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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (3 page)

BOOK: La reina descalza
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Se arrebujó en la manta. ¿Libre? Don Damián la había subido a aquel barco, el primero que había encontrado dispuesto a partir del puerto de Cádiz.

—Ve a Sevilla —le dijo después de pactar el precio con el capitán y pagarlo de su bolsillo—, a Triana. Una vez allí, busca el convento de las Mínimas y di que vas de mi parte.

A Caridad le habría gustado tener el valor de preguntarle qué era Triana o cómo encontraría ese convento, pero él casi la empujó para que embarcara, nervioso, mirando a uno y otro lado, como si temiera que alguien los viera juntos.

Olió el cigarro y su fragancia la transportó a Cuba. Ella solo sabía dónde estaba su bohío, y la plantación, y el trapiche al que acudía cada domingo con los demás esclavos para escuchar misa y después cantar y bailar hasta la extenuación. Del bohío a la plantación y de la plantación al bohío, un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro. ¿Cómo iba a encontrar un convento? Se acurrucó contra la borda y presionó la espalda contra la madera en busca del contacto con una realidad que había desaparecido. ¿Quiénes eran esos extraños? ¿Y Marcelo? ¿Qué habría sido de él? ¿Cómo estaría su amiga María, la mulata con la que hacía los coros? ¿Y los demás? ¿Qué hacía de noche en un barco extraño, en un país desconocido, camino a una ciudad que ni siquiera sabía que existía? ¿Triana? Nunca había osado preguntar nada a los blancos. ¡Ella siempre sabía qué tenía que hacer! No necesitaba preguntar.

Al recuerdo de Marcelo se le humedecieron los ojos. Tanteó en su hatillo en busca del pedernal, el eslabón y la yesca para hacer fuego. ¿La dejarían fumar? En la vega podía hacerlo, era algo habitual. Había llorado a Marcelo durante la travesía. Incluso…, incluso había sentido la tentación de lanzarse al mar para poner fin a aquel constante sufrimiento. «¡Aparta de ahí, morena! ¿Quieres caerte al agua?», le advirtió uno de los marineros. Y ella obedeció y se separó de la borda.

¿Habría tenido valor para arrojarse si no hubiera aparecido aquel marinero? No quiso darle vueltas una vez más; en lugar de eso, observó a los hombres de la tartana: se los veía nerviosos. La pleamar había empezado pero los vientos no acompañaban. Algunos fumaban. Golpeó con destreza el eslabón sobre el pedernal y la yesca no tardó en prender. ¿Dónde encontraría los árboles con cuya corteza y hongos fabricaba la yesca? Encendió el cigarro, aspiró profundamente y pensó que tampoco sabía dónde podría conseguir tabaco. La primera chupada tranquilizó su mente. Las dos siguientes consiguieron que sus músculos se relajasen y cayó en un tenue mareo.

—Morena, ¿me invitas a fumar?

Un grumete se había acuclillado frente a ella, tenía el rostro sucio pero vivaz y agradable. Durante unos instantes Caridad se dejó mecer por la sonrisa con la que el muchacho esperaba su respuesta y solo vio sus dientes blancos, iguales que los de Marcelo cuando se arrojaba en sus brazos. Había tenido otro hijo, un criollito mulato nacido del amo, pero don José lo vendió tan pronto como dejó de necesitar los cuidados del par de viejas que se ocupaban de los hijos de las esclavas mientras estas trabajaban. Todos seguían el mismo camino: el amo no quería mantener negritos. Marcelo, su segundo hijo, concebido con un negro del trapiche, había sido diferente: un parto difícil; un niño con problemas. «Nadie lo comprará», afirmó el amo cuando, ya criado, se manifestaron su torpeza y sus deficiencias. Se le consintió quedarse en la plantación como si fuera un simple perro, una gallina o alguno de los cerdos que criaban tras el bohío. «Morirá», auguraban todos. Pero Caridad no permitió que eso sucediera, muchos fueron los palos y latigazos que se llevó cuando la descubrían alimentándolo. «Te damos de comer para que trabajes, no para que críes a un imbécil», le repetía el capataz.

