados por oleadas de náuseas y de debilidad que me recorrieron todo el cuerpo después de que él me ayudara a salir de mi escondite.
Decliné su amable invitación a compartir con él una buena comida en el casino de oficiales y emprendí el camino rumbo a casa. Por la noche dormí envuelta en la manta en un cementerio y a la mañana siguiente desperté aún más descompuesta que antes. No tenía alimentos ni medicamentos.
En la mochila encontré mi envoltorio con tierra polaca, lo único que no me habían robado aparte de la manta, y supe que de algún modo conseguiría salir de ésa.
Me las arreglé para levantarme, terriblemente dolorida, y me fui cojeando por el camino de gravilla. No sé cómo conseguí caminar durante varias horas. Finalmente, me desplomé en una pradera en las lindes de un espeso bosque. Sabía que estaba muy enferma, pero lo único que podía hacer era rezar. Muerta de hambre y sudando de fiebre se me nubló el entendimiento. En mi delirio me pasaban por la mente imágenes y visiones de mis últimas experiencias, la clínica de Lucima, las mariposas de Maidanek y la chica Golda.
Ay, Golda, tan hermosa, tan fuerte.
Una vez, cuando abrí los ojos, me pareció ver a una niña que iba en bicicleta comiendo un bocadillo. Se me retorció el estómago de hambre. Por un instante contemplé la idea de arrebatarle el bocadillo de las manos. Ignoro si la niñita era real o no, pero en cuanto tuve aquella ocurrencia oí las palabras de Golda: «Hay un Hitler en todos nosotros.» En ese momento lo comprendí; sólo depende de las circunstancias.
En este caso las circunstancias estuvieron de mi parte. Una anciana pobre me vio durmiendo cuando salió a recoger leña para el fuego. No sé cómo me llevó en carreta hasta un hospital alemán cerca de Hildesheim. Durante varios días estuve medio inconsciente; a ratos recuperaba el conocimiento. Durante uno de esos períodos de claridad oí hablar de una epidemia de tifus que estaba diezmando a las mujeres. Imaginándome que estaba entre ese malhadado grupo, pedí papel y lápiz para escribir a mi familia, por si no volvía a verlos jamás.
Pero estaba demasiado débil para escribir. Les pedí ayuda a mi compañera de habitación y a la enfermera, pero las dos se negaron. Las muy fanáticas creían que yo era polaca. Era el mismo tipo de prejuicio que vería cuarenta años más tarde con los enfermos de sida. «Que se muera la cerda polaca», decían con repugnancia.
Ese prejuicio casi me mató. Esa noche sufrí un espasmo cardíaco y nadie quiso atender a la chica «polaca»; mi pobre cuerpo, que sólo pesaba cuarenta kilos, ya no tenía fuerzas para luchar más. Acurrucada en la cama, fui decayendo rápidamente. Por fortuna, el médico de turno de esa noche se tomaba en serio su juramento hipocrático. Antes de que fuera demasiado tarde me puso una inyección de estrofantina, el tónico cardíaco. Por la mañana ya me sentí casi tan bien como cuando saliera de Lucima. Me había vuelto el color a las mejillas. Me pude sentar y tomar el desayuno.
—¿Cómo está mi niña suiza esta mañana? —me Preguntó el doctor cuando se marchaba.
—¡Suiza! En cuanto las enfermeras y mi compañera de habitación oyeron que era suiza y no polaca cambiaron su actitud. De pronto se desvivieron por atenderme. Lo que son los prejuicios, ¡demonios!
Pasadas varias semanas, después de disfrutar de un muy necesario descanso y de alimentarme bien, me marché. Pero antes de irme les conté a mi compañera de habitación y a la enfermera la historia del envoltorio con tierra polaca que llevaba en la mochila.
—¿Lo entendéis? —les expliqué—. No hay ninguna diferencia entre la madre de un niño polaco y la madre de un niño alemán.
El trayecto en tren hasta Zúrich me dio tiempo para reflexionar sobre las increíbles enseñanzas que había recibido durante los ocho meses pasados. Ciertamente volvía a casa más sabia y más conocedora del mundo. Mientras el tren traqueteaba sobre los raíles, ya me imaginaba contándoles todo a mi familia, lo de las mariposas y la niña judía polaca que me descubrió que había un Hitler en todos nosotros; lo de los gitanos rusos que me demostraron que el amor y la fraternidad trascienden el idioma y la nacionalidad; lo de los desconocidos, como la anciana pobre que había salido a recoger leña y se tomó la molestia de llevarme a tiempo al hospital.
