Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
En mis cartas a casa jamás decía que pasaba hambre ni que me sentía muy desgraciada, sobre todo cuando comenzó el frío y se aproximaban las fiestas. Al acercarse la Navidad eché terriblemente de menos mi casa. Me entristecía pensando en las agradables melodías que toda mi familia cantaba dichosa alrededor del piano. En mi imaginación veía los dibujos y manualidades que hacíamos mis hermanas y yo para regalarnos mutuamente. Pero Madame sólo me obligó a trabajar más. Continuamente recibía visitas, y además me prohibió que mirara su árbol de Navidad. «Sólo es para la familia», me dijo en un tono despreciativo que imitaban sus hijos, que no eran mucho menores que yo.
Toqué fondo la noche en que Madame dio una cena para los ex colegas de su marido en la universidad. Por orden de ella serví espárragos de entrante. En cuanto oí la campanilla con que ella me anunciaba que sus invitados habían terminado, me apresuré a entrar en el comedor a retirar los platos; pero al ver que en todos los platos todavía estaban los espárragos, volví a marcharme a la cocina. Madame volvió a tocar la campanilla. La escena se repitió, y volvió a repetirse una tercera vez. Me habría parecido cómico si no hubiera pensado que me estaba volviendo loca.
Finalmente Madame entró furiosa en la cocina. ¿Cómo podía ser yo tan imbécil?
—Entra ahí y retira los platos —me ordenó enfurecida—. Las personas educadas sólo se comen las puntas de los espárragos. ¡El resto se deja en el plato!
Así será, pero una vez que hube retirado los platos devoré todos los espárragos y los encontré deliciosos. Cuando acababa de zamparme el último, entró en la cocina uno de los invitados, un catedrático, que me preguntó qué demonios hacía yo allí.
—El motivo de perseverar aquí todo un año es que espero a tener la edad suficiente para entrar en un laboratorio —le dije tratando de contener las lágrimas que inundaban mis cansados ojos—.
Quiero formarme como técnica de laboratorio para poder entrar en la Facultad de Medicina.
El catedrático me escuchó comprensivo. Después me entregó su tarjeta y me prometió que me encontraría trabajo en algún laboratorio apropiado. También se ofreció a alojarme temporalmente en su casa de Lausana; me dijo que tan pronto llegara a casa se lo diría a su esposa. A cambio, yo tenía que prometerle que me marcharía de esa horrorosa casa.
Vanas semanas más tarde tuve un medio día libre. Fui a Lausana y llamé a la puerta del catedrático. Me abrió su esposa y me dijo entristecida que su marido había muerto hacía unos días.
Hablamos largo rato. Me dijo que él me había buscado trabajo pero que ella no sabía dónde. Me fui de allí aún más deprimida.
De vuelta en casa de Madame trabajé más que nunca. Para Nochebuena iba a tener la casa llena de invitados. Yo no paraba de cocinar, planear las comidas, limpiar y hacer la colada. Una noche le supliqué que me dejara ver el árbol de Navidad, sólo cinco minutos; necesitaba recargarme espiritualmente.
—No, todavía no es Navidad —me dijo horrorizada, y reiteró su anterior advertencia—: Además, es sólo para la familia, no para empleadas.
En ese instante decidí marcharme. Cualquier persona que no compartiera su árbol de Navidad no era digna de mi trabajo ni de mis servicios.
Le pedí prestada una maleta de anea a una chica de Vevey y planeé mi escapada. La mañana de Navidad, cuando Madame no oyó funcionar la enceradora entró en mi cuarto y me ordenó comenzar mis tareas. Pero en lugar de obedecer le dije osadamente que ya no volvería a encerar pisos en mi vida. Después cogí mis cosas, las puse en un trineo y me marché a toda prisa para coger el primer tren. Me quedé a pasar la noche en Ginebra en casa de una amiga, que me mimó con un baño de espuma, té, bocadillos y pasteles y me prestó dinero para hacer el resto del trayecto hasta Meilen.