—Morena, ¿me invitas a fumar? —insistió el grumete.

«¿Por qué no?», se preguntó Caridad. Era la misma sonrisa que la de su Marcelo. Le ofreció el cigarro.

—¡Vaya! ¿De dónde has sacado esta maravilla? —exclamó el niño después de probarlo y toser—. ¿De Cuba?

—Sí —se escuchó decir Caridad mientras volvía a coger el cigarro y se lo llevaba a los labios.

—¿Cómo te llamas?

—Caridad —contestó ella entre una vaharada de humo.

—Me gusta tu sombrero.

El chico se movía inquieto sobre las piernas. Esperaba otra calada que al fin llegó.

—¡Ya sopla!

El grito del capitán de la tartana rompió la quietud. Desde las demás naves se escucharon exclamaciones similares. Soplaba viento del sur, idóneo para afrontar la barra. El grumete le devolvió el cigarro y corrió a unirse a los otros marineros.

—Gracias, morena —le dijo apresuradamente.

A diferencia de los demás pasajeros, Caridad no presenció la difícil maniobra náutica que requería tres cambios de rumbo en el estrecho canal. A lo largo de la desembocadura del Guadalquivir, en tierra o en las barcazas que se hallaban amarradas en sus orillas, se encendieron señales luminosas para guiar a los barcos. Tampoco vivió la tensión con la que todos afrontaron la travesía: si el viento amainaba y se quedaban a mitad de camino, existían muchas posibilidades de embarrancar. Permaneció sentada contra la borda, fumando, disfrutando de un placentero cosquilleo en todos sus músculos y dejando que el tabaco nublase sus sentidos. En el momento en que la tartana se introdujo en el temible canal de los Ingleses, con la torre de San Jacinto iluminando su rumbo por babor, Caridad empezó a canturrear al compás del recuerdo de sus fiestas dominicales, cuando después de celebrar la misa en el cercano ingenio azucarero que disponía de sacerdote, los esclavos de las diversas negradas se reunían en el barracón de la plantación a la que habían acudido con sus amos. Allí los blancos les permitían cantar y bailar, como si fueran niños que necesitaran desahogarse y olvidar la dureza de sus trabajos. Pero en cada son y en cada paso de danza, cuando hablaban los tambores «batás» —la madre de todos ellos, el gran tambor «iyá», el «itótele» o el más pequeño, el «okónkolo»—, los negros rendían culto a sus dioses, enmascarados en las vírgenes y los santos cristianos, y recordaban con nostalgia sus orígenes en África.

Continuó canturreando, ajena a las imperiosas órdenes del capitán y al correteo y trajinar de la tripulación, y lo hizo igual que cuando dormía a Marcelo. Creyó volver a tocar su cabello, a escuchar su respiración, a olerlo… Lanzó un beso al aire. El niño había sobrevivido. Continuó recibiendo gritos y bofetadas del amo y del capataz pero se ganó el afecto de la negrada de la plantación. ¡Siempre sonreía! Y era dulce y cariñoso con todos. Marcelo no entendía de esclavos ni de amos. Vivía libre, y en ocasiones miraba a los ojos a los esclavos como si comprendiera su dolor y los animara a liberarse de sus cadenas. Algunos sonreían a Marcelo con tristeza, otros lloraban ante su inocencia.

Caridad chupó con fuerza del cigarro. Estaría bien cuidado, no tenía duda. María, la de los coros, se ocuparía de él. Y Cecilio también, aunque se hubiera visto obligado a separarlo de ella… Todos aquellos esclavos que habían sido vendidos junto a las tierras cuidarían de él. Y su niño sería feliz, lo presentía. Pero el amo… «Ojalá su alma vague sin descanso eternamente, don José», deseó Caridad.

