La Romana (17 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—No, no puedo creerte... Mujer e hija... Pero ¿es verdad?

—La hija se llama María.

Era evidente que quería profundizar y comentar la noticia todo lo posible y que mi actitud serena la desilusionaba.

—Mujer y una hija y la hija se llama María. ¿Y lo dices así?

—¿Pues cómo he de decirlo?

—Pero ¿es que no te disgusta?

—Sí, me disgusta.

—Pero ¿te lo ha dicho así, Gino Molinari tiene mujer y una hija, así por las buenas?

—Sí.

—¿Y qué has contestado?

—Nada... ¿Qué iba a contestar?

—Pero ¿qué sentiste? ¿No has tenido ganas de llorar? Al fin y al cabo, para ti es un desastre.

—No, no he tenido ganas de llorar.

—Vaya, ya no puedes casarte con Gino —exclamó con aire reflexivo y gozoso—. ¡Qué cosa, qué cosa! ¡Qué conciencia! Una pobre chica como tú, que no vivía más que para él... ¡Todos los hombres son unos sinvergüenzas!

—Gino ignora aún que lo sé todo —dije.

—En tu lugar, querida —prosiguió Gisella, excitada—, le cantaría las verdades... y un par de bofetadas no se las quitaba nadie.

—Lo he citado para dentro de diez días —repuse—. Creo que seguiremos haciendo el amor.

Gisella se echó hacia atrás, abriendo mucho los ojos.

—¿Y por qué? ¿Es que te gusta aún después de todo lo que te ha hecho?

—No —contesté bajando la voz, conmovida—. Ya no me gusta tanto... pero...

Vacilé y después mentí, haciendo un esfuerzo:

—No siempre los bofetones y los gritos son la mejor manera de vengarse.

Me miró un rato, entornando los ojos y retrocediendo unos pasos como hacen los pintores con sus cuadros. Después exclamó:

—Tienes razón... No lo había pensado... ¿Y sabes qué haría en tu lugar? Pues lo dejaría cocerse en su caldo, tranquilo, seguro... y después, un buen día, cataplum, lo dejaría plantado.

No dije nada. Gisella siguió, al cabo de un rato, con voz menos excitada, pero igualmente animada y cantarina:

—Aún no puedo creerlo... ¡Mujer y una hija, y hacía contigo tantos arrumacos... y te ha hecho comprar los muebles, el ajuar...! ¡Qué barbaridad!

Yo seguía callando. Gisella gritó victoriosa:

—Pero yo lo había comprendido... Debes reconocerlo... ¿Qué te dije la primera vez? Ese hombre no es sincero... ¡Pobre Adriana!

Me echó los brazos al cuello y me besó. Dejé que me besara y le dije:

—Sí, y lo peor es que me ha hecho gastar el dinero de mi madre.

—¿Y lo sabe tu madre?

—Todavía no.

—Por el dinero, no temas —gritó—. Astarita está tan enamorado de ti que bastará que lo quieras y te dará todo el dinero que necesites.

—A Astarita no quiero volver a verlo —protesté—. Cualquier otro hombre, pero Astarita no.

Debo decir que Gisella no tenía un pelo de tonta. Comprendió que al menos por el momento era mejor no hablarme de Astarita y comprendió también qué quería decir con aquella frase «cualquier otro hombre». Fingió reflexionar un momento y dijo:

—En el fondo, tienes razón... Te comprendo... También a mí, después de lo ocurrido, me daría cierto reparo ir con Astarita... Es un hombre que todo lo quiere a la fuerza y te ha contado lo de Gino para vengarse.

Calló de nuevo y en seguida dijo con voz solemne:

—Déjame a mí... ¿quieres conocer a alguien dispuesto a ayudarte?

—Sí.

—Pues déjamelo a mí.

—Pero no deseo atarme con nadie —añadí—. Quiero ser libre.

—Déjamelo a mí —repitió por tercera vez.

—Ahora —seguí— quiero devolver el dinero a mi madre y comprarme algunas cosas que necesito... Y quiero que mi madre no trabaje más.

Entre tanto, Gisella se había levantado, yendo a sentarse ante el tocador.

—Tú —dijo dándose polvos con mucha prisa— has sido siempre demasiado buena... ¿Ves ahora lo que le pasa a una por ser demasiado buena?

—¿Sabes que esta mañana no he ido a posar? —dije—. He decidido no volver a hacer de modelo.

—Haces bien —aprobó—. Yo poso sólo para...

Dijo el nombre de cierto pintor y explicó:

—Sólo voy por darle gusto, pero en cuanto termine con él, se acabó.

Experimenté entonces un gran afecto por Gisella y me sentí confortada. Aquellos: «Déjamelo a mí», sonaban tranquilizadores a mis oídos, como otras tantas cordiales y maternales promesas de atender lo antes posible a mis necesidades. Me daba cuenta de que a Gisella no la impulsaba a ayudarme ningún verdadero afecto, sino, como en el asunto de Astarita, el deseo quizás inconsciente de verme cuanto antes reducida a su misma situación, pero nadie hace las cosas por nada y, ya que en este caso la envidia de Gisella coincidía con mi provecho, no tenía ningún motivo para no buscar su ayuda sólo porque la sabía interesada.

