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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (34 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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—Es un plan excelente, Su Ilustrísima —aprobó Vanion con expresión imperturbable. Sparhawk también advertía unas cuantas lagunas en él. Los años habían embotado, al parecer, la intuición estratégica de Dolmant en ciertos aspectos—. Sólo le veo un inconveniente —añadió Vanion.

—¿Oh?

—En cuanto esos artefactos batan las murallas, seguramente tendremos hordas de mercenarios aquí entre nosotros.

—Eso sería un tanto inoportuno —concedió Dolmant con un ligero fruncimiento de entrecejo—. Vayamos a hablar con el coronel Delada de todas formas. Estoy convencido de que algo ocurrirá.

Vanion suspiró y abandonó la habitación detrás del patriarca de Demos.

—¿Siempre fue así? —preguntó Sparhawk a Sephrenia.

—¿Quién?

—Dolmant. Me parece que está excediéndose en su optimismo.

—Es a causa de vuestra teología elenia, querido. —Sonrió—. Dolmant está profesionalmente comprometido a acatar la noción de providencia, algo que los estirios consideran como la peor forma de fatalismo. ¿Qué os preocupa, querido?

—Se me ha desmoronado una intachable construcción lógica, Sephrenia. Ahora que conocemos la implicación de Perraine, no hay manera posible de relacionar la sombra con Azash.

—¿Por qué os obsesiona tanto la certitud indiscutible, Sparhawk?

—¿Cómo decís?

—Sólo porque no podéis demostrar lógicamente una conexión, estáis dispuesto a desechar de plano la idea. Vuestro razonamiento era, de todas formas, bastante frágil. Lo único que estabais haciendo era tratar de forzar las cosas para que vuestra lógica se ajustara a vuestros sentimientos: una especie de justificación para un fogonazo de intuición. Vos sentisteis, creísteis, que la sombra provenía de Azash y yo con eso tengo suficiente. Me inclino más a dar crédito a vuestros sentimientos que a vuestra lógica.

—No seáis mala —la regañó.

—Creo que es hora de descartar la lógica y comenzar a confiar esos fogonazos intuitivos, Sparhawk. La confesión de sir Perraine desmiente cualquier conexión entre esa sombra que veis y los atentados contra vuestra vida, ¿no es cierto?

—Me temo que sí —reconoció—, y, para arreglar las cosas, ni siquiera he visto últimamente la sombra.

—El que no la hayáis visto no significa que no esté todavía allí. Decidme exactamente qué sensaciones experimentasteis cada vez que la visteis.

—Frío —respondió —y la apabullante impresión de que, fuera lo que fuese, me odiaba. He sido objeto de odio otras veces, Sephrenia, pero no de ese modo. Era inhumano.

—De acuerdo, ése es un dato fiable. Se trata de algo sobrenatural. ¿Algo más?

—Me daba miedo —admitió sin tapujos.

—¿A vos? Pensaba que ignorabais el significado de esa palabra.

—Ya veis que no.

La mujer arrugó su menuda y pequeña cara en actitud reflexiva.

—La teoría que elaborasteis contenía muchos puntos flojos, Sparhawk —señaló—. ¿Tendría realmente sentido que Azash mandara a algún bandido a mataros y que luego tuviera que perseguirlo para poder recuperar el Bhelliom?

—Es un poco molesto y tortuoso, supongo.

—En efecto. Consideremos pues la posibilidad de una pura coincidencia.

—Yo no debería prestarme a ello, pequeña madre. La providencia, ya sabéis.

—Dejaos de monsergas.

—Sí, señora.

—Supongamos que Martel corrompió a Perraine por su cuenta, sin consultar a Annias..., siempre que nos atengamos a la hipótesis de que sea Annias el que está en contacto con Otha y no Martel.

—No creo que Martel llegara al extremo de tener tratos personales con Otha.