2

El barrio sevillano de Triana estaba al otro lado del río Guadalquivir, fuera de las murallas de la ciudad. Se comunicaba con la ciudad a través de un viejo puente musulmán construido sobre diez barcazas ancladas al lecho del río y unidas a dos gruesas cadenas de hierro y varios cables tendidos de orilla a orilla. Aquel arrabal, al que se había bautizado como «guarda de Sevilla» por la función defensiva que siempre había tenido, alcanzó su época de esplendor cuando Sevilla monopolizaba el comercio con las Indias; los problemas de navegación por el río aconsejaron a principios de siglo trasladar la Casa de Contratación a Cádiz y conllevaron un considerable descenso en su población y el abandono de numerosos edificios. Sus diez mil vecinos se concentraban en una limitada superficie en forma alargada en la orilla derecha del río, que se cerraba en su otro linde por la Cava, el antiguo foso que en épocas de guerra constituía la primera defensa de la ciudad y que se inundaba con las aguas del Guadalquivir para convertir el arrabal en una isla. Más allá de la Cava se veían algunos esporádicos conventos, ermitas, casas, y la extensa y fértil vega trianera.

Uno de esos conventos, en la Cava Nueva, era el de Nuestra Señora de la Salud, de monjas mínimas, una humilde congregación de religiosas dedicada a la contemplación y a la oración a través del silencio y la vida cuaresmal. A espaldas de las Mínimas, hacia la calle de San Jacinto, en el pequeño callejón sin salida de San Miguel, se apiñaban trece corrales de vecinos en los que a su vez se hacinaban cerca de veinticinco familias. Veintiuna de ellas eran gitanas, compuestas por abuelos, hijos, tías, primos, sobrinas, nietos y algún biznieto; las veintiuna se dedicaban a la forja. Existían otras herrerías en el arrabal de Triana, la mayoría en manos gitanas, las mismas manos que ya en la India o en las montañas de Armenia, siglos antes de emigrar a Europa, habían convertido su oficio en arte. Sin embargo, San Miguel era el centro neurálgico de la herrería y la calderería trianeras. Al callejón se abrían los antiguos corrales de vecinos construidos durante la época de esplendor del arrabal en el siglo XVI: algunos no eran más que simples callejones ciegos de míseras casitas alineadas y enfrentadas de uno o dos pisos; otros eran edificios, a menudo intrincados, de dos y tres pisos dispuestos alrededor de un patio central, cuyas plantas superiores se abrían a él a través de corredores altos y barandillas de hierro forjado o madera. Todos, casi sin excepción, ofrecían humildes viviendas de una o como mucho dos habitaciones, en una de las cuales, cuando no estaba en el propio patio o callejuela como servicio común a todos los vecinos del corral, había un pequeño nicho para cocinar con carbón. Las piletas para lavar y las letrinas, si las había, estaban emplazadas en el patio, a disposición de todos ellos.

A diferencia de los otros corrales sevillanos ocupados durante el día solo por las mujeres y los niños que jugaban en los patios, los de los herreros trianeros lo estaban durante toda la jornada laboral, pues tenían instaladas sus fraguas en los bajos. El constante repique del martillo sobre el yunque escapaba de cada una de las herrerías y se unía en la calle en una extraña algarabía metálica; el humo del carbón de las fraguas, que a menudo salía por los patios de los corrales de vecinos o por las mismas puertas de aquellos modestos talleres sin chimeneas, era visible desde cualquier punto de Triana. Y a lo largo del callejón, envueltos en la algarabía y el humo, hombres, mujeres y niños iban y venían, jugaban, reían, charlaban, gritaban o discutían. Con todo y pese al tumulto, muchos de ellos enmudecían y se detenían con los sentimientos a flor de piel a las puertas de esas fraguas. A veces se distinguía a un padre que retenía a su hijo por los hombros, a un anciano con los ojos entrecerrados o a varias mujeres que reprimían un paso de baile al escuchar los sones del martinete: un canto triste solo acompañado por el monótono golpear del martillo a cuyo ritmo se acompasaba; un cante propio que les había seguido en todos los tiempos y lugares. Entonces, por obra de los «quejíos» de los herreros, el martilleo se convertía en una maravillosa sinfonía capaz de erizar el vello.

