La Romana (14 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Cada día sucedía que chicas como yo, después de noviazgos larguísimos y extenuantes, volvían a quedar libres sin otro daño que el haber perdido lo mejor de su juventud. Sin saberlo, con aquella imposición del confesor, le había ofrecido el pretexto que tal vez andaba buscando para terminar nuestras relaciones. Desde luego, por sí solo nunca hubiera tenido el valor de hacerlo, ya que su carácter era débil y egoísta y el placer que le producían nuestras relaciones era mucho más fuerte que su voluntad de abandonarme, pero la intervención del confesor le permitía adoptar una solución hipócrita y aparentemente desinteresada.

Al cabo de algún tiempo empezó a verme con menos frecuencia, un día sí y otro no. Y me di cuenta de que nuestros paseos en coche se hacían menos largos y que prestaba menos atención a mis discursos matrimoniales. Pero aun dándome oscuramente cuenta de ese cambio de actitud, no sospechaba nada. Además, se trataba de matices o naderías y seguía portándose conmigo con su habitual modo afectuoso y cortés. Por último, un día, con una cara compungida, me dijo que por motivos de familia teníamos que aplazar la fecha de nuestra boda hasta después del verano.

—¿Te disgusta mucho? —preguntó viendo que yo no comentaba de ninguna manera la noticia y me limitaba a mirar a lo lejos con una cara pensativa y un gesto amargo.

—No, no —dije volviendo a mis cabales—. No importa... Paciencia... Además, así tendré más tiempo para coser mi ajuar.

—No es verdad —replicó—. Te disgusta y mucho.

Era extraño su empeño en que el aplazamiento de nuestra boda me disgustara.

—Te digo que no.

—Entonces, si no te disgusta, quiere decir que no me amas de veras y que, en el fondo, quizá no te disgustaría que no nos casáramos nunca.

—No digas eso —dije, asustada—. Sería terrible para mí. No quiero ni pensarlo.

Hizo un gesto que por el momento no comprendí. En realidad, él había querido probar mi empeño y había comprendido con disgusto que todavía resultaba demasiado fuerte.

Pero el aplazamiento de nuestra boda, si no bastó aún para despertar mis sospechas, confirmó en cambio las antiguas convicciones de mi madre y de Gisella. Mi madre, cosa extraña dado su carácter impulsivo y violento, no comentó inmediatamente la noticia. Pero una noche, mientras me servía la cena como de costumbre, en pie, silenciosa y atenta a mis órdenes, cuando hice no sé qué alusión a la boda, dijo:

—¿Sabes cómo se llamaba en mis tiempos a una muchacha que espera casarse y no se casa nunca?

Palidecí y me falló el corazón:

—¿Cómo?

—Pues la muchacha al fresco —dijo mi madre plácidamente—. Él te tiene al fresco como a la carne que sobra, y a veces la carne, a fuerza de tenerla en la fresquera, se estropea, y entonces hay que tirarla.

Sentí una enorme rabia y dije:

—No es verdad. Al fin y al cabo, es la primera vez que lo aplazamos, y sólo por unos meses. La verdad es que tú le tienes manía a Gino porque es un chofer y no un señor.

—No tengo manía a nadie.

—Sí, sí se la tienes. Y también porque has tenido que gastar el dinero para nuestra alcoba... Pero no tengas miedo, que...

—Hija mía, el amor te está volviendo estúpida.

—No te preocupes, porque todos los plazos que quedan los pagará él, y los que has pagado tú te los devolveremos. Mira...

Y exaltada por la pasión abrí la bolsa y le enseñé los billetes que me había dado Astarita.

—Esos billetes son suyos.

Estaba tan convencida que me parecía estar diciendo la verdad.

—Me los ha dado él y me dará otros.

