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Authors: Elisabeth Kübler-Ross
—¡Ahora no! —me contestó, molesto.
Avergonzada y dolida, di un salto hacia atrás y literalmente aterricé en los brazos extendidos de su hija, Indira.
—No se asuste —me dijo en tono tranquilizador—. Yo conseguiré que se lo firme.
Dicho y hecho, dos minutos después le pasó el libro. Él lo firmó y se lo devolvió sonriendo como si no hubiera pasado nada. Años después yo me vería solicitada para firmar miles de libros, incluso una vez cuando estaba sentada en los lavabos del aeropuerto internacional John Kennedy de Nueva York. Por mucho que deseara gritar «¡Ahora no!», evitaba molestarme y ser brusca con la persona que había comprado mi libro, pues no olvidaba lo ocurrido con el primer ministro indio.
Los estudios eran absorbentes sin ser pesados. Tal vez estaba acostumbrada a trabajos más arduos que los que hacía la mayoría de la gente; tal vez era más organizada. Estudiaba entre clase y clase. Las noches las pasaba en el laboratorio de oftalmología, con lo que tenía ingresos regulares. No es que necesitara mucho para vivir. La mayoría de los días me llevaba un bocadillo, pero de vez en cuando comía con mis compañeros de clase en la cafetería para alumnos. No recuerdo que haya tenido mucho tiempo para estudiar, a excepción de las mañanas durante el trayecto en tranvía cuando me dirigía a clase.
Afortunadamente, tenía una memoria fotográfica para recordar los trabajos realizados en clase y las charlas. Pero el lado negativo era el aburrimiento, sobre todo en clase de anatomía. Durante una charla de repaso, estaba sentada con una amiga en el anfiteatro, hablando de nuestras vidas pasadas y futuras. En broma ella recorrió toda la enorme sala con la vista y apuntó a un guapo alumno suizo.
—Ése es —exclamó riendo—, ése es mi futuro marido.
Las dos celebramos el chiste.
—Ahora te toca a ti elegir marido —me dijo.
Yo miré a mi alrededor. Al otro lado de la sala, frente a nosotras, había un grupo de alumnos estadounidenses. Tenían pésima reputación por su mala conducta. Continuamente hacían bromas y comentarios de mal gusto sobre los cadáveres, algo que otros alumnos encontraban indignante. Yo los detestaba. Pero pese a mi aversión, mis ojos se posaron en uno de ellos, un chico bien parecido de cabellos oscuros. No sé por qué, pero nunca antes me había fijado en él. Ni siquiera sabía su nombre.
—Ése —dije—, ése es el mío.
Más risas por nuestra pueril impulsividad.
Pero en el fondo ninguna de las dos dudaba de que finalmente nos casaríamos con esos hombres. Todo había que dejarlo al tiempo y a la «coincidencia».
En cuanto a mí, nada iba bien tratándose de la clase de anatomía. Comenzó mal, y después pareció empeorar cuando pasamos de las clases básicas al laboratorio de patología, donde se nos dividió en grupos de cuatro y se nos asignó un solo cadáver por grupo. Juré que el catedrático quería desquitarse de nuestras pasadas desavenencias cuando vi con quiénes me había colocado: con tres de los estadounidenses, entre ellos el guapo joven que yo había elegido por marido.
Mi primera impresión de ese grupo, basándome en su forma de tratar el cadáver, no fue buena. Hicieron chistes acerca del cuerpo del muerto, una comba para saltar con sus intestinos y me gastaron bromas respecto al tamaño de sus testículos. No lo encontré nada divertido. Pensé que eran unos vaqueros insensibles y faltos de respeto. Y aunque no era un modo particularmente romántico ni simpático de conocer a mi futuro novio, expresé abiertamente mi opinión. Ese comportamiento y esos chistes despectivos, dije con severidad, eran motivos de expulsión. Además me distraían impidiéndome aprender todo lo referente a vasos sanguíneos, nervios y músculos.
Ellos me escucharon educadamente, pero sólo uno reaccionó, mi elegido. Cuando yo estaba en el apogeo de mi indignación, me dirigió una sonrisa conciliadora y me tendió la mano:
—Hola, me llamo Ross, Emmanuel Ross.
Con eso me desarmó. Emmanuel Ross; figura atlética, de hombros anchos y mucho más alto que yo. Era de Nueva York, lo detecté en seguida: su acento de Brooklyn lo delataba incluso antes de que se le preguntara de dónde era. Entonces añadió algo más:
—Mis amigos me llaman Manny.
Incluso cuando nos convertimos en compañeros de laboratorio, hasta que pasaron tres meses no me invitó al cine y a comer algo en una cafetería. Yo sabía que tenía muchas y guapas amigas, pero la amistad que se desarrolló rápidamente entre nosotros nos permitía hablar con franqueza. Manny era el menor de tres hermanos y su infancia había sido más difícil que lo normal. Sus padres eran sordomudos; cuando tenía seis años murió su padre, y la familia se fue a vivir en el pequeño apartamento de su tío. Eran muy pobres; el único regalo que recibiera de su padre, un tigre de peluche, se lo quitaron las enfermeras cuando lo operaron de las amígdalas a los cinco años, y jamás lo recuperó, pues lo habían perdido. Aunque de eso hacía muchos años, noté que todavía le dolía esa pérdida. Para consolarlo le conté lo de mi conejito Blackie.
