La Rosa de Asturias (81 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—¡Seguiremos siendo amigos!

—¿Me lo prometes?

—¡Te lo prometo! —dijo Konrad y le tendió la mano a Philibert, quien la estrechó con los ojos llenos de lágrimas.

—Jesucristo es testigo de que eres el que más la merece. ¡Vive Dios, casi deseo que te escoja a ti! Porque ello supondría saldar todas las deudas que tengo contigo. Pero la amo demasiado.

—¿Qué harías si me escoge a mí? —preguntó Konrad en tono pensativo.

—En cuanto pudiera volver a cabalgar, ensillaría mi corcel, cogería la espada, cabalgaría al sur y mataría a todos los sarracenos que pudiera antes de que acabaran conmigo.

Lo peor de las palabras de Philibert era que parecían dichas muy en serio. Konrad lo creía capaz de actuar de ese modo, mientras que él mismo no llegaría a tanto: no estaba dispuesto a dar su vida por una mujer.

Ambos ignoraban que los escuchaban en secreto. Ermengilda y Maite habían acabado con el baño y se habían vestido. En cuanto se pusieron largas camisas y mantos, cogieron las estolas con las que se cubrían la cabeza y se dirigieron a toda prisa a la habitación ocupada por sus acompañantes. Llegaron justo a tiempo para oír las palabras de Philibert.

Ermengilda cogió las manos de Maite y las apretó contra su pecho.

—¿Comprendes ahora por qué he de casarme con él?

Pero para Maite aquello era una exageración.

—Primero he de hablar con Konrad. Mientras tanto, tú distrae a Philibert —dijo la astur, quien arrastró a Maite dentro de la habitación y le pegó un empellón para que se acercara al lecho del herido. Acto seguido se dirigió a Konrad—. ¿Damos un paseo?

—¡Con mucho gusto! —contestó el joven franco con mirada brillante. Al parecer, no podía olvidar lo ocurrido entre ambos en Córdoba junto al río. Siguió a Ermengilda hasta un pequeño balcón que daba al patio y apoyó la espalda en una de las columnas de madera que sostenían el techo.

Ermengilda quiso tomar la palabra, pero se interrumpió un par de veces y por fin bajó la mirada con expresión temerosa.

—Lo que he de decirte no me resulta fácil. Si Philibert no existiera, estaría encantada de tomarte como marido y ser feliz contigo. Pero como no es así, no puedo.

—¡Pues has sido clara y concisa!

Konrad se mordió los labios, se tragó el resto de sus palabras y trató de no perder los estribos. Esa mujer se había entregado a él como solo debía hacerlo una esposa con su legítimo marido… y ahora quería casarse con otro.

—No te enfades, Konrad, pero no puedo ir contra el dictado de mi corazón. Os amo a los dos, pero a Philibert un poquito más.

—¡Bueno, está bien! No esperaba otra cosa. Y ahora lo único que deseo es beber una gran copa de vino —dijo Konrad, volviéndose, pero Ermengilda lo sujetó con ambas manos.

—No te despidas de mí de este modo. Te amo como amaría a un hermano. Aunque ahora tienes todo el derecho de estar enfadado y decepcionado, te ruego que me hagas un favor.

—¿Acaso pretendes que os prepare el lecho nupcial? —preguntó Konrad en tono mordaz.

Ermengilda sacudió la cabeza.

—No se trata de mí, sino de Maite. Te ruego que te ocupes de ella. Como su tío la traicionó y contra todo derecho la vendió a los sarracenos, ha perdido su hogar y no tiene dónde establecerse.

Konrad no daba crédito a sus oídos. ¿Acaso Ermengilda pretendía que él, que acababa de perder una piedra preciosa, se conformara con un trozo de barro? Le habría gustado reírse de ella y hacer lo que se había propuesto Philibert: ensillar su caballo, cabalgar al sur y matar a todos los sarracenos que encontrara.

