—Sígame.
Era el inicio de un mutis, pero no el final de una escena efectista, sino el comienzo de otra. Carvalho siguió al animero más allá de la estancia, salieron al corredor porticado y empujó el guía un portón recio que al abatirse mostró una habitación dormitorio a media luz. Cama alta de doble colchón y en el centro bajo las mantas un cuerpo largo pero delgado que correspondía a aquella cara lila y barbada que reposaba sobre la almohada.
—Señorito Luis Miguel, que soy yo, el “Lebrijano”, que aquí traigo un amigo de visita que quiere saludarle.
El yaciente parecía no haber oído la introducción del viejo, que en voz queda y gestos semiocultos invitaba a Carvalho a acercarse hasta la orilla del lecho. Señaló toda la extensión del precadáver.
—Aquí lo tiene. Lo tenemos malito desde hace tiempo. ¿Verdad, don Luis Miguel? Está así desde hace meses.
Esto es progresivo. Le empezó hace casi tres años. Los huesos.
Los huesos. Y en lugar de ojos había pómulos, porque las pupilas estaban hundidas en un pozo de sombra para emitir la perplejidad de un hombre condenado al constante espectáculo de un techo.
—Se puede levantar y tiene energía para estar de pie una hora, no mucho más. Pero luego le duele todo y se nos viene al suelo. Cuando está mi hija le cuida mi hija, y si no, mis nueras. Tiene obsesión por ver a su madre y a veces le escribe, pero lo mínimo porque todo le cansa, hasta comer le cansa, y tiene un brazo, el izquierdo, como si no lo tuviera, yo no sé si es que ya no le queda voz para quejarse, pero mire.
Se sacó el viejo el mondadientes de los labios y lo clavó repetidamente en el brazo izquierdo del enfermo sin que nada indicara que le molestaran los pinchazos.
—¿Ha visto usted algo igual?Pinche. Pinche.
Le ofrecía el viejo el palillo a Carvalho y, al no ser aceptado, lo devolvió a los labios, donde prosiguió su carrera de mondadientes saltarín, agitado por el secreto ritmo mental del animero.
—Es que hay que ver el misterio del cuerpo humano. Hay quien se cae de un séptimo piso y tan campante y hay quien no puede ni pegarse un pedo sin romperse.
La cabeza del esqueleto se ladeaba como en busca de la fuente de los ruidos que habían penetrado en su universo de sombras.
—Soy yo, señorito Luis Miguel, el “Lebrijano”. ¿Quiere que venga la “Morocha ”? Ha venido de Albacete para cuidarle.
Tuvo la cabeza fuerzas para hundirse entre los hombros o eran los hombros los que habían subido para respaldar el ademán de indiferencia de la cabeza.
—¿Qué quiere usted, señorito? Sus deseos son órdenes.
Acercó la oreja el viejo a los sabios del enfermo y se retiró cabeceando.
—¿Pero no ve que la pobrecita se llevaría un disgusto? Eso cuando esté usted mejor. Después de la boda iremos a ver a la señora y verá qué alegría le damos. Es que quiere ver a su madre, pobre hombre. Ya ve usted lo que somos y cómo somos que en los momentos en que estamos más en pelotas ante el destino nos acordamos de nuestra madre.
Era Carvalho el destinatario de la reflexión, que proseguía:
—Y yo me planteo a veces, sobre todo cuando leo en los periódicos noticias de esas de que los niños nacen en probetas, como en Barcelona, sin ir más lejos, que en los periódicos del otro día salía que habían conseguido un niño en un tuvo, uno de los médicos por cierto que visitaba la señora, según consta en factura, pues bien, esos niños probeta ¿también reclamarán a su madre cuando estén en horas malas?
No le dio tiempo a Carvalho ni para meditar ni para contestar. Le expulsaba de la habitación su avance decidido y el anuncio que dirigió al enfermo.
—Nosotros nos vamos, pero en seguida viene la “Morocha ” y me lo deja como nuevo.
Y ya en el corredor es Carvalho el que le retiene por un brazo y le obliga al cara a cara.