También me enteré de que había trabajado para pagarse los estudios, hecho su servicio militar en la Armada y terminado los cursos preliminares de medicina en la Universidad de Nueva York. Para evitar la aglomeración de ex soldados que trataban de ingresar en las atiborradas facultades de medicina de Estados Unidos, eligió la Universidad de Zúrich, aunque eso entrañara la dificultad de que los catedráticos emplearan el alemán y que en clase los debates se realizaran en un suizo que llamábamos Schweizerdeutsch (suizo-alemán). Manny, que atribuía parte de su éxito a mi ayuda como intérprete o traductora, fue el primero de los chicos con quienes salí que me hizo pensar en el futuro. Antes de las vacaciones de verano le enseñé a esquiar. Cuando volvimos a encontrarnos en el segundo curso, comencé a hacer planes para librarme de sus otras admiradoras.
Durante el segundo año comenzamos a atender personalmente a los enfermos reales. Yo tenía un instinto detectivesco para hacer buenos y rápidos diagnósticos, y una especial afición por la pediatría, afición que a mi juicio tenía algo que ver con el hecho de haber estado gravemente enferma cuando era niña. O tal vez podría estar relacionada con los recuerdos de la época en que mi hermana Erika estuvo hospitalizada allí. Afortunadamente no desperdicié mucha energía en dilucidar ese asunto porque estaba ocupadísima tratando de resolver un problema más gordo en potencia: presentar a Manny a mi familia sin que a mi padre le diera un ataque. Las siguientes fiestas de Navidad me depararían esa oportunidad.
Normalmente la Navidad era una celebración muy especial, reservada sólo para la familia, pero la semana anterior obtuve el permiso de mi madre para invitar a su famosa cena de Navidad a tres compañeros de clase elegidos con mucho esmero, entre ellos Manny. Le conté una historia bastante lacrimógena, que en lo esencial era cierta, sobre estos estudiantes que estaban solos, lejos de su casa, sin medios para pagarse una buena cena, adornándola lo suficiente para que mi madre se pasara días preparando todo tipo de platos y golosinas navideños típicos de Suiza para impresionar a los «americanos». Mientras tanto, poco a poco, fuimos acostumbrando a mi padre a la idea de que en la fiesta de Navidad de ese año estaríamos acompañados por personas ajenas a la familia.
Cuando llegó la gran noche, Manny sorprendió agradablemente a mi madre con un ramo de flores frescas, y los tres chicos se conquistaron su simpatía eterna retirando las cosas de la mesa y fregando los platos, cosa que los suizos jamás hacían por propia iniciativa. Mi padre sirvió un vino excelente y después brandy, y eso naturalmente fue seguido por alegres canciones en torno al piano, que continuaron hasta que se consumieron totalmente las muchas velas que iluminaban con su cálido resplandor la sala de estar. Alrededor de las diez de la noche di la señal convenida para que se marcharan mis amigos. «Van a ser las once», anuncié de modo nada sutil. Si los invitados alargaban demasiado su visita, mi padre se lo hacía saber abriendo de par en par la puerta de la calle y las ventanas, aunque la temperatura exterior fuera de diez grados bajo cero; yo quería evitar eso.
Pero mi padre disfrutó realmente de la velada.
—Son unos chicos muy simpáticos —me dijo después—. Y Manny es el más simpático de los tres. Es el mejor chico que has traído a casa.
Era cierto. Se había llevado muy bien con todos. Pero todavía quedaba un hecho importante que mi padre no sabía, aunque ese agradable comentario me brindó la ocasión para dejar caer la bomba.
—Y piensa que es judío —le dije.
Silencio. Antes de que mi padre, que por lo que yo sabía no sentía ninguna simpatía por la comunidad judía de Zúnch, pudiera contestar, me fui a la cocina a ayudar a mi madre, suponiendo que tarde o temprano tendría que abogar por mi amigo. Por suerte no ocurrió esa noche. Mi padre se fue directamente a la cama sin hacer ningún comentario, reservándolo para la mañana siguiente. Cuando estábamos desayunando dejó caer su bomba.
—Puedes traer a Manny a casa siempre que quieras.
A los pocos meses yo ni siquiera tenía que invitar a Manny. Lo habían aceptado como un miembro más de la familia, así que de vez en cuando iba a cenar aunque yo no estuviera en casa.
Tal como se esperaba, en 1955 se celebró una boda. No, no la mía, aunque por esa época Manny y yo habíamos intimado lo suficiente para comprender que acabaríamos casándonos; pero antes teníamos que terminar los estudios. Los novios fueron mi hermana Eva y su prometido Seppli, que se juraron amor eterno en la pequeña capilla donde mi familia había rendido culto durante generaciones. Desde que su compromiso fue formal, mis padres no cesaron de insinuar sutilmente que Seppli no era el mejor partido para mi hermana. ¿Un médico o abogado?, sí. ¿Un hombre de negocios?, por supuesto. Pero ¿un poeta esquiador?, eso era un problema.