Llegué a casa al día siguiente de Navidad. Deslicé mi huesudo cuerpo por el portillo para la leche y me fui directamente a la cocina. Sabía que mi familia estaría fuera en su tradicional excursión a la montaña, de modo que grande y agradable fue mi sorpresa cuando oí ruidos arriba. Resultó ser mi hermana Erika, que se había quedado en casa debido al problema de su pierna. Ella se sintió igualmente sorprendida y feliz al descubrir que era yo la que hacía ruido abajo. Nos pasamos toda la noche sentadas en su cama conversando, poniéndonos al día de todo lo ocurrido en nuestras vidas.
Al día siguiente repetí las mismas historias a mis padres, que se sintieron indignados al enterarse de que me habían hecho pasar hambre y me habían explotado. No entendían por qué no había vuelto antes. Mi explicación no agradó a mi padre, pero dadas las penalidades que yo había pasado, sofrenó su ira y me dejó disfrutar de una cómoda cama y comidas nutritivas.
Cuando mis hermanas volvieron a sus respectivos colegios me encontré ante el mismo viejo problema de mi futuro. Nuevamente mi padre me ofreció un puesto en su empresa. Pero esta vez añadió otra opción, lo que ponía de manifiesto un enorme crecimiento personal por su parte. Me dijo que si no quería trabajar allí, yo podía buscarme una ocupación que me gustara y me hiciera feliz.
Esa fue la mejor noticia que recibí en mi joven vida y oré para poder encontrar algo.
A los pocos días mi madre se enteró de que acababa de instalarse un nuevo instituto de investigación bioquímica. El laboratorio estaba situado en Feldmeiler, a unos pocos kilómetros de Meilen y me pareció perfecto. Conseguí concertar una entrevista con el propietario del laboratorio y me vestí especialmente para la ocasión, esforzándome por parecer mayor y profesional. Pero el joven doctor Hans Braun, un científico ambicioso, no se dejó impresionar. Me dijo que estaba ocupadísimo y que necesitaba personas inteligentes que se pusieran a trabajar en seguida.
—¿Puede comenzar ahora mismo?
—Sí. —Me contrató como aprendiza.
—Hay un solo requisito —me dijo—. Traiga su bata blanca de laboratorio.
Eso era lo único que yo no tenía. Se me encogió el corazón; creí que la oportunidad se me escapaba de las manos, y supongo que se me notó.
—Si no tiene bata, con mucho gusto le proporcionaré una —me ofreció el doctor Braun.
Yo me sentí extasiada, y más feliz aún cuando me presenté el lunes a las ocho de la mañana y vi tres preciosas batas blancas, con mi nombre bordado, colgadas en la puerta de mi laboratorio.
No había en todo el planeta un ser más feliz que yo.
La mitad del laboratorio se destinaba a fabricar cremas, cosméticos y lociones, mientras que la parte donde yo trabajaba, un enorme invernadero, estaba dedicada a investigar los efectos producidos en las plantas por materias cancerígenas. La teoría del doctor Braun era que no era necesario experimentar los agentes cancerígenos con animales, ya que lo mismo podía hacerse, con precisión y poco gasto, con plantas. Su entusiasmo hacía parecer más que factibles sus conceptos.
Pasado un tiempo advertí que a veces llegaba al laboratorio deprimido y escéptico ante todo y todos, y se pasaba todo el día encerrado con llave en su despacho. Después caí en la cuenta de que era maníaco depresivo. Pero sus agudos cambios de humor jamás entorpecieron mi trabajo, que consistía en inyectar a ciertas plantas sustancias nutritivas, cancerígenas a otras, observarlas escrupulosamente y anotar en respectivos cuadernos cuáles se desarrollaban de forma normal, cuáles de forma anormal, excesivamente o muy poco.
