La reina descalza (2 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—¿Ella? No. Es una mujer libre.

—No lo parece —afirmó el alcaide plantándose delante de Caridad, que aferró todavía más su hatillo y su sombrero de paja—. ¡Mírame, negra! —masculló el oficial—. ¿Qué escondes?

Algunos de los demás oficiales que inspeccionaban a la marinería detuvieron su trabajo y se volvieron hacia el alcaide y la mujer que permanecía cabizbaja frente a él. Los marineros que les habían hecho espacio se acercaron.

—Nada. No esconde nada —saltó don Damián.

—Calle, padre. Todos aquellos que no se atreven a mirar al rostro de un alcaide ocultan algo.

—¿Qué va a ocultar esta desgraciada? —insistió el sacerdote—. Caridad, dale tus papeles.

La mujer revolvió en el hatillo en busca de los documentos que le había entregado el escribano del barco mientras don Damián continuaba hablando.

—Embarcó en La Habana junto a su amo, don José Hidalgo, que pretendía regresar a su tierra antes de morir y que falleció durante la travesía, Dios lo tenga en su gloria.

Caridad entregó sus documentos, arrugados, al alcaide.

—Antes de fallecer —prosiguió don Damián—, como es usual en los buques de su majestad, don José hizo testamento y ordenó la liberación de su esclava Caridad. Ahí tiene la escritura de manumisión que otorgó el escribano de la capitana.

«Caridad Hidalgo —había escrito el escribano tomando el apellido del amo muerto—, también conocida como Cachita; esclava negra del color del ébano toda ella, sana y de fuerte constitución, de pelo negro rizado y aproximadamente de unos veinticinco años de edad.»

—¿Qué llevas en esa bolsa? —preguntó el alcaide tras leer los documentos que acreditaban la libertad de Caridad.

La mujer abrió el hatillo y se lo mostró. Una vieja manta y una chaqueta de bayeta… Todo cuanto poseía, la ropa que el amo le había dado en las últimas temporadas: la chaqueta, el invierno anterior; la manta, dos inviernos atrás. Escondidos entre las prendas llevaba varios cigarros que había conseguido racionar en el barco después de robárselos a don José. «¿Y si los descubren?», temió. El alcaide hizo ademán de inspeccionar el hatillo, pero al ver las ropas viejas torció el gesto.

—Mírame, negra —exigió.

El temblor que recorrió el cuerpo de Caridad se hizo patente para cuantos presenciaban la escena. Nunca había mirado a un hombre blanco cuando se dirigía a ella.

—Está asustada —intercedió don Damián.

—He dicho que me mire.

—Hazlo —le rogó el capellán.

Caridad alzó el rostro, redondeado, de labios gruesos y carnosos, nariz achatada y pequeños ojos pardos que trataron de mirar más allá del alcaide, hacia la ciudad.

El hombre frunció el ceño y buscó infructuosamente la huidiza mirada de la mujer.

—¡El siguiente! —cedió de repente, rompiendo la tensión y originando una avalancha de marineros.

Don Damián, con Caridad pegada a su espalda, cruzó la puerta de Mar, un pasadizo flanqueado por dos torres almenadas, y se internó en la ciudad. Atrás, en el Trocadero, quedaban
La Reina
, el navío de dos puentes y más de setenta cañones en el que habían navegado desde La Habana, y los seis mercantes a los que había escoltado con sus bodegas repletas de productos de las Indias: azúcar, tabaco, cacao, jengibre, zarzaparrilla, añil, cochinilla, seda, perlas, carey… plata. La carrera había sido un éxito y Cádiz los había recibido con repique de campanas. España se hallaba en guerra con Inglaterra; las Flotas de Indias, que hasta hacía algunos años cruzaban el océano fuertemente custodiadas por buques de la armada real, habían dejado de operar, así que el comercio se desarrolló con los navíos de registro, mercantes particulares que conseguían un permiso real para la travesía. Por ello la llegada de las mercaderías y del tesoro, tan necesario para las arcas de la hacienda española, había despertado en la ciudad un ambiente festivo que se vivía en todos sus rincones.

