La reina oculta (35 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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—Tenemos dos opciones —les dijo Renard a sus camaradas.— Una es que yo pueda acceder a la parte alta de la fortaleza cuando los caballeros estéis en combate y ella esté sola...

—¿Cómo lograréis que os dejen subir? —quiso saber Isarn.

—Hay que inventar una buena excusa. Quizá un mensaje para la Dama Loba...

—Lo veo difícil; vuestro mal occitano que suena a oíl os hará sospechoso.

—Entonces, en la próxima cena en que vos estéis arriba, quizá podamos nosotros acceder a la parte superior diciéndoles a los guardas que traemos un recado urgente para vos...

—Eso está mejor —rumió Isarn,— pero hay que elaborarlo bien. Debemos apartarla de Guillermo y de Hugo; son excelentes guerreros y siempre están a su lado.

—Y hay que pensar en cómo poder salir de la fortaleza escondiendo una cabeza.

—Será difícil si alguien da la alarma —repuso el faidit.— Si lo hiciéramos durante el sueño, quizá nadie lo advirtiera...

—Eso es aún más complicado —dijo Renard.

Los tres se miraron interrogantes.

—Pero no os preocupéis —el ribaldo sonreía guasón para infundir confianza a sus socios.— Os aseguro que encontraremos el medio. El hambre agudiza el ingenio y sólo así saldremos de la miseria.

Guillermo pasó, junto a Hugo, a ser uno de los caballeros más requeridos en las sesiones de la corte de la Fin'Amor de la Dama Grial, donde ellas juzgaban a los varones según sus méritos galantes.

De poco le valían allí al franco sus dotes guerreras, ya que las damas ponían a prueba no sólo los valores poéticos o musicales de los gentilhombres, sino también su actitud frente al amor e ingenio.

—Decidme, Guillermo —interrogaba la Loba con su sonrisa picara,— ¿qué preferís del cuerpo femenino, la parte superior o la inferior?

Aunque ya empezaba a habituarse a esos trances, el de Montmorency no era aún diestro con la lengua de oc y sufría con los juegos de dobles sentidos y con las sutilezas que ese tipo de preguntas escondían.

—El hereje Androcio —respondió tragando saliva y queriendo ser prudente— creía que la parte superior de las mujeres era obra de Dios y la inferior, del diablo. Debiera, pues, escoger la de arriba.

Unas risitas discretas, que mostraban decepción, acompañaron la respuesta.

—Y vos, Hugo, ¿qué parte preferís?

—Yo pienso como el trovador Mir Bernat de Carcasona —repuso,— la parte superior es para el amor puro y la inferior, para el amor natural.

—Sí, y sabemos que él prefería la segunda —cortó la Loba entre las risas del resto de señoras.— Pero, decidnos, ¿qué escogéis vos?

—Depende de la dama.

Más risas celebraron la ambigua respuesta.

—Os queréis escapar, no vale —intervino una joven damisela que, para indignación de Bruna, acosaba a Hugo todo el tiempo con la mirada.— Pensad en una dama que améis de verdad.

—Entonces, dependerá del momento. Hay momentos para Dios y otros para...

Las damas se alborotaron alegres entre grititos de fingido pudor.

—Y de mí, ¿qué parte escogeríais? —preguntó la Loba sonriendo desafiante.

—¿De vos, señora? —balbució divertido, simulando aturullo.— Es que vos sois especial...

—¿Especial?

—Sí, todas vuestras partes son obra de Dios. Imposible escoger entre perfecciones.

La Loba soltó una carcajada.

—Y vos, señor de Mataplana —repuso complacida,— sois, como vuestro padre, un pillo peligroso. Es tan difícil atraparos como haceros callar.

—Y decidme, Guillermo —intervino otra joven señora volviendo a la carga,— si una dama oprime la mano de un caballero con la suya, pisa el pie de otro riéndose y mira picara a un tercero, ¿de cuál creéis que está enamorada?