—¿No se ha movido de esta cama desde hace meses?
—Primero estaba en Albacete, pero cuando mataron a su mujer, después del viaje a Barcelona para la identificación, nos lo trajimos aquí. Desde entonces ha ido de mal en peor.
—¿Y su familia no lo sabe?
—Primero él lo ocultó todo el tiempo que pudo y ahora somos nosotros los que no soltamos prenda, no fueran a ponerse por medio y hacernos la pascua.
—¿Y van a casarle en camilla?
—Puede levantarse de vez en cuando. Le ponen una inyección que nos dio el médico y se levanta y hasta se mueve un poco. Pero no dura mucho.
No le gustaba al viejo lo que veía en la mirada de Carvalho.
—¿Qué mal hacemos? El señorito no dura ni un año, eso está claro y si no lo arreglamos así dejará un huérfano muerto de hambre e hijo de puta, las cosas claras, es mi hija, pero es lo que es. Y mi Antonio, mi hijo está en paro y aquí hay trabajo para todos, un puesto para mi hija y un futuro para mi nieto. ¿A quién le hacemos daño? Yo he ido de aquí para allá haciendo el saltimbanqui de la sierra y el guitarrista de cuatro señoritos de Albacete. A mis años me merezco un descanso y aquí estoy a gusto. Esta casa es más mía que de ése.
Ése era el moribundo que acababan de dejar. De retorno a la habitación del primer encuentro, la “Morocha ” ya parecía calmada y sólo se alteró cuando sonaron los bocinazos que Carvalho había recomendado a la alcaldesa.
—Es para mí. Debo marcharme y mi acompañante me lo recuerda.
—¿Y bien?
Era la “Morocha ” la que pedía a su padre el veredicto.
—Este señor es un caballero y sabrá comprender.
—De cuanto Encarna hacía o deshacía sin que su marido lo supiera ¿quién sabe algo? Tenía alguna amiga íntima o no tan íntima, en Albacete.
Alguien a quien pudiera confiarse.
—No. Nunca fue muy bien aceptada y, aunque todas las mejores familias de Albacete son culo y mierda, es decir, se ven entre ellos, se hablan entre ellos, se mezclan sólo con los suyos, y a pesar de los años que ya llevaba allí, siempre fue una bestia rara. Con el tiempo aprendió a recibir, a montar copeteos y a tomar el chocolate con las señoras. Pero poca cosa más. Seguía siendo, en el fondo, la misma chica huraña que el señorito se trajo de un pueblo de Murcia, de Mazarrón, creo, o de Cartagena.
—De Águilas -apostilló la “Morocha ” con el tono del que no desconoce ni un detalle del enemigo.
—¿Y en Águilas?
—Se carteaba con una tal Paca que vivía allí todavía.
—¿Tiene la dirección? ¿Algún sobre de carta?
—No. Lo tiré todo. Su ropa, sus cartas, sus retratos, todo lo que encontré.
—Pues muy mal hecho, Carmencita, porque ya ves que habría podido ser de utilidad para el señor. Ya te he dicho mil veces, y os lo he dicho a los dos desde que erais bien pequeños, que antes de tirar una cosa hay que pensárselo dos veces, porque el día de mañana puedes necesitar lo que hoy tiras. Y esa prudencia te la enseña la vida, no hay más cojones, ya ve usted amigo lo que somos. Ya puedes apalear experiencia hacia los otros, que se la meten donde les cabe y luego hemos de escarmentar en nuestra propia desgracia.
—Este tío ahora se va con el cuento a la vieja y a pedir comisión.
—Que no se va con el cuento y que además ya todo está casi hecho. La boda es pasado mañana, amigo, y si quiere quedarse para disfrutar el festejo está invitado.
—¿De qué festejo habla, padre?
—Del que celebraremos nosotros, en familia, pero con la alegría que nos merecemos.
Abrió la marcha el animero al despedido huésped y pasaron ante el hijo manoseador de escopeta que no despedía a su gusto al forastero. Pero la autoridad del padre fue suficiente.