Abrió mucho los ojos y puso una cara contrita y desilusionada que me llenó de remordimiento. Era la primera vez, al cabo de tanto tiempo, que la trataba tan mal. Y simultáneamente me di cuenta de que le había mentido, pues aquel dinero no me lo había dado Gino. Sin decir palabra, mi madre levantó la mesa, cogió los platos y salió. La vi de espalda, erguida ante el fregadero, dedicada a lavar los platos que poco a poco iba colocando sobre el mármol, para enjuagarlos. Tenía la cabeza y los hombros inclinados levemente y esta actitud suscitó en mí una gran compasión. Impetuosamente le eché los brazos al cuello, diciéndole:

—Perdóname lo que te he dicho. No lo sentía de veras, pero es que cuando me hablas de Gino me haces perder la cabeza.

—Déjame, déjame —dijo, fingiendo luchar para soltarse de mi abrazo.

—Pero debes entenderme —añadí con pasión—. Si Gino no se casa conmigo... me mato o me dedico a la vida pública.

Gisella acogió la noticia del aplazamiento de la boda de una manera no muy diferente de la de mi madre. Estábamos en su habitación, yo completamente vestida, sentada al borde del lecho, y ella en camisón en el tocador, peinándose. Me dejó hablar hasta el fin, sin hacer ningún comentario. Después, sonriendo tranquilamente dijo:

—¿Ves como tenía razón?

—¿Por qué?

—Él no quiere casarse contigo y no se casará. Ahora ya no es la Pascua, sino Todos los Santos, y después de Todos los Santos será la Navidad... y un buen día acabarás cayendo del árbol y serás tú quien lo deje.

Me daban rabia sus palabras. Pero en cierto modo ya me había desahogado con mi madre y además sabía que, de haber dicho cuanto pensaba, hubiera tenido que romper con Gisella, y yo no quería, pues al fin y al cabo era mi única amiga. Hubiera debido responderle, como lo pensaba, que ella no quería que me casara porque sabía que Ricardo no iba a casarse nunca con ella. Era la verdad, pero no me parecía justo ofender a Gisella sólo porque, quizá a su pesar, al hablarme de Gino cedía al feo sentimiento de la envidia y de los celos. Me limité a contestar:

—No hablemos más de eso, ¿quieres? A ti, en el fondo, no te importa que me case o no y a mí me disgusta hablar de ello.

Gisella se levantó y vino a sentarse en la cama, a mi lado.

—¿Qué es eso de que no me importa? —protestó con vivacidad.

Y después, cogiéndome por la cintura agregó:

—Pues me disgusta mucho el ver cómo se burlan de ti.

—Esto no es verdad —dije en voz baja.

Se calló un momento y después, como al azar:

—A propósito, Astarita no hace más que atormentarme porque quiere volver a verte. Dice que no puede vivir sin ti. Está realmente enamorado... ¿Quieres que fijemos una cita?

—No me hables de Astarita —contesté.

—Se da cuenta de que se portó mal el día de Viterbo —siguió Gisella—. Pero en el fondo lo hizo porque te ama y está dispuesto a hacerse perdonar.

—El único modo de hacerse perdonar —dije— es que no se deje ver más.

—Mujer, al fin y al cabo es un hombre serio y te ama de veras. Quiere verte, hablar contigo. ¿Por qué no podéis citaros en un bar, por ejemplo, y delante de mí?

—No —repliqué con decisión—. No quiero volver a verlo.

—Te arrepentirás.

—Ve tú con él.

—Iría inmediatamente, querida, porque es un hombre generoso que no repara en gastos. Pero te quiere a ti y no a mí.

Realmente es una idea fija la suya.

—Sí, pero yo no quiero.

Gisella insistió aún bastante a favor de Astarita, pero no me dejé convencer. Me hallaba entonces en el colmo de mi desesperado deseo de casarme y crear una familia y estaba firmemente decidida a no dejarme seducir ni por razones ni por dinero. Hasta había olvidado el estremecimiento de complacencia que Astarita supo suscitar en mi ánimo poniéndome a la fuerza el dinero en la mano al regreso de Viterbo. Como suele ocurrir, precisamente porque temía que Gisella y mi madre tuvieran razón y que por cualquier motivo no se realizara la boda, me acogí a la idea del matrimonio con mayor y más firme esperanza.

