En 1998 el planeta se hunde lentamente en una profunda crisis política, económica y ecológica. En Cambridge, John Renfrew intenta un experimento científico de inmenso alcance: utilizar taquiones para enviar un mensaje al pasado y advertir a los científicos de los años sesenta de los graves problemas que el futuro nos depara.
En 1962, al otro lado del Atlántico y del tiempo, en la Universidad de La Jolla, el joven profesor Gordon Bernstein capta unas extrañas interferencias en sus experimentos de resonancia nuclear. ¿Puede tratarse de un mensaje? ¿De quién? ¿Por qué?
Ambos hombres, separados por el tiempo y el océano, deberán luchar, cada uno por su lado, contra la incomprensión, contra los problemas materiales e, incluso, contra sus propios prejuicios. Pero ambos están jugando con el tiempo, dimensión enigmática, cuyo desarrollo es siempre una incógnita…
Benford, conocido científico y reputado escritor, es uno de los mejores autores de la moderna ciencia ficción. "Cronopaisaje" es su obra maestra, una gran novela que obtuvo el preimo Nebula de 1980 y, también, el premio de la ciencia ficción británica, el premio Ditmar en Australia y el John W. Campbell Memorial. En libro ameno y sugerente que se ha convertido ya en un hito de gran importancia en la historia de la ciencia ficción.
Gregory Benford
Cronopaisaje
ePUB v1.0
elchamaco30.08.12
Título original:
Timescape
Gregory Benford, 1980.
Traducción: Domingo Santos
Diseño/retoque portada: elchamaco
Editor original: elchamaco (v1.0)
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Recuerda sonreír mucho, pensó John Renfrew malhumoradamente. Eso parecía gustarle a la gente. Nunca se preguntaban por qué estabas sonriendo, sin importar lo que se dijera. Era una especie de signo general de buena voluntad, supuso, uno de esos trucos que él nunca llegaría a dominar.
—Papi, mira…
—¡Maldita sea, fíjate en lo que haces! —gritó Renfrew—. Quita ese periódico de mi porridge, ¿quieres? Marjorie, ¿qué están haciendo los malditos perros en la cocina mientras desayunamos?
Tres figuras en animación suspendida lo miraron. Marjorie, volviéndose de la cocina con una espátula en la mano. Nicky, alzando una cuchara hacia una boca que formaba una O de sorpresa. Johnny, a su lado, tendiéndole un periódico escolar, su rostro empezando a ensombrecerse. Renfrew supo lo que estaba pasando por la cabeza de su mujer. John tiene que estar realmente preocupado. Nunca se irrita de ese modo.
Era cierto, nunca se irritaba así. Era otro lujo que no podía permitirse.
La fotografía cobró movimiento. Marjorie avanzó bruscamente, sacando con los pies a los protestantes perros por la puerta trasera. Nicky hundió la cabeza entre los hombros y se puso a estudiar su plato de cereales. Luego Marjorie condujo a Johnny a su sitio en la mesa. Renfrew inspiró profunda y ruidosamente y dio un mordisco a su tostada.
—No molestes a papá hoy, Johnny. Tiene una reunión muy importante esta mañana. Un sumiso asentimiento con la cabeza.
—Lo siento, papi.
Papi. Todos ellos le llamaban papi. No papá, como el padre de Renfrew había exigido que él le llamara. Ese era un nombre para padres con manos callosas, que trabajaban con casco.
Renfrew miró malhumoradamente en torno a la mesa. A veces se sentía fuera de lugar aquí, en su propia cocina. Y sin embargo aquél era su hijo, sentado allí con la chaqueta de la escuela Perse, hablando con su clara voz característica de la clase superior. Renfrew recordaba la confusa mezcla de desprecio y envidia que había sentido hacia tales chicos cuando tenía la edad de Johnny. A veces miraba casualmente a Johnny y el recuerdo de esos tiempos volvía a él. Entonces Renfrew esperaba encontrar aquella misma familiar indiferencia bien educada en el rostro de su hijo… y se emocionaba al descubrir, en vez de ella, admiración.