El franco volvió a tragar saliva mientras pensaba con rapidez. Esta vez quería ser más sutil en su respuesta.

Y así volaban los días en que no se combatía, con trovas, coqueteos, juegos de palabras y risas. Era el gozo del joy.

Aquel mismo día, Renard le comunicó a Isarn que con lo obtenido del reparto del botín de las incursiones había conseguido comprar a un par de criados.

—En la próxima salida contra los cruzados, vos iréis con los caballeros —le dijo al faidit.— Pero Pellet alegará estar enfermo para quedarse conmigo. Yo subiré, haré el trabajo y desde arriba lanzaré un saco con nuestro trofeo. Pellet, lo recogerá al pie de los muros.

Isarn hizo varias preguntas hasta quedar satisfecho de la solidez del complot.

—Es un buen plan —convino.— Cuando la tengáis, salid aprisa, antes de que los caballeros regresemos. Id a la posada de El Gallo Cantarín y allí nos encontraremos.

Los días que pasamos en aquel reino del Joy, de la Dama Loba, señora del Grial, fueron muy hermosos. Pero yo sentía que aquel mundo era irreal y que su fin estaba próximo. Pero aún más lo estaba nuestra partida. Mis caballeros, una vez satisfecha su ansia guerrera, deseaban continuar la búsqueda. El franco fue el primero en abordar el tema.

—Hugo —le interpeló Guillermo en un momento en que nos encontrábamos los tres solos en aquella estancia de ventanales colgados sobre el vacío que compartíamos con Miraval y otros visitantes nobles,— hace días que nos debéis una explicación.

El de Mataplana se le quedó mirando interrogante.

—No os la pedí antes porque quise probar mi valía con las armas y mi fidelidad a mi dama. Pienso que he cumplido y que ahora debéis considerarme como igual —hablaba sereno, digno, sin arrogancia.— Sois caballero de esa misteriosa Orden de Sión y tenéis acceso privilegiado al rey de Aragón. Sin duda, vuestro disfraz de juglar oculta un hábil agente del monarca, un espía —continuó el de Montmorency.— ¿Qué escondéis en esta historia? ¿Qué os dijo Peyre Roger sobre la carga de la séptima mula? ¿Cuál es vuestro interés por ella?

Hugo le contempló unos instantes pensativo y después, antes de responder, buscó mi mirada.

—De acuerdo —admitió,— os habéis ganado una respuesta, pero antes se la debo a mi dama y a ella se la dirijo.

Y pasó a relatar que su misión como caballero de la Orden era asegurar la custodia de los documentos y que ésta era independiente del servicio que le debía a su Rey. Fue entonces cuando les explicó lo averiguado y el engaño usado por el arzobispo de Narbona para apoderarse de la «herencia del diablo».

—¿Y por qué quiere los documentos?

—Lo desconozco —repuso Hugo,— pero, sin duda, actúa en contra de los designios de la hermandad de Sión.

—¿De qué tratan esos documentos? —preguntó Guillermo.

—No lo sé.

—¿Cómo no lo vais a saber si se supone debéis protegerlos?

—Y vos, ¿por qué ignoráis el contenido de vuestra búsqueda?

—Porque el abad del Císter no me lo quiso confiar.

—Estamos igual.

Ambos se miraron tensos.

—Y decidme, Hugo, ¿cuáles son vuestros propósitos? ¿Qué vais a hacer ahora? —le interrogó el de Montmorency.

—Quiero recuperar los documentos.

—¿Para qué?

—Para entregarlos a quien debe tenerlos.

—¿El rey de Aragón?

—¿Qué os hace suponer eso?

—Demasiados de sus vasallos sois caballeros de Sión.

—Ésa es una Orden secreta; además, el conde de Tolosa, caballero de Sión, fue enemigo de Aragón durante muchos años. Tampoco tiene por qué obedecer al Rey el arzobispo de Narbona. Narbona no es feudo aragonés y se ha sometido a los cruzados.