Al llegar a la calle del Juego de Pelota, dejando atrás la iglesia de Nuestra Señora del Pópulo y la puerta de Mar, don Damián se apartó de las riadas de marineros, soldados y mercaderes, y se detuvo.

—Que Dios te acompañe y te proteja, Caridad —le deseó volviéndose hacia ella tras dejar el baúl en el suelo.

La mujer no respondió. Se había embutido el sombrero de paja hasta las orejas y el capellán fue incapaz de verle los ojos, pero los imaginó fijos en el baúl, o en sus sandalias, o…

—Tengo cosas que hacer, ¿entiendes? —trató de excusarse—. Ve a buscar algún trabajo. Esta es una ciudad muy rica.

Don Damián acompañó sus palabras extendiendo su mano derecha, con la que rozó el antebrazo de Caridad; entonces fue él quien bajó la mirada un segundo. Al alzarla se encontró con los pequeños ojos pardos de Caridad clavados en él, igual que en las noches de travesía, cuando tras la muerte de su amo se había hecho cargo de la esclava y la había escondido de la marinería por orden del capitán. Se le revolvió el estómago. «No la toqué», se repitió por enésima vez. Nunca le había puesto una mano encima, pero Caridad le había mirado con ojos inexpresivos y él… Él no había podido evitar masturbarse por debajo de la ropa ante la visión de aquella hembra esplendorosa.

Tan pronto como falleció don José, se cumplió con el rito del funeral: se rezaron tres responsos y su cadáver fue arrojado por la borda metido en un saco y con dos botijos de agua atados a los pies. Entonces el capitán ordenó que se desmontase aquel camarote y que el escribano asegurase los bienes del difunto. Don José era el único pasajero de la capitana; Caridad, la única mujer a bordo.

—Reverendo —le dijo al capellán luego de dar aquella orden—, le hago responsable de mantener a la negra alejada de la tripulación.

—Pero yo… —intentó oponerse don Damián.

—Aunque no sea suya, puede aprovechar la comida embarcada por el señor Hidalgo y alimentarla con ella —sentenció el oficial tras hacer caso omiso a la protesta.

Don Damián mantuvo a Caridad encerrada en su diminuto camarote, donde solo había lugar para la hamaca que colgaba de lado a lado y que durante el día recogía y enrollaba. La mujer dormía en el suelo, a sus pies, bajo la hamaca. Las primeras noches, el capellán se refugió en la lectura de los libros sagrados, pero poco a poco su mirada fue siguiendo los rayos del candil que, como si tuvieran voluntad propia, parecían desviarse de las hojas de sus pesados tomos para empeñarse en iluminar a la mujer que yacía acurrucada tan cerca de él.

Luchó contra las fantasías que le asaltaban a la vista de las piernas de Caridad cuando escapaban por debajo de la manta con la que se cubría, de sus pechos, subiendo y bajando al ritmo de su respiración, de sus nalgas. Y sin embargo, casi involuntariamente, empezó a tocarse. Quizá fuera el crujir de los maderos de los que colgaba la hamaca, quizá la tensión que vino a acumularse en tan reducido espacio, lo cierto fue que Caridad abrió los ojos y toda la luz del candil se centró en ellos. Don Damián sintió que enrojecía y se quedó quieto un instante, pero su deseo se multiplicó ante la mirada de Caridad, la misma mirada inexpresiva con que ahora recibía sus palabras.

—Hazme caso, Caridad —insistió—. Busca trabajo.

Don Damián cogió el baúl, le dio la espalda y reemprendió su camino.

«¿Por qué me siento culpable?», se preguntó mientras hacía un alto para cambiar de mano el baúl. Podía haberla forzado, se excusó como siempre que le atenazaba la culpa. Solo era una esclava. Quizá…, quizá ni siquiera le habría hecho falta recurrir a la violencia. ¿Acaso todas aquellas esclavas negras no eran mujeres disolutas? Don José, su amo, se lo había reconocido en confesión: se acostaba con todas ellas.

