La reliquia de Yahveh (5 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—Magnífica exposición señor Winters, le felicito —dijo el Sir, consciente también del desfallecimiento del detective, mientras intentaba esbozar sin éxito una sonrisa de simpatía—. Sabemos que es tarde, pero tengo que mostrarle una última foto. Pertenece a la parte de abajo de la lápida.

John no lo podía creer, aún no daban por finalizada la reunión. Estaba agotado y fastidiado. El gesto que hizo cuando Sir Arthur le tendió la tercera foto le delató, aunque no le importó lo más mínimo.

No obstante, el enfado pasó en cuanto le echó un primer vistazo a la nueva imagen. Su semblante se transfiguró en una clara actitud de sorpresa, también bastante ostensible para los demás contertulios. Ya no controlaba para nada su expresividad.

Lo que John tenía entre sus trémulas manos era una imagen ampliada de la parte inferior de la gran losa de piedra, justo debajo de los tres pares de pies de las diosas de la primera foto. Ahora se distinguía claramente un arcón, acarreado por cuatro soldados egipcios que se ayudaban para ello de dos largas varas. Estas gruesas pértigas pasaban por cuatro argollas situadas, cada una, en las cuatro cortas patas del arca. En la tapa del mueble había dos figuras en extraña postura y las dos parecían disponer de una especie de alas que les nacían de la parte superior de la espalda. Era una imagen casi idéntica a la descripción que da la Biblia de lo que debió ser el Arca de la Alianza, la reliquia más sagrada de judíos y cristianos y uno de los objetos más buscados por arqueólogos y cazadores de tesoros de todos los tiempos.

Harás un Arca de madera de acacia, de dos codos y medio de largo, de codo y medio de ancho, y de codo y medio de alto. La revestirás de oro puro; por dentro y por fuera la revestirás, y le pondrás, por encima, una moldura de oro a todo su alrededor. Fundirás para el Arca cuatro anillas de oro, que pondrás sobre sus cuatro pies; dos anillas en un lado y dos en el otro. Harás también unas barras de madera de acacia, las recubrirás de oro, y las introducirás por las anillas de los lados del Arca para poder llevarla. Las barras estarán siempre en las anillas del Arca, y no se sacarán. Pondrás en el Arca el testimonio que te he de dar. Harás también un propiciatorio de oro puro de dos codos y medio de largo y de codo y medio de ancho. A golpe de martillo modelarás dos querubines de oro en los dos extremos del propiciatorio. Pondrás un querubín en un extremo y otro querubín en el otro, formando cuerpo con el propiciatorio en sus dos extremos. Los querubines tendrán las alas desplegadas en alto, protegiendo con ellas el propiciatorio; y tendrán sus rostros vueltos uno al otro, mirando al propiciatorio. Pondrás éste en la parte superior del Arca, y depositarás en ella el testimonio que te he de dar. Allí me entrevistaré contigo, y desde encima del propiciatorio, entre los dos querubines colocados sobre el Arca del Testimonio, te comunicaré cuanto haya de ordenarte para los hijos de Israel. (Éx 25, 10-22)

—¡No me lo puedo creer! —exclamó John cuando le volvieron las palabras—. ¡Han encontrado el Arca que Yahvéh hizo construir a Moisés para guardar los diez mandamientos! ¡Es increíble!

—No hemos encontrado ningún Arca —le tranquilizó Lord Stanley—, solamente la entrada de esta tumba.

—Pero, ¿quién la está excavando? ¿Dónde está ubicada? —preguntó vehementemente John todavía presa de la euforia.

—No la está explorando nadie…

Lord Stanley hizo una pausa y añadió:

—…aún.

Ahora era Sir Arthur el que intervino en la conversación.

—Esta lápida es evidentemente el sello de entrada de una tumba, y todo apunta a que el faraón enterrado en ella es el Sosaq bíblico, como usted muy bien ha deducido. Y, por lo que parece, hay alguna posibilidad de que la tan preciada Arca yazca con él.

Sir Arthur sacó el papel que hacía un tiempo estaba buscando en su cartera de piel. Parecía un folio normal con un par de líneas impresas.

—El descubrimiento de esta tumba fue hecho hace cuatro o cinco meses por una arqueóloga francesa —Sir Arthur miró el papel que acababa de recuperar—, llamada Marie Mariette. ¿Le suena el nombre señor Winters?

John trató de recordar, era un nombre conocido para él, de eso estaba seguro. La cadena de pensamientos le llevó a Francia, a la época en que se especializaba en egiptología en la Universidad de la Sorbona, en el segundo año, a la clase de arqueología aplicada que impartía una profesora joven.

Sí, claro, cayó de repente. Con ella hizo incluso prácticas de extracción y conservación de yacimientos durante seis o siete meses en la campiña francesa, en unas sepulturas de la etapa romana.

