La Rosa de Asturias (74 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—¡Y ahora manos a la obra! —le dijo a su amiga, tras lo cual se desnudó y empezó a embadurnarse todo el cuerpo con la tintura.

—¿Qué haces? —preguntó Ermengilda, asustada. Había creído que la otra se conformaría con teñirse la cara, los brazos y los pies.

Maite soltó una suave carcajada.

—Si he de parecer una criada negra, no puedo mostrar ni un trocito de piel blanca. ¿Qué diría la gente si debo hacer mis necesidades y les muestro mi trasero blanco?

Ermengilda no pudo por más que reír. Arrancó un trozo de su vestido, lo mojó en la tintura y se dedicó a teñir la espalda y el trasero de su amiga.

Entonces Konrad volvió y contempló a la mujer desnuda manchada de negro con expresión atónita. Cuando Maite reparó en su presencia, soltó un bufido como el de un gato al que le han pisado la cola.

—¡Lárgate! ¿Es que tu madre no te enseñó que no debes mirar fijamente a las mujeres, sobre todo cuando no están vestidas?

Konrad se apartó, no tanto debido a la reprimenda de Maite sino porque su aspecto lo había afectado, despertando su deseo. Hasta entonces había considerado que su aspecto era desagradable, al menos en comparación con la astur, pero al volver a contemplarla disimuladamente, incluso le pareció bastante atractiva a pesar de que la tintura negra ya casi le cubría todo el cuerpo.

—Iré a ensillar los mulos —dijo, y abandonó a ambas mujeres con la intención de aclararse las ideas. Era una tarea sencilla, puesto que a excepción de las cuerdas que hacía las veces de riendas y de otras dos que rodeaban el vientre de los animales —con las que sujetó el saco de comida y la espada envuelta en la capa—, no había sillas de montar ni bridas.

Poco después, las dos mujeres también estuvieron preparadas. Al ver a Maite teñida de negro, Konrad tragó saliva. Si no la hubiese conocido con anterioridad, jamás habría sospechado que su piel era blanca. El aspecto de Ermengilda le provocó cierta tristeza. El brillo dorado de sus cabellos había dado paso a un negro apagado y se alegró de que el gorrito y el velo cubrieran sus rizos.

No obstante, todavía debían resolver otro problema. Como solo disponían de dos mulos, uno de ellos se vería obligado a ir a pie. El judío Eleazar había dado por supuesto que Konrad huiría en compañía de Maite y de Ermo, que este se disfrazaría de negro y por tanto sería él quien iría andando y conduciría a los animales.

Konrad ayudó a Ermengilda a montar en el mulo más fuerte e indicó a Maite que montara en el otro.

—¿No te parece que resultará extraño que el amo vaya a pie y la criada monte? —preguntó la vascona en tono burlón.

—¡Pero no puedo permitir que recorras todo el camino andando!

Durante unos instantes se preguntó si no habría sido mejor que él se hubiera tintado de negro, pero era evidente que las dos mujeres no habrían podido emprender el viaje acompañadas de un criado negro.

—¡Tú montarás, yo caminaré! ¡No queda más remedio! —insistió Maite.

Konrad asintió con expresión resignada y montó en el segundo animal.

Maite cogió la cuerda del mulo de Ermengilda y lo condujo fuera del bosque. Konrad le clavó los tacones al suyo y logró que trotara detrás de sus compañeras.

—¿Qué hicisteis con las prendas que tuvimos que abandonar? —preguntó tras alcanzar a Maite y Ermengilda.

—Maite enterró lo que no nos servía —contestó la astur, aferrándose a las escasas crines del mulo. Montada en una silla se sentía segura y en un caballo fogoso habría recorrido el camino hasta la frontera en menos de tres semanas, pero nunca había montado a pelo en un mulo y se alegró de que Maite lo condujera de las riendas.

Al volverse hacia Konrad se le escapó una sonrisa: él tampoco parecía precisamente un orgulloso jinete.

4

Pronto resultó evidente que Ermengilda y Konrad no lograban orientarse: solo sabían que para alcanzar territorios conocidos debían dirigirse al norte. A diferencia de ellos, Maite había prestado atención durante el viaje a Córdoba, grabándose el nombre y el aspecto de las ciudades en la memoria, así que los otros dos dependían de ella. Eso la complacía, pues la convertía en la auténtica cabecilla del grupo.

Pero para los viajeros con los cuales se encontraban de camino ni siquiera era una persona, solo una esclava negra que acompañaba a sus amos. Los dos viejos mulos y el escaso equipaje les permitieron recorrer los caminos durante varios días sin ser molestados. Los judíos que viajaban de esa guisa no tenían fama de llevar mucho dinero y, en general, nadie les prestaba atención.

Al principio los tres siguieron el curso del Guadiato río arriba con el fin de atravesar las montañas, pero ello supuso que se desviaran hacia el noroeste. En esas circunstancias, ni siquiera Maite sabía hacia dónde debían dirigirse al día siguiente. Las tierras montañosas y los escarpados valles ofrecían pocos caminos que avanzaran en la dirección deseada y con bastante frecuencia los lugareños les informaban de que aquellos desembocaban en remotos valles de montañas.