Para mí no. Yo defendía a Seppli siempre que se terciaba. Era un ser sensible e inteligente que apreciaba las montañas, las flores y la luz del sol tanto como yo. Durante los fines de semana que solíamos pasar los tres en nuestra cabaña de montaña en Amden, Seppli siempre mostraba una sonrisa de felicidad cuando esquiábamos, cantábamos o tocábamos la guitarra y el violín. Durante las pocas ocasiones en que nos acompañaba Manny, yo observaba que toleraba dormir en un colchón sin ropa de cama y cocinar en un hornillo de leña, y que se admiraba cuando yo le señalaba los diferentes animales y paisajes, pero siempre se sentía aliviado cuando volvía a la ciudad.
Durante el año siguiente no pudimos hacer ni una sola excursión a la montaña por falta de tiempo. Aunque era el último de mis siete años en la facultad, también fue el más difícil. Para cumplir el equivalente suizo de las prácticas como residente, comencé el año trabajando en un consultorio de medicina general en Niederweningen, reemplazando a un simpático médico joven que tenía que servir tres semanas en un campamento militar. Recién salida de un moderno hospital docente, experimenté un choque cultural cuando a toda prisa me condujo a través de su consulta domiciliaria y me enseñó el laboratorio, el equipo de rayos X y un sistema de archivo muy particular que contenía los nombres de pacientes de siete pueblos agrícolas.
—¿Siete? —exclamé.
—Sí, vas a tener que aprender a conducir una moto —me dijo.
No alcanzamos a tocar el tema de cuándo podría aprender eso. Se marchó casi en seguida, y a las pocas horas recibí la primera llamada de urgencia, de uno de los pueblos circundantes, a unos quince minutos de trayecto. Instalé mi maletín negro con mi instrumental médico en el asiento de atrás de la moto, la puse en marcha tal como me había enseñado y emprendí el primer viaje en moto de mi vida. Ni siquiera tenía permiso de conducir.
El comienzo fue muy bien, pero cuando llevaba un tercio de camino cuesta arriba por la colina sentí que el maletín se deslizaba, y oí un estrépito cuando cayó al suelo y todo su contenido salió desparramado. Volví la cabeza para ver el desastre y al instante comprendí mi error. La moto rebotó sobre un bache, se desvió del camino y después de arrojarme en un terreno pedregoso siguió avanzando sola. Yo me quedé tendida entre el maletín y el lugar donde finalmente fue a parar la moto.
Ésa fue mi introducción al ejercicio de la medicina rural, y también mi presentación en sociedad en el pueblo. Sin que a mí me constara, toda la gente me había visto por las ventanas. Todos sabían que había una nueva doctora, y en cuanto oyeron el ruido de la moto subiendo por la colina corrieron a las ventanas a ver cómo era yo. Me levanté y comprobé que tenía varios rasguños y heridas que sangraban. Unos hombres me ayudaron a poner en pie la moto. Al final logré llegar a la casa, donde atendí a un anciano que temía estar sufriendo un infarto cardíaco. Creo que se sintió mejor tan pronto como vio que mi estado era peor que el de él.
Después de pasar tres semanas en el quinto pino, atendiendo toda clase de males, desde rodillas magulladas a cáncer, volví a mis clases agotada pero más segura de mí misma. Aunque no me interesaban particularmente las asignaturas que me quedaban, no tuve dificultad alguna ni con tocoginecología ni con cardiología. Nos esperaban seis meses de tedio y agobio preparando los exámenes que haríamos ante la Comisión Estatal y que había que superar para recibir el título de médico. Y después ¿qué? Manny insistía en que al salir de la facultad nos fuéramos a Estados Unidos, mientras que yo sentía el deseo de cooperar como voluntaria en la India. Ciertamente teníamos nuestras diferencias, pero mi instinto me decía que lo bueno pesaba más que lo malo.
Fue una época difícil, pero a continuación ocurrió algo que vino a empeorarla todavía más.
Los exámenes ante la Comisión Estatal duraban varios días y consistían en pruebas orales y escritas que cubrían todo lo que habíamos aprendido en los últimos siete años. No sólo contaban los conocimientos clínicos sino también la personalidad del estudiante. Yo los aprobé sin dificultad, más preocupada por cómo le iba a ir a Manny que por mis notas.
Pero los médicos se ven a veces enfrentados a situaciones que no se enseñan en la Facultad de Medicina. Me encontré ante una de esas pruebas cuando estaba en medio de mis exámenes finales. Comenzó en el apartamento de Eva y Seppli; yo había ido a tomar café y pasteles con ellos para distraerme del agobio de los exámenes. Cuando estábamos conversando, noté que Seppli estaba muy pálido y con aspecto cansado; no era el optimista de siempre, y estaba más delgado de lo normal, lo que me indujo a preguntarle cómo se sentía.