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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (7 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Cuando regresó a Francia una vez terminadas sus vacaciones no dijo nada a nadie, ni siquiera a sus más estrechos colaboradores. Tardó un día entero en preparar una traducción aceptable de las líneas inscritas en la puerta del enterramiento. Sabía quién era Sheshonk, un faraón menor de la fase de caos que siguió a la caída de la Dinastía XX, en el Imperio Nuevo.

Estaba un poco decepcionada, pero sólo un poco. El descubrimiento no era de primera categoría; pese a ello, una tumba íntegra, aunque fuese del supervisor de las cabras del más ínfimo faraón, era todo un acontecimiento arqueológico.

Casi el 99 % de todas las tumbas que se habían encontrado en Egipto durante los dos últimos siglos habían sido previamente saqueadas, algunas varias veces. A pesar de las precauciones que tomaban los faraones para evitar los pillajes, casi siempre los ladrones terminaban siendo más listos que los mejores arquitectos regios. De nada servían los laberintos, las trampas, las maldiciones, los escondites o los asesinatos de los trabajadores que habían participado en la construcción de los retiros mortuorios, la profesión de ladrón de tumbas era tan vieja como las propias sepulturas y bastante lucrativa. Si el descubrimiento salía a la luz antes que una expedición arqueológica estuviese ya asentada sobre el terreno y dispuesta a emprender y vigilar los trabajos, todo desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. Marie había visto como pueblos enteros habían desvalijado yacimientos al más leve indicio de desprotección por parte de los investigadores.

Con todo, para montar una nueva expedición iba a necesitar dos cosas: permisos y fondos, así que obligado era mostrar las fotografías a las personas que podían facilitarle estos trámites. Marie sabía que con las fotos se le abrirían todas las puertas y tampoco estaba preocupada porque le pisaran el hallazgo, sólo ella conocía las coordenadas exactas en el mapa. Aunque, desde luego, nunca imaginó la desmedida expectación que causarían sus fotografías.

Esperó hasta septiembre mientras se empapaba de todo lo relacionado con el faraón Sheshonk y la época histórica en la que le había tocado vivir. Quería ser designada directora del programa de trabajo, no por la fuerza mayor que podía significar el que solamente ella conociese la localización del emplazamiento, sino por sus propios méritos. Por lo demás, hasta septiembre la universidad permanecía tan desierta como el lugar donde había encontrado la tumba.

Iniciado el otoño y siguiendo el cauce habitual, la primera persona que escrutó las fotos fue su jefe de departamento, Leopold Quinet, un distinguido septuagenario y toda una institución en la disciplina.

El profesor Quinet seguía impartiendo clases a pesar de sus muchos años y más achaques. Leo, como todo el mundo le llamaba cariñosamente, en cuanto estudió las imágenes y el informe que le había preparado la arqueóloga, la llamó urgentemente a su despacho. Cuando llegó Marie el anciano estaba mirando el Sena embelesado.

Desde luego, Marie sabía que el faraón Sheshonk era el Sosaq o Sisaq bíblico, también sabía que había guerreado con el reino de Israel, incluso que había entrado en Jerusalén y saqueado la ciudad, lo que desconocía totalmente es que este personaje histórico en concreto podía haber sido el que se llevó de Jerusalén el Arca de la Alianza, el oráculo por el que Yahvéh hablaba a los judíos y donde estaban guardados los objetos más preciados de los tiempos en los que Moisés rescató a los israelitas, esclavos en Egipto, y los condujo a la tierra prometida.

Leo tampoco lo sabía, pero lo imaginó enseguida. Puso a Marie al corriente de la importancia de su piedra y le hizo ver que los bajorrelieves inferiores, a los que ella no había otorgado ninguna trascendencia, coincidían bastante bien con la imagen de unos soldados llevándose un arcón muy similar al descrito con toda exactitud en el libro sagrado.

No había que lanzar las campanas al vuelo, pero el asunto parecía lo suficientemente importante como para guardar el más absoluto sigilo hasta que Leo hiciese unas cuantas llamadas. Por supuesto, Leo preguntó a Marie sobre el emplazamiento de la tumba, pero ésta, testaruda y obstinada, no lo reveló. Ahora, más que nunca, quería ser ella la que excavase el yacimiento, le había tocado la lotería de los arqueólogos.

A partir de entonces vinieron interminables reuniones con miembros del gobierno francés y de la embajada egipcia. Leo siguió con su suave vida y apareció el señor Legentil. El burócrata quería asegurarse de que la Universidad de París tuviese un destacado papel en todo este asunto, la publicidad es la mejor recaudadora de fondos, pero incluso él se vio superado por los acontecimientos.

La Universidad se demostró irrelevante e insignificante en una cuestión que había llegado a sacudir las más altas esferas políticas, aunque Marie desconocía en qué manera lo había hecho. Legentil había pasado de simple ejecutivo de la Universidad a alto funcionario del Estado, y solamente por hacer de cordón umbilical entre Marie y el gobierno galo.