—¿A quién se los daríais?

—No os importa. En cambio, sé bien que con vos su destino sería el abad del Císter. ¿No era ésa vuestra misión?

—Lo era antes —repuso pensativo Guillermo,— pero ahora sólo quiero saber qué contienen. ¿Qué secreto justifica una cruzada? ¿Qué merece la muerte de tantos, ya sean católicos, judíos o herejes? Después decidiré.

—Noble curiosidad —comentó Hugo escéptico, pero, en todo caso, ambos los queremos. Tenemos otro motivo que nos enfrenta.

—Pero hay uno que os une —interrumpí—; ambos sois mis caballeros y habéis jurado protegerme.

Me miraron como si se sorprendieran de que estuviera ahí. Pensé que tan enzarzados estaban en su disputa que se habían olvidado por completo de mi presencia.

—Es cierto —admitió Hugo— y, aunque por un tiempo deba aceptar a ese cruzado, lo haré porque mejora vuestra seguridad, pero cuando llegue el momento, de los dos quedará sólo uno y ése espero ser yo.

—Lo mismo digo —concurrió el de Montmorency.

—Y vos, señora —inquirió Hugo,— ¿cuáles son vuestros deseos?

Me quedé pensando. Mis deseos. ¿Podía desear que las últimas semanas fueran sólo una pesadilla, que mi familia aún viviera, que jamás hubiera habido una cruzada? No, ésos eran deseos imposibles; el tiempo no vuelve atrás. Y ahora, ¿qué me estaba permitido desear?

—También quiero saber cuál es la causa de esa matanza —repuse al fin.— Necesito comprender. Pero aún más deseo estar con ambos; sois ahora mi única familia.

Los dos jóvenes se midieron de nuevo con la mirada. Después, Hugo hizo un gesto afirmativo y Guillermo le correspondió.

—Contad conmigo, señora —dijo éste.— Mientras me quede una sola gota de sangre en las venas, nada ni nadie os dañará.

—Mi vida os pertenece —afirmó Hugo.— Y ya que todos deseamos lo mismo, propongo que mañana partamos hacia Narbona para arrebatar, como sea, al arzobispo esos documentos.

Los demás estuvimos de acuerdo.

72

«E cela ost jutgero mot eretge arder e mota bela eretga ins en lo foc giter.»

[(«Y esa hueste a mucho hereje a arder condenó y a muchas nobles herejes al fuego arrojó.»)]

Cantar de la cruzada, I-14

A la mañana siguiente, amaneciendo, los dos caballeros y su singular escudero salieron de Cabaret rumbo a Narbona.

Mientras trotaban por los desfiladeros del río, las señales de los vigías en las rocas les acompañaban indicando que el paso estaba libre, sin peligros. Cuando el camino se estrechaba, el de Mataplana, familiarizado con la ruta, se ponía al frente.

—Decidme, Hugo —inquirió Bruna en un momento en el que el ancho de la vía permitía cabalgar a su lado,— ¿qué hubiera ocurrido con el Joy si Guillermo o vos hubierais muerto en alguna de esas escaramuzas contra los cruzados?

—Que en lugar de una tensó, se cantaría un plany —repuso éste.— Se hubiera llorado en honor a los muertos, pero después alguien habría traído un estribillo pícaro, sarcástico o amoroso para que los instrumentos sonaran de nuevo alegres.

Al salir de los desfiladeros protegidos por los de Cabaret, Guillermo tomó la primera posición, ya que, de acontecer algún peligro, éste vendría de los cruzados. Llevaba su escudo colgado de la montura con el ruiseñor cubierto con un cuero, puesto que la enseña era ya demasiado popular entre sus camaradas del negotium pacis et fidei.

