La Rosa de Asturias (72 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Cuando vio que varios soldados del emir marchaban calle abajo, dobló por una estrecha callejuela y al cabo de un momento se aseguró de que sus compañeros la seguían. Esa vez la suerte le sonrió, porque pronto apareció una gran torre con una puerta. Con el coraje que proporciona la desesperación, se encaminó hacia la puerta apretando los labios para no jadear. Los guardias superficiales se limitaron a mirarla fugazmente y la dejaron pasar.

No era la única mujer que se dirigía al exterior. En torno a ella una multitud de campesinas cargadas con cestas abandonaba la ciudad, así como campesinos que regresaban del mercado y empujaban sencillos carros, además de los criados de gente de alcurnia, que iban mejor vestidos. También había viajeros a caballo que aún querían recorrer unas millas antes de que cayera la noche.

En cuanto hubo franqueado la puerta, Maite tuvo que obligarse a seguir andando en vez de aguardar a sus amigos. Cuando después de recorrer un buen trecho se atrevió a volver la cabeza, vio que Ermengilda pasaba junto a los guardias sin que la detuvieran.

Solo faltaba que Konrad no despertara la curiosidad de los guardias. Se estremeció al pensar que los centinelas podían detenerlo, puesto que entonces se vería obligada a recorrer el largo camino a casa a solas con Ermengilda. Sin la compañía de un hombre y sin dinero, su viaje sería mucho más arduo y peligroso.

Así que una punzada de pánico la invadió al ver que un guardia detenía a Konrad levantando la lanza, aunque estaban tan lejos que no oyó la conversación.

Konrad también se asustó, pero se esforzó por sonreír y tendió al centinela el paquete alargado que contenía la espada incrustada de piedras preciosas.

—Mi amo se encuentra en su casa de campo con sus invitados y cuando ha surgido la pregunta acerca de quién posee la espada más bonita, me ha enviado en busca de esta arma. La he envuelto en la capa para no llamar la atención de los ladrones. ¿Quieres verla?

El guardia hizo un gesto negativo con la mano.

—Déjala dentro de la manta. Por cierto, ¿quién es tu amo?

Primero Konrad pensó en mencionar a Fadl Ibn al Nafzi, pero entonces se dijo que en Córdoba sabrían que estaba ausente y aludió a un hombre que los criados de Fadl habían mencionado y que, según decían, gozaba de la confianza del emir.

Era evidente que el nombre impresionó al guardia, porque este retiró la lanza y lo dejó pasar.

17

Los tres se reunieron a cierta distancia de la ciudad. Como Ermengilda había prescindido del velo, Maite reparó en lo aliviada que parecía su amiga, pese a lo cual se vio obligada a reprenderla:

—¡Cúbrete la cara! ¿No ves que tu belleza y tus cabellos rubios llaman la atención? —Luego se dirigió a Konrad—. ¿Dónde está la barca?

El franco miró en derredor y luego indicó el sur, en dirección al río.

—Debe de estar allí.

Como el Wadi el Kebir no pasaba junto a la puerta de la ciudad por la que acababan de salir, tuvieron que tomar por el camino principal durante un trecho y luego girar en la dirección deseada. Finalmente se encontraron a orillas del río y lo siguieron hasta el lugar donde estaban las barcas. Eran tantas que, al verlas, Konrad soltó un gemido.

—¡Para cuando encontremos la correcta ya habrán descubierto nuestra huida, por Jesucristo!

—¡Mide tus palabras! —le espetó Maite, señalando al grupo de personas que se acercaban a ellos—. Seguro que el hombre que te habló de esa barca no era un tonto. Si la descripción encaja, no tardaremos en encontrarla.

—Si nos separamos tardaremos menos —propuso Ermengilda.

—No, llamaríamos la atención —contestó Maite.

—Deberíamos coger una barca cualquiera —sugirió Konrad, dispuesto a apoderarse de la más próxima.

—¿Acaso quieres que un propietario furioso te pise los talones? Y aunque solo informara de su pérdida a los guardias y estos después se enteraran de nuestra huida, todos sabrían adónde nos hemos dirigido.

Konrad agachó la cabeza como un niño al que acabaran de regañar, mientras Ermengilda miraba a Maite con aire de reproche.

—¿Por qué tratas tan mal a Konrad? Solo desea lo mejor para los tres.

—¡Pues entonces que haga el favor de utilizar la cabeza!

Furiosa, Maite se alejó y recorrió la orilla. Más allá había descubierto una barca que flotaba en el río a cierta distancia de las otras. Un cabo mohoso la sujetaba a un poste medio podrido. Hacía muchos años alguien la había pintado de azul y tres maderas en mal estado habían sido reemplazadas por otras tantas de color rojo. Había más de un palmo de agua en la barca y la joven consideró que no aguantaría ni un breve trayecto en el río, por no hablar de una excursión más larga.

—Allí está la barca. Tendremos que achicar el agua —dijo en tono decepcionado.