Aquel 2 de febrero de 1748, festividad de la Purificación de Nuestra Señora, los gitanos no trabajaban en sus herrerías. Pocos de ellos acudirían a la iglesia de San Jacinto y de la Virgen de la Candelaria a bendecir las velas con las que iluminaban sus hogares, pero a pesar de ello tampoco deseaban problemas con los piadosos vecinos de Triana y menos con sacerdotes, frailes e inquisidores; se trataba de un día de asueto obligado.

—Guarda a la muchacha de los deseos de los payos —advirtió una voz ronca.

Las palabras, en caló, el lenguaje gitano, resonaron en el patio que daba al callejón. Madre e hija detuvieron sus pasos. Ninguna de ellas mostró sorpresa, aunque no sabían de dónde provenía la voz. Recorrieron el patio con la mirada hasta que Milagros distinguió en la penumbra de una esquina el reflejo plateado de la botonadura de la chaquetilla corta azul celeste de su abuelo. Se hallaba en pie, erguido y quieto, con el ceño fruncido y la mirada perdida, como era habitual en él; había hablado sin dejar de morder un pequeño cigarro apagado. La muchacha, de catorce esplendorosos años, le sonrió y giró sobre sí misma con gracia; su larga falda azul y sus enaguas, sus pañuelos verdes, revolotearon en el aire entre el tintineo de varios collares que le colgaban del cuello.

—En Triana todos saben que soy su nieta. —Rió. Los dientes blancos contrastaron con la tez oscura, igual que la de su madre, igual que la de su abuelo—. ¿Quién se atrevería?

—La lujuria es ciega y osada, niña. Son muchos los que arriesgarían su vida por tenerte. Yo solo podría vengarte y no habría sangre suficiente con que remediar ese dolor. Recuérdaselo siempre —añadió dirigiéndose a la madre.

—Sí, padre —respondió esta.

Ambas esperaron una palabra de despedida, un gesto, una seña, pero el gitano, hierático en su esquina, no añadió nada más. Al final, Ana tomó a su hija del brazo y abandonaron la casa. Era una mañana fría. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia, lo que no parecía ser impedimento para que las gentes de Triana se dirigiesen a San Jacinto a celebrar la bendición de las candelas. También eran muchos los sevillanos que querían sumarse a la ceremonia y, con sus cirios a cuestas, cruzaban el puente de barcas o salvaban el Guadalquivir a bordo de alguna de las más de veinte barcas dedicadas a pasar gente de una orilla a la otra. El gentío prometía un día provechoso, pensó Ana antes de recordar los temores de su padre. Volvió la cabeza hacia Milagros y la vio andar erguida, arrogante, atenta a todo y a todos. «Como corresponde a una gitana de raza», reconoció entonces, sin poder evitar una mueca de satisfacción. ¿Cómo no iban a fijarse en su niña? Su abundante pelo castaño le caía por la espalda hasta mezclarse con los largos flecos verdes del pañuelo que llevaba sobre los hombros. Aquí y allá, entre el cabello, una cinta de color o una perla; grandes aros de plata colgaban de sus orejas, y collares de cuentas o de plata saltaban sobre sus pechos jóvenes, presos en el amplio y atrevido escote de su camisa blanca. La falda azul se ceñía a su delicado talle y llegaba casi hasta el suelo, sobre el que aparecían y desaparecían sus pies descalzos. Un hombre la miró de reojo. Milagros se percató al instante, felina, y volvió el rostro hacia él; las cinceladas facciones de la muchacha se suavizaron y sus pobladas cejas parecieron arquearse en una sonrisa. «Empezamos el día», se dijo la madre.

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