—Soy yo quien tiene que pedir perdón, muchacho. No tenía intención de gritarte así. Tu madre tiene razón, hoy estoy un poco preocupado. ¿Qué es eso que querías mostrarme, eh?
—Bueno, se trata de ese concurso para premiar al mejor artículo… —empezó tímidamente Johnny—, sobre cómo los chicos de la escuela pueden ayudar a limpiar el entorno y lo demás y ahorrar energía y todas esas cosas. Me gustaría que lo vieras antes de entregarlo.
Renfrew se mordió el labio.
—No tengo tiempo hoy, Johnny. ¿Cuándo tienes que entregarlo? Intentaré leerlo esta noche sí puedo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Gracias, papi. Lo dejaré aquí. Ya sé que estás haciendo un trabajo terriblemente importante. El profesor de inglés así lo dijo.
—Oh. ¿Lo hizo? ¿Qué es lo que dijo?
—Bueno, realmente… —El muchacho vaciló—. Dijo que fueron los científicos quienes nos metieron en ese tremendo lío, y que si hay alguien que puede llegar a sacarnos alguna vez de él, sólo son ellos.
—No es el primero en decir eso, Johnny. Eso es un truismo.
—¿Truismo? ¿Qué es un truismo, papi?
—Mi señorita de sociales dice precisamente lo contrario —intervino de pronto Nicky—. Dice que los científicos ya han causado bastantes problemas. Dice que Dios es el único que podría sacarnos de esto, y que probablemente no querrá hacerlo.
—Oh, Señor, otra profeta de la fatalidad. Bueno, supongo que es mejor que los primitivos y todas sus tonterías de la vuelta-a-la-edad-de-las-cavernas. Excepto que los profetas de la fatalidad se quedan por los alrededores y nos deprimen a todos.
—La señorita Crenshaw dice que los primitivos tampoco escaparán al juicio de Dios, por muy rápido que corran —dijo Nicky con acento definitivo.
—Marjorie, ¿qué es lo que está ocurriendo en esa escuela? No quiero que le llenen a Nicky la cabeza con esas ideas. La mujer parece más bien desequilibrada. Háblale de ello a la directora.
—Dudo que eso sirva de mucho —respondió Marjorie tranquilamente—. Hay muchos más «profetas de la fatalidad», como tú los llamas, por estos lugares en nuestros días de lo que puedes llegarte a imaginar.
—La señorita Crenshaw dice que lo que deberíamos hacer es simplemente rezar —prosiguió Nicky obstinadamente—. La señorita Crenshaw dice que se trata de un juicio. Y probablemente del fin del mundo.
—Bueno, todo eso son sólo tonterías, querido —dijo Marjorie—. ¿Qué conseguiríamos simplemente sentándonos y poniéndonos a rezar? Hay que enfrentarse a las cosas. Hablando de lo cual, muchachos, será mejor que empecéis a moveros o llegaréis tarde al colegio.
—La señorita Crenshaw dice: «Tened en cuenta los linos del campo» —murmuró Nicky mientras abandonaba la estancia.
—Bueno, yo no soy ningún maldito lirio del campo —dijo Renfrew, echando su silla hacia atrás y levantándose—, así que será mejor que me vaya a mi trabajo un día más.
—¿Dejándome que yo me ocupe de todo? —sonrió Marjorie—. Es la única forma, ¿no? Aquí está tu almuerzo. Esta semana tampoco hay carne, pero conseguí un poco de queso en la granja y conseguí también unas cuantas zanahorias tempranas. Creo que este año tendremos algunas patatas. Te gustarían, ¿no? —Se puso de puntillas y le besó—. Espero que esa entrevista vaya bien.
—Gracias, amor. —Sintió de nuevo aquella vieja sensación familiar que estrujaba su corazón. Tenía que conseguir esa subvención. Había invertido enormes sumas de tiempo y cavilaciones en aquel proyecto. Tenía que lograr el equipo. Al menos, tenía que intentarlo.