—Con Caridad tuve un hijo —le reveló—, igual dos, pero no, no creo; el segundo, aquel muchacho torpe y bobo, era tan oscuro como ella.

—¿Se arrepiente? —le preguntó el sacerdote.

—¿De tener hijos con las negras? —se revolvió el veguero—. Padre, vendía los criollitos en un trapiche cercano propiedad de los curas. Ellos nunca se preocuparon de mi alma pecadora a la hora de comprármelos.

Don Damián se dirigía a la catedral de Santa Cruz, al otro lado de la estrecha lengua de tierra en la que se asentaba la ciudad amurallada cerrando la bahía. Antes de girar una bocacalle, volvió la cabeza y entrevió la figura de Caridad al paso del gentío: se había apartado hasta dar con la espalda en un muro donde permanecía quieta, ajena al mundo.

«Saldrá adelante», se dijo forzando el paso y girando la calle. Cádiz era una ciudad rica en la que podían encontrarse comerciantes y mercaderes de toda Europa y en donde el dinero fluía a espuertas. Era una mujer libre y por tanto debía aprender a vivir en libertad y trabajar. Recorrió un largo trecho y cuando llegó a un punto en que las obras de la nueva catedral, cercana a la de Santa Cruz, se divisaban con nitidez, se detuvo. ¿En qué iba a trabajar aquella pobre desgraciada? No sabía hacer nada, aparte de trajinar en una plantación de tabaco, donde había vivido desde los diez años cuando, procedente del reino de los lucumíes, en el golfo de Guinea, los asentistas de esclavos ingleses la habían comprado por cinco míseras varas de tela para revenderla en el ávido y necesitado mercado cubano. Así se lo había contado el propio don José Hidalgo al capellán cuando este se interesó por la razón por la que la había elegido para el viaje.

—Es fuerte y deseable —añadió el veguero guiñándole un ojo—. Y al parecer ya no es fértil, lo que siempre es una ventaja una vez fuera de la plantación. Después de dar a luz a aquel niño tonto…

Don José le había explicado también que era viudo y que tenía un hijo licenciado que había hecho carrera en Madrid, adonde se dirigía para vivir sus últimos días. En Cuba poseía una rentable plantación de tabaco en una vega cerca de La Habana que él mismo trabajaba con la ayuda de una veintena de esclavos. La soledad, la vejez y la presión de los azucareros por obtener tierras para aquella floreciente industria le habían llevado a vender su propiedad y volver a la patria, pero la peste le atacó a los veinte días de navegación y se cebó con saña en su naturaleza débil y ajada. La fiebre, los edemas, la piel manchada y las encías sangrantes llevaron al médico a desahuciar al paciente.

Entonces, como era obligado en las naves del rey, el capitán de
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ordenó al escribano que acudiera al camarote de don José para dar fe de sus últimas voluntades.

—Concedo la libertad a mi esclava Caridad —susurró el enfermo después de ordenar un par de mandas piadosas y de disponer de la totalidad de sus bienes a favor de aquel hijo con el que no se reencontraría.

La mujer ni siquiera llegó a curvar sus gruesos labios en un amago de satisfacción al saber que era libre, recordó el sacerdote parado en la calle.

«¡No hablaba!» Don Damián recordó sus esfuerzos por oír a Caridad entre los cientos de voces que rezaban en las misas dominicales sobre cubierta, o sus tímidos susurros por las noches, antes de acostarse, cuando la obligaba a rezar. ¿En qué iba a trabajar aquella mujer? El capellán era consciente de que casi todos los esclavos que obtenían la libertad terminaban trabajando para sus antiguos amos por un mísero salario con el que difícilmente llegaban a cubrir unas necesidades que antes, como esclavos, tenían garantizadas, o bien acababan condenados a pedir limosna por las calles, peleándose con miles de mendigos. Y estos habían nacido en España, conocían la tierra y sus gentes, algunos eran espabilados e inteligentes. ¿Cómo podría moverse Caridad en una gran ciudad como Cádiz?