—Yo no estaría tan segura, Sparhawk. Pero supongamos que la idea de mataros la concibió Martel y no Otha... y que no fue producto de algún enrevesado plan ideado por Azash. Eso taparía la brecha producida en vuestro razonamiento. La sombra podría continuar estando relacionada con Azash y no tener nada que ver con los atentados contra vuestra vida.

—¿Y para qué aparece pues?

—Para observar, seguramente. Azash quiere saber dónde estáis y sobre todo no quiere perder de vista el Bhelliom. Eso explicaría por que la veis casi siempre cuando sacáis la joya de la bolsa.

—Esto está empezando a darme dolor de cabeza, pequeña madre. Pero, si todo sale tal como lo ha planeado Dolmant, pronto tendremos a Martel y Annias bajo nuestra custodia. Ésas serían condiciones óptimas para obtener unas cuantas respuestas de ellos. Las suficientes para disipar mi dolor de cabeza, en todo caso.

El coronel Delada, comandante de la guardia personal del archiprelado era un hombre de robusta complexión, pelo rojizo corto y rostro arrugado, que, a pesar de su posición eminentemente ceremonial tenía el porte de un guerrero. Llevaba el bruñido peto, el redondo escudo repujado y la tradicional espada corta de su unidad, una capa carmesí que le llegaba a las rodillas y un yelmo sin visera rematado por una cresta de pelo de caballo.

—De veras son tan grandes, sir Sparhawk? —preguntó mientras ambos contemplaban las humeantes ruinas desde el techo plano de una casa lindante con la muralla de la ciudad vieja.

—No lo sé de cierto, coronel Delada —respondió Sparhawk—. Nunca he visto ninguno, pero

Bevier sí y él me ha contado que son tan grandes como una casa de buenas dimensiones.

—¿Y es verdad que arrojan rocas del tamaño de un buey?

—Eso me han dicho.

—¿Adonde va a ir a parar el mundo?

—Es lo que llaman el progreso, amigo mío —comentó irónicamente Sparhawk.

—El mundo sería mucho mejor si ahorcáramos a todos los científicos e ingenieros, sir Sparhawk.

-Y a los juristas también.

—Oh, sí, sin duda: también a los juristas. Todo el mundo querría colgar a los abogados. —Delada entornó los ojos—. ¿Por qué os andáis todos con tantos secretos conmigo, Sparhawk? —preguntó malhumorado, demostrando que los tópicos que circulaban respecto a los pelirrojos eran acertados en su caso.

—Debemos proteger vuestra estricta neutralidad, Delada. Vais a ver algo, y a oír algo, esperamos, de suma importancia. Posteriormente se os solicitará que deis testimonio de ello y va a haber gente que intentará por todos los medios insuflar dudas en vuestra declaración.

—Mas les vale no hacerlo —declaró acaloradamente el coronel.

—El caso es —continuó Sparhawk, sonriendo —que, si de antemano ignoráis por completo la naturaleza de lo que vais a ver y oír, nadie podrá poner en entredicho vuestra imparcialidad.

—No soy estúpido, Sparhawk, y tengo ojos en la cara. Esto tiene que ver con la elección, ¿no es así?

—Prácticamente todo en Chyrellos está relacionado con la elección en estos momentos, Delada..., salvo tal vez ese sitio que se prolonga allá fuera.

—Y apostaría algo a que ese sitio también está implicado en esto.

—Ésta es una de las cuestiones de las que se supone que no debemos hablar, coronel.

—¡Aja! —exclamó triunfalmente Delada—. ¡Tal como pensaba!