Ermengilda captó su ira y su desesperación y se aferró a él.

—¡Por favor! Hazlo por mí, te lo suplico. Si no fuera por el ingenio y la astucia de Maite, yo todavía sería una esclava en el harén del emir, ¡fuera de vuestro alcance!

—¡Quizás habría sido lo mejor!

Al oír sus palabras, Ermengilda palideció. De inmediato, Konrad alzó las manos para apaciguarla.

—Perdóname, no quise decir eso. En realidad el hecho de que hayas recuperado la libertad me hace muy feliz.

—Solo ha sido gracias a ti y a Maite. ¿Comprendes ahora por qué quiero que alguien la cuide? Sé gentil con ella. La única vez que tuvo que someterse a la voluntad de Fadl Ibn al Nafzi supuso una tortura. Noté su aspecto posterior: tenía todo el cuerpo cubierto de moratones.

—¡Así que por eso le cortó el gaznate!

—¡Claro que no! ¿Es que no entiendes nada? Lo hizo para salvarte la vida, ¿o acaso has olvidado que un instante después su espada te habría perforado? —exclamó Ermengilda, que ya empezaba a perder la paciencia. «Maite tiene razón», pensó, «en algunos aspectos, Konrad es tonto como un buey.»

—Fadl era un animal —dijo Konrad en voz baja.

—Incluso los demás consideraban que era demasiado sanguinario —añadió la astur, asintiendo—, y lo temían como a un matarife. ¡Pero ahora ven conmigo! ¡Si no los otros creerán que hemos hecho algo diferente!

Ermengilda rio un poco para aliviar la tensión y ambos regresaron a la habitación.

Allí se encontraron con que los otros dos guardaban silencio. Maite había examinado el vendaje de Philibert, lo dio por bueno y le sirvió un poco más de vino mezclado con la decocción de semillas de amapola. Estaba sentada en un rincón oscuro con la vista clavada en el suelo y Ermengilda tuvo que pegarle un empellón para que se percatara de su presencia.

—Se lo he dicho a Konrad y ahora está completamente desesperado. Si tú no consigues tranquilizarlo, abandonará el castillo hoy mismo y nunca más volveremos a verlo —le susurró al oído.

Maite asintió en silencio y se puso de pie. Sin mirar a Konrad, pasó a su lado, le tomó la mano y lo arrastró fuera de la estancia.

—¡Acompáñame! ¡Ermengilda quiere que me quede contigo y cuide de ti!

—Sobre todo tengo sed, y tú podrías servirme una copa —dijo Konrad, soltando una mezcla de gruñido y carcajada feroz, y la siguió.

Philibert, que procuraba conciliar el sueño pese a los dolores, los observó con expresión sorprendida y trató de incorporarse.

—¿Qué sucede? Todos os comportáis de manera muy extraña.

—Le he dicho a Konrad que no me casaré con él y he suplicado a Maite que permanezca a su lado durante las próximas horas, para que no cometa una tontería. Quién sabe, quizás ocurra algo entre ellos dos —dijo la astur con una sonrisa ensimismada. Era feliz, y quería que sus amigos también lo fueran.

Philibert movió la pierna y soltó un quejido, pero pese a que el dolor le crispaba el rostro procuró sonreír.

—¿Konrad y Maite? ¡Eso sería fantástico! Pero ¿por qué no? Es un bribón que de vez en cuando necesita que le den un soplamocos, y Maite es precisamente la mujer más indicada para propinárselo.

—¿Y tú qué necesitas? —preguntó Ermengilda, sonriendo.

—Primero que me des un beso y luego otra copa de vino, para refrescarme la garganta. ¡Hemos de hablar de tantas cosas…!

Como Philibert trató de ponerse en pie, pese a la fiebre y al efecto de las semillas de amapola, Ermengilda se inclinó y le rozó los labios con los suyos.

Cuando se enderezó, Philibert le guiñó un ojo y, ya medio dormido, murmuró:

—Este es el mejor remedio. Me vendría bien un poco más.