Yo me sentía cautivada, no sólo por la importancia del trabajo, que tenía la posibilidad de salvar vidas, sino además porque un simpático técnico de laboratorio me daba lecciones de química y ciencias, complaciendo así mi ilimitado apetito de saber. Pasados unos meses comencé a viajar a Zúrich dos días a la semana para asistir a clases de química, física y matemáticas, en las que superaba a treinta compañeros varones al recibir sobresalientes. La segunda de la clase era otra chica. Pero después de nueve meses de dicha el sueño se me convirtió en pesadilla; el doctor Braun, que había invertido millones en el laboratorio, se arruinó.
Nadie en el trabajo se enteró de la noticia hasta una mañana de agosto cuando nos presentamos a trabajar y encontramos la puerta cerrada. El destino y paradero del doctor Braun eran un misterio. Igual podía estar hospitalizado a causa de una de sus crisis maníacas, que estar en la cárcel. ¿Quién sabe si volveríamos a verlo alguna vez? La respuesta resultó ser «nunca». Los policías que custodiaban la puerta nos informaron de que estábamos despedidos, pero amablemente nos dieron tiempo para sacar las cosas del laboratorio y salvar informes pertinentes. Después de tomar un té con el grupo y de despedirnos con tristeza, me dirigí a casa, de nuevo sin empleo y muy amargada al ver destrozado otro sueño más.
A consecuencia de mi mala suerte encontré la llave para mi profesión futura. Al despertar por la mañana sólo tenía que imaginarme trabajando en la oficina de mi padre para dejar de autocompadecerme y ponerme a buscar trabajo de inmediato. Mi padre me había concedido tres semanas para buscar otro empleo. Si al cabo de ese tiempo no encontraba nada, yo comenzaría a trabajar de contable en su oficina, destino para mí inconcebible después de la felicidad de trabajar en un laboratorio de investigación. Sin pérdida de tiempo cogí el listín de teléfonos de Zúrich y escribí con vehemencia febril a todos los institutos, hospitales y clínicas de investigación. Además de hacer constar mis estudios y notas, de añadir cartas de recomendación y una foto, rogaba pronta contestación.
Era el final del verano, una época nada buena para buscar trabajo. Todos los días corría a mirar el buzón; cada día me parecía un año. Las primeras respuestas no fueron favorables; tampoco las de la segunda semana. En todas expresaban su admiración por mi entusiasmo, amor por el trabajo y buenas notas, pero ya estaban ocupadas todas sus vacantes para aprendices. Me alentaban a volver a enviar la solicitud al año siguiente; entonces tendrían muchísimo gusto en considerar mi petición.
Pero entonces sería demasiado tarde.
Durante casi toda la tercera semana esperé junto al buzón, sin tener suerte. Entonces, hacia el final de la semana el cartero trajo la carta por la que tanto había rogado. El Departamento de Dermatología del Hospital Cantonal de Zúrich acababa de perder a uno de sus aprendices de laboratorio y necesitaban cubrir la vacante inmediatamente. Me presenté allí sin pérdida de tiempo.
Médicos y enfermeras pasaban a toda prisa por los corredores. Aspiré el inequívoco aroma de medicamentos que impregna el aire de todos los hospitales como si fuera mi primer aliento; me sentí como en mi casa.
El laboratorio de dermatología estaba en el sótano. Lo dirigía el doctor Karl Zehnder, cuyo despacho sin ventana estaba situado en una esquina. Al instante me di cuenta de que el doctor Zehnder trabajaba muchísimo. Tenía el escritorio cubierto de papeles y el laboratorio bullía de actividad. Después de una buena entrevista, el doctor me contrató. Yo no veía la hora de contárselo a mi padre. También sentí una inmensa satisfacción al poder decirle al doctor Zehnder que cuando comenzara el lunes por la mañana llevaría mi propia bata.
