—¡Señora! ¡Señora! Ha llegado un coche -gritó una criadita de bigotillo moreno, con la cara vuelta hacia el interior de la casa y el cuerpo tenso por los tirones de un bulldog que vomitaba ladridos contra el recién llegado-. No se acerque, señor, que muerde. Las ha mordido a las monjas que pedían caridad.
—¿A ti también te muerde?
—A mí no porque le doy de comer.Pero a los que no le dan de comer les muerde.
—Este perro sabe lo que se hace.
Primero llegó la voz.
—¡Pero es que nunca ha visto un coche esta niña!
Y luego apareció la dueña, ochenta kilos de ancho por cuarenta años de alto y las cejas marrones dibujadas tan al norte de la cara que se habían salido de órbita.
—En la casa hay tres coches y tienes que armar la marimorena cuando llega uno.
—Es que el perro no me dejaba decírselo.
—Pues ya está dicho.
Y eran grandes aquellos ojos enriquecidos por las pestañas postizas y la curiosidad.
—¿Qué se le ofrece?
—He hablado en Águilas con sus parientes y me han enviado aquí.
—Lleva el coche hecho un asco -dijo la mujer examinando con desagrado el aspecto de viejo caballo cansado que tenía el Ford Fiesta de Carvalho-. Lucita, pásale un trapo al coche del señor que no tiene ni por dónde mirar.
—No se moleste.
Pero era inútil.
—Es que hay un polvo por estos caminos. Desde hace meses que no cae agüica recalaera y sólo de vez en cuando un poco de matapolvillo que hace más mal que bien. ¿Pero usted no es de Águilas?
Los grandes ojos se habían fijado en la matrícula.
—Vengo desde Barcelona. Es por un asunto relacionado con Encarna, Encarna Abellán.
—¡Encarna, mi Encarna! Ya era hora que supiera algo de ella. Vaya lunática. Tan pronto me manda cartas que no puedo acabar de leer ni en un mes como no me dice ni pío. Pase. Y tú, niña, deja a “Bronco” y pásale un trapo y agua por el coche del señor, sobre todo por el parabrisas. No puedo soportar los coches sucios, y además son un peligro, para el que conduce y para los otros.
Mientras Carvalho la seguía a través de un recibidor excesivo en todo y aceptaba un butacón almenado en el salón con piano y un enorme televisor acondicionado para que durmieran dentro los presentadores, pensaba en cómo comunicarle a la castellana la noticia de la muerte de su amiga.
—¿Dónde se ha metido esa descastada?
—Creía que usted ya lo sabía.
—¿Saber qué? ¿Qué ha pasado?
Alguna vez en su vida Carvalho había descubierto que la expresión más adecuada y simple para comunicar la noticia de una muerte es abatir la mirada y dejarla en el suelo, como si fuera incapaz de remontar el vuelo.Así lo hizo.
—¿No me dirá usted que Encarna…?
La mirada seguía obstinadamente abatida y el estallido de sollozos la puso en movimiento para acoger con solidaridad las convulsiones de aquel rostro incontrolado, en el que las lágrimas, los parpadeos, los rugidos narinales y las crueles frotaciones de las yemas de los dedos habían provocado el desastre de la congoja más desesperada.
—¡Mi Encarna! ¡Ay, Encarnita de mi corazón! ¡Mi Encarna!
Las voces convocaron a la criadita con el pasmo en la cara y un trapo sucio en una mano y a un sólido calvo en pantuflas y bata de terciopelo que preguntó un ¿qué pasa aquí? antes de que la dama se arrojara en sus brazos, con tal ímpetu que le hizo perder la estabilidad y con ella la chinela izquierda.
Habían menguado los entrecortados sollozos y la habitación olía a agua del Carmen y a lágrimas. El hombre tenía las tres pecheras empapadas de las lágrimas de su mujer, la de la bata, la de la camisa y la de la camiseta que se adivinaba al fondo de una aproximación visual a su escote.
—¿Ya estás mejor, Paquita?
—Mejor. ¿Cómo puedo estar mejor?
—Tenía que suceder.
—¿Por qué tenía que suceder?
—Porque Encarnita tenía la cabeza a pájaros.
—¿Y tú qué sabes si no la conocías?
—Señora, el coche ya está limpio.Le he puesto hasta Mistol.
Carvalho sufría por el trato infringido al pobre animal que debería devolverle a casa. El aviso de la criadita resituó a la señora Paca.Apartó a su marido y se enfrentó a Carvalho.
—Supongo que usted querrá hablar conmigo. ¿Es usted inspector?
—No. Trabajo por encargo de la familia de Encarna.
—¿Mariquita?
—Eso es.
La mujer indicó a su marido con la cabeza que se fuera.
—Vete, Manolo. Hay cosas entre mujeres que deben hablarse entre mujeres.
El hombre miraba perplejo a Carvalho, pero la apariencia viril del detective era irrebatible. Carvalho se encogió de hombros y le envió un gesto cómplice, hoy te ha tocado a ti, mañana me tocará a mí.
—Si me necesitas me llamas.