Ermengilda estaba encantada de complacerlo, pero pese a su felicidad no dejó de pensar en Maite y en Konrad con cierto temor y se preguntó si ambos lograrían ponerse de acuerdo.

14

Para poder hablar con Konrad sin que nadie los molestara, Maite lo condujo a la habitación que le habían asignado, junto a la de Ermengilda. No era muy amplia y, a excepción de una cama lo bastante ancha como para acoger a dos personas, solo contenía un viejo arcón que también hacía las veces de mesa y dos taburetes de tres patas. Como estos les resultaban demasiado duros e incómodos, ambos se sentaron juntos en el borde del lecho.

—¿No ibas a servirme una copa de vino? —preguntó Konrad interrumpiendo el silencio.

—Solo si prometes no emborracharte. No quiero que empieces a vociferar para descargar tu ira.

—¿Por qué habría de estar furioso? —preguntó Konrad en un tono que revelaba precisamente ese sentimiento.

—¡Debido a Ermengilda! Acaba de decirte que prefiere a Philibert, ¿no? Según mi opinión, se trata de una elección curiosa, pues tú has demostrado tu valor como guerrero muy a menudo, mientras que tras casi todas las escaramuzas tu amigo ha acabado tendido en el lecho cubierto de heridas.

Esas palabras reforzaron la muy quebrantada confianza en sí mismo de Konrad.

—Así que en tu opinión soy mejor que Philibert, ¿verdad? A mí también me sorprendió la elección de Ermengilda. Además, para cuando él vuelva a ser un hombre hecho y derecho, el vientre de ella habrá crecido tanto que compartir el lecho no les proporcionará mucho placer.

—¡No seas malo! —exclamó Maite, aunque la imagen provocó su hilaridad—. Si se aman, eso no supondrá un impedimento para su felicidad.

Konrad consideró que ya habían hablado lo suficiente sobre la feliz pareja.

—Ermengilda me contó que tu tío te había engañado y traicionado. ¿Me dirás qué sucedió?

Tras vacilar un instante Maite asintió, cruzó los brazos como si tuviera frío y empezó a hablar entrecortadamente.

Cuando le refirió que el conde Rodrigo —en cuyo castillo se encontraban— había matado a su padre, Konrad alzó la cabeza con expresión sorprendida, pero cuando quiso interrumpirla, ella lo contempló con una sonrisa melancólica.

—Le prometí a Ermengilda que no me vengaría de su padre. Se ha convertido en mi mejor amiga y no quisiera entristecerla.

—¡Lo comprendo! En todo caso, me encargaré de que te indemnice como corresponde por la muerte de un gran jefe —contestó Konrad—. Te ruego que sigas hablando.

A pesar de que no le resultaba fácil contener su cólera ni reprimir las lágrimas, le fue relatando las intrigas mediante las cuales su tío la había apartado con el fin de convertirse en amo de la tribu. Su narración era tan ilustrativa que Konrad se la imaginó vívidamente siendo una niña pequeña errando a través del bosque con la espalda destrozada por los azotes, y se compadeció de su solitaria infancia.

Maite jamás había disfrutado de todo aquello que él había dado por descontado: el amor de su madre, el apoyo de su padre y las rencillas infantiles con su hermano.

También le habló de la huida de Pamplona junto con los rehenes vascones, del ataque en Roncesvalles y de su cautiverio entre los sarracenos. Solo calló lo ocurrido entre ella y Fadl Ibn al Nafzi, pero la expresión de su rostro, transido de dolor, no pudo ocultarlo y Konrad lamentó no haber dado muerte a Fadl con sus propias manos.

Cuando Maite por fin guardó silencio, fuera ya había oscurecido. Ella encendió una lámpara de aceite con una astilla encendida que la criada había dejado ante la puerta con dicho fin y la depositó en el arcón.