Gisella tenía mucha prisa, pues ya llegaba con retraso a la cita con su novio. Salimos de su habitación y empezamos a bajar en la oscuridad la escalera, empinada y estrecha, de la vieja casa. En la escalera, impelida por la excitación y quizá por el deseo de suavizar la amargura de mi desilusión mostrándome que no estaba sola en la desgracia, me dijo:

—Y ¿sabes? Sospecho que también Ricardo quiere hacerme la misma jugada que te ha hecho Gino.

—¿También está casado? —pregunté ingenuamente.

—Eso no, pero me hace unas historias... Tengo la impresión de que quiere tomarme el pelo... Pero yo ya se lo he dicho: «Querido, no tengo ninguna necesidad de ti. Si quieres, te quedas y si no te vas.»

No dije nada, pero pensé que había una gran diferencia entre ella y yo y entre sus relaciones con Ricardo y las mías con Gino. Ella, en el fondo, nunca se había hecho ilusiones sobre la seriedad de Ricardo ni, como sabía yo, había tenido demasiados escrúpulos en traicionarle de vez en cuando. En cambio, yo había esperado con todas las fuerzas de mi ánimo, todavía inexperto, llegar a ser la esposa de Gino y siempre le había sido fiel, ya que no podía llamarse traición la complacencia a la que me había obligado Astarita en Viterbo con su chantaje. Pensé que Gisella hubiera podido ofenderse si le decía tales cosas y preferí callar. A la salida del portal, me citó para la tarde siguiente en un bar recomendándome que fuera puntual porque probablemente no estaría sola y se alejó corriendo.

Yo me daba cuenta de que hubiera debido contar a mi madre lo sucedido, pero no tenía valor para hacerlo. Mi madre me quería de veras, y a diferencia de Gisella que en la traición de Gino veía el triunfo de sus ideas y ni siquiera pensaba en disimular su cruel satisfacción, habría experimentado más dolor que alegría al ver que, en fin de cuentas, tenía razón. Ella, en el fondo, no quería más que mi felicidad y poco le importaba por qué caminos pudiera llegar, y estaba convencida de que Gino no podría dármela. Después de mucho vacilar acabé por decidir que no le diría nada. Sabía que, la tarde siguiente, los hechos y no las palabras le abrirían los ojos, y aunque me daba cuenta de que era un modo brutal de revelar el gran cambio ocurrido en mi existencia, me gustaba la idea de que así evitaría muchas explicaciones, reflexiones y comentarios, de los que Gisella había sido tan generosa al contarle yo la historia de la doblez de Gino. En realidad, experimentaba una especie de profundo desagrado por el tema de mi matrimonio y deseaba hablar lo menos posible de él y hacer que los otros no hablaran.

El día siguiente, para que no me molestara mi madre, que ya se mostraba suspicaz, fingí tener una cita con Gino y estuve fuera de casa toda la tarde. Para la boda me había hecho un vestido nuevo, un traje sastre gris, que pensaba ponerme después de la ceremonia. Era mi mejor vestido y vacilé antes de ponérmelo. Pero después pensé que algún día tendría que llevarlo y no sería un día más puro ni más feliz que aquél y que, por otra parte, los hombres juzgaban por las apariencias y me convenía presentarme con mi mejor aspecto para obtener dinero. Y dejé a un lado los escrúpulos. Me puse, por lo tanto, y no sin algún remordimiento, mi hermoso vestido que hoy, cuando de nuevo pienso en él, me parece tan feo y modesto como todas mis cosas de entonces; me peiné con cuidado y me pinté la cara, pero no más de lo que acostumbraba. A propósito de este último detalle, quiero decir que nunca he entendido por qué tantas mujeres de mi profesión se emplastan de tal modo la cara y van de un lado a otro que parecen máscaras de Carnaval. Tal vez porque con la vida que hacen estarían muy pálidas o porque temen, si no se pintan de aquella manera tan violenta, no atraer la atención de los hombres y no darles a entender lo suficiente que están dispuestas a dejarse abordar. Yo, en cambio, por más que me canse y ajetree, conservo siempre mis colores sanos y bronceados y, sin modestia, puedo decir que mi belleza ha sido siempre suficiente, sin ayuda de pinturas y cremas, para hacer que los hombres volvieran la cabeza en la calle al pasar yo. No atraigo a los hombres por el carmín o el negro en las cejas, o un falso color rubio pajizo, sino por el porte majestuoso (así por lo menos me lo han asegurado muchos), por la serenidad y la dulzura del rostro, por los dientes perfectos al reír y por la abundancia y la juventud del cabello ondulado y oscuro.

Las mujeres que se tiñen el pelo y se emborronan la cara no comprenden que los hombres, juzgándolas desde el principio por lo que son, experimentan una especie de decepción anticipada. Pero yo, tan natural y tan sobria, siempre los he dejado en duda acerca de mi verdadera naturaleza, proporcionándoles así la ilusión de la aventura, cosa que ellos, en el fondo, buscan mucho más que la mera satisfacción de los sentidos.