¿Quiere una copita usted?
—No, muchas gracias.
—¿Una copita de Marie Brizard para matar el gusanillo?
—Le tengo cariño al gusanillo. No lo mataría así como así.
Sonrió el hombre sin saber por qué sonreía y salió de la habitación. La mirada de la dueña escarbaba en Carvalho, como si buscara otras verdades ocultas más allá de las que le había dicho.
—¿Se sabe quién le hizo esa salvajada?
—No. Por eso estoy yo aquí.
—¿Cómo sabía usted que me encontraría aquí?
—Aquí no lo sabía. Pensaba que tal vez siguiera en Águilas. Me pusieron en su pista gentes relacionadas con el marido de Encarna.
—Ese borde. Ese borde tiene la culpa de todo.
Desde que Encarna se había casado apenas si había vuelto por Águilas.Dos o tres veces. En verano. No.No era la misma. Era una señora, pero a costa de un alto precio.
—El otro día una mujer le escribía a Elena Francis una carta que se parecía mucho, mucho a la vida de Encarna. Incluso por un momento pensé: mira, ésa es Encarna que se desahoga.
Pero no. No iba con el carácter de Encarna escribirle a la Francis.Era muy reconcentrada. Muy suya.Pero la historia era la misma.
—¿Qué historia?
—La de una chica que se casa con un hombre para salir de una vida miserable y luego vive un infierno. El marido un putero irresponsable y más falso que un duro sevillano y ella sola, sin hijos, en una ciudad en la que no se fía de nadie, rodeada de amigos que son en realidad los amigos de su marido y cada vez más abandonada y más arrepentida. Maldita la hora en que el señorito aquel se cruzó en su camino. Pero ella ¿qué iba a hacer?¿Toda la vida prensando higos o salando alcaparras? Ése era su porvenir en Águilas. O el mío. Pero yo tuve paciencia y esperé tiempos mejores.Todo esto ha cambiado en los últimos veinte o veinticinco años, y teniendo arrestos, ganas de trabajar y pocas puñetas, el que ha querido se ha subido en lo alto, y el que no ha querido, pues a tomar el sol, que aquí sol no falta. Se equivocaron los que se marcharon, casi todos a Cataluña, pensando que allí regalaban los billetes de veinte duros en las taquillas del metro. Y no se crea que yo no conozco aquello. Estuve unas semanas en casa de un tío mío, mire, para pasar un mes, bueno, pero para vivir, no. Mi Manolo y yo tuvimos la suerte de coger los buenos tiempos del turismo y aquí en verano se hacen buenos duros si se quiere trabajar en verano; ahora, si se quiere tomar el sol, entonces no. Ahora tenemos tiempo de tomar el sol.
—Pero usted también se ha marchado de Águilas.
—Estamos más cerca del hotel, y aquí tiene mucho porvenir el cultivo intensivo de invernadero. Hemos hecho una inversión muy fuerte para cultivar aquí también aguacates y chirimoyas, como en Almería y Málaga.
—¿Las veces que vino Encarna se relacionó con usted?
—¿Y con quién si no? Y sobre todo me escribía y yo la escribía a ella, tanto a Albacete como a Barcelona.
—¿A Barcelona?
—Sí. Durante los períodos que pasaba allí para ir al médico, porque estaba delicada, o creía estarlo. ¿Se ha fijado usted en que las personas desgraciadas en su matrimonio se escuchan más y un día les duele aquí y otro les duele lo de más allá? Pobre, pobre Encarnita. Es la fatalidad.Es el destino. Iba a encontrar esa muerte tan horrorosa. Con lo feliz que ella creía ser en Barcelona.
—¿Cuando estuvo de jovencita?
—No. Ahora.
—¿Feliz por ir al médico?
—No sólo iba al médico.
La vacilación de la mujer sólo trataba de aplazar la revelación que deseaba hacer.
—Por mucho que se contemplase a sí misma, no iba a ir cada tres meses a Barcelona para que le vieran cosas diferentes. El hígado te lo miran una vez o dos, pero no cada tres meses.
¿No cree usted?
—El cuerpo humano está lleno de cosas.
—Y sobre todo el de las mujeres.¿Se ha fijado usted en lo que cabe en el vientre de una mujer? Piense por un momento.
Y empezó a enumerar con la ayuda de los dedos.
—Las tripas, bueno, los intestinos. El hígado. Los riñones. La apendicitis. Los ovarios. La matriz.La placenta. Y hasta un niño o dos o cinco, porque ha habido casos de cinco niños. Todo eso cabe en el vientre de una mujer.
—Nunca lo había pensado.
—Las mujeres pensamos más en esas cosas. Como nos afectan a nosotras, pues es lógico.
—¿Qué hacía Encarna en Barcelona?
—Verse con mi primo. Con Ginés.Un primo mío que va embarcado. Es un señor oficial, también es de Águilas y fue el novio, bueno, novio, pretendiente, como les llamábamos entonces, de Encarna hasta que se puso por medio el señorito ese de Albacete. Fue una historia muy bonita. La lees en una novela o la ves en el cine y no te la crees. También en esto se parecía la historia de la carta a la señora Francis: también la que escribía se había encontrado de pronto a su antiguo amor por la calle, precisamente en el momento en que se sentía más desgraciada.