—Pero solo mientras navegamos. Ahora hemos de procurar desaparecer lo antes posible —dijo Konrad, quien cogió el cabo y atrajo la barca a la orilla para que pudieran instalarse en ella.

—¿Dispone de remos? —preguntó Maite al reparar en que las otras barcas carecían de estos. Al parecer, los propietarios se los llevaban a casa para evitar que alguien hiciera uso de su embarcación sin permiso. Cuando se acercó a la vieja barca y echó un vistazo al interior, vio que dos remos en bastante buen estado reposaban en el fondo, sujetados por unas piedras para evitar que los vieran desde el exterior; también había un viejo cuenco de madera.

—Supongo que nos lo han dejado para que achiquemos el agua. ¡El hombre que te ayudó es listo! Nadie echará de menos este trasto, y aun en ese caso, todos creerían que el cabo se rompió.

Al oír este comentario, Konrad decidió no cortar el cabo. Miró en torno con rapidez para comprobar si alguien lo observaba y luego partió el cabo de un tirón, para que pareciera que la barca se había soltado sola.

Después la sostuvo para que las dos mujeres pudieran subir a bordo, la apartó de la orilla y saltó al interior de la barca.

Maite ya había empezado a achicar el agua y señaló los remos con un gesto de la cabeza.

—Tendrás que remar, Konrad; una de nosotras se sentará en la popa y te indicará la dirección.

—Hazlo tú, Maite, yo prefiero quitar el agua —dijo Ermengilda, que como nunca había navegado temía cometer un error y provocar el fracaso de la huida.

Para Maite también era la primera vez. Sin embargo, dado que durante el viaje había cruzado varios ríos, lo cual le había permitido observar la actividad de los hombres en las barcas, consideró que sería capaz de realizar la tarea. Así pues, le alcanzó el cuenco a Ermengilda y le dijo a Konrad que remara.

—Hemos de alejarnos de la ciudad. ¡Que Jesucristo y la Virgen María nos asistan! —exclamó y se persignó. Un instante después miró en torno, asustada: si alguien llegaba a recordar haber visto a una cristiana en el río quizá llegaría a la conclusión correcta y la relacionase con la esclava huida de Fadl Ibn al Nafzi.

Pero afortunadamente la barca ya se encontraba en el centro de la corriente y las demás embarcaciones estaban demasiado lejos como para que sus ocupantes distinguieran su ademán. Aliviada, Maite indicó a Konrad que remara hacia la izquierda y luego se entregó a la embriagadora sensación de haber escapado de Córdoba y de Fadl Ibn al Nafzi.

18

La navegación a lo largo del río, carente de oleaje en otoño pero con peligrosas corrientes, exigía toda la atención de los fugitivos. Una y otra vez tuvieron que esquivar bajíos y bancos de guijarros. A veces se acercaban tanto a la orilla que se veían obligados a agacharse bajo las ramas que colgaban por encima de las aguas. Maite no siempre lograba advertir a Konrad a tiempo, y en una ocasión una rama le golpeó la cara. Él soltó un grito de indignación y a punto estuvo de perder los remos; la barca chocó contra un banco de arena y amenazó con volcar.

—¡Deprisa! Inclínate a la derecha —gritó Maite dirigiéndose a Ermengilda, al tiempo que procuraba que la barca no se desequilibrara. Entonces Konrad empleó un remo para alejarse del banco de arena y la embarcación se enderezó—. Gracias —dijo la vascona.

Pero Konrad no le prestó atención y recuperó el rumbo correcto mediante uno de los remos. Se llevó la otra mano a la frente y al retirarla, descubrió que tenía los dedos manchados de sangre.

—¡Santo Cielo, estás herido! —gritó Ermengilda, preocupada.

—¡No es grave! —contestó Konrad apretando los dientes. Hasta entonces solo había navegado en el estanque de los peces de su padre y en un bote pequeño, y consideró que se desempeñaba con mucha torpeza. Sin la ayuda de Maite no habría avanzado ni cien pasos.

Pero incluso así suponía una tarea bastante dura y pronto notó que se le entumecían los brazos. Aunque sus heridas se habían cerrado gracias a los cuidados de Eleazar, todavía no se había recuperado del todo. No obstante era imprescindible que avanzaran con rapidez. Se volvió hacia Ermengilda, que sentada en la popa de la barca seguía achicando agua, que al parecer entraba al mismo ritmo que ella lograba sacarla.

—¡Eres muy valiente! —lo alabó la astur, complacida al ver que él se ruborizaba.

—¡Cuidado! ¡Justo un poco más allá surge una roca del agua! Ya tendrás tiempo para soltar palabras melosas más adelante.

Maite hervía de furia: pese al peligro que corrían, Konrad únicamente parecía pensar en Ermengilda, y solo sintió cierto alivio cuando vio que el franco volvía a seguir sus indicaciones. Un poco después alcanzaron aguas más tranquilas y dejaron que los arrastrara la corriente. Durante un tiempo, Konrad solo tuvo que remar de vez en cuando.

—¡Remar es más cansado que blandir la espada durante un día entero! —dijo, lanzando un suspiro.