Capítulo VI

Entre tanto, había pagado todos los plazos de los muebles y trabajaba más que nunca a fin de conseguir más dinero y pagar el ajuar. Por la mañana posaba para los pintores y por la tarde me encerraba en la sala con mi madre y cosía hasta la noche. Ella trabajaba en la máquina de coser junto a la ventana y yo, un poco apañada, cosía a mano sentada junto a la mesa. Mi madre me había enseñado a coser en blanco y siempre he sido muy eficaz y muy rápida. Siempre había muchos ojales y pespuntes que hacer y reforzar y además cada camisa debía llevar bordadas sus iniciales y yo sabía hacerlas especialmente bien, realzadas, duras, que parecían salir fuera del tejido. La ropa interior de hombre era nuestra especialidad, pero también solíamos coser alguna blusa o camiseta o alguna otra prenda interior de mujer, pero siempre cosas comunes y de poca monta porque mi madre no sabía trabajar muy fino y no conocía señoras que le hicieran encargos.

Mientras cosía, mi mente iba perdiéndose en reflexiones acerca de Gino, el matrimonio, la excursión a Viterbo, mi madre, mi vida y así el tiempo pasaba pronto. Nunca he sabido qué pensaba mi madre, pero desde luego debía pensar algo porque cuando cosía a máquina siempre tenía una expresión furiosa y si le hablaba, la mayor parte de las veces me contestaba mal. Al atardecer, en cuanto se hacía de noche, me levantaba, me sacudía los hilos y tras haberme puesto mi mejor vestido salía de casa e iba a encontrarme con Gisella o, cuando tenía cierta libertad, con Gino. Hoy me pregunto si entonces era feliz. En cierto sentido lo era porque deseaba con fuerza una cosa y la consideraba próxima y posible. Después he sabido que la verdadera infelicidad viene cuando no se tiene ninguna esperanza y entonces de nada sirve estar bien y no necesitar nada.

Más de una vez, durante aquel período, me di cuenta de que Astarita me seguía por la calle. Esto solía suceder bastante pronto por la mañana, cuando iba a los estudios de los pintores.

Habitualmente, Astarita esperaba que yo saliera, quieto en un entrante de las murallas, al otro lado de la calle. Nunca atravesaba la calzada y mientras yo caminaba apresuradamente por la acera hacia la plaza, él desde la otra acera se limitaba a seguirme más lentamente bordeando las casas. Me observaba, y esto parecía bastarle, actitud propia de un hombre perdidamente enamorado como era él. Cuando llegaba a la plaza, Astarita iba a situarse en la parada del tranvía, enfrente de la otra en la que yo esperaba. Seguía mirándome, pero bastaba que dirigiera mis ojos hacia él para que inmediatamente se confundiese y fingiese escrutar la calle para ver si llegaba un tranvía. Ninguna mujer puede permanecer indiferente ante un amor como aquél, y yo, aun estando firmísimamente decidida a no corresponderle nunca, experimentaba a veces por él una especie de compasión. Después, llegaba Gino (o el tranvía, según los días), yo subía al coche o al tranvía y Astarita quedaba en la parada mirando cómo yo me alejaba y desaparecía.

Una de aquellas tardes, cuando volvía a casa a cenar, al entrar en la sala, me encontré con Astarita de pie, sombrero en mano conversando con mi madre. Al verlo en mi casa, el pensamiento de lo que hubiera podido decir a mi madre para convencerla de que interviniese a su favor, me hizo olvidar toda compasión y fui presa de un acceso de verdadera rabia.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

Él me miró y le volvió a la cara aquella expresión convulsa y temblorosa que mostró en el coche cuando íbamos a Viterbo mientras me decía que le gustaba. Pero esta vez, ni siquiera conseguía hablar.