Ganaron el patio cuya armonía se había impregnado a los ojos de Carvalho de la sordidez de la historia. Iba el viejo alegre y canturreaba.
—Tenía usted que haberme visto hace un mes cuando estaba en su apogeo lo de las Ánimas. Yo no soy de aquí, pero como si lo fuera. Me sé oraciones y canciones que ya nadie sabe. ¿A que es hermosa?
Era hermosa, según el animero, la línea profunda del cielo sobre la sierra de Alcaraz, a la izquierda el recuperado ruido bronco del agua recién nacida del río Mundo, y en una perspectiva de abismo, las laderas con los pinos, como si corrieran a tumba abierta hacia el valle del río.
Atravesaron siete sierras un río y una montaña
y encontraron la cordera que estaba ya degollada.
Se la trajeron al amo para el día de la Pascua.
Había recitado el viejo con los ojos diríase que fijos más allá de las cumbres.
—Es un viejo romance de la sierra de Alcaraz, y a usted le pasa algo parecido. Hay que buscar a la cordera cuando está con vida, no cuando ya está degollada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Ni se volvió Carvalho para despedirse del jefe de aquel clan de carroñeros. Tal vez valía la pena asegurar el inmediato porvenir de un hijo de puta de diez años, y en esto pensaba cuando reapareció la alcaldesa frotándose las manos junto al coche y dando paseos para evitar convertirse en carámbano. Se disculpó Carvalho por el retraso y dio alguna explicación sobre el mal estado del señor de la casa y sobre la noticia de la inminente boda con la hija del animero.
—Bien se lo habrá procurado ese tío siniestro. Lo convirtieron en institución cuatro caciques y ahora nadie lo puede ver. Lo de los animeros era algo espontáneo, popular, como las bandas de música de mi tierra. A ése en el fondo siempre le han considerado un extranjero que se hacía necesario, aprovechándose de la miseria moral de los demás.
No era amiga la alcaldesa del animero.
—Y eso que por Molinicos ni se acerca, pero su fama ha llegado. ¿Y usted qué va a hacer? Si se queda, con mucho gusto le daremos de comer.
¿Qué iba a hacer?
—¿Desde Elche de la Sierra hay buena carretera en dirección a Murcia?
—Hay una carretera que va a parar a Caravaca y de allí a Lorca y luego ya no sé, porque yo apenas si he salido de estas montañas. A veces lo pienso: vaya lío tu vida, que sales de Valencia para la sierra de Albacete y apenas si has visto cuatro carreteras a los años que tienes.
No eran muchos los años de la alcaldesa narradora de entusiasmos del trabajo que su marido y ella habían hecho para despertar aquellos rincones de sueño de siglos de franquismo.
—Aquí había franquismo siglos antes de que Franco mandara.
—En España ha habido franquismo casi siempre -comentó Carvalho, ganado por la entusiasmada politización de la señora alcaldesa.
La llamaban la “Catalana ” porque, de niña, sus padres se la habían llevado con una hermana a Barcelona.Volvió años después con su madre viuda y Ginés la había visto por primera vez en la Glorieta, en la cola de los helados Sirvent, con un cucurucho de vainilla entre los labios de mulata y un cuerpo tan adolescente como exacto bajo el vestido con escote, sin mangas y faldas cancán de las que brotaban dos piernas morenas, rotundas, bailarinas. Mi primo Ginés es marino, Le dijo la tontísima de Paca, y ella rió para enseñarle una dentadura que siempre conservaría en su ensueño. Eran los dientes más hermosos que había visto nunca, en juego con el blanco luminoso de los ojos rasgados. No tenía ojos para mirar de frente, se le desparramaban a diestro y siniestro al encuentro de las miradas de los muchachos veraniegos, primeras camisas de tergal, pantalones mil rayas o blancos, zapatos bicolor, blanco y corinto, blanco y negro, o de las miradas de los maduros tripudos con sombreros de paja y canotié en los sillones de mimbre bajo las palmeras de la Glorieta.
—¿Marino? ¿Está haciendo la mili?
—Estudio náutica.
—Oh, estudia náutica.