Cada día al entrar en el hospital hacía una honda inspiración para aspirar lo que para mí era el olor más sagrado y bendito del mundo entero, y después bajaba corriendo a mi laboratorio sin ventanas. En ese extraño y caótico tiempo de guerra, cuando escaseaban las cosas más elementales, tales como alimentos y médicos, sabía que no estaría enterrada eternamente en ese sótano. Tenía razón.
Llevaba varias semanas trabajando allí cuando el doctor Zehnder me preguntó si no me interesaría extraer muestras de sangre a enfermos de verdad. Las pacientes a las que iba a sacar muestras de sangre eran prostitutas que se encontraban en las últimas fases sintomáticas de enfermedades venéreas. En aquel tiempo, antes de que se inventara la penicilina, a los que padecían enfermedades venéreas se los trataba como ahora a los enfermos de sida; se les temía y rechazaba, se los dejaba abandonados y aislados. Más tarde el doctor Zehnder me diría que había esperado que yo me negara. Pero me dirigí en seguida al deprimente sector del hospital donde se encontraban las Pacientes.
Creo que eso es lo que distingue a las personas que se sienten llamadas a la profesión médica y las que lo hacen por dinero.
El estado de las enfermas era lamentable. Tenían tan infectado el cuerpo que muchas ni siquiera podían sentarse en una silla o echarse en una cama. Estaban suspendidas en hamacas. A primera vista eran unos seres patéticos y dolientes; pero eran seres humanos, y una vez que hablé con ellas descubrí que eran personas tremendamente amables, simpáticas y amorosas, que habían sido rechazadas por sus familias y por la sociedad. No tenían nada, por lo que sentí un deseo aún mayor de servirlas.
Después de extraerles las muestras de sangre me senté en las camas y estuve horas charlando con ellas acerca de sus vidas, las cosas que habían visto y experimentado y la existencia en general. Comprendí que tenían necesidades afectivas tan enormes como sus necesidades físicas.
Ansiaban amistad y compasión, cosa que yo podía ofrecerles, y ellas a su vez me abrieron el corazón de par en par. Fue un trueque justo que me preparó para cosas peores.
El 6 de junio de 1944 las tropas aliadas desembarcaron en Normandía, el Día D. Eso cambió el curso de la guerra y muy pronto notamos los efectos de la invasión en masa. Los refugiados entraron a raudales en Suiza. Llegaban en oleadas, día tras día, a cientos. Algunos entraban cojeando, otros arrastrándose y otros eran transportados. Algunos venían de muy lejos, de Francia. Algunos eran hombres ancianos y heridos. La mayoría eran mujeres y niños. Prácticamente de la noche a la mañana el hospital se llenó a rebosar con estas víctimas traumatizadas.
Eran conducidos directamente a la sala dermatológica, donde los metíamos en nuestra enorme bañera, los despiojábamos y desinfectábamos. Sin siquiera pedirle permiso a mi jefe, me puse a trabajar con los niños. Los rociaba con jabón líquido para curarles la sarna y los frotaba con un cepillo suave. Una vez que estaban vestidos con ropa recién lavada, les daba lo que a mi juicio necesitaban más, abrazos y palabras tranquilizadoras: «Todo irá bien.»
Eso continuó sin parar durante tres semanas. Yo me absorbí totalmente en el trabajo y me olvidé de mi bienestar, cuando otros estaban tan mal. De pronto caía en la cuenta de que tenía que comer. ¿Dormir? ¿Quién tenía tiempo? Llegaba a casa pasada la medianoche y al día siguiente volvía a salir al alba. Estaba tan concentrada en los niños sufrientes y asustados, tan alejada de las actividades normales diarias, tan inmersa en responsabilidades distintas a aquellas para las que me habían contratado, que pasaron días sin que me diera cuenta de algo que tendría que haber sido una noticia importantísima: mi jefe, el doctor Zehnder, se había marchado y su puesto estaba ocupado por el doctor Abraham Weitz.