Había algo inquietante en el aire de aquella mañana tranquila de verano y el recorrido hasta la posada de El Gallo Cantarín estaba desierto. Lo primero que notaron fue el olor a quemado y después, cuando el camino salió de la arboleda, vieron en un prado situado a poca distancia de los edificios una pira rodeada de varios grupos de gentes. En el centro, atados en dos postes verticales, espalda contra espalda, estaban dos hombres barbudos y dos mujeres, una joven y otra de mediana edad. Los cuatro vestían una especie de hábito gris y se ceñían con una cuerda anudada semejante a la que Domingo y su socium portaban. El humo salía de la leña apilada a sus pies y pronto algunas llamas aparecieron a su alrededor. Los condenados murmuraban un padrenuestro a coro mientras media docena de frailes cistercienses, enarbolando largas cruces, cantaban el Dies irae.

Sin bajar de sus caballos, Bruna y los suyos contemplaron compungidos la escena.

Una cincuentena de soldados junto a diez caballeros cruzados presenciaban la ejecución, y aunque Guillermo reconoció a la mayoría, en lugar de acercarse a saludar, lo hizo a distancia. También había un buen grupo de lugareños, entre los que se encontraban el posadero, su familia y empleados que asistían con expresión asustada a la escena. La humareda se hizo más densa conforme las llamas crecían; sin duda habían puesto leña verde y Bruna rezó para que aquellos infelices murieran antes asfixiados que quemados.

Sin embargo, las llamas crecían inexorablemente, los reos continuaban con sus rezos a pesar de las toses y los frailes iban aumentando el volumen de su canto en una aparente sincronía con el fuego.

Unos soldados con largas pértigas se encargaban de animar la hoguera y las llamas crepitaron, salvajes, en medio del humo. Bruna quiso irse de allí, no ver aquel suplicio, pero, al igual que a sus compañeros, una malsana fascinación le impedía moverse. Cuando las llamas alcanzaron a los reos, el más joven se puso a gritar, mientras que las mujeres gemían intentando acompañar el rezo del anciano, de barbas blancas, que musitaba aún sus oraciones mirando al cielo. En poco tiempo, cabellos, barbas y cuerpos eran fuego, aquellos gritos espeluznantes cesaron y también el movimiento. Entonces, los frailes interrumpieron el Dies irae, el canto de la ira.

No fue hasta media mañana cuando Renard descubrió la partida de su presa.

—¡Maldita sea, Pellet! —increpó al escudero.— ¿Cómo no visteis que no estaban sus caballos?

—¿Y por qué no lo mirasteis vos? —repuso éste.

Renard comprendió que nada ganaba discutiendo.

—¡Es verdad! Tenéis razón —y soltó una risotada para relajar la tensión.— Pues nos vamos a tener que mover aprisa.

—¿Dónde diablos habrán ido? —se preguntó el faidit Isarn.

—Hay que encontrar respuesta a eso —dijo Renard.— Aún los podemos coger en el camino.

Y el ribaldo organizó las pesquisas del grupo. No estaba dispuesto a perder la libertad de su familia, su casa, sus campos y sus viñas.

—Cuando llegaron, tomaron lo que quisieron como si fuera suyo e interrogaron a todos —les confió el posadero que, después de servir el vino, se sentó junto a ellos.

Confiaba en Hugo.— Ésos se alojaban junto a los refugiados que aún mantengo y sin ningún reparo confesaron que eran «buenos cristianos», como les gusta a ellos llamarse.

Nosotros lo sabíamos porque pasaban frecuentemente por aquí, iban predicando, pero también tejían y vendían su trabajo a cambio de sustento. Hay otros que, además, son buenos médicos y les esperamos para que curen nuestros males.

Bruna apenas pudo comer y sus compañeros lo hicieron con moderación. Los caballeros franceses se acercaron a saludar a Guillermo y éste correspondió amable, pero incómodo. Al poco, continuaron su camino al este por la margen norte del río Aude en una ruta más larga que evitaba la cercanía de Carcasona.

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