Y la palabra náutica sonó en sus labios como algo grotescamente exótico, y había burla en la luz de sus ojos al tiempo que puntuación del muchacho que tenía delante, del primo de Paqui, que estaba como un tren, como solía decir Paqui, aunque es más soso que un higo de pala, añadía Paqui.
—Pues no es tan soso como tú dices.
La indignación de Paqui apenas si se convirtió en una mano paloma que insinuó un cachete que no llegó a su destino. Se ofreció a acompañarlas hasta el puerto y por el camino se comprometieron a ir al cine al aire libre, en la plaza de toros, “Los cinco mil dedos del doctor T”.
—Será un rollo.
—Sale un niño -defendió Paqui con entusiasmo, porque era de conocimiento público que adoraba a los niños, quería casarse y tener seis.
Pasacalle de parejas honestamente distanciadas, cada uno con las manos unidas en la espalda, sin otro erotismo que el del hablar y el olor de las algas que el mar cernía sobre la playa.
—¿Y eso de náutica para qué sirve? -le dijo en el primer aparte, retrasada Paqui en una conversación de encuentro con la tita Dolores, besuqueadas, alborozadas, en el lance de recordarse a todos los miembros de la familia y sus hazañas de supervivencia o emigración.
—Para ser capitán de barco.
—¿Quieres ser capitán de barco?¿De barco de guerra?
—No. De la marina mercante.
—Ahora hay una guerra, ¿no?
—Sí. En Egipto. Han desembarcado los franceses y los ingleses.
—¿Y no es mejor ser marino de guerra?
—Tampoco hay tantas guerras.
—Eso es verdad.
Pero no le importaba la verdad o la mentira de las guerras. Le importaba la turbación de Ginés por su simple compañía, por el leve calor que le llegaba en las aproximaciones del cuerpo balanceado por la desidia de un caminar sin ton ni son, sin más objetivo aparente que las últimas casas junto a la playa y el bosquecillo de eucaliptos, diríase que tan oxidado como las herrerías cercanas a la estación. No llegaron ni al linde de la arboleda. Volvió sobre sus pasos Encarna con una súbita seriedad de virgen reñida con los bosques, que quería comunicar a su acompañante toda la secreta virtud de sus intenciones.Cerró los ojos Ginés y fue cómplice de la gravedad de lo no dicho, de la consagración a la pureza que Encarna había practicado por el simple hecho de dar la espalda a un bosque claro pero solitario.
—¿Vendrás al cine?
—Es para niños.
—¿Qué se puede hacer de noche?Luego yo iré al baile con mi madre, pero no me quedaré hasta muy tarde.Mañana entro a las seis en la fábrica.
* * *
Las sillas de tijeras del improvisado cine de verano de la plaza de toros de Águilas se clavaban en los cuerpos en proporción directa a cómo se clavaba el tedio por una película sosa, sosísima, adjetivaba el público entre bostezos y cabezadas. Encarna se había puesto una rebeca azul por el relente y parecía más frágil acurrucada junto a su madre dormitante y al otro lado Paqui, haciendo chistes fáciles sobre la lentitud de la película. Ginés estaba excitado tratando de mirar sin acosar la silueta cálida y anochecida de una Encarna tierna por el frescor y la protección de su madre. A pesar de la oscuridad relativizada por un cielo estrellado, una luminosidad particular resaltaba el cuerpo de Encarna, como si fuera la única presencia viva en el recinto, y tras ella se fue, cuando las tres mujeres se pusieron de pie y Paqui dirigió una mirada intencionada hacia su primo, que parecía tan indiferente como distante. Se puso en pie para no perder ni un segundo la estela de Encarna y se adelantó a la taquilla para ofrecerles una invitación al baile que la madre de Encarna rechazó tres veces antes de aceptarla, según mandaba el protocolo de la buena crianza.Bajo el entoldado una orquestina arrastraba los éxitos del verano, a pesar del naufragio de la voz de un cantante escuchimizado, con una poderosa nuez que se le movía con más soltura que las maracas que empuñaba y agitaba.