Como Maite era la única que dominaba la lengua sarracena con fluidez, sus acompañantes se sentían indefensos, puesto que en esas tierras incluso los cristianos se comunicaban en dicha lengua. Si como excepción se encontraban con alguien que comprendía la lengua románica del norte, hablaba en un dialecto tan extraño que apenas lograban entender lo que decía.

Temiendo desviarse demasiado hacia el oeste, Maite escogió un camino que atravesaba las montañas en zigzag. En efecto: tras diez días alcanzaron el camino militar y comercial que conducía de Córdoba a su tierra natal. Pero una vez en él, lo de viajar tranquilamente llegó a su fin. Si hasta entonces solo rara vez se habían encontrado con otros viajeros, ahora no dejaban de toparse con personas que, al igual que ellos, se dirigían al norte o procedían de allí.

Imaginando que atraían cada vez más miradas curiosas, los supuestos judíos y su esclava negra agacharon la cabeza porque temían ser desenmascarados con rapidez, pero con el tiempo se dieron cuenta de que se confundían con el resto de la multitud como peces en un cardumen. Ni los sarracenos ni los cristianos les prestaban atención, y cuando se encontraban con judíos, Konrad intercambiaba con ellos los saludos indicados por Eleazar, sin entablar una conversación.

Para que su actitud no levantara sospechas, Maite contaba a todo aquel que quisiera prestar oídos que su amo era un extranjero que, con permiso del emir, había realizado negocios en al-Ándalus y que ahora quería regresar a su hogar. Con cierta maldad, convirtió a Ermengilda en la viuda del hermano de Konrad, con la que este se había visto obligado a casarse, y se lamentó porque la alejaban de la maravillosa ciudad de Córdoba para arrastrarla a los bosques remotos, oscuros y fríos de Germania.

—Allí hace tanto frío que la nieve que aquí vemos en las montañas cubre la tierra durante todo el año. Allí no florecen las higueras y tampoco hay granados. ¡Ni siquiera crece la cebada!

También esa mañana se dirigía hablando y gesticulando a diversos viajeros que, como ellos, habían pernoctado en la posada. Mientras las dos mujeres la escuchaban con atención, sus acompañantes varones ensillaban los mulos y un asno.

—¡Venid! ¡Hemos de seguir viaje! —refunfuñó uno de ellos dando varias palmadas.

—¡Adiós, y mucha suerte en el extranjero! —gritó una de las mujeres; después ella y su compañera echaron a correr hacia los mulos y montaron. El grupo desapareció por la puerta de la empalizada y Maite soltó un suspiro de alivio.

—Nunca había mentido tanto como en los últimos días —dijo, riendo, y ayudó a Konrad a abrevar los dos mulos.

—¿No temes contradecirte con tanta cháchara?

—No —contestó Maite—, soy capaz de recordar todo lo que digo. Aunque hoy hable con alguien y no vuelva a hacerlo hasta dentro de tres semanas, volveré a decirle lo mismo.

—¿Tres semanas más? ¡El viaje hasta aquí no llevó tanto tiempo! —exclamó Ermengilda.

El embarazo empezaba a afectarla y deseaba llegar a un lugar donde pudiera descansar y alegrarse por el niño que había de nacer.

—Viajamos mucho más lentamente que cuando vinimos. Además yo he de ir andando, mientras que antes montábamos a caballo.

—Querrás decir en un carro mugriento. ¡Y en aquella ocasión Konrad también tenía que ir a pie, y encima no dejaban de maltratarlo! —dijo Ermengilda, como si le recriminara que avanzara más lentamente que Konrad o que los asnos que habían arrastrado el carro de Fadl Ibn al Nafzi.

Maite no le hizo caso, tiró del mulo hacia el abrevadero e indicó a Ermengilda que montara. La astur obedeció, pero sin dejar de protestar por la duración del viaje.

—Que Konrad te compre un mulo, así llegaremos antes.

—¡No lo llames por ese nombre, tonta! Incluso mientras duermes, para ti ha de llamarse Issachar Ben Judá —la regañó Maite.

—Quiero que te compre un mulo. Estamos tardando demasiado —insistió Ermengilda, lloriqueando como una niña pequeña y secándose las lágrimas.

Konrad no sabía qué hacer.

—No sé si me alcanza el dinero. Aún nos espera un camino muy largo y hemos de pagar la comida y las posadas. Quizá nos alcance el invierno y entonces necesitaremos ropa más abrigada.

—¡Pero yo quiero que le compres un mulo a Maite! —chilló Ermengilda en tono iracundo, y taconeó al mulo con tanta violencia que este soltó un relincho agudo y amenazó con derribarla.

Maite cogió las riendas a tiempo para evitar un accidente.

—¡Contrólate! —increpó a su amiga—. Konrad no puede comprar un mulo en este lugar, porque el dueño del mesón lo engañaría. Hemos de comprárselo a un campesino, pero solo si podemos permitírnoslo.