Sparhawk miró a lo lejos. Lo importante era demostrar sin margen de duda la connivencia entre Martel y Annias, lo cual no estaba tan seguro de poder lograr. Si la conversación entre el primado de Cimmura y el pandion renegado no revelaba la identidad de Martel, Delada sólo podría repetir ante la jerarquía el contenido de un sospechoso conciliábulo entre Annias y un extraño de nombre desconocido. Emban, Dolmant y Ortzel, no obstante, se habían mostrado tajantes: Delada no debía recibir bajo ningún concepto ninguna información que pudiera condicionar su testimonio. En ese sentido Sparhawk se sentía especialmente decepcionado con el patriarca Emban, siempre tan tortuoso y mentiroso en otras cuestiones. ¿Por qué había de volverse de repente honrado en ese punto crucial?

—Está empezando, Sparhawk —le anunció Kalten desde la muralla alumbrada con antorchas—. Los rendoreños están llegando para retirar nuestros obstáculos.

Dado que el tejado era un poco más alto que la muralla, Sparhawk divisaba perfectamente lo que ocurría al otro lado de la fortificación. Los rendoreños acudían corriendo, chillando como en anteriores ocasiones y, sin parar mientes en las estacas untadas de veneno de las alambradas, las hacían caer rodando. Muchos de ellos, arrebatados por un enfervorizado éxtasis religioso, llegaban incluso a arrojarse sin propósito alguno a las emponzoñadas estacas. Cuando, a poco, quedaron amplios trechos libres de obstrucción, las torres de asalto comenzaron a avanzar lentamente sobre ruedas por la ciudad aún humeante, en dirección a las murallas. Las torres, según apreció Sparhawk, estaban construidas con gruesas planchas cubiertas de verdes cueros, tantas veces remojados en agua que chorreaban copiosamente. No había saeta ni jabalina capaz de traspasar las planchas y ni con brea y nafta ardientes sería posible prender fuego a aquel cuero empapado. Martel iba neutralizando, una a una, sus defensas.

—¿Prevéis que realmente haya que luchar en la basílica, sir Sparhawk? —preguntó Delada.

—Esperemos que no, coronel —repuso Sparhawk—. Sin embargo, es preferible estar preparados. Os agradezco que hayáis desplegado a vuestros guardias en el sótano, en especial teniendo en cuenta que no puedo confiaros la razón por la que los necesitamos. De lo contrario, hubiéramos debido utilizar algunos de los hombres que defienden las murallas.

—Debo dar por sentado que sabéis lo que hacéis, Sparhawk —señalo con pesar el coronel—. El hecho de poner todo el destacamento bajo el mando de vuestro escudero ha molestado un tanto a mi alférez.

—Ha sido una decisión táctica, coronel. En ese sótano resuena mucho el eco y vuestros hombres serán incapaces de comprender las ordenes aun a gritos. Kurik y yo llevamos mucho tiempo juntos y hemos hallado la manera de capear situaciones como ésta.

Delada observó las torres de asalto que cruzaban pesadamente el descampado de enfrente de la muralla.

—Son grandes, ¿eh? —dijo—. ¿Cuántos hombres pueden apilarse en uno de esos ingenios?

—Depende de la estima en que uno tenga a sus nombres —contesto Sparhawk, colocándose el escudo ante el cuerpo para protegerse de las flechas que ya habían comenzado a caer sobre el tejado—. Varios centenares como mínimo.

—No estoy familiarizado con las tácticas de asedio —reconoció Delada—. ¿Qué harán ahora?

—Las adosarán a las torres y tratarán de iniciar una carga contra los defensores. Éstos intentarán empujar las torres para volcarlas. Es muy confuso y ruidoso y mucha gente resulta herida.

—Cuándo entran en acción esos maganeles?

—Probablemente cuando varias de las torres estén firmemente acopladas a las murallas.

—¿Van a tirar rocas sobre sus propios hombres?

—Los que van en las torres no tienen gran importancia. Muchos de ellos son rendoreños, al igual que los que han perecido retirando los impedimentos. El hombre que capitanea ese ejército no se caracteriza por ser humanitario.

—¿Lo conocéis?

—Oh, sí. Muy bien.

—Y queréis matarlo, ¿no es cierto? —inquirió sagazmente Delada.