Vestida y peinada, me fui a un cine y vi dos veces la misma película. Salí del cine cuando ya había anochecido y me dirigí al bar donde me había citado Gisella. No era uno de aquellos lugares modestos en los que nos veíamos otras veces con Ricardo. Era un bar elegante y entraba en él por primera vez. Comprendí que la elección del sitio respondía al propósito concreto de dar valor a mi persona y elevar el precio de mis complacencias. Todos estos y otros detalles de los que hablaré después pueden llevar efectivamente a una mujer de mi especie que sea bella y joven y haga de ello un uso inteligente a aquella estable comodidad y holgura que, en realidad, es el fin que se proponen. Pero pocas lo hacen, y yo no fui de ellas.

Mi origen plebeyo siempre me ha inducido a mirar con desconfianza los locales de lujo. En los restaurantes, en las salas de té, en los cafés burgueses siempre me he sentido incómoda, avergonzándome de sonreír y guiñar los ojos a los hombres y sintiéndome como puesta en evidencia por todas aquellas luces despampanantes. En cambio, siempre he sentido una profunda y afectuosa atracción por las calles de mi ciudad, con sus palacios, sus iglesias, sus monumentos, sus tiendas y sus portales, que las hacen más bellas y acogedoras que cualquier sala de té o restaurante. Siempre me ha gustado ir a la calle a la hora del paseo, al atardecer y, caminando despacio, junto a los escaparates iluminados de los comercios, ver cómo la noche oscurece lentamente en el cielo, allá arriba entre los tejados. Siempre me ha gustado ir y venir entre la gente y escuchar sin volverme las proposiciones amorosas que los viandantes más imprevistos, en una repentina exaltación de los sentidos, se arriesgan a veces a susurrar. Siempre me ha gustado andar de un lado para otro, hasta hartarme, por la misma calle, sintiéndome al final del paseo casi extenuada, pero con el ánimo aún fresco y ávido como en una feria cuyas sorpresas no terminan nunca. Mi salón, mi café, mi restaurante ha sido siempre la calle, y esto deriva del hecho de haber nacido pobre. Sabido es que los pobres buscan sus ocios a un precio económico y gozan contemplando los escaparates de los comercios en los que no pueden hacer compras y las fachadas de las casas en las que no están en condiciones de habitar. Por el mismo motivo siempre me han gustado las iglesias, tan numerosas en Roma, abiertas a todos y lujosas para todos, en las que, entre mármoles, oros y preciosas decoraciones, el olor antiguo y humilde de la pobreza es a veces más fuerte que el aroma del incienso.

Pero, naturalmente, el ricachón no pasea por la calle ni va a las iglesias; a lo sumo, atraviesa la ciudad en coche, echado sobre unos cojines y quién sabe si leyendo el periódico. Y como yo prefiero la calle a cualquier otro sitio, me impido a mí misma todos aquellos encuentros que, según Gisella, debiera haber buscado aun a costa de sacrificar mis gustos más íntimos. Este sacrificio no quise hacerlo nunca, y durante todo el tiempo que duró mi alianza con Gisella, mis preferencias fueron objeto de encarnizadas discusiones entre las dos. A Gisella no le gustaba la calle, no le decían nada las iglesias y la gente sólo le inspiraba repugnancia y desprecio. En lo más alto de sus ideas ponía, en cambio, los restaurantes de lujo en los que solícitos camareros acechaban con ansiedad los mínimos gestos de los clientes; las salas de baile de moda, con músicos de frac y las parejas bailando en traje de noche; los cafés más elegantes, las salas de juego.

En aquellos sitios, Gisella parecía otra, cambiaba sus gestos, sus actitudes y hasta el tono de voz. Afectaba comportarse como una gran señora, lo que era la meta ideal que ella se había propuesto y que más tarde, como veremos, consiguió en cierta medida. Pero el aspecto más curioso de su éxito final fue que la persona destinada a satisfacer sus ambiciones no la encontró en locales de lujo sino, gracias a mí, precisamente en la calle que ella tanto odiaba.

Encontré a Gisella en el bar con un hombre de mediana edad, un viajante de comercio, al que me presentó con el nombre de Giacinti. Sentado, parecía de estatura normal, en parte porque sus hombros eran muy anchos, pero, una vez de pie, me pareció un enano, y la misma anchura de sus hombros contribuía a hacerlo más bajo de lo que era en realidad. Su cabello era abundante y blanco, limpio como la plata, en corte de cepillo sobre la cabeza, quizá para parecer más alto. El rostro era rojo y lleno de salud, de rasgos regulares y nobles como los de una estatua: una bella frente serena, unos ojos grandes y negros, una nariz recta y una boca bien dibujada. Pero una expresión antipática de vanidad, de suficiencia y de falsa benevolencia, hacía aquel rostro, a primera vista atractivo y majestuoso, decididamente repulsivo.

Me sentí un poco nerviosa y después de las presentaciones me senté sin decir una palabra. Giacinti, como si mi llegada sólo hubiera sido una cosa incidental y sin importancia, cuando era en realidad el principal acontecimiento de la velada, siguió la conversación que mantenía con Gisella.

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