Maite soltó una risita burlona.

—Te sorprenderías al comprobar con cuánta rapidez la espada caería de tu mano, dado tu estado. La marcha que Fadl te obligó a realizar te ha dejado sin fuerzas y ahora estás tan flojo como un trapo mojado.

—¡No te preocupes! No tardaré en recuperarme —contestó Konrad, quien tuvo que volver a tirar de los remos porque el río vertía en un pequeño canalón bordeado de rocas.

—¿Hasta dónde hemos de navegar? —quiso saber Maite.

—Hasta una aldea cuya mezquita se eleva encima de una roca que se asoma al río. Es todo lo que sé —contestó el guerrero.

—Ya está oscureciendo y pronto será demasiado peligroso permanecer en el río, así que deberíamos buscar un sitio para pernoctar, como un bosquecillo o una choza abandonada.

Inmediatamente, Maite empezó a buscar algo semejante con la mirada, cuando de pronto soltó un grito de sorpresa.

—¡Me parece que estamos a punto de alcanzar la aldea de la que hablaste!

Pese al precario avance de la barca, Konrad se volvió.

—Ha de ser esa. No creo que haya una mezquita similar en la región.

Ermengilda también dirigió la mirada al frente. Encima de una gran roca que se adentraba en el río, se elevaba un edificio en forma de cubo, con una cúpula y una única torre.

—Rema hacia la orilla, ¡rápido! —ordenó Maite.

Konrad obedeció instintivamente, pero después la miró con aire de desconcierto.

—¡Pero entonces habremos de recorrer un buen trecho andando!

—No será para tanto. Además, tú iras a la aldea, pero solo. Ermengilda y yo nos ocultaremos en aquel bosque de ahí delante y te esperaremos. Así podremos cambiarnos de ropa sin que nadie nos vea.

—Pero esperan la llegada de un judío —objetó Konrad.

—¿Y por qué un judío no habría de llevar las ropas que llevas tú? Además, si después lo interrogaran, el hombre no podrá describir el atuendo con el que continuarás el viaje.

Sus palabras convencieron a Konrad, quien condujo la barca a la orilla, se apeó y la arrastró fuera del agua para que ambas mujeres pudieran bajar sin mojarse los pies. Después recogió la espada enjoyada.

—Será mejor que la dejes en nuestras manos —dijo Maite, sacudiendo la cabeza—. Llama demasiado la atención.

Konrad ya empezaba a hartarse de que Maite siempre tuviera la última palabra, pero debía reconocer que sin su ayuda, él y Ermengilda jamás habrían logrado llegar hasta allí. Con una mezcla de orgullo ofendido y agradecimiento abandonó a las dos mujeres y se dirigió a la aldea. No las tenía todas consigo, porque solo disponía del puñal para defenderse; sin embargo, sabía que debía presentarse como un viajero inofensivo y no llamar la atención. En esa ocasión, el coraje guerrero y la destreza con las armas no le resultarían demasiado útiles.

Como Ermengilda parecía dispuesta a seguir a Konrad, Maite la detuvo con ademán irritado.

—¿Te has vuelto loca? ¡Nadie debe vernos! ¡Ven conmigo! Nos esconderemos en el bosque y aguardaremos a Konrad. Solo espero que no tarde demasiado en volver.

—Yo también lo espero —susurró Ermengilda, quien plegó las manos y rezó por que el joven franco regresara sano y salvo.

DÉCIMA PARTE

El regreso al hogar

1

Tras recorrer un breve trecho a pie, Konrad alcanzó la aldea y enseguida encontró la casa que Eleazar le había descrito. Se trataba de una choza que servía tanto de establo como de vivienda. Llamó a la puerta y tuvo que aguardar un momento hasta que un individuo menudo vestido con una camisa mugrienta se asomó y lo contempló parpadeando.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono desabrido.

—Eh…
Shalom!
¿Eres el judío Simeón Ben Jakob? —preguntó Konrad, y cuando el otro hizo un ademán afirmativo, extrajo el escrito de Eleazar que guardaba bajo la camisa.

El hombre lo tomó y lo leyó frunciendo el ceño.

—¡Ahí pone que he de entregarte dos mulos! —exclamó tan horrorizado como si Konrad acabara de exigirle que le entregara todos sus bienes, incluso su mujer y sus hijos.

—Sí, exacto: dos mulos —contestó el franco, convencido de que no se los daría y preguntándose en qué habría estado pensando Eleazar cuando le indicó que fuera a ver a ese individuo.

—¿Cuánto me pagarás?

Desconcertado ante la pregunta de ese hombre menudo y esmirriado, Konrad trató de recordar qué le había dicho Eleazar. ¿No había afirmado que se ocuparía del pago a cambio de los beneficios por la venta de las gemas? Porque ahora no lo parecía.

—No tengo mucho dinero —dijo Konrad, retorciéndose las manos con desesperación—. Me espera un largo viaje en el que deberé pagar por la comida y la posada.

—¿Cuánto puedes pagar?

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