Bajo la luz titilante de la lámpara, Konrad contempló su figura y admiró sus gráciles movimientos. Medía más de un palmo menos que Ermengilda y era más robusta, pero tenía un cuerpo muy atractivo y su rostro, ya desprovisto del tinte negro, le pareció mucho más bonito que antes.

—¿Quieres comer algo? —preguntó la vascona, perturbada por el silencio y la mirada escrutadora de Konrad.

—No, no tengo apetito.

—¿Lo has perdido porque Ermengilda acogerá a otro hombre en su lecho? Porque yo creía que a los hombres os daba igual quién se acostaba con vosotros. ¿O acaso añoras aquellos momentos en los que yacisteis juntos? —preguntó en un tono que rezumaba amargura.

Konrad le lanzó una mirada asustada.

—¿Lo sabes?

—Cuando regresé junto a la hoguera me resultó imposible dejar de ver lo que os ocupaba a ambos. Pero vosotros solo teníais ojos el uno para el otro —dijo Maite y se sirvió un poco de vino.

Konrad le tendió su copa.

—Creo que necesito otro trago. Lo ocurrido entre Ermengilda y yo aquella noche solo fue un sueño que hoy ha llegado a su fin.

Konrad bebió y la contempló con mirada chispeante.

—Hay algo que me gustaría saber.

—¿Qué es?

—Si tus pechos son más firmes que los de Ermengilda.

Maite soltó un bufido de indignación, pero ello no impidió que Konrad le toqueteara los pechos a través de las diversas capas de ropa.

—En efecto: parecen más firmes —afirmó.

Pese a la indignación que sentía Maite, sus palabras la halagaron, ya que al fin y al cabo le proporcionaban la sensación de no ser menos en todo que su bella amiga. El roce también le despertó sensaciones que se convirtieron en una tensión casi dolorosa.

Tras sus experiencias con Fadl Ibn al Nafzi, Maite creyó que nunca sentiría deseo por un hombre. Pero entonces se acercó a Konrad, se apoyó contra su hombro y en ese preciso instante comprendió que eso que aquel día en el bosque había tomado por repugnancia solo habían sido celos. Le gustaba aquel franco campesino, que había perseguido a la mujer equivocada durante tanto tiempo sin prestarle la menor atención a ella. En realidad, Konrad merecía un castigo, pero dado que había perdido cualquier esperanza de hacer suya a Ermengilda, no quería rechazarlo.

Permitió que el roce de sus manos se volviera cada vez más atrevido y finalmente sus dedos se abrieron paso a través del escote de la camisa, se deslizaran por encima de la piel desnuda y le pellizcaran los pezones con deliciosa suavidad.

—Trátame con cariño —se oyó decir a sí misma, y ni siquiera se avergonzó de sus palabras mientras levantaba los brazos para que él pudiera quitarle el vestido.

Cumpliendo el deseo de Ermengilda, Konrad no la apremió, sino que procuró despertar su pasión mediante caricias juguetonas hasta que Maite se tendió en el lecho, ofreciéndose a él.

Verla desnuda y no abalanzarse sobre ella en el acto le supuso un esfuerzo, al igual que le había ocurrido con Ermengilda, así que le rogó que lo ayudara a desnudarse y disfrutó del roce de sus manos frescas. Prosiguió su juego besando y acariciando todo su cuerpo hasta que Maite empezó a jadear con los ojos muy abiertos. Solo entonces se tendió encima de ella y la penetró con extremo cuidado. Al principio ella soltó un grito, pero después se entregó completamente a su deseo recién despertado e incluso susurró a Konrad que no era preciso que fuera tan comedido.

15

Yussuf Ibn al Qasi solo permaneció un día en el castillo de Rodrigo y lo abandonó de mucho mejor humor que al entrar. Él y el conde Rodrigo acordaron vigilar muy de cerca los intentos de Eneko de convertirse en amo de Nafarroa y otras comarcas del norte y, mediante una alianza, impedir que se volviera demasiado osado.

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