Muy pronto estuve sentada ante la mesa cenando con mis padres, contándoles todos los horrores que había visto, y todos los motivos, mucho más numerosos, que teníamos para albergar esperanza.
«EL OSO»
Afortunadamente existen jefes como el catedrático Amsler. Era un excelente cirujano oftalmólogo, pero esa pericia se veía superada por los rasgos que lo convertían en un admirable ser humano: la comprensión y la compasión. Yo aún no llevaba cumplido un año trabajando en el hospital de la universidad cuando me permitió marcharme para colaborar en otras tareas como voluntaria, y cuando volví a aparecer me acogió en mi antiguo puesto. «Debe de haber llegado el invierno, porque la golondrina ha vuelto a casa», comentó cuando llegué.
Mi viejo laboratorio en el sótano me pareció un paraíso. Reanudé el mismo trabajo y la investigación. Pero pronto el doctor Amsler se dio cuenta de que yo había cambiado y que era capaz de hacer frente a más responsabilidades. Me destinó al sector de niños. Allí hacía pruebas a los niños que estaban perdiendo la vista para detectar si se trataba de oftalmía simpática o de un tumor maligno. Mi método para tratarlos era diferente del de sus padres y médicos. Hablaba francamente con ellos, los escuchaba expresar su temor de quedar ciegos y observaba con qué franqueza reaccionaban. También allí estaba adquiriendo saberes que me serían útiles después.
Me encantaba mi trabajo en el laboratorio del sótano con esas personas que padecían afecciones oculares. El trabajo llevaba horas; había muchas mediciones y pruebas que hacer. Nos exigía pasar largos períodos juntos en la oscuridad, lo que era perfecto para conversar. Incluso los más reservados, desconfiados y tímidos se sinceraban conmigo en ese ambiente íntimo. Yo sólo era una técnica de laboratorio de veintitrés años, pero aprendí a escuchar como una psiquiatra mayor y más experimentada.
Todo lo que hacía reforzaba mis deseos de estudiar medicina. No veía el momento de aprobar el Matura, el difícil examen de admisión a la universidad; hice planes para asistir a clases vespertinas a fin de preparar las asignaturas que tenía pendientes, tales como literatura alemana, francesa e inglesa, geometría, trigonometría, y la más temida de todas, latín.
Pero llegó el verano y su cálida brisa me trajo noticias del Servicio de Voluntarios por la Paz. Un grupo de voluntarios estaba construyendo un camino de acceso a un hospital de Recco, en Italia. Necesitaban urgentemente una cocinera. Ni siquiera tuvieron que preguntarme si me interesaba, porque varios días después ya estaba trabajando con un pico durante el día y cantando alrededor de una hoguera por la noche en la Riviera italiana. Nada habría sido para mí más satisfactorio. Mi encantador profesor Amsler me había garantizado que podía volver a mi trabajo, y mis padres habían dado su aprobación. Ya se habían acostumbrado a mi modo de ser.
Sólo se me impuso una condición. Cuando estaba a punto de marcharme, mi padre me prohibió viajar al otro lado del Telón de Acero. Lo consideraba peligroso y se imaginaba que yo podía desaparecer.
—Si cruzas el Telón de Acero dejarás de ser hija mía —me advirtió, con la intención de impedírmelo imponiéndome el peor de los castigos.
—Sí, señor —contesté.
Qué tontería, pensaba yo. ¿Para qué preocuparse tanto si yo iba a pasar el verano en Italia?
Pero había buenos motivos. Nos consagramos con tanto denuedo a construir aquel camino que estuvo terminado en un periquete, y a continuación en el Servicio de Voluntarios me eligieron a mí para la urgente tarea de reunir a dos niños con sus padres que estaban en Polonia. La madre era suiza y el padre polaco, y no podían salir del país. Mi trabajo anterior allí me convertía en la mejor candidata para la misión; conocía el idioma, sabía cómo arreglármelas allí y no tenía aspecto sospechoso. Yo acababa de recorrer a dedo todas las principales ciudades italianas para admirar sus increíbles obras de arte. Una aventura más antes de que acabara el verano me sentaría de maravilla; y la oportunidad de volver a ver Polonia. Era un regalo del cielo.