Renfrew abandonó la casa y montó en su bicicleta. Se había desprendido ya de su caparazón de padre de familia, ahora sus pensamientos estaban dirigidos al laboratorio, a las instrucciones dianas a los técnicos, a la inminente entrevista con Peterson.
Empezó a pedalear, abandonando Grantchester y rodeando Cambridge. Había llovido durante la noche. Una ligera bruma colgaba baja por encima de los arados campos, suavizando la luz. Gotas de rocío salpicaban las nuevas hojas verdes de los árboles. La humedad brillaba en la alfombra de campánulas que cubrían los prados. La carretera seguía en aquel lugar el curso de un pequeño riachuelo flanqueado de alisos y ortigas. En la superficie del riachuelo podía ver las pequeñas olas formadas por los escarabajos de agua con sus patas parecidas a remos. Los ranúnculos florecían dorados a lo largo de las orillas, y enormes y blandas candelillas colgaban de los sauces. Era una fresca mañana de abril, el tipo de mañana que siempre le había gustado cuando era un muchacho en el Yorkshire, mientras observaba la bruma disiparse sobre los marjales al pálido sol matutino y las liebres salían huyendo al acercarse él. El camino que estaba recorriendo con la bicicleta se había hundido profundamente con los años, y su cabeza estaba casi al nivel de las raíces de los árboles a ambos lados. El olor a tierra mojada y a hierba empapada por la lluvia llegaba hasta él, mezclado con el ácido y penetrante olor del humo de carbón.
Un hombre y una mujer lo miraron indiferentemente cuando pedaleó junto a ellos.
Estaban apoyados con indolencia en una medio derrumbada valla de madera. Renfrew hizo una mueca. Cada vez llegaban más intrusos a aquella zona, pensando que Cambridge era una ciudad rica. A su derecha estaban las ruinas de una vieja granja. La semana pasada las bostezantes y negras ventanas habían sido cubiertas con papeles de periódicos, cartones y trapos. Era sorprendente que los intrusos hubieran tardado tanto en descubrir aquel lugar.
El último tramo de su trayecto, cortando camino a través de los suburbios de Cambridge, era el peor. Era difícil circular por las calles, con coches abandonados aparcados por todas partes. Se había establecido un programa nacional para reciclarlos, pero todo lo que había visto Renfrew de aquel programa era un montón de charlas por la televisión. Se abrió camino por entre los coches, que parecían escarabajos sin ojos y sin patas, desprovistos de todas sus partes recuperables. Había estudiantes viviendo en algunos de ellos. Soñolientos rostros se volvieron tras los parabrisas para observarle mientras cruzaba por su lado.
Frente al Cavendish, aparcó su bicicleta junto a las demás y la ató. Observó que había un coche en el aparcamiento. ¿Era posible que aquel tipo, Peterson, hubiera llegado tan pronto? Ni siquiera eran las ocho y media. Subió apresuradamente las escaleras y cruzó la entrada y el vestíbulo.
Para Renfrew, el actual complejo de tres edificios era completamente anónimo. El Cavendish original, donde Rutherford había descubierto el núcleo atómico, era un viejo edificio de ladrillo en el centro de Cambridge, un museo. Desde la calle Madingley, a doscientos metros de distancia, aquel lugar podía ser tomado fácilmente por la sede central de una compañía de seguros o una fábrica o un complejo de oficinas. Cuando se había inaugurado a principios de los años setenta, el «nuevo Cav» era inmaculado, pintado con colores armoniosos, con moqueta en la biblioteca y estanterías bien clasificadas. Ahora los corredores estaban pobremente iluminados y muchos laboratorios completamente vacíos, despojados de todo su equipo. Renfrew se dirigió directamente a su propio laboratorio, en el edificio Mott.
—Buenos días, doctor Renfrew.
—Oh, buenos días, Jason. ¿Ha llegado alguien?
—Bueno, George vino a poner en marcha las bombas cebadoras, pero…
—No, no, me refiero a un visitante. Estoy esperando a un tipo de Londres. Su nombre es Peterson.