—Este señor dice que te conoce —comenzó mi madre, con aire confidencial—. Quería saludarte...

Por su tono comprendí que Astarita le había hablado precisamente en el sentido que yo me temía, y quién sabe, tal vez hasta le había dado dinero.

—Por favor, tú vete —dije a mi madre.

Ella se asustó por el tono de mi voz, que era casi salvaje, y sin decir palabra salió por la puerta que da a la cocina.

—¿Qué hace usted aquí? Váyase —grité.

Él me miró, pareció mover los labios, pero no llegó a pronunciar palabra. Tenía los ojos hundidos y casi se veía el blanco, y estuve a punto de pensar que de un momento a otro podía caer en un delirio.

—¡Váyase! —repetí con voz fuerte golpeando con el pie el suelo—. Váyase o llamo a la gente, a un amigo nuestro que vive aquí abajo.

Más tarde me he preguntado muchas veces por qué Astarita no me hizo un chantaje por segunda vez amenazándome si no cedía a su deseo con contar a Gino lo sucedido en Viterbo. Ahora podía hacerme chantaje con más probabilidades de éxito que la primera vez, porque realmente me había poseído, había testigos y yo no podía negarlo. Y he llegado a la conclusión de que la primera vez sólo me deseaba y la segunda me amaba además. El amor quiere ser correspondido, y Astarita, amándome, debió sentir toda la insuficiencia de poseerme, como aquel día en Viterbo, muda e inerte, como una muerta. Por otra parte, esta vez estaba decidida a dejar estallar la verdad. Después de todo, si Gino me amaba, debía comprenderme y perdonarme. Mi resolución, desde luego, convenció a Astarita de la inutilidad de un segundo chantaje.

A mi amenaza de llamar a la gente, no contestó. Pero, restregando el sombrero sobre la mesa, inició una retirada hacia la puerta. Cuando llegó al extremo de la mesa, se detuvo, bajó la cabeza y por un momento pareció recogerse como para ir a hablar. Pero cuando levantó de nuevo los ojos hacia mí y movió los labios, pareció como si el ánimo le faltara de nuevo y se quedó mudo mirándome fijamente. Esta segunda mirada me pareció muy larga. Después, con una inclinación de cabeza, salió cerrando tras de sí la puerta.

Fui inmediatamente donde estaba mi madre, a la cocina, y le pregunté con furor:

—¿Qué le has dicho a ese hombre?

—Yo, nada —respondió asustada—. Me ha preguntado qué trabajo hacíamos... Me ha dicho que le gustaría que le hiciera unas camisas.

—Si vas a su casa, te mato —grité.

Me miró atemorizada y respondió:

—¿Quién ha dicho que voy a ir a su casa? Que le haga otra sus camisas.

—¿Y no te ha dicho nada de mí?

—Me ha preguntado cuándo te casabas.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que te casabas en octubre.

—¿Y no te ha dado dinero?

—No. ¿Por qué iba a dármelo? —repuso con fingido estupor—. ¿Es que tenía que darme algo?

Por el tono de su voz, me quedé convencida de que Astarita le había dado dinero. Me acerqué a ella y la cogí por un brazo con violencia.

—Dime la verdad, ¿te ha dado dinero?

—No, no me ha dado nada.

Mantenía la mano en el bolsillo del delantal. Le cogí con fuerza la muñeca y con una violencia terrible hice que saliera del bolsillo, junto a la mano, un billete doblado por la mitad. Aunque yo seguía apretándola, mi madre se inclinó y lo recogió con tanta avidez que de pronto cesó mi furor. Recordé la turbación y la felicidad que había despertado en mi ánimo el dinero de Astarita el día de la excursión a Viterbo y pensé que no tenía derecho a condenar a mi madre porque experimentara los mismos sentimientos y cediera a las mismas tentaciones. Entonces, hubiera deseado no haberle preguntado nada, no haber visto el billete, y me limité a observar con voz normal:

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