“Precisamente en aquel momento Encarna paseaba por las Ramblas y alguien la llamó por su nombre. Se vuelve y ¿quién estaba allí? Ginés.Veinte años después. Ya no era aquel muchacho tímido que se ponía colorado en cuanto la veía, sino un oficial de marina que se ofrecía a acompañarla por una ciudad que él conocía muy bien. Cada tres meses iba y volvía a las Américas en un buque de carga, “La Rosa de Alejandría”.
—¿Es el nombre del barco?
—Sí, es el nombre del barco en el que va embarcado mi primo.
—¿Es un barco egipcio, griego o turco?
—No. No creo. Es un barco español. O al menos son españoles los embarcados, por ejemplo, un amigo de mi primo, Germán, que es de Lorca.A veces ha vuelto mi primo por Águilas y Germán le ha acompañado.
—Se encuentran por casualidad en las Ramblas veinte años después.¿Qué más?
—Se citan para la próxima vez que vuelva el barco a Barcelona, y a partir de ese momento Encarna se inventa cualquier excusa para acudir a la cita. Me lo cuenta por carta y me lo cuenta con esa naturalidad, esa pachorra que ella tenía para estas cosas.Porque Encarna siempre había ido a lo suyo por el camino más directo.
—Y el marido no sospechaba nada.
—El marido tenía su vida. Es un golfo que se ha pasado medio matrimonio entre Madrid y donde sea, pero bien poco con Encarna.
—Y el marino volvía, una y otra vez.
—Vaya si volvía. Nunca se había quitado a Encarna de la cabeza. Mi primo es un chico fuera de serie, demasiado sentimental para mi gusto, porque no se puede ir por el mundo con el corazón en la mano. Yo se lo advertí ya entonces, cuando éramos unos críos: cuidado con la Encarna que va a la suya. Y cuidado que yo me he querido a la Encarna, que más que yo sólo la ha querido su madre, pero sufría por mi primo.
—Y no se planteaban dejarlo todo.Vivir juntos.
—No. Encarna no. Pero mi primo sí.
—Y Encarna no quería.
—Ha pasado por todo. Al principio no, luego sí, y últimamente le pedía paciencia, que dejara pasar el tiempo.
Que diera tiempo al tiempo para que acabara de pudrir los huesos de un marido definitivamente fracasado.
—Y de pronto las cartas dejaron de llegarle.
—Sí. Tampoco era para alarmarse, porque Encarna era muy arbitraria y a veces dos cartas por semana y otras meses y meses. Yo siempre esperaba a que ella me escribiera o me llamara, aunque llamar llamaba pocas veces porque decía que las paredes oían.
—Usted le escribía a Albacete.
—Sobre todo a Barcelona.
—¿A qué señas de Barcelona?
La mujer calculaba sus próximos movimientos. Por fin se decidió y dedicó a Carvalho la misma mirada que sin duda había dirigido a su marido en el momento de meterse en la cama con él por primera vez. Sale de la habitación con majestad y deja a Carvalho con el nombre de “La Rosa de Alejandría” en los labios silenciosos de la memoria:
Eres como la rosa de Alejandría,
morena salada,
de Alejandría,
colorada de noche blanca de día,
morena salada,
blanca de día.
Es una voz infantil la que la canta y a continuación crece un coro que impone una extraña tristeza oscura de fondo en torno de una canción aparentemente de amor. Pero volvía doña Paca con un papel en la mano y se lo tendía.
—Éstas eran las señas que me dio para que le escribiera en Barcelona.Y en el sobre tenía que poner: a la atención personal de Carol.
—¿Siempre la misma?
—Desde que me la dio, sí. Fue hace unos dos años. Uno después de empezar a encontrarse con mi primo cada tres meses.
—¿Esto es todo?
—Todo.
La mujer tenía ganas de saber detalles, apartaba la cabeza con los ojos cerrados cuando Carvalho le repetía el despiece de la víctima. Pobrecita.
Pobrecita. ¿Y lo sabe mi primo? ¿Lo sabe mi primo? Carvalho se encogió de hombros ya en la puerta, con el espectáculo al fondo del mar perezoso bajo un sol consolador.
—¿Y ahora vendrá la policía a interrogarme?
—Es su problema.
Y la mujer se quedó sin saber si era un problema de la policía o suyo.
—¿Tiene alguna foto reciente de ella?
—De hace tres o cuatro años.
Por fin Encarnación Abellán adquiría el rostro de su muerte. La adolescente de “La niña de Puerto Rico” había dejado crecer sus facciones y había acabado su cuerpo en los límites de una presencia agresiva, imposible no mirar la belleza madura y airada de mujer que seguía estando sin estar en aquella fotografía sin sonrisa.
Oyó voces familiares que hablaban sobre su fiebre, y entre ellas la del capitán, partidario del frenol y mucho calor.