Sí, las imágenes ya se formaban diáfanas en su mente. Era rubia, de pelo largo ligeramente cardado, ojos azules, de complexión atlética y vitalidad inquieta. Poseía un enérgico carácter, tan impulsivo que más parecía una mujer de acción que una sosegada estudiosa del muerto e inmóvil pasado. Era, decididamente, una personalidad demasiado apabullante para los gustos del, por entonces, apocado alumno.

El detective evocó ahora, con una descarga más de memoria, como la profesora Marie estaba orgullosa de ser descendiente de Auguste Mariette, el famoso arqueólogo francés que estaba enterrado bajo el Museo de El Cairo. Antes de mediados del siglo XIX, más que arqueología en Egipto se daba una rapiña sistemática de cualquier descubrimiento antiguo. El doctor Mariette contribuyó a la racionalización de las excavaciones, consiguió preservar el rico pasado del país y logró acabar con las metódicas expoliaciones de sus congéneres europeos.

A pesar de que el Louvre está lleno de piezas descubiertas por él, Mariette era muy consciente de que los tesoros egipcios pertenecían a los egipcios. El arqueólogo participó activamente en la creación, dentro del propio país del Nilo, de lo que luego sería el archiconocido Servicio de Antigüedades Egipcias. Se comenzó así a restringir el comercio y la exportación ilegal de material arqueológico y objetos de arte. Fue el principio del fin del saqueo.

Por eso estaba enterrado en el Museo de El Cairo, los egipcios todavía le veneraban aunque habían pasado la friolera de más de 150 años, y por eso se jactaba Marie Mariette de su apellido, no había ocasión en que no aprovechase para hablar de los méritos y cualidades de su tatarabuelo. Según ella, realmente se convirtió en egiptóloga por este episodio familiar.

John volvió al presente.

—Sí, la conozco —dijo todavía un poco hipnotizado, como el que acaba de bucear en las aguas del pasado—. Fue profesora mía en un yacimiento romano durante unos cuantos meses, era mi época de estudiante en París.

—¿Tuvo mucho trato con ella? —se anticipó Lord Stanley antes de que Sir Arthur pudiese formular su siguiente pregunta.

—No, no demasiado —contestó John—. La relación normal alumno-profesora. Recuerdo que me puso buena nota. No sé, hace casi 10 años de eso.

—Pues parece que ella sí le recuerda —se apresuró a afirmar Sir Arthur antes que Lord Stanley se le adelantara de nuevo—. De la lista de posibles copartícipes en la exploración de la tumba le ha elegido a usted.

A John se le olvidó respirar. ¡No podía creer que fuese tan afortunado! ¡Él, presente en lo que podía ser el descubrimiento del siglo! Era un premio excesivo para sus méritos, hacía años que había abandonado la vida académica, seguro que debía haber decenas, incluso cientos de personas mejor preparadas y capacitadas que él. Se decidió a expresar sus perplejidades.

—Pero yo no estoy lo suficientemente cualificado —protestó totalmente convencido—, hace años que no investigo y no me he reciclado todo lo que debía. Debe haber personas más indicadas que yo para este cometido.

—Sí, la verdad, es cierto, y no se ofenda —advirtió Lord Stanley—, hay bastantes; pero el caso es que, de los posibles egiptólogos anglosajones de nuestra confianza que propusimos a la señorita Mariette, le ha designado a usted. Ella es la única que conoce el emplazamiento de la tumba. Por lo visto, cuando la descubrió, sacó estas tres fotos y la volvió a tapar para una exploración posterior. Ni ella misma era consciente cuando tomó las fotografías de lo que acababa de rescatar del pasado.

Sir Arthur prosiguió con las aclaraciones:

—No todo el personal cualificado de las universidades británicas y americanas iba en esa lista. Considerando la importancia que puede tener este descubrimiento, el gobierno de Su Majestad prefiere incluir en esta expedición a una persona con ciertas características adicionales, y dada su condición de miembro de las fuerzas de seguridad…

John les miró perplejo, el americano se dio cuenta e intervino tan inesperadamente como minutos llevaba sin pronunciar una sola palabra.

—Verá señor Winters —dijo Patrick Allen—, el Arca es algo más que un descubrimiento arqueológico o histórico, forma parte del universo de creencias de dos religiones con millones de seguidores. Al tener tanta carga mística y sentimental podría ser usada fácilmente como arma política o ideológica por cualquier grupo o estado que la controle.

El americano continuó con una voz firme y convincente, más de lo que se suponía viendo su frágil y pálida figura, parecía que las relaciones internacionales eran su ámbito natural.

—La mezcla de militar y experto egiptólogo no se da muy frecuentemente. Usted es lo que más se parece a esta combinación y es la persona elegida por la egiptóloga francesa de la lista que le presentamos. Pero, si quiere saber la verdad, yo, y creo que mis colegas también —añadió el señor Allen mirando a los que llamaba "sus colegas"—, después de la demostración de erudición que nos ha procurado esta tarde, pienso firmemente que es la persona indicada. Y yo era el que más reparos ponía a su elección, lo reconozco.