Suspiró y se pasó la mano repetidas veces por el mentón y el escaso cabello que le quedaba. Luego dio media vuelta, resopló al alzar de nuevo el baúl y, con él a cuestas, se dispuso a deshacer el camino andado. «¿Qué hacer ahora?», se preguntó. Podía…, podía mediar para que trabajara en la fábrica de tabaco, de eso sí sabía. «Es muy buena con las hojas; las trata con cariño y dulzura, como debe hacerse, y sabe reconocer las mejores y torcer buenos cigarros», le había dicho don José, pero eso significaría pedir favores y que se supiera que él… No podía arriesgarse a que Caridad contara lo del barco. En las galeras de la fábrica trabajaban cerca de doscientas cigarreras que no dejaban de cuchichear y criticar mientras elaboraban los pequeños cigarros gaditanos.

Encontró a Caridad todavía pegada a la pared, quieta, desamparada. Un grupo de mocosos se burlaba de ella ante la pasividad de la gente que seguía entrando y saliendo del puerto. Don Damián se acercó justo cuando uno de los muchachos se disponía a lanzarle una pedrada.

—¡Quieto! —gritó.

Un muchacho detuvo su brazo; la joven se destocó y bajó la mirada.

Caridad se alejó del grupo de siete pasajeros que habían embarcado en la nave que iba a remontar el río Guadalquivir hasta Sevilla y, cansada, intentó acomodarse entre el montón de bultos dispuestos a bordo. La nave era una tartana de un solo palo y buen porte que había arribado a Cádiz con un cargamento del preciado aceite de la vega sevillana.

Desde la bahía de Cádiz navegaron en cabotaje hasta Sanlúcar de Barrameda, donde la desembocadura del Guadalquivir. Frente a las costas de Chipiona, junto a otras tartanas y charangas, se dispusieron a esperar a la pleamar y vientos propicios para superar la peligrosa barra de Sanlúcar, los temibles bajíos que habían convertido la zona en un cementerio de embarcaciones. Solo cuando coincidían todas las circunstancias precisas para afrontar la barra, los capitanes se atrevían a ello. Luego remontarían el río aprovechando el impulso de la marea, que se dejaba sentir hasta las cercanías de Sevilla.

—Se ha dado el caso de naves que han tenido que esperar hasta cien días para cruzar la barra —decía un marinero que departía con un pasajero lujosamente ataviado, quien de inmediato desvió una mirada preocupada hacia Sanlúcar y sus espectaculares marismas, como si suplicase no correr la misma suerte.

Caridad, sentada entre unos sacos, contra la borda, se dejó llevar por el cabeceo de la tartana. El mar mostraba una calma tensa, la misma que la que se apreciaba en todos los que se hallaban en la nave, igual que la que imperaba en los demás barcos. No solo era la espera, era también el temor a un ataque por parte de ingleses o corsarios. El sol empezó a declinar al tiempo que las aguas tomaban un amenazador color metálico, y las inquietas charlas de tripulantes y pasajeros decayeron hasta reducirse a susurros. La crudeza del invierno se destapó con el ocaso y la humedad caló en Caridad, aumentando la sensación de frío. Tenía hambre y estaba cansada. Llevaba puesta su chaqueta, tan gris y descolorida como su vestido, ambos de bayeta basta, en contraste con los demás pasajeros que habían embarcado con ella y que lucían lo que se le antojaron lujosas ropas de vivos colores. Notó que le castañeteaban los dientes y que tenía la piel erizada, así que buscó la manta en el hatillo. Sus dedos rozaron un cigarro y lo palpó con delicadeza recordando su aroma, sus efectos. Lo necesitaba, ansiaba perder los sentidos, olvidar el cansancio, el hambre… y hasta su libertad.

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