Le habían insistido en que todo debía estar bajo el más estricto secreto; sin embargo, la arqueóloga no hacía más que ver caras nuevas en los ya fastidiosos encuentros.

Pese a todas las presiones, Marie se había afirmado en sus condiciones. Ella sería la directora del proyecto y ella elegiría a los codirectores de la excavación, aunque había admitido algunos requisitos impuestos por la administración francesa. Uno de ellos fue que tendría que seleccionar forzosamente a los dos codirectores de la delegación científica entre los nombres incluidos en una lista cerrada que se le presentaría oportunamente. Otra exigencia era que uno de ellos debía ser, ineludiblemente, de nacionalidad egipcia. Aceptó.

Cuando le enseñaron el listado, comprobó estupefacta que no conocía a nadie de los supuestos egiptólogos profesionales que iban a acompañarla en tan delicada misión. No podía creerlo, de hecho estuvo a punto de romper la hoja y montar en cólera ante tamaño despropósito. Sin embargo, sus ojos se posaron en un nombre conocido, el de John Winters. Había sido alumno suyo y lo recordaba como un chico tímido con unas excelentes dotes como arqueólogo. Se guardó la lista y les dijo a los presentes que les daría el nombre de los elegidos al día siguiente. Ante el asombro y estupefacción de todos, se levantó y se fue de la reunión antes que nadie pudiese detenerla.

Su siguiente paso fue buscar en Internet cualquier referencia de los supuestos investigadores mencionados en la lista. Fuera de los nombres patentemente egipcios, casi todos los apellidos eran británicos o norteamericanos, ninguno francés, italiano, español o alemán.

Encontró muy pocas entradas de cada uno de ellos. Algún artículo menor en revistas especializadas, alguna excavación arqueológica en zonas bastante alejadas de Egipto y alguna mención esporádica en anuarios de universidades de segunda fila. Por si fuera poco, todas las alusiones tenían fechas bastante antiguas.

Marie ya se imaginaba con qué tipo de compañeros se las iba a tener que arreglar y no le gustaba nada.

Metió en el buscador el nombre de su antiguo alumno: John Winters. Ya se había ocupado de revisar su ficha de estudiante en los ordenadores de la Universidad de

París, había cursado sus primeros estudios en Oxford y era lingüista e historiador, especializado en egiptología y en excavación y conservación de yacimientos en París. Había encontrado también su foto, ahora lo recordaba claramente, un chico de mediana estatura, de pelo negro, con unos ojos muy inteligentes, aunque algo retraído y esquivo, evitaba siempre mirar a la cara de su interlocutor cuando hablaba con alguien.

Aparecieron más de 20 referencias en el monitor. Parece que su pupilo John Winters sí había estado en Egipto y sí tenía experiencia como codirector de excavaciones, aunque tampoco demasiada. Encontró otra entrada que le llamó la atención, enlazaba con una página que hacía referencia a unos juzgados de Londres. Aparecía el nombre de John como testigo en una causa de tráfico de antigüedades, parece que de egiptólogo había pasado a policía. Eso confirmó las sospechas de Marie sobre la verdadera naturaleza de los integrantes del listado que le habían proporcionado. Serían todos espías, militares o miembros de oscuros departamentos adscritos a la seguridad.

Pensó que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer y subrayó el nombre de Winters.

Después le tocó el turno a los egipcios. De la mayoría no había ni mención en Internet, de otros encontraba su nombre en la plantilla de incomprensibles organismos y corporaciones del gobierno egipcio. Todo muy desalentador, pero había un apellido que se acercaba un poco a lo que Marie estaba buscando, un conservador del Museo de El Cairo con experiencia en trabajo de campo, respondía al nombre de Alí Khalil. Él sería el segundo elegido.

Marie evocaba esos frenéticos días previos mientras caminaba despacio en dirección a la Place des Vosges, hasta el edificio donde Henri Legentil tenía su despacho. Estaba en pleno Marais, bastante cerca del Centro Pompidou, por eso había decidido ir andando. El barrio de El Marais era llamado así porque en su origen había sido una antigua marisma que luego fue desecada para poder construir los señoriales edificios que ahora ostentaba en sus calles.

Desde que se levantó del cómodo banco desde donde contemplaba el imaginario cambio de turno del astillero, la ya cuarentona Marie había ido rememorado todo lo que le había sucedido en los meses anteriores. El invierno empezaba a mostrarse cada vez más audaz en sus acometidas de estos últimos días, pero eso la ponía de buen humor porque quería decir que muy pronto volvería a Egipto ya que empezaba la temporada de excavaciones, quizá en la que sería una de sus últimas oportunidades para desempolvar y resucitar del pasado algo verdaderamente importante, algo que le acercase a la imponente altura desde la que le estaba vigilando su admirado tatarabuelo Auguste.