Como Ermengilda siguió protestando, Maite alzó la mano con gesto amenazador.

—¡Si para hacerte cerrar el pico he de pegarte un par de bofetadas, no tendré el menor empacho en hacerlo!

Tras dicha amenaza Ermengilda por fin calló, pero se echó a llorar y acabó por estallar en unos sollozos que le partieron el alma a Konrad. Este se acercó a ella a toda prisa y le cogió la mano.

—¿Qué te pasa?

—Nada que deba preocuparte de momento —dijo Maite en tono mordaz—. Monta de una vez, hemos de seguir viaje. Ya lo has oído: nuestra acompañante desearía estar en casa mañana mismo.

—¡Es la primera vez que la veo tan fuera de sí!

Dado que Konrad se negaba a abandonar el tema, Maite se volvió hacia él y lo contempló con mirada burlona.

—Bien, la verdad es que nuestra amiga está embarazada y en ese estado las mujeres a veces se comportan de manera extraña.

—¿Qué dices?

La expresión estupefacta de Konrad provocó la risa de la vascona.

—¡Va a tener un niño! ¿Lo has comprendido ahora?

—Pero ¿cómo…?

—Olvidas que estuvo casada con Eward durante varias semanas y que por orden del rey, él tuvo que cumplir con sus deberes maritales.

—¡Eres una víbora! —exclamó Ermengilda, moqueando y restregándose las lágrimas, al tiempo que lanzaba una mirada suplicante a Konrad—. Quería decírtelo, pero esa deslenguada se me ha adelantado.

—¿Eward es el padre? —exclamó Konrad en tono decepcionado. Aunque solo habían pasado unos días desde su noche de amor con Ermengilda, habría preferido con mucho ser él quien la dejara encinta.

—Prefiero que el padre sea Eward y no el emir, pero ¿comprendes ahora por qué debía huir a toda costa? Quiero que mi hijo nazca en libertad y que se críe como corresponde a su rango.

La desesperación de Ermengilda enterneció a Konrad, que quiso asegurarle que no le importaba, pero Maite ya había cogido la cuerda del mulo y arrastró al animal a través de la puerta. Konrad se apresuró a montar en el suyo y siguió a ambas mujeres. Una vez en el camino, acercó su mulo al de la astur y le rozó la mano.

—¡Mi vida y mi espada te pertenecen!

—¡Te lo agradezco de corazón! —dijo la joven con una suave sonrisa, pensando que debía considerarse muy afortunada de que Konrad la quisiera como esposa. Si bien los latidos de su corazón no se aceleraban al pensar en él, le había agradado que le hiciera el amor. Además, era muy amable con ella y sin duda la trataría mucho mejor que Eward.

Como anhelaba volver a compartir el lecho con él, quiso rogarle que fueran en busca de un sacerdote para que este pronunciara la bendición nupcial, pero tras echar un vistazo a su atuendo, abandonó la idea. Ambos viajaban disfrazados de judíos, así que no podían pisar una iglesia cristiana: el sacerdote los hubiese expulsado a palos. Por tanto no le quedó más remedio que suplicar a la Virgen que le perdonara sus pecaminosos pensamientos. Y al mismo tiempo elevó una oración al Salvador rogando que la condujera a su hogar lo antes posible.

5

Aún estaban en otoño y el viaje resultaba más soportable que en verano, pero el viento frío que barría la montañosa comarca con fuerza cada vez mayor era un indicio de la proximidad del invierno que cubriría las cimas de un blanco brillante.

Tras echar un vistazo a su talego, Konrad había renunciado a comprar un mulo para Maite. Las monedas desaparecían con mucha rapidez y puesto que en bien de Ermengilda no quería ahorrar en la comida ni en el albergue, pensó con preocupación en qué ocurriría cuando se acabara el dinero.

Para alivio de todos, Ermengilda se tomó el resto del viaje con tanta tranquilidad como si su ataque de desesperación nunca se hubiese producido. No obstante, a medida que transcurrían los días Konrad se inquietaba cada vez más. A veces hasta sentía envidia de Ermo, quien al contar con dos veloces yeguas con toda seguridad habría recorrido el camino en menos de dos semanas y ya habría alcanzado tierras francas hacía tiempo.

Mientras montaba en el mulo sumido en sus cavilaciones, y justo cuando un grupo de viajeros cristianos estaba a punto de adelantarlos, de pronto todos se vieron rodeados por una pandilla de jinetes sarracenos.

Convencido de que los habían descubierto y atrapado, Konrad cogió la espada envuelta en la capa, pese a que esta no era él arma más adecuada para combatir.

—¡No te precipites! —siseó Maite señalando a los cristianos, que parecían aún más aterrados que ellos.

Konrad comprendió que los sarracenos no les prestaban atención y elevó una silenciosa plegaria a Jesucristo para que también los asistiera en ese momento. Maite sujetó el mulo de Ermengilda y procuró tranquilizar tanto al animal como a su amiga, de cuyos ojos ya brotaban las lágrimas y cuyos labios murmuraban una oración cristiana.

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