—Muchas veces me he planteado hacerlo.

Tratando de esquivar la lluvia de flechas y saetas de ballesta, los soldados de los adarves lanzaron largas sogas con anzuelos de anclaje en los extremos sobre el techo de una de las torres, que ahora se hallaba ya cerca de la muralla. Después comenzaron a halar las cuerdas. La torre osciló, tambaleándose, y acabó por venirse abajo con gran estrépito. Los hombres que iban dentro comenzaron a gritar, algunos de dolor y otros de terror, pues sabían cuál sería su suerte. Con la caída se habían quebrado las planchas y la torre estaba despanzurrada como un huevo roto. Los calderos de brea y nafta regaron los desechos y los forcejeantes hombres, y luego las antorchas prendieron fuego en el ardiente líquido.

Delada engulló saliva al oír los desesperados gritos de los hombres abrasados.

—¿Sucede esto bastante a menudo? —preguntó con voz en la que se apreciaba un asomo de mareo.

—Eso esperamos —respondió con crudeza Sparhawk—. Cada uno de los que matamos afuera representa uno menos que no entrará aquí. —Sparhawk invocó un encantamiento y habló con Sephrenia, que estaba esperando en el castillo pandion—. Estamos casi a punto de entrar combate aquí, pequeña madre —informó—. ¿Algún indicio de la presencia de Martel?

—Nada, querido. —Su voz parecía casi susurrarle al oído—. Tened mucho cuidado, Sparhawk. Aphrael se enfadaría mucho con vos si permitierais que os mataran.

—Decidle que con gusto aceptaríamos que nos echara una mano si le apetece.

—¡Sparhawk! —Su tono sonaba entre escandalizado y divertido.

—¿Con quién estabais hablando, sir Sparhawk? —inquirió, desconcertado, Delada, mirando en derredor para ver si había alguien más cerca

—Vos sois relativamente devoto, ¿verdad, coronel? —indagó Sparhawk.

—Soy un hijo de la Iglesia, Sparhawk.

—Puede que os desasosegara explicándooslo. Las órdenes militantes tienen permitido sobrepasar los límites impuestos al común de los fieles elenios. ¿Por qué no lo dejamos así?

A pesar de los esfuerzos de los asediados, varias torres llegaron hasta la muralla y los puentes levadizos que llevaban incorporados en lo alto abrieron pasos hasta las almenas. Una de las torres se instaló justo al lado de la puerta, donde se encontraban los amigos de Sparhawk. Capitaneados por Tynian pasaron a la carga y, precipitándose por el puente, se introdujeron en la propia torre. Sparhawk contuvo el aliento mientras sus amigos peleaban ocultos a la vista. Los ruidos que llegaban desde dentro proclamaban la ferocidad de la lucha. Se oía el choque de las armas, gritos y gemidos. Después Tynian y Kalten salieron y, tras cruzar corriendo el puente, tomaron entre sus brazos protegidos por acero un gran caldero de brea y nafta ardiente y volvieron a entrar en la torre. Los gritos se intensificaron cuando rociaron las caras de los hombres que se agarraban a las escaleras de abajo. Los caballeros surgieron al exterior y, al llegar al adarve, Kalten tomó una antorcha y la lanzó a la estructura con ademán aparentemente negligente. La estructura alargada actuó como si de una chimenea se tratara, escupiendo primero negro humo por el agujero que tapaba antes el puente levadizo y luego llamas de oscuras tonalidades anaranjadas que incendiaron el techo. El griterío, cada vez más frenético adentro, se interrumpió al poco rato.

Los contraataques de los caballeros en las murallas habían bastado para contener la primera oleada de asaltantes, pero la defensa de las almenas había costado muchas vidas. Las flechas y las saetas de ballesta habían castigado los adarves en una verdadera tormenta y habían causado un gran saldo de víctimas entre los soldados eclesiásticos y también, si bien no de forma tan alarmante, entre los caballeros.

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