Ésta era, se suponía, la última reunión que tendría, y ni siquiera se la habían impuesto, no era obligatoria, asistía a ella por inercia. Por inercia y porque las razones que le dio su futuro interlocutor le parecieron lo bastante sugestivas como para aceptar. Quería hablar del Arca, sólo del Arca, le había asegurado por teléfono. Parecía que, por fin, iba a conversar con un verdadero historiador y no con insulsos burócratas a los que sólo les importaba cumplir los objetivos de unos planes concebidos por otros funcionarios todavía más anodinos que ellos. Únicamente por eso había aprobado el encuentro.

Después de un paseo de 20 minutos, Marie llegó a una plaza de simetría perfecta y entró en un edificio que, por su aspecto exterior, nadie podría decir que pertenecía a los servicios centrales de la Universidad de París. El encuentro lo había preparado, como ya era habitual en los últimos meses, el ineludible Legentil. Marie prácticamente no podía dar un paso sin contar antes con él, había sido avisada de que las subvenciones y permisos corrían grave peligro si mostraba excesiva capacidad de iniciativa, por decirlo de algún modo. Su colega, el viejo Leo, había desaparecido del mapa y a ella le habían eximido de impartir sus acostumbradas clases y cursos universitarios.

El traje de Legentil, tremendamente llamativo, salió a recibir a Marie, dentro iba el servil oficinista.

—Buenas tardes señorita Marie.

Marie odiaba cuando se dirigían a ella con el apelativo de "señorita". Implícitamente, el término le recordaba que ya tenía 40 años y que todavía no se había casado, ni siquiera había tenido pareja estable por más de un par de años. Sus continuas idas y venidas acababan con la paciencia de cualquier compañero sentimental con vocación de permanencia. No estaba arrepentida de la forma en que había encarado la vida, aunque cada vez pensaba más frecuentemente en ello, signo de que algo estaba minando sus, hasta ahora, firmes convicciones existenciales.

—Buenas tardes señor Le Gentil.

Marie hacía una ostensible pausa entre el "Le" y el "Gentil" para fastidiarle, aunque el contable nunca se permitía darse por aludido.

Estaban en una especie de recibidor que hacía de puente, foso y empalizada con secretaria de un largo pasillo con despachos a los lados. Legentil siempre procuraba concertar las reuniones del asunto "Mariette", era el nombre con el que había archivado este trabajo específico en su cerebro, por la tarde, cuando ya no quedaba casi nadie en la planta. Hoy además era domingo por lo que el sitio estaba desierto. El funcionario tampoco debería trabajar hoy; además, nunca iba a reclamar a nadie estas horas de trabajo extra. Legentil era de los que sacrifican el presente en el altar de las recompensas futuras.

La joven secretaria se estaba marchando en este mismo momento, con algo de precipitación mal disimulada, por lo visto para ella tampoco había domingos con su despótico jefe. Marie empezó a pensar que Legentil debía ser un verdadero tirano para sus subordinados. A pesar de hacer venir a la administrativa a trabajar en un día festivo, parecía que Legentil le había ordenado que se esfumase en cuanto apareciesen los invitados de su reunión vespertina. Todo lo oscuro se planea en la oscuridad.

—Bien señorita M… —empezó a articular Legentil.

—Llámeme Marie —cortó tajante—, ya llevamos muchas reuniones, podemos olvidarnos un poco de tanto formalismo. ¿No cree Henri?

Enunció la última pregunta con el tono más dulce y familiar que fue capaz de componer su faringe, pero Legentil no atendía nunca ni a inflexiones cortantes ni a matices delicados. Como él no los usaba no podía entender por qué lo hacían los demás. Para Legentil toda modulación de la voz en una conversación de negocios era absolutamente superflua.

—Desde luego, como quiera —dijo neutro.

—¿Ha llegado ya mi contendiente? —preguntó Marie.

—¿Su contendiente? —preguntó Legentil que, aunque había entendido perfectamente la ironía, siempre se proclamaba tan confundido en estos casos de doble sentido que sus interlocutores renunciaban a hacer cualquier juego de palabras mientras él estuviese presente.

—Sí, mi contrincante dialéctico —aclaró pacientemente Marie.

—El señor Carlo María Manfredi todavía no ha llegado.

Legentil miró el reloj, aunque Marie estaba segura de que sabía de sobra la hora que era

—Todavía faltan 10 minutos —dijo tranquilo. —Bueno, esperaremos.

Marie tomó asiento en una silla de la antesala.

—Dígame Henri —interpeló la egiptóloga—. ¿Quién es exactamente la persona con la que voy a reunirme? Por teléfono no me ha dicho gran cosa, solamente que quería hablar del Arca como objeto histórico.

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