—Estoy de acuerdo con el señor Allen —corroboró Sir Arthur mientras Lord Stanley afirmaba visiblemente con la cabeza—. Dadas las circunstancias se ha tenido que montar una expedición relámpago, pero creo que usted responderá a las expectativas.

John se preguntaba qué circunstancias y expectativas serían esas; sin embargo, no dijo nada.

—El gobierno egipcio está muy interesado en que La Reliquia, a partir de ahora éste será su nombre en clave —dijo el señor Allen como si tal cosa y como si fuese el personaje de una novela de espías—, salga cuanto antes del país.

—Pero…

El descarnado americano no dejó que John le interrumpiera.

—No es que quieran perder el derecho de propiedad de su patrimonio arqueológico; no obstante, vistas las condiciones de extremada volatilidad política y tensión armada en la zona de Oriente Próximo, preferirían que La Reliquia abandone secretamente y cuanto antes Egipto —declaró volviendo a repetir su ridícula clave—, rumbo a Suiza o a cualquier otro país neutral hasta que puede ser exhibida en el Museo de El Cairo en las mejores condiciones y con garantías, sin riesgo alguno para su integridad.

Sonaba a alocución aprendida de memoria.

—La expedición científica estará dirigida por la señorita Mariette —dictó Patrick Allen—. Al ser ella la única que conoce la ubicación del sitio tiene, hasta cierto punto, la sartén por el mango. El gobierno egipcio ha accedido a ello, pero con algunas restricciones.

Parecía que el americano no se había estudiado tan a fondo su parte de discurso, sacó un arrugado papel del bolsillo y siguió hablando.

—El primer requisito —dijo desdoblando el papel— es que un arqueólogo egipcio codirija la excavación. El elegido es conservador del Museo del Cairo y su nombre es Alí Khalil. ¿Le dice algo ese nombre señor Winters?

John tuvo que tragar saliva antes de poder articular las palabras.

—No, no me es familiar —contestó con un imperceptible tono de voz.

—Bien, no importa —siguió Patrick Allen—, por lo que nosotros sabemos es un investigador profesional; por lo demás, la señorita Mariette también le ha aceptado.

Guardó el papel en el bolsillo, por lo visto ya no lo necesitaba.

—Usted será el tercer codirector de la expedición —dijo Allen sin dar ninguna opción de réplica a John—. Su tarea consistirá, aparte de ayudar a desenterrar lo que allí pudiera hallarse, en poner a salvo La Reliquia y ocuparse de su traslado a Suiza, o al país elegido finalmente, todo en el mayor de los secretos. Parece que el Ministerio del Interior egipcio no se fía mucho de su propio personal.

—Pero —objetó John—, un proyecto así, y máxime si la tumba está intacta, puede durar años.

—No tiene años, ni siquiera meses para sacar a la luz lo que pudiera estar oculto bajo esa piedra —espetó el americano firmemente.

No se podía dudar que el señor Allen pronunciaba unas locuciones un tanto autoritarias.

—No se preocupe —dijo para amortiguar la dureza de su anterior frase—, no le estamos pidiendo que entren allí con un buldózer. Sigan los procedimientos arqueológicos habituales, pero céntrense en el objetivo prioritario.

—¿Y los demás objetos que podamos encontrar? —preguntó John.

—Son secundarios —señaló resuelto Allen en su jerga abiertamente militarista—. Cuando hayan acabado con su trabajo un segundo grupo de arqueólogos investigará la tumba ya con toda tranquilidad y se harán cargo del resto de su contenido. Solamente pueden sacar La Reliquia al exterior, ésa ha sido otra de las condiciones del gobierno egipcio.

Lord Stanley se creyó en la obligación de rebajar un poco el estado de inquietud que habían provocado los rígidos criterios de actuación dictados por Patrick Allen.

—No se alarme señor Winters —dijo sosegadamente—. Será una excavación arqueológica en toda regla y la señorita Mariette, Alí Khalil y usted mismo se ocuparán de que ningún descubrimiento científico o histórico se pierda o resulte dañado. Lo único que ocurre es que no queremos que la noticia de este hallazgo se convierta en vox pópuli antes de que podamos controlar la situación.

—Comprendo —asintió John condescendiente.

—Hasta ahora, y a pesar de que la señorita Mariette no fue precisamente un modelo de discreción cuando se percató de lo que realmente había descubierto, podemos asegurar que el círculo de los que están al corriente de la verdad es lo suficientemente reducido como para no temer ninguna filtración, eventualidad o imprevisto. Podrán trabajar tranquilamente, aunque les rogamos que lo hagan a la máxima velocidad posible por lo que pudiera pasar.

—Créame —intervino Sir Arthur para poner fin a la discusión—, nos ha costado mucho que un científico anglosajón formase parte de esta histórica expedición. Confiamos plenamente en que estará a la altura de las circunstancias.

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